La maleta permanecía en el lugar donde la habían encontrado. Como el sitio estaba justo al borde del arcén, muchos automovilistas se habían parado por curiosidad al ver dos coches de policía y el grupo de gente.
Nyberg estaba tomando huellas. Uno de sus asistentes le sostenía la muleta mientras él hurgaba de rodillas en algo que estaba en el suelo. Miró hacia arriba cuando llegó Wallander.
—¿Qué tal estaba Norrland? —preguntó.
—No encontré maleta ninguna —contestó Wallander—. Pero es muy bonito aquello. Aunque hace frío.
—Con un poco de suerte vamos a poder decir con bastante exactitud cuánto tiempo ha estado aquí la maleta —dijo Nyberg—. Supongo que puede ser una información importante.
La maleta estaba cerrada. Wallander no pudo descubrir ningún tarjetero con la dirección. Tampoco pegatinas de la agencia de viajes Specialresor.
—¿Habéis hablado con Vanja Andersson? —preguntó Wallander.
—Ya ha estado aquí —contestó Martinsson—. Reconoció la maleta. Además, la hemos abierto. Encima de todo estaban los prismáticos desaparecidos de Gösta Runfeldt. Así que seguro que es su maleta.
Wallander trató de reflexionar. Se encontraban en la carretera número 13, al sur de Eneborg. Un poco antes estaba el cruce en el que, entre otras direcciones, se podía torcer hacia Lödinge. Hacia el otro lado, uno llegaba al sur del lago Krageholmssjön y no quedaba lejos de Marsvinsholm. Wallander observó que se encontraban aproximadamente en el punto medio de los dos lugares en que habían ocurrido los crímenes. O dentro de un ángulo cuyo vértice era Ystad.
«Se encontraban muy cerca de todo», pensó. «Dentro de un círculo invisible».
La maleta estaba en el lado este de la carretera. Si la había puesto allí alguien que iba en coche, éste iba probablemente en dirección norte, partiendo de Ystad. Pero también podía haber venido desde Marsvinsholm, haber doblado en el cruce de Sövestad y haber seguido luego hacia el norte. Wallander se esforzó por sopesar las posibilidades. Además, Nyberg tenía razón en que podía ser una gran ayuda saber cuánto tiempo llevaba la maleta allí donde la habían encontrado.
—¿Cuándo podemos llevárnosla? —preguntó.
—Dentro de una hora, creo yo —contestó Nyberg—. Me falta poco.
Wallander le hizo una señal con la cabeza a Martinsson. Se fueron hacia el coche de éste. Durante el camino desde el aeropuerto, Wallander le había contado que el viaje que acababa de hacer había clarificado una circunstancia importante. Pero no les había hecho avanzar en la otra cuestión. Por qué había donado dinero Holger Eriksson a la parroquia de Jämtland, seguía siendo un misterio. En cambio, ahora sabían que Harald Berggren estaba muerto. Wallander no dudaba de que Ekberg decía la verdad. Tampoco de que sabía, realmente, lo que decía. Berggren no podía tener nada que ver, directamente, con la muerte de Holger Eriksson. Lo que sí debían hacer, en cambio, era enterarse de si había trabajado para él. Pero en realidad no podían contar con que eso les hiciera avanzar. Determinadas partes de la investigación no tenían otro valor que el de encajar en su sitio, de manera que las partes más importantes pudieran colocarse en el suyo. Harald Berggren era, a partir de ahora, una de aquellas partes.
Se sentaron en el coche y regresaron a Ystad.
—A lo mejor Holger Eriksson se dedicaba a dar trabajo eventual a mercenarios en paro —dijo Martinsson—. A lo mejor apareció alguien después de Harald Berggren, alguien que no escribía diarios pero que, por una razón o por otra, tuvo la ocurrencia de cavarle una fosa de estacas a Eriksson.
—Es, sin duda, una posibilidad —dijo Wallander dubitativo—. Pero ¿cómo explicamos lo que ha pasado con Gösta Runfeldt?
—Esa explicación todavía no la tenemos. Tal vez deberíamos concentrarnos en él.
—Eriksson murió primero —dijo Wallander—. Pero eso no significa necesariamente que esté antes en una cadena causal. El problema no es sólo que carecemos de motivo y explicaciones. Carecemos también de un verdadero punto de partida.
Martinsson condujo en silencio un rato. Atravesaron Sövestad.
—¿Por qué viene a parar su maleta a esta carretera? —preguntó de repente—. Runfeldt iba camino de otro sitio. Iba hacia Copenhague. Marsvinsholm cae de paso yendo a Kastrup. ¿Qué sucedió en realidad?
—También a mí me gustaría saberlo —aseguró Wallander.
—Hemos registrado el coche de Runfeldt —dijo Martinsson—. Tenía una plaza de aparcamiento en la parte trasera de la casa donde vivía. Es un Opel de 1993. Todo parecía en orden.
—¿Y las llaves del coche?
—Estaban en el piso.
Wallander se acordó de que todavía no había obtenido respuesta acerca de si Runfeldt había encargado un taxi para la mañana en que debería haberse ido de viaje.
—Hansson habló con la central de taxis. Runfeldt había pedido un coche para las cinco de la mañana. Para ir a Malmö. Pero luego lo registraron como una llamada falsa. El taxista estuvo esperando. Después telefonearon a Runfeldt pensando que se habría dormido. No les contestó nadie y el taxista se marchó. Hansson dijo que la persona con quien estuvo hablando fue muy exacta en la descripción de los hechos.
—Parece ser un asalto muy bien planeado —dijo Wallander.
—Indica que son más de uno —añadió Martinsson.
—Y también que los planes de Runfeldt eran conocidos al detalle. Que iba a viajar temprano aquella mañana. ¿Quién podía saberlo?
—La lista es reducida. Y está hecha, además. Creo que la ha hecho Ann-Britt Höglund. Anita Lagergren, la de la agencia de viajes, lo sabía. Los hijos de Runfeldt. Aunque la hija sólo sabía el día, no que era temprano por la mañana. Pero no creo que más.
—¿Vanja Andersson?
—Creía saberlo. Pero no.
Wallander sacudió lentamente la cabeza.
—Alguien más lo sabía —dijo—. Falta alguien en esa lista. Es a esa persona a la que buscamos.
—Hemos empezado a revisar su fichero de clientes. En total, hemos encontrado diferentes datos que indican que, a lo largo de los años, tuvo unos cuarenta casos como detective. O como se diga eso. Es decir, no muchos. Cuatro al año. Pero no podemos desechar la posibilidad de que el que buscamos esté entre ellos.
—Tenemos que estudiarlo con mucho detenimiento —contestó Wallander—. Va a ser un trabajo laborioso. Pero, desde luego, puedes estar en lo cierto.
—Cada vez estoy más convencido de que esto va a llevar mucho tiempo.
Wallander se hizo la misma reflexión en silencio. Compartía la opinión de Martinsson.
—Siempre cabe la esperanza de que te equivoques. Pero no es muy probable.
Se estaban acercando a Ystad. Eran las cinco y media.
—Parece que piensan vender la floristería —señaló Martinsson—. Los hijos están de acuerdo. Le han propuesto a Vanja Andersson que coja ella el traspaso. Pero no es seguro que tenga dinero.
—¿Quién ha contado todo eso?
—Bo Runfeldt llamó por teléfono. Preguntó, en nombre de su hermana y en el suyo propio, si podían irse de Ystad después del entierro.
—¿Cuándo es?
—El miércoles.
—Déjales marchar —dijo Wallander—. Nos pondremos en contacto de nuevo, si hace falta.
Doblaron para entrar en el aparcamiento exterior de la comisaría.
—Hablé con un mecánico de Ålmhult —anunció Martinsson—. El coche estará listo a mediados de la semana que viene. Parece que, por desgracia, va a resultar bastante caro. ¿Lo sabías ya? Pero dijo que se ocuparía de entregar el coche aquí en Ystad.
Hansson estaba en el despacho de Svedberg cuando llegaron. Wallander les refirió sumariamente el resultado de su viaje. Hansson estaba muy resfriado y Wallander le propuso que se fuera a casa.
—Lisa Holgersson también está enferma —dijo Svedberg—. Parece que ha cogido la gripe.
—¿Ya la tenemos aquí? —comentó Wallander—. Pues nos va a crear problemas.
—Yo tengo un simple catarro —aseguró Hansson—. Supongo que mañana ya estaré bien.
—Los hijos de Ann-Britt Höglund están los dos enfermos —afirmó Martinsson—. Pero su marido llega mañana.
Wallander abandonó la habitación. Les pidió que le avisaran cuando llegara la maleta. Había pensado sentarse a escribir un informe de su viaje. Y tal vez reunir los recibos necesarios para hacer la cuenta de los gastos. Pero camino de su despacho cambió de opinión. Volvió sobre sus pasos.
—¿Me presta alguien su coche? —preguntó—. Vuelvo dentro de media hora.
Le tendieron varias llaves. Cogió las de Martinsson.
Ya había oscurecido cuando bajó hasta la calle Västra Vallgatan. El cielo estaba despejado. La noche iba a ser fría. Tal vez estarían a varios grados bajo cero. Aparcó el coche delante de la floristería. Fue andando hacia la casa en la que había vivido Runfeldt. Vio luz en las ventanas. Supuso que serían los hijos de Runfeldt revisando el piso. La policía ya lo había dejado. Ellos ya podían empezar a recoger y a tirar cosas. El último resumen de una persona muerta. Se acordó de repente de su padre. De Gertrud y de su hermana Kristina. Él no había estado en Löderup para ayudarlas a revisar las pertenencias del padre. Aunque no fuera mucho y no le necesitaran, debería haberse dejado ver por allí. No acababa de estar seguro de no haberlo hecho porque le disgustaba o porque no había tenido tiempo.
Se detuvo delante de la puerta de Runfeldt. La calle estaba desierta. Tenía la necesidad de figurarse el posible curso de los acontecimientos. Se colocó ante la puerta y miró a su alrededor. Luego fue al lado opuesto de la calle e hizo lo mismo. «Runfeldt está en la calle. La hora aún no está clara. Puede haber salido por la puerta a última hora de la tarde o por la noche. Entonces no llevaba la maleta. Alguna otra cosa le ha hecho dejar el piso. Si, por el contrario, ha salido por la mañana, llevaría la maleta consigo. La calle está desierta. Deja la maleta en la acera. ¿En qué dirección viene el taxi? ¿Espera delante de su puerta o cruza la calle? Algo sucede. Runfeldt y la maleta desaparecen. La maleta aparece junto a la carretera que va a Höör. Runfeldt aparece muerto, colgando de un árbol en las proximidades del castillo de Marsvinsholm». Wallander observó las entradas de las puertas en los dos lados de la casa. Ninguna de ellas era tan profunda que permitiera esconderse a una persona. Miró los faroles de la calle. Los que iluminaban la puerta de Runfeldt estaban intactos. «Un coche», pensó. «Un coche ha estado aquí, junto a la puerta. Runfeldt baja a la calle. Alguien se apea. Si Runfeldt se hubiera asustado, habría gritado. Su atento vecino lo hubiera oído. Si era una persona desconocida quizá Runfeldt sólo se sorprendió. El hombre se ha acercado a Runfeldt. ¿Le derriba de un golpe? ¿Le amenaza?». Wallander pensó en la reacción de Vanja Andersson en el bosque. Runfeldt había enflaquecido muchísimo durante el breve tiempo que estuvo desaparecido. Wallander estaba convencido de que ello fue a causa de que estuvo preso y pasando hambre. Por la fuerza, inconsciente o bajo amenaza, Runfeldt es llevado al coche. Luego, desaparece. Encuentran la maleta en la carretera de Höör. Junto al arcén.
La primera reacción de Wallander cuando llegó al lugar donde estaba la maleta fue pensar que la habían puesto allí para que la encontraran. De nuevo el aspecto demostrativo.
Wallander volvió a la puerta. Empezó de nuevo. «Runfeldt sale a la calle. Va a iniciar un viaje que desea mucho. Va a visitar África para ver orquídeas».
Un coche que pasaba interrumpió los pensamientos de Wallander. Empezó a andar arriba y abajo delante de la puerta.
Pensó en la posibilidad de que Runfeldt matara a su esposa diez años antes. Que hubiera preparado un agujero en el hielo y que la hubiera empujado. Era una persona brutal. Maltrataba a la mujer, que era la madre de sus hijos. En apariencia es un comerciante de flores corriente que tiene pasión por las orquídeas. Y ahora va a viajar a Nairobi. Todos los que han hablado con él los días anteriores a su viaje confirman al unísono su sincera alegría. Un hombre amable que era, al mismo tiempo, un monstruo.
Wallander alargó su paseo hasta la floristería. Pensó en el atraco. La mancha de sangre en el suelo. Dos o tres días después de que Runfeldt fuera visto por última vez, alguien entra en la tienda. No roban nada. Ni siquiera una flor. En el suelo hay sangre.
Wallander movió la cabeza desanimado. Había algo que no veía. Una superficie ocultaba otra superficie. Gösta Runfeldt. Amante de las orquídeas y un monstruo. Holger Eriksson. Ornitólogo, poeta y vendedor de coches. También él con fama de tratar brutalmente a otras personas.
«La brutalidad les une», pensó Wallander.
Mejor dicho, la brutalidad oculta. En el caso de Runfeldt más claramente que en el de Eriksson. Pero hay semejanzas.
Fue hasta la puerta de nuevo. «Runfeldt sale a la calle. Deja la maleta. Si es por la mañana, ¿qué hace luego? Espera un taxi. Pero cuando éste llega ya ha desaparecido».
Wallander detuvo sus pasos. «Runfeldt espera un taxi». ¿Puede haber llegado otro taxi? ¿Un falso taxi? Runfeldt sólo sabe que ha encargado un coche, no qué coche llega. Tampoco sabe quién es el chofer. Se monta en el coche. El chofer le ayuda con la maleta. Luego van hacia Malmö. Pero no pasan de Marsvinsholm.
¿Pudo haber ocurrido así? ¿Pudo haber estado cautivo Runfeldt en algún lugar cercano a la parte del bosque donde fue hallado? Pero la maleta aparece camino de Höör. En dirección totalmente diferente. En dirección a Holger Eriksson.
Wallander notó que no podía avanzar más. La idea de que se hubiera presentado otro taxi le resultaba difícil de creer hasta a él. Por otro lado, no sabía qué pensar. Lo único que resultaba completamente evidente era que lo sucedido delante de la puerta de Runfeldt había sido muy bien planeado. Planeado por alguien que sabía que iba a viajar a Nairobi.
Wallander condujo de vuelta a la comisaría. Vio que el coche de Nyberg estaba aparcado de cualquier manera delante de la puerta. Así pues, ya había llegado la maleta.
Colocaron un plástico sobre la mesa de reuniones y, encima, la maleta. Todavía no la habían abierto. Nyberg estaba tomando café con Svedberg y con Hansson. Wallander se dio cuenta de que estaban esperando su regreso. Martinsson hablaba por teléfono. Wallander pudo oír que era alguno de sus hijos. Le dio las llaves del coche.
—¿Cuánto tiempo ha estado allí la maleta? —preguntó Wallander.
La respuesta de Nyberg le sorprendió. Se había figurado otra cosa.
—A lo sumo, un par de días —contestó—. En todo caso, no más de tres.
—Dicho de otro modo, ha estado guardada en otro sitio durante bastante tiempo —dedujo Hansson.
—Eso da lugar también a otra pregunta —replicó Wallander—. ¿Por qué no se ha deshecho el asesino de la maleta hasta ahora?
Nadie tenía respuesta. Nyberg se puso unos guantes de plástico y abrió la cerradura. Iba a empezar a sacar las prendas de ropa que estaban encima de todo cuando Wallander le pidió que esperase. Se inclinó sobre la mesa. No sabía qué era lo que le había llamado la atención.
—¿Tenemos alguna fotografía de esto? —preguntó.
—De la maleta abierta, no —contestó Nyberg.
—Hazla —dijo Wallander.
Estaba convencido de que había algo en cómo estaba hecha la maleta que le había obligado a reaccionar. Aunque, por el momento, no sabía decir qué era.
Nyberg abandonó la habitación y regresó con una cámara. Como le dolía la pierna, le dio instrucciones a Svedberg para que se subiera a una silla e hiciera las fotos.
A continuación, deshicieron la maleta. Wallander veía ante sí a un hombre que pensaba viajar a África ligero de equipaje. No había ningún objeto ni ninguna ropa inesperada en la maleta. En los bolsillos laterales encontraron los documentos del viaje. También había una suma importante de dinero en dólares. En el fondo de la maleta descubrieron unos cuadernos, libros sobre orquídeas y una cámara. Estaban todos en silencio, contemplando los diferentes objetos. Wallander perseguía intensamente en su cerebro la explicación de qué era lo que le había llamado la atención al abrir la cerradura. Nyberg había abierto la bolsa de aseo y estudiaba el nombre de un bote de pastillas.
—Antimalaria. Gösta Runfeldt sabía lo que hace falta en África.
Wallander contemplaba la maleta vacía. Notó que un objeto se había deslizado en el forro de la cubierta. Nyberg lo desprendió. Era una pinza de plástico azul para tarjetas de identificación.
—A lo mejor Gösta Runfeldt asistía a congresos —propuso Nyberg.
—En Nairobi iba a asistir a un safari fotográfico —dijo Wallander—. Eso puede haberse quedado ahí de algún viaje anterior.
Cogió una servilleta de papel de la mesa y sujetó la aguja por la parte de atrás de la pinza. Se la puso cerca del ojo. Entonces sintió el olor del perfume. Se quedó pensativo. La levantó hacia Svedberg, que estaba junto a él.
—¿Sabes a qué huele?
—¿A loción para el afeitado?
Wallander sacudió negativamente la cabeza.
—No. Esto es perfume.
Fueron oliendo uno tras otro, aunque Hansson, que estaba acatarrado, se abstuvo. Estuvieron de acuerdo en que aquello olía a perfume. A perfume de mujer. Wallander se preguntaba más y más cosas. Creía reconocer también la placa.
—¿Alguien ha visto una placa como ésta antes? —preguntó. Martinsson tenía la respuesta:
—¿No son ésas las que usa la Diputación de Malmö? Todos los que trabajan en hospitales las llevan así.
Wallander se dio cuenta de que tenía razón.
—Esto no es normal —dijo—. Una placa de plástico, que huele a perfume, en la maleta de Gösta Runfeldt, preparada para ir a África.
En ese preciso instante recordó lo que le había llamado la atención al abrir la cerradura de la maleta.
—Quisiera que viniera Ann-Britt Höglund. Con hijos enfermos o no. A lo mejor su fantástica vecina se presta a ayudarla durante una media hora. Lo que cueste, que lo pague la policía.
Martinsson marcó el número. La conversación fue muy breve.
—Enseguida viene.
—¿Por qué quieres que venga ella? —preguntó Hansson.
—Sólo quiero que haga una cosa con esta maleta. Nada más.
—¿Volvemos a poner las cosas? —preguntó Nyberg.
—Eso es precisamente lo que no vamos a hacer. Es para eso para lo que quiero que venga. Para que haga la maleta.
Todos le miraron inquisitivamente, pero nadie dijo una palabra. Hansson se sonó la nariz. Nyberg se sentó en una silla para reposar el pie malo. Martinsson se fue a su despacho, seguramente para llamar a casa. Wallander abandonó la sala de reuniones y se puso a mirar un mapa del distrito policial de Ystad. Fue siguiendo las carreteras entre Marsvinsholm, Lödinge e Ystad. Pensó que siempre hay un centro en alguna parte. Un nudo entre diversos acontecimientos que tiene también una equivalencia en la realidad. Que un delincuente vuelva al lugar del crimen ocurre muy pocas veces. En cambio, un delincuente pasa con frecuencia por el mismo sitio al menos dos veces, por lo general, más.
Ann-Britt Höglund llegó apresuradamente por el pasillo. Como de costumbre, Wallander tuvo mala conciencia por haberle pedido que acudiera. Ahora comprendía mejor que antes los problemas que tenía al estar tantas veces sola con los dos niños. Esta vez, sin embargo, creía tener una razón de peso para llamarla.
—¿Ha pasado algo? —preguntó ella.
—¿Ya sabes que han encontrado la maleta de Runfeldt?
—Sí, ya lo sé.
Entraron en la sala de reuniones.
—Lo que ves en la mesa estaba en la maleta. Quiero que te pongas unos guantes y que vuelvas a meterlo todo en la maleta.
—¿De alguna manera especial?
—De la manera que te parezca natural. Me has dicho alguna vez que sueles hacerle la maleta a tu marido. O sea que, en otras palabras, estás acostumbrada.
Ella hizo lo que Wallander le acababa de pedir. Él agradeció que no le hiciera preguntas. La contemplaron. Fue eligiendo los objetos y haciendo la maleta con rutina y decisión. Luego dio un paso atrás.
—¿Cierro?
—No es necesario.
Estaban reunidos en torno a la mesa observando el resultado. Las sospechas de Wallander se confirmaron.
—¿Cómo puedes saber de qué manera hizo la maleta Runfeldt? —preguntó Martinsson.
—Dejaremos los comentarios para más tarde —interrumpió Wallander—. Había un policía de tráfico en el comedor. Id a buscarlo.
El policía de tráfico, que se llamaba Laurin, entró en la sala. Mientras tanto, habían vuelto a vaciar la maleta. Laurin parecía cansado. Wallander había oído hablar de un gran control nocturno de alcoholemia en las carreteras. Wallander le dijo que se pusiera unos guantes de plástico y que hiciera la maleta con lo que había en la mesa. Tampoco Laurin hizo preguntas. Wallander se fijó en que no lo hacía de cualquier manera sino que trataba las prendas con cuidado. Cuando terminó, Wallander le dio las gracias. Laurin abandonó la sala.
—Completamente diferente —dijo Svedberg.
—No tengo intención de probar nada —replicó Wallander—. No creo tampoco que fuera posible. Pero cuando Nyberg abrió la cerradura tuve la sensación de que había algo que no cuadraba. Siempre he tenido el convencimiento de que los hombres y las mujeres hacen las maletas de manera distinta. Era como si ésta la hubiera hecho una mujer.
—¿Vanja Andersson? —propuso Hansson.
—No —contestó Wallander—. Ella no. Fue el propio Gösta Runfeldt el que hizo la maleta. De eso podemos estar bastante seguros.
Ann-Britt Höglund fue quien primero comprendió adónde quería ir a parar.
—¿Quieres decir, entonces, que han vuelto a hacer la maleta después? ¿Y que ha sido una mujer?
—No quiero decir nada con certeza. Pero intento pensar en voz alta. La maleta ha estado tirada un par de días. Gösta Runfeldt estuvo desaparecido bastante más tiempo. ¿Dónde estaba la maleta mientras tanto? Ello podría explicar además un fallo sorprendente en el contenido.
Ninguno, excepto Wallander, había pensado en eso antes. Pero ahora se dieron cuenta enseguida de a qué se refería.
—No hay calzoncillos en la maleta —añadió—. A mí me parece raro que Gösta Runfeldt se disponga a viajar por África sin un solo par de calzoncillos en la maleta.
—Eso es imposible —dijo Hansson.
—Lo que a su vez significa que alguien ha rehecho la maleta —concluyó Martinsson—. Probablemente una mujer. Y mientras tanto, desaparece toda la ropa interior de Runfeldt.
Wallander sentía una tensión creciente en la sala.
—Hay algo más —afirmó despacio—. Por alguna razón los calzoncillos de Runfeldt han desaparecido. Pero, al mismo tiempo, un objeto extraño ha ido a parar a la maleta.
Señaló la pinza de plástico azul. Ann-Britt Höglund tenía todavía los guantes puestos.
—Huélela —dijo Wallander.
Ella hizo lo que él le pedía.
—Un discreto perfume de mujer —fue su respuesta.
Se hizo un silencio total. Por primera vez, todo el equipo de la investigación contuvo el aliento.
Finalmente, Nyberg rompió el silencio:
—¿Significaría esto que hay una mujer involucrada en todos estos horrores?
—En cualquier caso, ya no podemos desechar esa posibilidad —contestó Wallander—. A pesar de que no hay nada que lo indique de manera expresa. Salvo esta maleta.
Volvió a hacerse el silencio. Largo tiempo.
Eran ya las siete y media del domingo 16 de octubre.
Había llegado al viaducto del ferrocarril poco después de las siete. Hacía frío. Movía sin cesar los pies para mantener el calor. La persona a la que esperaba aún tardaría en llegar. Por lo menos media hora, acaso más. Pero ella siempre llegaba con tiempo. Recordó con un estremecimiento las veces que había llegado tarde en su vida. Las veces que había hecho esperar a otra gente. Que había entrado en sitios donde todos los ojos se clavaban en ella.
Nunca jamás volvería a llegar tarde en su vida. Había organizado su existencia según un horario con márgenes calculados.
Estaba completamente tranquila. El hombre que no tardaría en pasar bajo el viaducto no merecía vivir. Ella no podía sentir odio por él. Odiarle, podía hacerlo la mujer que había salido tan mal parada. Ella estaba allí en la oscuridad, esperando únicamente, para luego hacer lo necesario.
De lo único que había dudado era de si debía esperar. El horno estaba vacío, pero su horario era complicado la próxima semana. No quería correr el riesgo de que muriera en el horno. Así que tomó la decisión de hacerlo sin dilación. Tampoco albergaba dudas sobre cómo debía llevarse a cabo. La mujer que le habló de su vida y que, por último, le dio también el nombre de él, había mencionado una bañera llena de agua. Había hablado de lo que se sentía al ser sumergida bajo el agua hasta no poder aguantar la respiración, hasta reventar desde dentro.
Ella había pensado en la catequesis. En el fuego del infierno que esperaba al pecador. Todavía tenía miedo. Nadie sabía cómo se medía el pecado. Nadie sabía tampoco cuándo se repartía el castigo. De ese miedo no había podido hablar nunca con su madre. Y se había preguntado cómo habría sido el último instante de vida de su madre. Françoise Bertrand, la policía argelina, escribió que todo había sido muy rápido. No pudo haber sufrido. Ni siquiera pudo haber sido consciente de lo que le sucedía. Pero ¿cómo podía saberlo ella? ¿No habría intentado, a pesar de todo, silenciar una parte de la verdad por ser demasiado insoportable?
Un tren pasó por encima de su cabeza. Contó los vagones. Luego volvió a quedarse todo en silencio.
«No con fuego», pensó. «Con agua. Con agua perecerá el pecador». Consultó su reloj. Vio que uno de los cordones de las zapatillas de deporte que llevaba estaba medio desatado. Se dobló y lo ató. Bien apretado. Tenía los dedos fuertes. El hombre al que aguardaba y al que había estado vigilando los últimos días era bajo y gordo. No le iba a ocasionar ningún problema. No tardaría más que un momento.
Un hombre con un perro paseaba por debajo del viaducto del ferrocarril, al otro lado de la calle. Sus pasos resonaban sobre la acera. La situación le recordó una vieja película en blanco y negro. Hizo lo más sencillo, fingió que esperaba a alguien. Estaba segura de que el hombre no se acordaría de ella después. A lo largo de toda su vida había aprendido a pasar desapercibida, a hacerse invisible. Ahora se daba cuenta de que había sido una preparación para algo que, antes, no hubiera podido saber qué era.
El hombre del perro desapareció. Ella tenía el coche al otro lado del viaducto. Aunque estaban en pleno centro de Lund, el tráfico era escaso. El hombre del perro era el único que había pasado, además de un ciclista. Se sentía preparada. Nada podía fallar.
Luego vio al hombre al que esperaba. Venía andando por el mismo lado de la acera donde ella estaba. A lo lejos se oyó un coche. Ella se encogió como si le doliera el vientre. El hombre se detuvo a su lado. Le preguntó si estaba enferma. En lugar de contestar, se dejó caer de rodillas. Él hizo lo que ella había previsto. Se colocó cerca de ella y se inclinó hacia delante. Ella dijo que le había dado un mareo repentino. ¿Podía él ayudarla a llegar al coche? Estaba muy cerca. Él la cogió por debajo del brazo. Ella acentuó su pesantez. Él tuvo que esforzarse para mantenerla en pie. Exactamente como ella había pensado. Su fuerza física era limitada. Él la ayudó hasta llegar al coche. Le preguntó si necesitaba más ayuda. Pero ella dijo que no. Él le abrió la portezuela. Ella alargó la mano rápidamente hacia el sitio donde estaba el trapo. Para que no se evaporase el éter, lo había envuelto en una bolsa de plástico. Tardó apenas unos segundos en sacarlo. La calle seguía desierta. Ella se volvió rápidamente y le puso con fuerza el trapo contra la cara. Él se resistió pero ella era más fuerte. Cuando él empezó a deslizarse hacia el suelo, le mantuvo levantado con una mano, mientras abría la puerta de atrás. Fue fácil meterle dentro. Ella se sentó en el asiento de delante. Pasó un coche, poco después otro ciclista. Ella se inclinó hacia el asiento posterior y volvió a apretar bien el trapo contra su cara. No tardaría en perder el conocimiento. No despertaría antes de que llegara al lago.
Cogió la carretera que pasaba por Svaneholm y Brodda para llegar al lago. Torció junto al pequeño camping de la orilla, entonces desierto. Apagó los faros y salió del coche. Escuchó. Todo se encontraba en el más absoluto silencio. Las caravanas estaban abandonadas. Arrastró al suelo al hombre aletargado. Luego, cogió el saco que llevaba en el maletero. Los pesos hicieron ruido al chocar contra unas piedras. Le llevó más tiempo del que había previsto meter todo en el saco y atarlo bien.
Él seguía inconsciente. Ella arrastró el saco por el pequeño embarcadero que se adentraba en el lago. A lo lejos volaba un pájaro en la oscuridad. Ella dejó el saco en el extremo del embarcadero. Ahora sólo había que esperar un poco. Encendió un cigarrillo. A la luz de la lumbre, se contempló la mano. No temblaba.
Unos veinte minutos más tarde, el hombre empezó a revivir dentro del saco. A moverse allí dentro.
Ella pensó en el cuarto de baño. En la narración de la mujer. Y recordó los gatos que se abogaban cuando era pequeña. Se alejaban por el agua en sacos, todavía vivos, luchando desesperadamente por respirar y sobrevivir.
Él empezó a gritar. Daba empujones en el saco. Ella apagó el cigarrillo en el embarcadero.
Trató de pensar. Pero tenía la mente en blanco.
Luego empujó el saco al agua con un pie y se alejó de allí.