18

Esperó hasta las dos y media de la madrugada. Sabía por experiencia que era entonces cuando el cansancio aparecía insidiosamente. Recordó todas las noches que ella misma había trabajado. Siempre había sido así. Entre las dos y las cuatro, el riesgo de adormilarse era más grande.

Llevaba esperando en el ropero desde las nueve de la noche. Al igual que en su primera visita, entró en el hospital por la puerta principal. Nadie se fijó en ella. Una enfermera que tenía prisa. Quizá salía a hacer un recado o a recoger algo olvidado en el coche. Nadie se fijó en ella porque no había nada especial en ella. Había considerado la posibilidad de disfrazarse. De cambiarse el pelo quizá. Pero hubiera sido un síntoma de precaución exagerada. En el ropero, que le recordó vagamente su infancia con el olor de sábanas recién lavadas y planchadas, tuvo tiempo de pensar. Estaba a oscuras, aunque no hubiera importado nada tener la lámpara encendida. Hasta después de medianoche no sacó su linterna, la que usaba también en el trabajo, para leer la última carta que su madre le había escrito. Estaba sin terminar, exactamente igual que todas las otras cartas que Françoise Bertrand le había enviado. Pero fue en la última carta en la que la madre empezó de pronto a hablar de sí misma. De los hechos que estaban detrás de su intento de quitarse la vida. Ella se dio cuenta de que su madre jamás llegó a superar su amargura. «Como un barco sin rumbo voy dando vueltas por el mundo», escribía. «Soy un pobre holandés errante a quien se obliga a expiar la culpa de otro. Creí que la edad añadiría distancia a la distancia, que el recuerdo se atenuaría, que empalidecería y que tal vez, por fin, llegaría a desaparecer. Pero me doy cuenta ahora de que no es así. Sólo con la muerte podré poner punto final. Y como no quiero morir, no todavía, tengo que elegir la memoria».

La carta había sido redactada el día antes de que su madre se alojase en la residencia de las monjas francesas, el día antes de que las sombras hubieran abandonado la oscuridad para matarla.

Después de leer la carta, apagó la linterna. El silencio era total. En dos ocasiones alguien pasó por el pasillo. El ropero estaba en una sección de la que sólo se usaba una parte.

Tuvo tiempo de pensar. En su horario tenía ahora registrados tres días libres. Hasta dentro de cuarenta y nueve horas no le tocaría el turno de volver al trabajo, a las 17:44. Disponía de tiempo y lo iba a utilizar. Hasta ahora, todo había ocurrido como tenía que ocurrir. Las mujeres sólo cometían errores cuando pensaban como los hombres. Lo sabía desde hacía mucho tiempo. Pensaba también que ahora ya lo había demostrado.

Algo, sin embargo, le resultaba molesto. Le rompía su horario. Había seguido minuciosamente todo lo que decían los periódicos. Había oído las noticias de la radio y había visto las diferentes emisiones de los telediarios. Estaba al cabo de la calle de que los policías no habían entendido nada de nada. Ése había sido también su propósito, no dejar ninguna huella, alejar a los sabuesos de la senda en la que debían, en realidad, buscar. Pero ahora era como si experimentase cierta irritación ante tanta incompetencia. Los policías no comprenderían jamás lo que había pasado. En sus actos, ella creaba enigmas que pasarían a la historia. Pero en el recuerdo, la policía siempre habría perseguido a un hombre como autor de esos crímenes. Ella ya no quería que fuera así.

Allí, sentada en el ropero, urdió un plan. En lo sucesivo haría pequeños cambios. Nada que se apartase de su horario. Había siempre cierto margen, aunque no se notase a primera vista.

Le daría un rostro al enigma.

A las dos y media salió del ropero. El pasillo del hospital estaba desierto. Estiró su blanco uniforme y se dirigió a la escalera que llevaba a la sección de Maternidad. Sabía que, como de costumbre, no había más que cuatro personas de servicio. Había estado allí durante el día preguntando por una mujer de la que tenía constancia que había vuelto a casa con su bebé. Mirando por encima del hombro de la enfermera, vio que todas las salas estaban completas. Le resultaba difícil comprender por qué las mujeres daban a luz en esa época del año, cuando el otoño se acercaba al invierno. Pero sabía el porqué.

Las mujeres seguían sin decidir por sí mismas cuándo querían alumbrar a sus hijos.

Al llegar a las puertas de cristal que daban a la sección de Maternidad, se detuvo y observó con prudencia la oficina. Mantuvo la puerta entreabierta. No se oían voces. Eso significaba que las comadronas y las auxiliares estaban ocupadas. Tardaría menos de quince segundos en llegar a la habitación en la que estaba la mujer a la que iba a visitar. Lo más probable era que no se encontrase con nadie. Pero no podía saberlo. Se puso el guante que llevaba en el bolsillo. Lo había hecho ella misma rellenando la parte superior de plomo, que moldeó para que se adaptase a la forma de los nudillos. Se lo puso en la mano derecha, abrió la puerta y entró con rapidez en la sección. La oficina estaba vacía, se oía una radio en algún sitio mientras ella iba veloz y silenciosamente a la habitación prevista. Allí se deslizó, y la puerta se cerró sin ruido tras ella.

La mujer que yacía en la cama estaba despierta. Ella se quitó el guante y se lo metió en el bolsillo. En el mismo bolsillo en el que llevaba la carta de su madre metida en su sobre. Se sentó en el borde de la cama. La mujer estaba muy pálida y su vientre se destacaba bajo las sábanas. Ella cogió la mano de la mujer.

—¿Estás decidida? —preguntó.

La mujer asintió. La que estaba sentada al borde de la cama no se sorprendió. Pero no dejó de experimentar una especie de triunfo. Incluso las mujeres que estaban más atrofiadas podían ser devueltas a la vida de nuevo.

—Eugen Blomberg. Vive en Lund. Es investigador, está en la universidad. No sé cómo explicar con más detalle lo que hace.

Ella le palmeó la mano.

—Ya me enteraré. No te preocupes de eso.

—Odio a ese hombre.

—Sí —dijo la que estaba sentada en el borde de la cama—. Le odias y le odias con razón.

—Si pudiera le mataría.

—Lo sé. Pero no puedes. Mejor que pienses en tu hijo.

Se inclinó y acarició a la mujer en la mejilla. Luego se levantó y se puso el guante. Llevaba en la habitación dos minutos a lo sumo. Empujó la puerta con cuidado. No se veía a ninguna de las comadronas ni a las auxiliares. Se dirigió de nuevo a la puerta de salida.

Justo cuando pasaba por delante de la oficina, salió una mujer. Fue mala suerte. Pero no había remedio. La mujer la miró con fijeza. Era mayor, probablemente una de las dos comadronas.

Ella siguió en dirección a la puerta. Pero la mujer fue detrás de ella gritando y le dio alcance. Todavía pensaba únicamente en seguir, en desaparecer detrás de las puertas. Pero la mujer la cogió del brazo y le preguntó quién era y qué hacía allí. Era lamentable que las mujeres fueran siempre tan pesadas, pensó. Luego se volvió rápidamente y la golpeó con el guante. No pretendió herir, ni dar muy fuerte. Tuvo cuidado de no dar en la sien, eso podía ser fatal. Golpeó una de las mejillas de la mujer, con la fuerza precisa. La suficiente para dejarla inconsciente, para obligarla a soltar el brazo. La mujer gimió y cayó al suelo. Ella se dio la vuelta para irse. Entonces sintió que dos manos agarraban sus piernas. Al volverse, se dio cuenta de que había golpeado con poca fuerza. Al mismo tiempo oyó que una puerta se abría en algún sitio, al fondo. Estaba a punto de perder el control de la situación. Tiró de la pierna y se inclinó para golpear de nuevo. Entonces la mujer la arañó en la cara. Ahora golpeó sin preocuparse de si era demasiado fuerte o no. Directamente en la sien. La mujer soltó sus piernas y se desplomó. Ella huyó a través de las puertas de cristal y sintió que las uñas le habían hecho un arañazo profundo en la cara. Corrió por el pasillo. Nadie gritaba detrás. Se secó la cara. La blanca manga quedó manchada de sangre. Se metió el guante en el bolsillo y se quitó los zuecos de madera para poder correr más deprisa. Se preguntó si el hospital tendría algún tipo de alarma interna, pero salió de allí sin encontrarse con nadie. Cuando se sentó en el coche y se miró la cara en el espejo retrovisor, vio que los arañazos no eran muchos ni muy profundos.

Aquello no le había salido exactamente como lo había pensado. Tampoco se podía contar siempre con que así fuera. Lo importante era, con todo, que había conseguido inducir a la mujer que iba a dar a luz a revelar la identidad del hombre que tanto daño le había hecho.

Eugen Blomberg.

Le quedaban aún dos días para empezar la investigación y hacer un plan y un horario. Tampoco tenía prisa. Que le llevara el tiempo que tuviera que llevarle. Pero no creía necesitar más de una semana.

El horno estaba vacío. En espera.

Poco después de las ocho de la mañana, el equipo de policías estaba reunido en la sala de juntas. Wallander le había pedido a Per Åkeson que también estuviera presente. Cuando estaba a punto de empezar notó que faltaba alguien.

—¿Y Svedberg? —preguntó—. ¿No ha venido?

—Ha venido y se ha vuelto a ir —contestó Martinsson—. Parece que hubo un incidente en el hospital esta noche. Dijo que no iba a tardar en regresar.

Un difuso recuerdo pasó por la cabeza de Wallander sin que lograra fijarlo. Tenía relación con Svedberg y con el hospital.

—Esto nos recuerda la necesidad de pedir más personal —dijo Per Åkeson—. Me parece que por desgracia no vamos a poder seguir aplazando esa discusión.

Wallander sabía a qué se refería. En varias ocasiones anteriores Per Åkeson y él habían chocado cuando se trataba de juzgar si debían pedir personal extra o no.

—Discutiremos eso al final —repuso Wallander—. Empecemos por ver dónde nos encontramos realmente en este embrollo.

—Hemos recibido varias llamadas telefónicas de Estocolmo —informó Lisa Holgersson—. No creo necesario decir de quién. Estos hechos violentos empañan la imagen de los simpáticos policías de barrio.

Una mezcla de resignación y de hilaridad pasó fugazmente por la sala. Pero nadie comentó lo que Lisa Holgersson había dicho. Martinsson bostezó con ruido. Wallander se aprovechó de ello para empezar la reunión.

—Todos estamos cansados. La maldición del policía es la falta de sueño. Por lo menos, durante algunos periodos.

Fue interrumpido porque se abrió la puerta y entró Nyberg. Wallander sabía que había estado hablando por teléfono con el laboratorio técnico criminal de Linköping. Fue renqueando hasta la mesa con su muleta.

—¿Qué tal el pie?

—En todo caso, esto es mejor que ser ensartado en estacas de bambú importadas de Tailandia —contestó.

Wallander le miró inquisitivo.

—¿Lo sabemos con seguridad? ¿Proceden de Tailandia?

—Lo sabemos. Se importan como cañas de pescar y como material decorativo a través de una casa comercial de Bremen. Hemos hablado con el representante sueco. Entran más de cien mil estacas de bambú al año. Es imposible determinar dónde se han comprado éstas. Pero acabo de hablar con Linköping. Allí pueden ayudarnos si nos dicen al menos cuánto tiempo han estado en el país. El bambú se importa cuando alcanza cierta edad.

Wallander asintió.

—¿Algo más? —preguntó, vuelto todavía hacia Nyberg.

—¿Respecto a Eriksson o a Runfeldt?

—A ambos. Por orden.

Nyberg abrió su cuaderno de notas.

—Los tablones de la pasarela proceden de la empresa Byggvaruhuset, en Ystad —empezó diciendo—. Si es que nos sirve de algo saberlo. El lugar del crimen está limpio de objetos que, eventualmente, pudieran servirnos para algo. Al otro lado del cerro en el que estaba la torre de observación de pájaros, hay un camino de carros que podemos decir que fue utilizado por el asesino. Si es que fue en coche. Lo que probablemente hizo. Tenemos muestra de todas las huellas de coches que hemos encontrado. Pero es un lugar del crimen singularmente impoluto.

—¿Y la casa?

—El problema es que no sabemos qué es lo que buscamos. Todo parece estar en orden. La denuncia que puso hace un tiempo, de que le entraron en casa, es también un misterio. Lo único que parece digno de tenerse en cuenta es que Holger Eriksson, hace sólo algunos meses, mandó instalar un par de cerraduras suplementarias en las puertas de la vivienda.

—Eso puede interpretarse como que tenía miedo —dijo Wallander.

—Ésa es la explicación que yo le doy —contestó Nyberg—. Pero, por otro lado, ¿quién no manda instalar cerraduras extra en estos tiempos? Vivimos en la época dorada de las puertas blindadas.

Wallander dejó a Nyberg y miró en torno a la mesa.

—Vecinos —dijo—. Informaciones. ¿Quién era Holger Eriksson? ¿Quién puede haber tenido motivos para matarle? ¿Harald Berggren? Es hora ya de que hagamos un examen a fondo de la situación. Nos tomaremos el tiempo que haga falta.

Más adelante, Wallander recordaría la mañana de aquel jueves como una cuesta aparentemente sin fin. Cada uno fue exponiendo el resultado de su trabajo y todo desembocaba en que no se veía por ningún sitio la menor señal de progreso. La cuesta iba creciendo. La vida de Holger Eriksson parecía inexpugnable. Cuando conseguían abrir un agujero, no encontraban nada. Y seguían adelante mientras la cuesta se hacía cada vez más larga y más escarpada. Nadie había visto nada, nadie parecía haber conocido a este hombre que había vendido coches, que observaba a los pájaros y que escribía poemas. Wallander empezó finalmente a pensar que estaba equivocado por completo, que Holger Eriksson, pese a todo, fue víctima de un psicópata ocasional que había elegido su foso y serrado su pasarela por casualidad. Pero todo el tiempo estaba seguro en su fuero interno de que no podía ser así. El asesino había hablado un lenguaje, había lógica y coherencia en su forma de matar a Holger Eriksson. Wallander no se equivocaba. Su problema consistía en que, sin embargo, no sabía cuál era la verdad.

Estaban en un punto muerto cuando Svedberg volvió del hospital. Más adelante Wallander pensaría que, en ese instante, actuó verdaderamente como el salvador del gran apuro en que se encontraban. Porque cuando Svedberg se sentó en uno de los extremos de la mesa y, tras laboriosos esfuerzos, logró ordenar sus papeles, llegaron por fin a un punto en el que la investigación pareció entreabrir una puerta.

Svedberg empezó por pedir excusas por su ausencia. A Wallander le pareció que debía preguntar qué había ocurrido en el hospital.

—Es un asunto muy extraño —dijo Svedberg—. Poco antes de las tres, esta madrugada, apareció una enfermera en la sección de Maternidad. Una de las comadronas, Ylva Brink, y que además es prima mía, trabajaba esta noche. No reconoció a la enfermera y trató de enterarse de qué estaba haciendo en aquel lugar. Entonces la atacó. Parece además que esa enfermera llevaba una porra de plomo o algo semejante en la mano. Ylva perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, la mujer había desaparecido. Se armó, claro está, un buen jaleo. Nadie sabe a qué fue. Han preguntado a todas las mujeres que están de parto. Pero nadie la ha visto. Hablé con el personal que ha trabajado en la sección esta noche. Estaban, como es natural, muy preocupados.

—¿Qué tal está la comadrona? —preguntó Wallander—. ¿Tu prima?

—Tiene una conmoción cerebral.

Wallander estaba a punto de volver sobre Holger Eriksson cuando Svedberg tomó de nuevo la palabra. Parecía desconcertado y se rascaba la calva con nerviosismo.

—Lo que es todavía más raro es que esa enfermera ha estado allí otra vez antes. Una noche, hace una semana. Casualmente a Ylva le tocaba trabajar también esa vez. Está segura de que, en realidad, no es una enfermera. Va disfrazada.

Wallander frunció la frente. Al mismo tiempo se acordó del papel que llevaba encima de la mesa una semana.

—Hablaste con Ylva Brink también entonces —dijo—. Y tomaste algunas notas.

—Aquel papel lo tiré —repuso Svedberg—. Como aquella vez no pasó nada, pensé que no había por qué preocuparse. Tenemos cosas más importantes a las que dedicarnos.

—A mí me parece que es un asunto muy desagradable —terció Ann-Britt Höglund—. Una falsa enfermera que entra en la Maternidad por las noches. Y que no duda en recurrir a la violencia. Eso tiene que significar algo.

—Mi prima no la conocía. Pero pudo dar una buena descripción de su aspecto. Es de constitución robusta y, sin la menor duda, muy fuerte.

Wallander no mencionó que tenía el papel de Svedberg en su escritorio.

—Resulta extraño —se limitó a decir—. ¿Qué tipo de medidas va a tomar el hospital?

—De momento van a contratar a una empresa de seguridad. Luego ya verán si la falsa enfermera vuelve a aparecer o no.

Dejaron los sucesos de la noche. Wallander miró a Svedberg y pensó con desánimo que, seguramente, también él reforzaría la impresión de estancamiento en que se encontraban las pesquisas. Pero se equivocó. Svedberg tenía noticias que dar.

—La semana pasada hablé con uno de los empleados de Holger Eriksson —dijo—. Ture Karlhammar, setenta y tres años de edad, domiciliado en Svarte. Escribí un informe sobre ello que quizás hayáis leído. Trabajó para Holger Eriksson como vendedor de coches durante más de treinta años. Al principio no hacía más que lamentarse de lo ocurrido y decir que Holger Eriksson era un hombre del que nadie podía decir nada que no fuera para bien. La mujer de Karlhammar estaba haciendo café, mientras. La puerta de la cocina estaba abierta. De repente vino, dejó la bandeja de golpe en la mesa, de modo que se salió la nata, y dijo que Holger Eriksson era un canalla. Y se marchó.

—¿Y qué pasó luego? —preguntó Wallander sorprendido.

—Fue, naturalmente, un momento embarazoso. Pero Karlhammar mantuvo su versión. Fui a hablar con la mujer. Pero ya no estaba.

—¿Cómo que no estaba?

—Había cogido el coche y se había ido. Llamé varias veces. Pero no contestaba nadie. Y esta mañana tenía aquí una carta. La leí antes de ir al hospital. Es de la mujer de Karlhammar. Y, si es verdad lo que escribe, es una lectura muy interesante.

—Haz un resumen —dijo Wallander—. Ya la copiarás luego.

—Dice que Holger Eriksson dio muestras de sadismo muchas veces a lo largo de su vida. Trataba mal a sus empleados. Hostigaba a los que decidían dejar de trabajar con él. Repite una y otra vez que puede dar todos los ejemplos que queramos de que lo que dice es verdad.

Svedberg repasaba el texto.

—Escribe que tenía muy poco respeto por la gente. Que era duro y avaricioso. Al final de la carta menciona que iba con frecuencia a Polonia. Debe de haber tenido allí algún asunto de mujeres. Según la señora Karlhammar, ellas también podrían hablar. Pero puede que sólo sean chismorreos. ¿Cómo podía ella saber lo que hacía en Polonia?

—¿No dice nada de que fuera homosexual? —preguntó Wallander.

—Los viajes a Polonia no dan en absoluto esa impresión.

—Se comprende que de alguien llamado Harald Berggren no había oído hablar Karlhammar, ¿verdad?

—Así es.

Wallander tenía necesidad de desentumecerse. Lo que había contado Svedberg sobre el contenido de la carta era, sin duda alguna, importante. Pensó que era la segunda vez en el curso de veinticuatro horas que oía calificar a un hombre como brutal.

Propuso hacer una corta pausa para ventilar la sala. Per Åkeson se quedó rezagado.

—Ya está —dijo—. Lo de Sudán.

Wallander sintió una mordedura de envidia. Per Åkeson había tomado una determinación y se atrevía a marcharse. ¿Por qué no hacía él lo mismo? ¿Por qué se conformaba con buscar una nueva casa donde vivir? Ahora que su padre había muerto, ya nada le ataba a Ystad. Y Linda ya era independiente.

—¿No les hacen falta policías que mantengan el orden entre los refugiados? Yo tengo cierta experiencia de ese trabajo aquí en Ystad.

Per Åkeson se echó a reír.

—Puedo preguntar. Suele haber policías suecos en diversas brigadas extranjeras al mando de la ONU. Nada te impide presentar una solicitud.

—En este momento, me lo impide una investigación criminal. Pero tal vez más tarde. ¿Cuándo te vas?

—Después de Navidad. Antes de Año Nuevo.

—¿Y tu mujer?

Per Åkeson hizo un ademán con los brazos.

—Para decir la verdad, creo que se alegra de perderme de vista una temporada.

—¿Y tú? ¿También te alegras de perderla de vista?

Per Åkeson dudó al contestar.

—Sí. Creo que resultará agradable marcharse. A veces tengo la sensación de que quizá no regrese nunca. No iré nunca a las Antillas en un barco construido por mí. Ni siquiera he soñado nunca con eso. Pero me voy a Sudán. Y lo que pase después, no lo sé.

—Todos sueñan con huir —dijo Wallander—. La gente de este país está siempre en busca de nuevos escondites paradisíacos. A veces pienso que ya no reconozco mi propio país.

—A lo mejor lo mío es también una huida. Pero Sudán no parece ser precisamente un paraíso.

—De todos modos, haces bien en probar. Espero que escribas. Te voy a echar de menos.

—Eso sí que me apetece. Escribir cartas. Escribir cartas que no sean de trabajo. Cartas privadas. Pienso que voy a descubrir cuántos amigos tengo. Amigos que contesten las cartas que espero escribirles.

La pausa había concluido. Martinsson, preocupado siempre por los catarros, cerró la ventana. Se sentaron de nuevo.

—Vamos a esperar antes de resumir —propuso Wallander—. Pasemos a Gösta Runfeldt.

Dejó que Ann-Britt Höglund hablase del descubrimiento del local en el sótano de Harpegatan y de que Runfeldt había sido detective privado. Cuando ella, Svedberg y Nyberg terminaron de hablar, y cuando las fotografías que Nyberg había revelado y copiado dieron la vuelta a la mesa, relató su conversación con el hijo de Runfeldt. Notó que el grupo de investigación mostraba ahora una concentración completamente diferente de la que había al comienzo de la prolongada reunión.

—No puedo apartar de mí la sensación de que estamos cerca de algo determinante —anunció Wallander como colofón—. Seguimos buscando un punto de contacto. Hasta ahora no lo hemos encontrado. Pero ¿qué puede significar que tanto a Holger Eriksson como a Gösta Runfeldt los describan como personas brutales? ¿Por qué no ha aparecido esto hasta ahora?

Se interrumpió para dejar lugar a comentarios o preguntas. Nadie dijo nada.

—Es hora de que empecemos a profundizar aún más. Es demasiado lo que nos queda por saber. A partir de ahora, todo el material debe confrontarse entre estos dos hombres. Será misión de Martinsson encargarse de que así se haga. Luego, hay una serie de cosas que resultan más importante que otras. Pienso en el accidente en el que se ahogó la mujer de Runfeldt. No me abandona la impresión de que eso puede ser decisivo. También tenemos la cuestión del dinero que Holger Eriksson ha legado a la iglesia de Svenstavik. Voy a ocuparme personalmente de ello. Eso significa que puede ser necesario hacer algunos viajes. Por ejemplo, un viaje al lago de Småland, en las afueras de Ålmhult, donde se ahogó la esposa de Runfeldt. Hay algo raro en todo ello, como ya he dicho. Me doy cuenta de que puedo estar en un error. Pero no podemos dejar de investigarlo. Tal vez sea necesario ir a Svenstavik.

—¿Dónde queda eso? —preguntó Hansson.

—Al sur de Jämtland. No muy lejos de la frontera con Härjedalen.

—¿Qué tenía que ver Holger Eriksson con ese lugar? Él era de aquí, de Escania.

—Eso es precisamente lo que tenemos que averiguar —respondió Wallander—. ¿Por qué le deja dinero a una iglesia de ese lugar? ¿Qué significa eso? ¿Qué haya elegido una determinada iglesia? Quiero saber por qué. Tiene que haber una razón muy clara.

Nadie tuvo ninguna objeción que hacer cuando terminó de hablar.

Seguirían calando en los almiares. Ninguno de ellos esperaba que la solución llegase más que a través de un prolongado y paciente trabajo.

Llevaban muchas horas de reunión cuando Wallander se decidió a sacar a relucir él mismo la cuestión de la necesidad de más personal. Recordó que también debía decir algo acerca de la propuesta que había llegado de pedir ayuda a algún experto en psicología forense.

—Yo no tengo nada que objetar a recibir ayuda en forma de refuerzos —dijo—. Hay muchas cosas que investigar y eso va a llevar mucho tiempo.

—Yo me encargaré de ello —contestó Lisa Holgersson.

Per Åkeson asintió sin decir nada. Durante todos los años que Wallander llevaba trabajando con él, no se había dado nunca la circunstancia de que Per Åkeson repitiera nada de lo ya dicho. Wallander se figuró vagamente que eso tal vez fuera un mérito para el puesto que estaba a punto de ocupar en Sudán.

—En cambio, tengo mis dudas acerca de si necesitamos verdaderamente un psicólogo que nos lea por encima del hombro —continuó Wallander, una vez se hubo resuelto la cuestión de los refuerzos—. Soy el primero en estar de acuerdo en que Mats Ekholm, el que estuvo aquí este verano, fue un buen interlocutor. Aportó argumentos y puntos de vista que nos fueron de utilidad. No decisivos, pero tampoco infructuosos. La situación es diferente ahora. Mi propuesta es que le enviemos una relación del material y que nos comunique sus comentarios. Y que nos contentemos con eso por el momento. Si algo dramático ocurriera, siempre podemos volver sobre ello.

Tampoco ahora encontró objeciones la propuesta de Wallander. Interrumpieron la reunión después de la una. Wallander se fue rápidamente. La prolongada sesión le había dejado la cabeza muy pesada. Condujo hasta un restaurante del centro. Mientras comía, trató de ver qué se había concretado en la reunión. Como constantemente volvía con el pensamiento a lo ocurrido aquel día de invierno, en el lago, a las afueras de Ålmhult, unos diez años antes, decidió seguir su intuición. Cuando terminó de comer, telefoneó al hotel Sekelgården. Bo Runfeldt estaba en su habitación. Wallander le pidió al recepcionista que le dijera que iría a verle poco después de las dos. Luego fue a la comisaría. Encontró a Martinsson y a Hansson y se los llevó a su despacho. Le dijo a Hansson que llamase a Svenstavik.

—¿Qué tengo que preguntar en realidad?

—Vete derecho al grano. ¿Por qué ha hecho Holger Eriksson esta única excepción en su testamento? ¿Por qué dona dinero justamente a esa parroquia? ¿Busca el perdón de sus pecados? Y si es así, ¿qué pecados? Y si hay alguien que farfulle algo sobre secreto profesional, di que necesitamos esas informaciones para tratar de evitar que ocurran más muertes de este tipo.

—¿De verdad tengo que preguntar si busca el perdón de sus pecados?

Wallander se echó a reír.

—Casi —dijo—. Entérate de todo lo que puedas. Yo voy a llevarme a Bo Runfeldt a Ålmhult. Dile a Ebba que reserve habitación allí.

Martinsson no parecía muy convencido.

—¿Qué crees que vas a encontrar mirando un lago?

—No sé —contestó Wallander con franqueza—. Pero el viaje me proporciona, por lo menos, ocasión de hablar con Bo Runfeldt. Tengo una sensación muy precisa de que hay informaciones escondidas que son importantes para nosotros y que tan sólo descubriremos si somos suficientemente perseverantes. Tenemos que escarbar mucho para traspasar la superficie. Además, debe de quedar alguien allí de los que estaban cuando ocurrió la desgracia. Quiero que os mováis un poco. Llamad a los colegas de Ålmhult. Hablad de lo ocurrido hace diez años. Podéis preguntarle la fecha exacta a la hija, que es entrenadora de baloncesto. Una persona ahogada. Ya telefonearé cuando llegue.

Seguían las ráfagas de viento cuando Wallander salió a coger el coche. Condujo hasta el hotel Sekelgården y entró en la recepción. Bo Runfeldt estaba sentado esperándole.

—Vete a buscar un abrigo —dijo Wallander—. Vamos a hacer una excursión.

Bo Runfeldt se quedó mirándole expectante.

—¿Adónde vamos?

—Cuando estemos en el coche te lo cuento. Poco después salían de Ystad.

Una vez pasada la salida hacia Höör, Wallander le dijo hacia dónde se encaminaban.