Cuando salieron de la casa de Siriusgatan, había empezado a llover. Se quedaron de pie junto al coche de Wallander. De un Wallander preocupado y con prisa.
—Creo que no he visto jamás a una viuda reciente que se tome con tanta calma la pérdida de su marido —comentó Birch con desagrado en la voz.
—Sin embargo, es un dato que debemos tener en cuenta —repuso Wallander.
No se paró a profundizar su respuesta. En lugar de ello trató de pensar en las próximas horas. La sensación que tenía de que debían apresurarse era muy viva.
—Tenemos que revisar sus pertenencias, aquí en casa y en la universidad. Eso, claro está, es misión vuestra. Pero me gustaría que hubiera también alguien de Ystad. No sabemos qué es lo que buscamos. Pero puede ocurrir que, de esa manera, descubramos antes algún detalle interesante.
Birch asintió.
—¿Tú no te quedas?
—No. Les pediré a Martinsson y a Svedberg que vengan. Les diré que salgan para acá inmediatamente.
Wallander cogió su teléfono móvil del coche, marcó el número de la policía de Ystad y le explicó a Martinsson en pocas palabras lo que pasaba. Martinsson prometió que él y Svedberg irían enseguida. Wallander le dijo que preguntara por Birch en la policía de Lund. Tuvo que deletrear el nombre y Birch se sonrió.
—Me hubiera gustado quedarme —dijo Wallander—. Pero tengo que empezar a buscar hacia atrás en la investigación. Sospecho que la solución del asesinato de Blomberg está ahí, aunque no la hayamos visto. La solución de los tres asesinatos. Es como si nos hubiéramos perdido en un intrincado sistema de cavernas.
—No estaría mal que nos libráramos de otras muertes —dijo Birch—. Ya son demasiadas.
Se despidieron. Wallander regresó a Ystad. La lluvia iba y venía a ráfagas. Al pasar cerca de Sturup, vio un avión que se disponía a aterrizar. Mientras conducía iba repasando mentalmente la investigación. El número de veces que lo había hecho antes ya se le escapaba. Decidió asimismo lo que haría al llegar a Ystad.
Eran las seis menos cuarto cuando aparcó el vehículo. Se detuvo en la recepción y le preguntó a Ebba si estaba Ann-Britt Höglund en la oficina.
—Ella y Hansson volvieron hace una hora.
Wallander encontró a Ann-Britt Höglund en su despacho. Estaba hablando por teléfono. Wallander le indicó con un gesto que terminara la conversación tranquilamente. Se puso a esperar en el pasillo. En cuanto oyó que colgaba el auricular, entró de nuevo.
—He pensado que nos sentemos un rato en mi despacho. Necesitamos hacer un repaso de todo en profundidad.
—¿Quieres que lleve alguna cosa? —preguntó ella señalando los papeles y archivadores que estaban desparramados sobre la mesa.
—No creo que haga falta. Si surge algo, vienes a buscarlo.
Ann-Britt Höglund le siguió a su despacho. Wallander llamó a la centralita y pidió que no le molestaran. No dijo hasta cuándo. Lo que se había propuesto le llevaría todo el tiempo que fuera necesario.
—Recuerdas que te pedí que repasaras todo lo sucedido buscando características femeninas, ¿no?
—Ya lo he hecho.
—Tenemos que revisar todo el material de nuevo —siguió diciendo Wallander—. Es lo que vamos a hacer a partir de ahora. Estoy convencido de que en alguna parte hay un punto por el que podemos abrir nos camino. Lo que pasa es que no lo hemos visto todavía. Nos lo hemos saltado. Hemos ido y hemos vuelto, el punto estaba allí, pero hemos mirado en otra dirección. Y ahora estoy convencido de que tiene que haber una mujer involucrada.
—¿Por qué estás convencido de eso?
Él le contó la conversación con Kristina Blomberg. Cómo se había arrancado la blusa para mostrar las cicatrices que le quedaban de los malos tratos que había sufrido.
—Estás hablando de una mujer maltratada. No de una mujer asesina.
—Tal vez sea la misma cosa —replicó Wallander—. En todo caso, no tengo más remedio que convencerme de que estoy en un error.
—¿Por dónde empezamos?
—Por el principio. Como en los cuentos. Y lo primero que ocurrió es que alguien cavó una zanja y preparó una tumba de estacas destinada a Holger Eriksson, en Lödinge. Imagínate que fuera una mujer. ¿Qué ves entonces?
—Que, desde luego, no es una imposibilidad. Nada era demasiado grande ni demasiado pesado.
—¿Por qué ha elegido justamente este procedimiento?
—Para dar la impresión de que lo ha hecho un hombre.
Wallander meditó un buen rato su respuesta antes de continuar.
—¿Así que ella ha querido darnos una pista falsa?
—No necesariamente. También ha podido querer demostrar que la violencia vuelve. Como un bumerán. ¿Por qué no las dos cosas?
Wallander reflexionó. Su explicación no era imposible.
—El móvil —continuó—. ¿Quién quería matar a Holger Eriksson?
—Eso es menos claro que en el caso de Gösta Runfeldt. En éste hay, por lo menos, diferentes posibilidades. De Holger Eriksson todavía sabemos demasiado poco. Tan poco, que resulta raro, la verdad. Su vida parece oculta casi por completo. Como si fuera un terreno prohibido.
Supo de inmediato que ella acababa de mencionar algo importante.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que digo. Debíamos saber más. Se trata de un hombre de ochenta años que ha pasado toda su vida en Escania. Una persona conocida. Sabemos tan poco, que no es normal.
—¿Cuál es la explicación?
—No sé.
—¿Le da miedo a la gente hablar de él?
—No.
—¿Qué es entonces?
—Buscamos a un mercenario y encontramos a un hombre que había muerto. Nos enteramos de que esas personas muchas veces actúan bajo nombres falsos. Se me ocurre que eso también puede valer para Holger Eriksson.
—¿Qué hubiera sido mercenario?
—No creo. Pero puede haber adoptado otro nombre en ocasiones. No tiene por qué haber sido siempre Holger Eriksson. Eso puede ser una explicación de por qué sabemos tan poco de su vida privada. Que, de vez en cuando, haya sido otro.
Wallander pensó en algunos de los primeros poemarios de Holger Eriksson. Los había publicado bajo seudónimo. Sólo más tarde comenzó a utilizar su verdadero nombre.
—Me resulta difícil creer lo que dices. Sobre todo porque no veo un motivo verosímil. ¿Por qué utiliza una persona un nombre falso?
—Para hacer algo sin que la sorprendan.
Wallander la miró.
—¿Quieres decir que puede haber adoptado otro nombre porque era homosexual? ¿Homosexual en una época en la que eso debía mantenerse muy secreto?
—Eso puede ser una explicación.
Wallander asintió. Pero seguía con sus dudas.
—Tenemos el legado a la iglesia de Jämtland —dijo—. Eso tiene que significar algo. ¿Por qué lo hace? Y hay una polaca que desaparece. Hay algo relacionado con ella que la hace especial. ¿Has pensado qué es?
Ann-Britt Höglund negó con la cabeza.
—Que es la única mujer que aparece en el material de la investigación sobre Holger Eriksson. Y eso, hay que reconocer que la hace muy especial.
—Ha llegado copia del informe de la investigación que se hizo sobre ella en Östersund —dijo ella—. Pero no creo que nadie haya tenido tiempo de estudiárselo. Además, ella aparece de manera muy marginal. No tenemos ninguna prueba de que ella y Holger Eriksson se conocieran.
Wallander se sintió de repente muy seguro.
—Es verdad. Hay que hacerlo lo más pronto posible. Tenemos que enterarnos de si existe o no esa relación.
—¿Quién se encarga de ello?
—Hansson. Lee más deprisa que cualquiera de nosotros. Además, casi siempre cae directamente sobre lo importante.
Ann-Britt Höglund hizo una anotación. Luego, dejaron por el momento a Holger Eriksson.
—Gösta Runfeldt era un hombre brutal —empezó Wallander—. Podemos afirmarlo sin la menor duda. En eso recuerda, pues, a Holger Eriksson. Ahora sabemos que eso vale también para Eugen Blomberg. Además, Gösta Runfeldt maltrataba a su mujer. Igual que Blomberg. ¿Adónde nos lleva eso?
—A que tenemos a tres hombres dados a la violencia. De los cuales, por lo menos dos han maltratado a sus mujeres.
—No. No exactamente. Tenemos a tres hombres. De los cuales sabemos que dos han maltratado a sus mujeres. Pero puede valer también para el tercero, Holger Eriksson. Aún no lo sabemos.
—¿A la polaca? ¿Krista Haberman?
—Por ejemplo. También puede ser que Gösta Runfeldt asesinara en realidad a su esposa. Que hiciera de antemano el agujero en el hielo y la obligara a caer y ahogarse.
Los dos sintieron que se acercaban a algo que quemaba. Wallander volvió atrás en la investigación.
—El foso de estacas. ¿Qué era?
—Una trampa mortal, bien planeada.
—Era más que eso. Era una manera de matar lentamente a una persona.
Wallander buscó un papel en su mesa.
—Según el médico forense de Lund, Holger Eriksson puede haber estado colgando allí, atravesado por las estacas de bambú, varias horas antes de morir.
Apartó el papel con repugnancia.
—Gösta Runfeldt —dijo a continuación—. En los huesos, estrangulado, atado a un árbol. ¿Qué indica eso?
—Que ha estado preso, no colgado en un foso de estacas.
Wallander levantó una mano. Ella se calló mientras él pensaba. Se acordaba de la visita al lago Stångsjön. La encontraron bajo el hielo.
—Ahogarse bajo el hielo. Siempre me he imaginado eso como una de las cosas más espantosas que le pueden pasar a una persona. Caer debajo del hielo. No poder atravesarlo. Divisar tal vez la luz a través del hielo.
—Un cautiverio bajo el hielo —dijo ella.
—Eso es. Eso es exactamente lo que pienso.
—¿Quieres decir que el asesino se ha vengado de manera que recuerda a lo que le sucedió a quien él venga?
—Más o menos. Es, de todas maneras, una posibilidad.
—En ese caso lo que le pasó a Eugen Blomberg recuerda más a la mujer de Runfeldt.
—Ya. A lo mejor entendemos eso también si seguimos un poco más.
Siguieron. Hablaron de la maleta. Él volvió a mencionar la uña postiza que Nyberg encontró en el bosque de Marsvinsholm. Llegaron a Blomberg. El examen se repitió.
—Iba a morir ahogado. Pero no demasiado deprisa. Tenía que ser consciente de lo que le estaba pasando.
Wallander se echó hacia atrás en la silla y la contempló al otro lado de la mesa.
—Cuéntame lo que ves.
—Empieza a tomar forma un motivo de venganza. En todo caso se repite como un posible denominador común. Hombres que ejercen la violencia contra mujeres son objeto, a su vez, de una refinada violencia masculina. Como si se les obligara a sentir sus propias manos en el cuerpo.
—Ésa es una buena formulación —observó Wallander—. Sigue.
—Puede ser también una manera de disimular que ha sido una mujer la que ha hecho todo esto. Tardamos mucho en admitir siquiera la idea de que pudiera estar implicada una mujer. Cuando se nos ocurrió, la desechamos enseguida.
—¿Qué es lo que habla en contra de que haya una mujer implicada?
—Sabemos muy poco todavía. Además, las mujeres recurren a la violencia casi únicamente cuando se defienden a sí mismas o a sus hijos. No es una violencia planificada. Sólo reflejos instintivos de protección. Normalmente, una mujer no cava un foso de estacas. Ni mantiene a un hombre encarcelado. Ni le tira al agua en un saco.
Wallander la miró apremiante.
—Normalmente —apuntó luego—. Son tus palabras.
—Si hay una mujer envuelta en esto, tiene que tratarse de una enferma, desde luego.
Wallander se levantó y se acercó a la ventana.
—Hay otra cosa, además —dijo—. Pero puede echar abajo toda esta casa que tratamos de edificar. Ella no se venga a sí misma. Ella venga a otras mujeres. La esposa de Gösta Runfeldt está muerta. La de Eugen Blomberg no lo ha hecho. De eso estoy seguro. Holger Eriksson no tiene ninguna mujer en su entorno. Si es venganza y si es una mujer, es una mujer que venga a otras. Y eso no resulta verosímil. Si fuera así, yo no he visto jamás nada parecido.
—Pueden ser más de una —dijo Ann-Britt Höglund dudosa.
—¿Unos cuantos ángeles de la muerte? ¿Un grupo de mujeres? ¿Una secta?
—No parece convincente.
—No —reiteró Wallander—. No lo parece.
Volvió a sentarse.
—Me gustaría que hicieras lo contrario. Que repasaras de nuevo todo el material. Y que luego me des todas las buenas razones que encuentres para sostener que no es una mujer la que lo ha hecho.
—¿No sería mejor esperar hasta que sepamos algo más de lo que le ha sucedido a Blomberg?
—Quizá —contestó Wallander—, pero no creo que tengamos tiempo.
—¿Piensas que puede volver a ocurrir?
Wallander quería darle una respuesta sincera. Estuvo callado un rato antes de contestar.
—No hay un comienzo. Un comienzo que podamos ver, al menos. Eso hace poco probable que haya un final. Puede volver a ocurrir. Y no sabemos en absoluto en qué dirección mirar.
No siguieron adelante. Wallander estaba impaciente porque ni Martinsson ni Svedberg habían telefoneado. Luego se acordó de que tenía el teléfono descolgado. Llamó a la central. No había noticias de ninguno de los dos. Wallander indicó que le pasaran sus llamadas. Pero sólo las suyas.
—Los robos —preguntó Ann-Britt Höglund de pronto—. En la floristería y en casa de Eriksson. ¿Dónde encajan?
—No sé. Tampoco sé dónde encaja la mancha de sangre que había en el suelo. Creí tener una explicación, pero ya no sé.
—Yo he estado dándole vueltas.
Wallander observó que ella estaba ansiosa y le hizo un gesto para que siguiera.
—Hablamos de que hay que discernir lo que realmente vemos en lo que ha pasado —empezó—. Holger Eriksson denunció un robo en el que no habían robado nada. ¿Por qué lo denunció entonces?
—Yo también he pensado en ello —contestó Wallander—. Puede haberse sentido inquieto porque alguien haya entrado en su casa.
—En ese caso, eso encaja en el cuadro.
Wallander tardó un poco en entender a qué se refería.
—Es posible que alguien entrara para asustarle —explicó ella—. No para robar.
—¿Un primer aviso? ¿Es eso lo que quieres decir?
—Sí.
—¿Y en la floristería?
—Gösta Runfeldt sale de su piso. O se le incita a salir o, si no, sale temprano por la mañana. Baja a la calle a esperar el taxi. Ahí desaparece sin dejar rastro. Quizás haya ido a la tienda. Está a sólo unos minutos. La maleta puede haberla dejado en el portal. O llevarla. No pesaba mucho.
—¿Por qué iba a ir a la tienda?
—No lo sé. A lo mejor había olvidado algo.
—¿Quieres decir que le habrían atacado en la tienda?
—Ya sé que no es una buena idea, pero, en todo caso, es lo que se me ha ocurrido.
—No es peor que otras —contestó Wallander. La miró—. ¿Sabes si se ha investigado siquiera si la sangre del suelo era de Runfeldt?
—Me parece que no se ha llegado a hacer. En ese caso, es culpa mía.
—Si uno se preguntara quién es el responsable de todos los errores que se cometen en las investigaciones criminales, no quedaría tiempo para otra cosa —repuso Wallander—. Es de suponer que no quede ninguna huella, ¿no?
—Puedo hablar con Vanja Andersson.
—Hazlo. Podemos investigarlo. Simplemente para estar seguros.
Ella se levantó y abandonó la habitación. Wallander estaba cansado. Habían mantenido una buena conversación, pero su preocupación había aumentado. Estaban por completo alejados de un centro. La investigación seguía careciendo de una fuerza de gravitación que les llevara en una determinada dirección.
Alguien levantó la voz con enfado en el pasillo. Luego empezó a pensar en Baiba. Pero se obligó a regresar a la investigación. Entonces vio en su fuero interno al perro que le gustaría comprar. Se levantó y fue a buscar café. Alguien le preguntó si había tenido tiempo de escribir una declaración acerca de la conveniencia de que una asociación local tomase el nombre de Los Amigos del Hacha. Contestó que no y volvió al despacho. Había dejado de llover. El edredón de nubes permanecía inmóvil sobre la torre del agua.
Sonó el teléfono. Era Martinsson. Wallander trató de adivinar en su voz signos de que algo importante había ocurrido, pero no oyó nada.
—Svedberg acaba de regresar de la universidad. Eugen Blomberg parece haber sido una persona de ese tipo del que se suele decir, con cierta maldad, que se confunde con una pared. Tampoco ha debido de ser un investigador muy relevante en lo de las alergias lácteas. De alguna manera, aparentemente muy imprecisa, tenía relación con la clínica infantil de Lund, pero eso está estancado desde hace muchos años. El trabajo al que se dedicaba debía de ser bastante elemental. Eso dice, en todo caso, Svedberg. Pero ¿qué sabe él, por otra parte, de alergias lácteas?
—Sigue —dijo Wallander sin ocultar su impaciencia.
—Me cuesta entender que una persona carezca por completo de intereses. Parece haberse dedicado exclusivamente a su maldita leche. Y, aparte de eso, nada. Salvo una sola cosa.
Wallander esperó a que el otro continuara.
—Da la impresión de que mantuvo una relación con una mujer que no es la suya. He encontrado algunas cartas. Aparecen las iniciales K. A. Lo que resulta interesante en todo ello es que ella debía de estar esperando un hijo.
—¿De dónde has sacado eso?
—De las cartas. De la última, se deduce que estaba al final del embarazo.
—¿Cuándo está fechada?
—No hay fecha. Pero dice que ha visto una película en la televisión que le ha gustado. Y si no recuerdo mal, la pusieron hace un mes o dos. Eso lo sabremos, por supuesto, con toda exactitud.
—¿Hay alguna dirección de ella?
—No aparece.
—¿Ni siquiera si es Lund?
—No. Pero seguro que ella es de aquí, de Escania. Emplea una serie de expresiones que lo indican.
—¿Le has preguntado algo de esto a la viuda?
—De eso es de lo que quería hablar contigo. De si sería oportuno o si debería esperar.
—Pregúntale —pidió Wallander—. No podemos esperar. Además, tengo la impresión de que ya lo sabe. Necesitamos el nombre y la dirección de esa mujer. A una velocidad de vértigo. Infórmame en cuanto sepas algo más.
Wallander se quedó luego con la mano puesta en el auricular. Una fría sensación de malestar le recorrió el cuerpo. Lo que había dicho Martinsson le hacía recordar algo.
Tenía que ver con Svedberg.
Pero no podía acordarse de lo que era.
Se quedó a la espera de que Martinsson volviera a llamar. Hansson se asomó a la puerta y dijo que esa misma noche iba a tratar de revisar parte del material de investigación que había llegado de Östersund.
—Son once kilos —dijo—. Para que lo sepas.
—¿Es que lo has pesado? —preguntó Wallander, sorprendido.
—Yo no. Lo han hecho los mensajeros. Once kilos y trescientos gramos desde la policía de Östersund. ¿Quieres saber lo que costó?
—Mejor no.
Hansson se fue. Mientras se limpiaba las uñas, Wallander se imaginó un perro labrador negro, durmiendo junto a su cama. Eran las ocho menos veinte. Martinsson seguía sin dar señales de vida. Nyberg llamó para anunciar que se iba a casa.
Wallander pensó después qué había querido decir al informarle de ello: ¿qué podía encontrársele en su casa, o que quería que le dejaran en paz?
Por fin llamó Martinsson.
—Estaba durmiendo. En realidad, yo no quería despertarla. Por eso he tardado.
Wallander no dijo nada. Sabía que él no hubiera dudado lo más mínimo en despertar a Kristina Blomberg.
—¿Qué dijo?
—Tenías razón. Sabía que el marido andaba con otras mujeres. Ésta no era la primera. Ha habido otras. Pero no sabía quién era. Las iniciales K. A. no le decían nada.
—¿Sabía dónde vivía?
—Dijo que no. Yo me inclino a creerla.
—Pero sabría si él viajaba fuera de Lund.
—Se lo pregunté. Dijo que no. Además, él no tenía coche. No tenía ni siquiera permiso de conducir.
—Eso indica que esa otra mujer vive por aquí.
—Eso es lo que yo creo.
—Una mujer con las iniciales K. A. Hay que encontrarla. Que todo lo demás espere por el momento. ¿Está ahí Birch?
—Se fue hace un rato.
—¿Y Svedberg?
—Iba a hablar con una persona que se supone que es la que mejor conoce a Eugen Blomberg.
—Debe concentrarse en tratar de saber quién es la mujer cuyas iniciales son K. A.
—No sé si podré localizarle. Ha dejado olvidado su móvil aquí.
Wallander soltó un juramento.
—La viuda tiene que saber quién era el mejor amigo de su marido. Es importante que Svedberg esté informado.
—Voy a ver qué puedo hacer.
Wallander colgó el auricular. Casi logró detenerse. Pero fue demasiado tarde. De pronto se acordó de qué era lo que había olvidado. Buscó el número de la policía de Lund. Tuvo suerte y pudo hablar con Birch casi enseguida.
—Quizás hayamos dado con algo —dijo Wallander.
—Martinsson ha hablado con Ehrén, que trabaja con el de la calle Siriusgatan. Según parece, estamos buscando a una mujer desconocida cuyas iniciales pueden ser K. A.
—No pueden ser —contestó Wallander—. Son. Karin Andersson, Katarina Alström, da lo mismo; tenemos que encontrarla, se llame como se llame. Hay un detalle que me parece importante.
—¿El dato, en una de las cartas, de que pronto va a dar a luz?
Birch pensaba rápido.
—Justamente. Tenemos que ponemos en contacto con la Maternidad de Lund. Saber qué mujeres han tenido hijos en los últimos tiempos. O van a tenerlos. Con las iniciales K. A.
—Me ocuparé personalmente de ello. Esas cosas son siempre un poco delicadas.
Wallander dio por terminada la conversación. Estaba sudoroso. Algo empezaba a moverse. Salió al desierto pasillo. Cuando sonó el teléfono, se sobresaltó. Ann-Britt Höglund le llamaba desde la floristería de Runfeldt.
—No queda nada de sangre —informó—. Vanja Andersson la limpió.
—La bayeta —dijo Wallander.
—Desgraciadamente, la tiró. La mancha de sangre le produjo desasosiego. Y la basura ha desaparecido hace mucho tiempo, como es natural.
Wallander sabía que una cantidad mínima bastaba para hacer un análisis de sangre.
—Los zapatos. ¿Qué zapatos llevaba ese día? Puede haber una pequeña mancha en las suelas.
—Voy a preguntarle.
Wallander esperó, pegado al teléfono.
—Llevaba unos zuecos, pero los tiene en su casa.
—Vete a buscarlos. Tráelos aquí. Y llama a Nyberg. Está en su casa. Al menos podrá decir si quedan rastros de sangre en ellos.
Mientras tenía lugar la conversación, Hamrén se asomó a la puerta. Wallander apenas le había visto desde que llegó a Ystad. Se preguntó, de paso, qué estarían haciendo los dos policías de Malmö.
—Me he encargado de confrontar las investigaciones de Eriksson y Runfeldt —señaló Hamrén—. Mientras Martinsson está en Lund. Hasta ahora, no ha dado ningún resultado. Sus caminos no han debido de cruzarse nunca.
—Sin embargo, es importante seguir hasta el final —respondió Wallander—. En algún lugar, estas investigaciones van a llegar a un punto de encuentro. Estoy convencido de ello.
—¿Y Blomberg?
—También él va a encontrar su lugar en este rompecabezas. Otra cosa sería, sencillamente, impensable.
—¿Desde cuándo se ha convertido el trabajo de la policía en una cuestión de verosimilitudes? —dijo Hamrén sonriendo.
—Tienes toda la razón —repuso Wallander—. Pero queda la esperanza.
Hamrén tenía la pipa en la mano.
—Me voy fuera a fumar. Despeja la cabeza.
Eran poco más de las ocho y Wallander esperaba una llamada de Svedberg. Fue a buscar una taza de café y unas galletas. Luego sonó el teléfono. Una llamada que debía ir a la central se conectó equivocadamente. A las ocho y media Wallander se puso a la puerta del comedor y vio un rato la tele, sin prestarle mucha atención. Bonitas imágenes de las Comores. Se preguntó distraídamente dónde estarían esas islas. A las nueve menos cuarto volvía a estar sentado en su sillón. Entonces llamó Birch. Le informó de que ya estaban pasando revista a las mujeres que habían dado a luz los últimos dos meses o estaban a punto de hacerlo en los próximos. Hasta ahora no habían encontrado a ninguna cuyas iniciales fueran K. A. Cuando terminó la conversación Wallander pensó irse a casa. Podían localizarle igualmente por el móvil. Trató de ponerse en contacto con Martinsson sin resultado. Luego llamó Svedberg. Eran las nueve y diez.
—No hay nadie que responda a las iniciales K. A. En todo caso, nadie que conozca quien, según dicen, era el mejor amigo de Blomberg.
—Bueno, pues ya lo sabemos —respondió Wallander sin ocultar su decepción.
Apenas había tenido tiempo de colgar cuando volvió a sonar el teléfono. Era Birch.
—Lo siento —dijo—. No hay nadie con las iniciales K. A. Y estos datos deben considerarse de toda confianza.
—¡Maldita sea! —exclamó Wallander.
Ambos se quedaron pensando un momento.
—Puede haber dado a luz en otro sitio —aventuró Birch—. No tiene que ser necesariamente en Lund.
—Tienes razón —contestó Wallander—. Seguiremos con ello mañana.
Colgó el auricular.
Ahora se acordaba de qué era lo que tenía que ver con Svedberg. Del papel que, por error, había aparecido en su mesa. Algo acerca de unos sucesos nocturnos en la Maternidad de Ystad. ¿Se trataba de alguna agresión? ¿Algo sobre una falsa enfermera?
Llamó a Svedberg, quien contestó desde el coche.
—¿Dónde estás?
—No he llegado siquiera a Staffanstorp.
—Pues vuelve aquí —dijo Wallander—. Hay una cosa que tenemos que investigar.
—Bueno. Voy enseguida.
Tardó exactamente cuarenta y dos minutos. Eran las diez menos cinco cuando Svedberg abrió la puerta del despacho de Wallander. Para entonces, Wallander ya había empezado a poner en duda su idea.
Era más que probable que fueran figuraciones suyas.