30

A las 7:35 terminó su turno de noche. Tenía prisa, empujada por una súbita inquietud. Era una mañana fría y húmeda en Malmö. Fue rápidamente al aparcamiento donde tenía el coche. En circunstancias normales, hubiera ido a casa a dormir. Ahora sabía que tenía que ir directamente a Lund. Tiró la maleta en el asiento de atrás y se sentó en el lugar del conductor. Al coger el volante notó que le sudaban las manos.

Nunca pudo confiar del todo en Katarina Taxell. Era demasiado débil. Siempre se corría el riesgo de que cediera. Pensó que Katarina Taxell era una persona a la que, si se la apretaba, le salían cardenales con excesiva facilidad.

Siempre había tenido la inquietud de que cediera. A pesar de ello, había considerado que el control que ejercía sobre ella era lo suficientemente grande. Ahora ya no estaba tan convencida.

«Tengo que sacarla de ahí», pensó durante la noche. «Por lo menos hasta que empiece a distanciarse de lo ocurrido».

No sería difícil sacarla del piso donde vivía. No era nada excepcional que una mujer sufriera trastornos psíquicos después de un parto o al poco tiempo.

Cuando llegó a Lund empezaba a llover. La inquietud persistía en su interior. Aparcó en una de las calles laterales y se encaminó a la plaza donde se encontraba la casa de Katarina Taxell. De pronto, se detuvo. Luego retrocedió despacio unos pasos, como si hubiera aparecido ante ella un animal carnicero. Se colocó junto a una pared y observó la puerta de la vivienda de Katarina Taxell.

Vio un coche aparcado delante. En él había un hombre, tal vez dos. Inmediatamente se dio cuenta de que eran policías. Katarina Taxell estaba bajo vigilancia.

El pánico le llegó de ninguna parte. Aun sin verse, supo que le llameaba la cara. Además tenía palpitaciones. Las ideas le daban vueltas como animales nocturnos desorientados cuando una luz se enciende de repente. ¿Qué había contado Katarina Taxell?

¿Por qué estaban aquéllos delante de la puerta, vigilándola?

¿O eran figuraciones? Se quedó inmóvil intentando pensar. Lo primero que le pareció seguro fue que Katarina Taxell, a pesar de todo, no había contado nada. De haberlo hecho, no estarían vigilándola. Se la habrían llevado de su casa. Así pues, aún no era demasiado tarde. Posiblemente no disponía de mucho tiempo. Pero tampoco lo necesitaba. Sabía lo que tenía que hacer.

Encendió el cigarrillo que había liado durante la noche. Según su plan llevaba por lo menos una hora de adelanto. Pero en esta ocasión, se lo saltaría. El día iba a resultar muy especial. Ya no había remedio. Permaneció unos minutos mas contemplando el coche de la puerta. Luego apagó el cigarrillo y se fue de allí rápidamente.

* * *

Cuando Wallander se despertó poco después de las seis de esa mañana del miércoles, seguía estando muy cansado. Su déficit de sueño era grande y la debilidad pesaba como plomo en el fondo de su conciencia. Permaneció inmóvil en la cama con los ojos abiertos. «El hombre es un animal que vive para esforzarse», pensó. «En este preciso instante, es como si yo no fuera ya capaz de hacerlo».

Se sentó en el borde de la cama. El suelo estaba frío bajo sus pies. Se miró las uñas de los pies. Necesitaban un corte. Todo él necesitaba una renovación profunda. Un mes antes había estado en Roma reponiendo fuerzas. Ahora estaban agotadas. En menos de un mes, se habían agotado. Se obligó a incorporarse. Luego fue al cuarto de baño. El agua fría fue como un bofetón. Pensó que un día también acabaría con eso. Con el agua fría que le ponía en funcionamiento. Se secó, se puso el batín y fue a la cocina. Siempre lo mismo. El agua del café, luego, a la ventana; el termómetro. Llovía. Cuatro grados sobre cero. Otoño, el frío estaba empezando a imponerse. Alguien en la comisaría había anunciado que se acercaba un intenso y largo invierno. Era sobrecogedor.

Cuando el café estuvo listo se sentó a la mesa de la cocina. Mientras tanto, había ido a buscar el periódico. En primera página, una foto de Lödinge. Se tomó un par de sorbos. Ya había superado el nivel primero y más alto de cansancio. Sus mañanas podían ser como complicadas pistas de obstáculos. Miró el reloj. Era hora de que llamara a Baiba.

Contestó a la segunda señal. Como había supuesto por la noche, ahora era diferente.

—Estoy cansado —se excusó.

—Lo sé —contestó ella—. Pero repito mi pregunta.

—¿Si quiero que vengas?

—Sí.

—No hay nada que desee tanto.

Ella le creyó. Y contestó que a lo mejor podía ir dentro de unas semanas. A principios de noviembre. Iba a empezar a ver qué posibilidades había ese mismo día.

No necesitaban hablar más. A ninguno de los dos les gustaba el teléfono. Después, cuando Wallander regresó a su taza de café, pensó que esta vez tenía que hablar en serio con ella. Hablar de que se trasladase a Suecia. De la nueva casa que quería comprar. A lo mejor le hablaba también del perro.

Se quedó un buen rato allí sentado. El periódico, ni lo abrió. Hasta las siete y media no se vistió. Tuvo que buscar un rato en el armario para encontrar una camisa limpia. Era la última. Reservaría hora en la lavandería ese mismo día sin falta. Cuando estaba a punto de salir, sonó el teléfono. Era el mecánico de coches de Ålmhult. Le escoció saber el coste de la reparación, pero no dijo nada. El mecánico aseguró que el coche estaría en Ystad aquel mismo día. Tenía un hermano que podía llevarlo hasta allí y regresar luego en tren. Wallander sólo debería pagar el billete.

Al salir a la calle, Wallander se dio cuenta de que la lluvia era más fuerte de lo que le había parecido desde la ventana. Volvió al portal y marcó el número de la policía. Ebba dijo que iría un coche a recogerle inmediatamente. No tardó más de cinco minutos en frenar delante del edificio. A las ocho estaba en su despacho.

Apenas había tenido tiempo de quitarse la chaqueta cuando todo empezó a suceder al mismo tiempo a su alrededor.

Ann-Britt Höglund se asomó a la puerta. Estaba muy pálida.

—¿No te has enterado? —preguntó.

Wallander se estremeció. ¿Otra vez? ¿Otro hombre asesinado?

—Acabo de llegar —contestó—. ¿Qué pasa?

—La hija de Martinsson ha sufrido una agresión.

—¿Terese?

—Sí.

—¿Qué le ha pasado?

—La atacaron al llegar a la escuela. Martinsson acababa de irse de allí. Si he entendido bien lo que dijo Svedberg, fue porque Martinsson es policía.

Wallander la miraba sin entender.

—¿Es grave?

—La empujaron y le pegaron puñetazos en la cabeza. Parece que también le dieron patadas. No tiene daños físicos. Pero está, naturalmente, bajo los efectos de un choque.

—¿Quién lo hizo?

—Otros alumnos, mayores que ella.

Wallander se sentó.

—¡Esto es una putada! Pero ¿por qué?

—No sé todo lo que ha pasado. Pero, evidentemente, los estudiantes discuten esto de las milicias ciudadanas. Que la policía no hace nada. Que nos hemos rendido.

—¡Y por lo tanto se echan encima de la hija de Martinsson!

—Así es.

A Wallander se le hizo un nudo en la garganta. Terese tenía trece años y Martinsson hablaba continuamente de ella.

—¿Por qué se meten con una niña?

—¿Has visto los periódicos? —preguntó ella.

—No.

—Pues deberías verlos. La gente ha dado su opinión acerca de Eskil Bengtsson y compañía. Las detenciones las consideran violaciones de la ley. Se dice que Åke Davidsson se ha resistido. Grandes reportajes, fotografías y titulares: ¿DE QUE PARTE ESTA EN REALIDAD LA POLICÍA?

—No quiero leer esas cosas —dijo Wallander con desagrado—. ¿Qué pasa en la escuela?

—Hansson está allí. Martinsson se ha llevado a casa a su hija.

—¿Y eran chicos de la escuela los que lo hicieron?

—Por lo que sabemos, sí.

—Ve hacia allí —decidió Wallander rápidamente—. Entérate de todo lo que puedas. Habla con los chicos. Creo que es mejor que no lo haga yo. Porque puedo enfadarme.

—Ya está allí Hansson. No creo que haga falta nadie más.

—Sí —dijo Wallander—. Me gustaría que tú también fueras. Seguro que basta con Hansson. Pero, a pesar de eso, quiero que tú, a tu manera, trates de saber lo que ha sucedido realmente y por qué. Si somos varios los que vamos allí, demostramos que nos tomamos muy en serio lo ocurrido. Yo, por mi parte, iré a casa de Martinsson. Todo lo demás, que espere. Lo peor que se puede hacer en este país, como en todas partes por lo demás, es matar a un policía. Lo que le sigue en gravedad es atacar a los hijos de un policía.

—Dicen que había otros alumnos alrededor riéndose.

Wallander hizo un gesto de rechazo con las manos. No quería seguir oyendo.

Se levantó y cogió la chaqueta.

—Eskil Bengtsson y los otros serán puestos en libertad hoy —dijo ella cuando iban por el pasillo—. Pero Per Åkeson les procesa.

—¿Qué les cae?

—La gente de por aquí ya está hablando de recolectar dinero si les caen multas. Pero confiamos en que sea cárcel. Por lo menos para algunos.

—¿Qué tal va Åke Davidsson?

—Ya ha vuelto a casa. Está de baja.

Wallander se detuvo y la miró.

—¿Qué habría ocurrido si le hubieran matado? ¿Les habrían caído multas también?

No esperó respuesta alguna.

Un coche policial condujo a Wallander hasta la casa de Martinsson, situada en una zona de chalets junto a la salida este de la ciudad. Wallander no había estado allí muchas veces. La casa era sencilla. Pero, en el jardín, Martinsson y su esposa habían puesto mucho amor. Llamó a la puerta. Fue Maria, la mujer de Martinsson, quien le abrió. Wallander vio que tenía los ojos enrojecidos. Teresa era la mayor y la única hija. También tenían dos chicos. Uno de ellos, Rickard, estaba detrás de su madre. Wallander sonrió y le palmeó la cabeza.

—¿Cómo va eso? Acabo de enterarme y vine enseguida.

—Está en la cama llorando. Con el único que quiere hablar es con su padre.

Wallander entró. Se quitó la chaqueta y los zapatos. Llevaba un calcetín roto. Ella le preguntó si quería tomar un café. Él aceptó. En ese momento bajaba Martinsson por la escalera. Por lo general tenía siempre una sonrisa en los labios. Wallander vio ahora una expresión de amargura gris. Pero también de miedo.

—Me acaban de contar lo que ha pasado. He venido inmediatamente.

Se sentaron en el cuarto de estar.

—¿Cómo está la niña?

Martinsson no hizo más que mover la cabeza. Wallander pensó que estaba a punto de echarse a llorar. En ese caso, iba a ser la primera vez que le viera.

—Lo dejo —dijo Martinsson—. Voy a hablar con Lisa hoy mismo.

Wallander no sabía qué contestar. Martinsson estaba indignado con razón. Podía imaginarse fácilmente que su propia reacción habría sido la misma si se hubiera tratado de Linda.

Pero tenía que oponerse. Lo peor de todo sería que Martinsson cediera. Se dio cuenta asimismo de que el único que podría convencerle de que cambiara de idea era él.

Pero todavía era demasiado pronto. Veía con sus propios ojos lo conmocionado que estaba Martinsson.

Entró Maria con el café. Martinsson negó con la cabeza. Él no quería.

—No merece la pena —dijo—. Cuando esto empieza a volverse contra la familia, no merece la pena.

—No —contestó Wallander—. No la merece.

Martinsson no dijo más. Tampoco Wallander. Al poco rato, Martinsson se levantó y volvió a desaparecer en lo alto de la escalera. Wallander comprendió que no podía hacer nada en esos momentos.

La mujer de Martinsson le acompañó hasta la puerta.

—Dale un saludo de mi parte.

—¿Volverán a meterse con nosotros?

—No. Sé que esto que digo suena raro. Como si pretendiera transformar este suceso en un pequeño accidente. Pero me refiero a algo completamente distinto. No podemos perder el sentido de la proporción. Empezar a sacar conclusiones falsas. Estos muchachos tal vez sólo sean unos años mayores que Terese. Su intención no era tan mala. Seguramente no saben muy bien lo que hacen. La causa de todo es que Eskil Bengtsson y otros de Lödinge empiezan a organizar milicias ciudadanas y a levantar los ánimos contra la policía.

—Ya lo sé, ya. He oído hablar de eso también por aquí.

—Entiendo que es difícil pensar con serenidad cuando lo pagan los propios hijos. Pero, así y todo, tenemos que hacer lo posible por agarrarnos al sentido común.

—Tanta violencia… ¿De dónde sale?

—Apenas hay malas personas —contestó Wallander—. Yo creo, por lo menos, que son escasas. Lo que sí hay son malas condiciones. Y son las que desencadenan toda esta violencia. Es a esas condiciones a las que tenemos que atacar precisamente.

—¿No acabará siendo cada vez peor?

—Tal vez. Pero, si así fuera, dependería de que cambian las condiciones. No de que crezcan malas personas.

—Este país se ha vuelto muy duro.

—Sí —asintió Wallander—. Se ha vuelto muy duro.

Le estrechó la mano y se montó en el coche, que le esperaba fuera.

—¿Qué tal está Terese? —preguntó el policía que conducía.

—Está sobre todo triste, es de suponer. Y también lo están sus padres.

—Lo menos que se puede estar es furioso, creo yo.

—Sí —contestó Wallander—. Es lo menos.

Wallander regresó a la comisaría. Hansson y Ann-Britt Höglund seguían en la escuela en la que Terese había sido atacada. Lisa Holgersson estaba en Estocolmo. Por un momento, Wallander se sintió irritado cuando se lo dijeron. Pero había sido informada de lo ocurrido. Estaría de regreso en Ystad por la tarde. Wallander buscó a Svedberg y a Hamrén. Nyberg seguía en la finca de Holger Eriksson buscando huellas dactilares. Los dos policías de Malmö continuaban ocupados en diferentes sitios. Se sentó con Svedberg y con Hamrén en la sala de reuniones. Todos estaban indignados por lo ocurrido con la hija de Martinsson. Hablaron muy brevemente. Luego fueron cada uno a lo suyo. La noche anterior se habían repartido las tareas muy rigurosamente entre todos. Wallander llamó al móvil de Nyberg.

—¿Cómo va eso?

—Es difícil —contestó aquél—. Pero creemos que tal vez hayamos encontrado una huella borrosa arriba, en el torreón de los pájaros. En la parte interior de la barandilla. Puede que no sea de Eriksson. Seguimos buscando.

Wallander reflexionó.

—¿Quieres decir que la persona que le mató pudo haber subido al torreón?

—Absurdo del todo me parece que no es.

—Puede que tengas razón. Y en ese caso, tal vez haya también alguna colilla.

—Si la hubiera, la habríamos encontrado la primera vez. Ahora ya es demasiado tarde.

Wallander pasó a hablarle de su encuentro nocturno con Ylva Brink en el hospital.

—La tarjeta de identificación está en una bolsa —dijo Nyberg—. Si tiene buen olfato, es posible que note algún olor.

—Quiero que se compruebe cuanto antes. Puedes llamarla tú mismo. Svedberg tiene el teléfono de su casa.

Nyberg dijo que lo haría. Wallander vio que alguien había dejado un papel en su mesa. Era una carta del Registro en la que se informaba de que ninguna persona con el nombre de Harald Berggren había cambiado o tomado oficialmente dicho nombre. Wallander la dejó a un lado. Eran las diez. Seguía lloviendo. Pensó en el encuentro de la noche anterior. Volvía a sentirse preocupado. ¿Iban por buen camino, o seguían una pista que les conducía al vacío? Fue hasta la ventana. La torre del agua se ofreció a su vista. «Katarina Taxell es nuestra pista principal. Ella conoce a la mujer. ¿Qué iría a hacer a la Maternidad en plena noche?».

Volvió al escritorio y llamó a Birch, a Lund. Tardaron casi diez minutos en localizarle.

—Todo está tranquilo delante de su casa —informó Birch—. Ninguna visita, excepto la de una mujer a la que hemos podido identificar como su madre. Katarina ha salido una vez a comprar. Fue mientras su madre estaba con el niño. Hay una tienda de comestibles aquí cerca. Lo único raro fue que compró muchos periódicos.

—Querría leer lo del asesinato. ¿Da la impresión de saber que andamos por ahí cerca?

—No me lo parece. Está nerviosa. Pero no se vuelve a mirar. No, no creo que sospeche que la estamos vigilando.

—Es importante que no lo note.

—Cambiamos a la gente continuamente.

Wallander se inclinó sobre el escritorio y cogió su cuaderno.

—¿Qué se sabe de ella? ¿Quién es?

—Tiene treinta y tres años. Eso hace una diferencia de edad con Blomberg de dieciocho años.

—Éste es su primer hijo —dijo Wallander—. Lo ha tenido bastante tarde. Las mujeres que tienen prisa tal vez no se fijen mucho en la diferencia de edad. Pero la verdad es que no sé mucho de esas cosas.

—Según ella, Blomberg tampoco es el padre del niño.

—Eso es mentira —replicó Wallander, preguntándose al mismo tiempo cómo se atrevía a estar tan seguro—. ¿Qué más?

—Katarina Taxell nació en Arlöv. Su padre era ingeniero en la azucarera. Murió cuando ella era pequeña. Iba en coche y le atropelló un tren cerca de Landskrona. No tiene hermanos. Se crió con su madre. Se trasladaron a Lund después de la muerte del padre. La madre trabajaba a tiempo parcial en la biblioteca municipal. Katarina Taxell sacaba buenas notas en el colegio. Siguió estudiando en la universidad. Geografía e idiomas. Una combinación no muy frecuente. Luego, Escuela de Formación del Profesorado. Desde entonces, se ha dedicado a la enseñanza. Al mismo tiempo ha ido creando una pequeña empresa que comercializa diversos productos para el cuidado del cabello. Así que debe de ser bastante emprendedora. No figura, por supuesto, en nuestros registros. Da la impresión de ser una persona normal y corriente.

—Esto ha ido muy rápido —elogió Wallander.

—Hice lo que me dijiste —contestó Birch—. Puse a mucha gente a trabajar en ello.

—Es evidente que aún no lo sabe. Ya habría empezado a mirar para atrás si se hubiera enterado de que estábamos investigándola.

—Ya veremos cuánto dura. La cuestión es si no debíamos presionarla un poco.

—Yo he pensado lo mismo —contestó Wallander.

—¿La llevamos a comisaría?

—No. Pero voy a ir para allá. Luego, tú y yo podemos empezar por hablar con ella otra vez.

—¿Hablar de qué? Si no le haces preguntas significativas, sospechará algo.

—Ya pensaré por el camino —dijo Wallander—. ¿Te parece que nos encontremos delante de su casa a las doce?

Wallander firmó el recibí para sacar un coche y salió de Ystad. Se detuvo en el aeropuerto de Sturup para comer un bocadillo. Como de costumbre, le irritó el precio. Al mismo tiempo, se dedicó a formular mentalmente algunas preguntas para poder hacérselas a Katarina Taxell. No bastaba llegar y repetir las mismas cosas que la primera vez. Decidió que el punto de partida debía ser Eugen Blomberg. Era él quien había sido asesinado. Necesitaban todas las informaciones sobre él que pudieran obtener. Katarina Taxell era únicamente una entre muchas personas a las que interrogaban.

A las doce menos cuarto y después de dar muchas vueltas, logró encontrar sitio para aparcar en el centro de Lund. Había dejado de llover y fue andando por la ciudad. Tenía en la cabeza las preguntas que iba a formular. Vio a Birch desde lejos.

—Oí las noticias. Lo de Martinsson y su hija. Horrible.

—¿Qué hay que no sea horrible? —contestó Wallander.

—¿Cómo está la niña?

—Esperemos que lo olvide. Pero Martinsson ha dicho que piensa dejar la policía. Y yo tengo que hacer lo posible por evitarlo.

—Si está convencido en el fondo de su ser, no hay nadie que pueda impedírselo.

—No creo que lo esté. En todo caso, pienso asegurarme bien de que es consciente de lo que hace.

—A mí me dieron una vez con una piedra en la cabeza —contó Birch—. Me cabreé tanto que eché a correr detrás del que me la había tirado. Resultó que yo había detenido a su hermano una vez. Él consideraba que estaba en su pleno derecho de tirarme piedras a la cabeza.

—Un policía siempre es un policía. Si hemos de creer a los que tiran piedras.

Birch cambió de conversación.

—¿De qué piensas hablar?

—De Eugen Blomberg. De cómo se conocieron. Debe tener la impresión de que le hago las mismas preguntas a ella que a muchas otras personas. Preguntas de rutina, mas bien.

—¿Qué piensas conseguir?

—No sé. Pero me parece necesario. Puede surgir algo entre pregunta y pregunta.

Entraron en el edificio. Wallander tuvo de repente la intuición de que pasaba algo. Se detuvo en la escalera. Birch le miró.

—¿Qué pasa?

—No sé. Seguramente no es nada.

Siguieron hasta el segundo piso. Birch llamó al timbre. Esperaron. Volvió a llamar. Los timbrazos resonaban en el interior del piso. Se miraron. Wallander se inclinó y abrió el buzón de correos. Todo estaba muy silencioso.

Birch volvió a llamar. Timbrazos prolongados, repetidos. Nadie abrió.

—Tiene que estar en casa —dijo—. Nadie ha informado de que haya salido.

—Entonces se ha escapado por la chimenea. Aquí no está.

Bajaron corriendo las escaleras. Birch abrió de golpe la puerta del coche policial. El hombre sentado al volante estaba leyendo un periódico.

—¿Ha salido? —preguntó Birch.

—Está dentro.

—Dentro es justamente donde no está.

—¿Hay alguna puerta trasera? —preguntó Wallander.

Birch transmitió la pregunta al hombre sentado tras el volante.

—No, que yo sepa.

—Eso no es una respuesta —dijo Birch irritado—. O hay puerta trasera o no la hay.

Entraron de nuevo en el edificio. Bajaron media escalera. La puerta del sótano estaba cerrada con llave.

—¿Hay portero? —preguntó Wallander.

—No tenemos tiempo —contestó Birch.

Miró los goznes de la puerta. Estaban oxidados.

—Se puede intentar —murmuró para sus adentros.

Cogió impulso y se lanzó contra la puerta, que se soltó de sus goznes.

—Ya sabes lo que significa saltarse el reglamento.

Wallander notó que no había la menor ironía en el comentario de Birch. Entraron. El pasillo que había entre los diferentes trasteros separados por una red metálica llevaba a una puerta. Birch la abrió. Daba a la parte inferior de una escalera.

—Se ha escapado, pues, por detrás. Y nadie se ha molestado siquiera en investigar si existía.

—Puede estar en el piso —aventuró Wallander.

Birch entendió.

—¿Suicidio?

—No lo sé. Pero hay que entrar. Y no tenemos tiempo de esperar a un cerrajero.

—A mí se me da bien abrir cerraduras. Sólo tengo que ir a buscar algunos instrumentos.

Tardó menos de cinco minutos. Venía sin aliento. Wallander había vuelto a la puerta de Katarina Taxell para seguir llamando. Un hombre mayor abrió la puerta contigua y preguntó qué pasaba. Wallander se molestó. Sacó su placa de policía y se la puso delante de la cara.

—Le quedaríamos muy agradecidos si cerrara la puerta. Ahora mismo. Y la deja cerrada hasta que se lo digamos.

El hombre desapareció. Wallander oyó cómo echaba la cadena de seguridad.

Birch abrió enseguida la cerradura. El piso estaba vacío. Katarina Taxell se había llevado a su hijo. La puerta de atrás daba a una calle transversal. Birch meneó la cabeza.

—Alguien va a tener que responder de esto.

—Me recuerda a lo del espía Bergling —dijo Wallander—. ¿No se marchó tranquilamente por la parte de atrás mientras toda la vigilancia estaba concentrada en la parte de delante?

Recorrieron el piso. Wallander tuvo la impresión de que la partida había tenido lugar apresuradamente. Se detuvo ante un cochecillo portátil que había en la cocina.

—Habrán venido a buscarla en coche. Hay una gasolinera al otro lado de la calle. Tal vez alguien haya visto salir de la casa a una mujer con un niño.

Birch desapareció. Wallander recorrió el piso una vez más. Trató de imaginarse lo ocurrido. ¿Por qué abandona un piso una mujer con un hijo recién nacido? La parte de atrás daba la respuesta de que había querido irse en secreto. Eso significaba también que ella tenía conciencia de que la casa estaba bajo vigilancia.

«Ella o alguien», pensó Wallander. «Alguien ha podido también descubrir la vigilancia desde fuera. Alguien que, luego, la ha llamado y ha organizado el traslado».

Se sentó en una silla en la cocina. Tenía aún otra pregunta importante a la que responder. ¿Estaban Katarina Taxell y su hijo en peligro? ¿O la fuga del piso había sido voluntaria?

«Alguien tendría que haberse dado cuenta si ella hubiera opuesto resistencia», pensó después. «Así que ha tenido que irse por su propia voluntad. Y para eso sólo hay una explicación. Que no quiere contestar a las preguntas de la policía».

Se levantó y se acercó a la ventana. Vio a Birch hablando con uno de los empleados de la gasolinera. Sonó el teléfono. Wallander dio un respingo. Fue al cuarto de estar. El teléfono volvió a sonar y él levantó el auricular.

—¿Katarina? —preguntó una voz de mujer.

—No está —contestó Wallander—. ¿De parte de quién?

—¿Quién es usted? —preguntó la voz—. Yo soy la madre de Katarina.

—Yo me llamo Kurt Wallander. Soy policía. No ha pasado nada. Sólo que Katarina no está. Ni ella ni el bebé.

—Eso no puede ser.

—Sí, puede parecerlo, pero no está aquí. ¿No sabrá usted, por casualidad, adónde se habrá ido?

—Ella nunca se hubiera ido sin hablar conmigo.

Wallander tomó una decisión rápida.

—Será mejor que venga usted aquí. Si no estoy equivocado, no vive usted lejos.

—A menos de diez minutos —contestó ella—. ¿Qué es lo que ha pasado?

Wallander pudo oír que estaba asustada.

—Seguro que hay una explicación lógica. Hablaremos cuando llegue usted.

Oyó a Birch en la puerta al colgar el auricular.

—Tenemos suerte. Hablé con uno de los trabajadores de la gasolinera. Un chaval despierto que tiene los ojos en su sitio.

Tenía unas anotaciones en un papel manchado de gasolina.

—Esta mañana apareció un Golf rojo. Sería entre las nueve y las diez. Más bien las diez. Una mujer salió por la puerta de atrás de la casa. Llevaba un niño. Se sentaron en el coche y se fueron.

Wallander sintió que la tensión aumentaba.

—¿Se fijó en quién conducía?

—El chofer no se bajó.

—¿Así que no sabe si era una mujer o un hombre?

—Se lo pregunté. Y me dio una respuesta interesante. Dijo que el coche había arrancado de una manera que indicaba que había un hombre al volante.

Wallander se sorprendió.

—¿En qué se basa para decir eso?

—En que el coche arrancó bruscamente. De golpe. Las mujeres no suelen conducir así.

Wallander entendió.

—¿Notó alguna otra cosa?

—No. Pero es posible que pueda acordarse con un poco de ayuda. Parecía tener, como te he dicho, los ojos en su sitio.

Wallander le contó que la madre de Katarina Taxell estaba en camino.

Luego se quedaron callados.

—¿Qué habrá pasado? —preguntó Birch.

—No lo sé.

—¿Puede estar en peligro?

—He pensado en ello. Pero no lo creo. Aunque puedo equivocarme, desde luego.

Entraron en el cuarto de estar. Vieron un patuco abandonado en el suelo. Wallander miró a su alrededor en la habitación. Birch siguió su mirada.

—En algún sitio aquí, tiene que estar la solución —dijo Wallander—. En este piso hay algo que nos llevará a encontrar a la mujer que buscamos. Cuando la tengamos, encontraremos también a Katarina Taxell. Aquí hay algo que nos dirá hacia dónde tenemos que ir. Y lo encontraremos, aunque nos cueste levantar el subsuelo.

Birch no dijo nada.

Oyeron ruido en la cerradura. Ella tenía, pues, llave. La madre de Katarina Taxell entró en el cuarto de estar.