15

Wallander se quedó en Nybrostrand hasta muy avanzada la tarde. Sin embargo, no pasó todo el tiempo en casa de Olof Hanzell. De allí se fue a la una. Cuando salió al aire del otoño, después de la larga conversación, se sintió indeciso. ¿Cuál debería ser el próximo paso? En lugar de regresar a Ystad, condujo hasta el mar y aparcó el coche. Decidió, tras cierta vacilación, dar un paseo. Tal vez eso le ayudara a hacer el resumen que tanto necesitaba. Pero al bajar a la playa y sentir el cortante viento del otoño, cambió de opinión y regresó al coche. Se sentó delante, en el asiento del pasajero e inclinó el respaldo hasta atrás. Luego cerró los ojos y empezó a rememorar todos los hechos ocurridos a partir de la mañana, dos semanas atrás, en que Sven Tyrén fuera a su despacho a contar que Holger Eriksson había desaparecido. Ese 12 de octubre tenían otro asesinato más que buscaba a su autor.

Wallander fue repasando los hechos, tratando de analizar a fondo su cronología. Entre todo lo que había tenido oportunidad de aprender de Rydberg, una de las cosas más importantes era saber que los sucesos que ocurrían primero no necesariamente estaban en primer lugar en una cadena de causas. Holger Eriksson y Gösta Runfeldt habían sido asesinados. Pero Wallander se preguntaba qué había pasado en realidad. ¿Habían sido asesinados como una manifestación de venganza? ¿O se trataba de un crimen lucrativo, aunque él no lograra comprender en qué podía consistir el beneficio?

Abrió los ojos y los fijó en una driza de bandera sacudida por las ráfagas de viento. Holger Eriksson había sido ensartado en una fosa de estacas cuidadosamente preparada. Gösta Runfeldt había estado cautivo para ser después estrangulado.

Había demasiados detalles que preocupaban a Wallander. La crueldad demostrada de manera ostensiva. ¿Por qué se había mantenido cautivo a Gösta Runfeldt antes de darle muerte? Wallander se esforzaba en pasar revista a las premisas básicas de que disponía el equipo de investigación. El asesino que buscaban, y que trataban de identificar, tenía que haber conocido tanto a Holger Eriksson como a Gösta Runfeldt. De eso sí que no cabía la menor duda.

Tenía que conocer las costumbres de Holger Eriksson. Además, debía estar al tanto de que Gösta Runfeldt iba a viajar a Nairobi. Éstas eran premisas de las que podían partir. Otra cosa era que el asesino no se había preocupado en absoluto de que los muertos fueran descubiertos. Había señales que parecían indicar precisamente lo contrario. Wallander se detuvo en su repaso. «¿Por qué se hace ostentación de algo?», pensó. «Para que alguien se fije en lo que uno ha hecho. ¿Sería que el asesino quería que otras personas vieran lo que había llevado a cabo? ¿Qué es lo que, en ese caso, quería demostrar? ¿Qué justamente esos dos hombres habían muerto? Pero no sólo eso. Quería también que se viera con toda claridad cómo había ocurrido. Que habían sido asesinados de una manera estudiada y cruel».

Era una posibilidad, concluyó con un malestar creciente. En ese caso, los asesinatos de Holger Eriksson y Gösta Runfeldt formaban parte de algo de mucha más envergadura. Algo de cuyas dimensiones aún no tenía la menor idea. Eso no significaba necesariamente que fueran a morir más personas. Pero sí significaba con seguridad que a Holger Eriksson, a Gösta Runfeldt y al asesino de ambos, había que buscarles e identificarles entre un conjunto de personas mucho más numeroso. En una especie de comunidad. Como un grupo de mercenarios en una lejana guerra africana.

Wallander deseó súbitamente fumar. Aunque le había resultado asombrosamente fácil dejar el tabaco unos años antes, una vez decidido a dejarlo, en algunas ocasiones volvía a desearlo. Ése, precisamente, era uno de esos momentos. Se bajó del coche y se sentó en el asiento posterior. Cambiar de asiento era como cambiar de perspectiva. No tardó en olvidarse del tabaco y siguió pensando. Lo que debían buscar ante todo, y a ser posible encontrar cuanto antes, era un vínculo entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Existía la posibilidad de que la relación no fuera en absoluto evidente. Pero en alguna parte existía, de eso estaba convencido. Para poder encontrar ese eslabón tenían que saber más de ambos hombres. A primera vista, eran distintos. Muy distintos. La diferencia empezaba ya con la edad. Eran de generaciones distintas. Había una diferencia de edad de treinta años. Holger Eriksson podía haber sido el padre de Gösta Runfeldt. Pero en algún lugar había un punto en el que sus caminos se cruzaban. La búsqueda de ese punto tenía que ser a partir de ahora el centro mismo de toda la investigación. Wallander no veía otro camino a seguir.

Sonó el teléfono. Era Ann-Britt Höglund.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Wallander.

—Tengo que confesar que llamo por pura curiosidad —contestó ella.

—La conversación con el capitán Hanzell ha resultado fructífera. Entre muchas otras cosas que me ha contado, y que pueden llegar a tener interés, está el que Harald Berggren tal vez viva hoy bajo otro nombre. Los mercenarios usaban muchas veces nombres falsos cuando suscribían el contrato o hacían acuerdos verbales.

—Eso va a hacernos más difícil encontrarle.

—Eso fue también lo primero que pensé yo. Fue como volver a perder la aguja en el pajar. Pero tal vez no tenga por qué ser así. ¿Cuántas personas hay en realidad que cambian de nombre? Aunque sea una tarea ardua, se puede solucionar.

—¿Dónde estás?

—Junto al mar. En Nybrostrand.

—¿Qué haces ahí?

—Pues estoy en el coche, pensando.

Notó que afilaba la voz como si tuviera necesidad de defenderse y se preguntó por qué.

—Entonces no te molesto más.

—No me molestas. Ahora emprendo el regreso a Ystad. Pero pienso pasar por Lödinge.

—¿Es por algo especial?

—Necesito refrescar la memoria. Luego iré al piso de Runfeldt. Calculo que estaré allí hacia las tres. Sería conveniente que Vanja Andersson acudiera también a esa hora.

—Me ocuparé de ello.

Terminaron la conversación. Wallander puso en marcha el coche y se encaminó hacia Lödinge. Estaba lejos de haber terminado sus reflexiones. Pero había avanzado un poco. Ahora la investigación tenía, en su cabeza, el boceto de un mapa del que partir. Había empezado a sondear en aguas de una profundidad mucho mayor de lo que sospechaba. No era del todo cierto lo que le había dicho a Ann-Britt Höglund de que el objetivo de su nueva visita a la casa de Holger Eriksson fuera una necesidad general de refrescar la memoria. Wallander quería ver la casa justo antes de volver al piso de Runfeldt. Quería ver si había semejanzas. Quería ver en qué consistían las diferencias.

Al torcer en dirección a la casa de Holger Eriksson había ya dos coches aparcados delante. Se preguntó sorprendido quiénes serían los visitantes. ¿Periodistas que dedicaban una jornada de otoño a tomar sombrías fotografías del lugar donde había ocurrido un asesinato? La respuesta la obtuvo al llegar al patio. Allí estaba un abogado de Ystad que Wallander ya conocía de otra ocasión. Le acompañaban dos mujeres, una mayor y otra de la edad de Wallander. El abogado, de nombre Bjurman, le estrechó la mano al saludarle.

—Me ocupo del testamento de Holger Eriksson —explicó—. Creíamos que la policía había terminado ya sus investigaciones en la casa. Llamé para preguntar.

—No habremos terminado hasta que hayamos detenido al asesino —contestó Wallander—. Pero no tenemos nada en contra de que inspeccionen ustedes la casa.

Wallander se acordó de que en el material de la investigación había visto que Bjurman era el albacea de Eriksson. Le pareció recordar también que había sido Martinsson el que había hablado con él.

Bjurman presentó a Wallander a las dos mujeres. La mayor le estrechó la mano con notable frialdad, como si estuviera por debajo de su dignidad el tener que tratar con policías. Wallander, que era muy susceptible si se sentía objeto del engreimiento de otras personas, se puso furioso. Pero se dominó. La otra mujer fue más amable.

—La señora Mårtensson y la señora Von Fessler representan a la asociación Kulturen, de Lund —dijo Bjurman—. Holger Eriksson ha dejado en su testamento la mayor parte de sus bienes a la asociación. Hizo un minucioso inventario de todo lo que tenía. Íbamos precisamente a repasarlo todo juntos.

—Si falta algo nos lo dicen —pidió Wallander—. Por lo demás, yo no voy a molestarles. No estaré mucho rato.

—¿Es posible que la policía no haya encontrado al asesino? —preguntó la mujer llamada Von Fessler. Wallander interpretó sus palabras como una constatación y una mal disimulada crítica.

—No —contestó—. La policía no le ha encontrado.

Wallander se percató de que tenía que poner fin a la conversación antes de que se notase su enfado. Se dio la vuelta y subió hacia la casa, cuya puerta exterior estaba abierta. Para aislarse de la conversación sostenida en el patio, cerró la puerta tras de sí. Un ratón pasó corriendo junto a sus pies y desapareció detrás de un arca antigua que estaba junto a la pared. «Es otoño», pensó Wallander. «Los ratones de campo buscan el cobijo de las casas. El invierno se acerca».

Recorrió la casa, despacio y con concentrada atención. No buscaba nada concreto, quería recordarla. Le llevó veinte minutos largos. Bjurman y las dos mujeres estaban en una de las otras dos alas cuando cruzó la puerta. Decidió marcharse sin decir nada. Miró hacia los campos mientras iba hacia el coche. No había cornejas graznando sobre el foso. Acababa de llegar al coche cuando se paró en seco, por algo que Bjurman había dicho. Al principio no recordó lo que era. Tardó un instante en acordarse. Volvió de nuevo a la casa. Bjurman y las dos mujeres permanecían en el mismo lugar. Wallander empujó la puerta y llamó con un gesto a Bjurman.

—¿Qué es lo que dijiste del testamento? —preguntó.

—Holger Eriksson ha testado casi todo a la asociación Kulturen de Lund.

—¿Casi todo? Eso significa que no todo ha ido allí.

—Hay una manda de cien mil coronas que ha ido a otra parte. Eso es todo.

—¿A qué parte?

—A una iglesia de la parroquia de Berg. La iglesia de Svenstavik. Como donación para que se use en lo que decida el consejo parroquial.

Wallander no había oído nunca hablar de ese sitio.

—¿Está Svenstavik en Escania? —preguntó dubitativo.

—Está más bien en el sur de Jämtland —contestó Bjurman—. A unas decenas de kilómetros de la frontera con Härjedalen.

—¿Qué tenía que ver Holger Eriksson con Svenstavik? —preguntó Wallander sorprendido—. Yo creía que era de aquí, de Ystad.

—Desgraciadamente es algo que ignoro por completo —contestó Bjurman—. Holger Eriksson era un hombre muy reservado.

—¿No dio ninguna explicación acerca de la donación?

—El testamento de Holger Eriksson es un documento ejemplar, conciso y exacto —dijo Bjurman—. No hay motivaciones de carácter sentimental. La iglesia de Svenstavik debe recibir, de acuerdo con su última voluntad, cien mil coronas. Y así se hará.

Wallander no tenía más preguntas. Cuando se sentó en el coche, llamó a comisaría. Contestó Ebba. Era precisamente con ella con quien quería hablar.

—Quisiera que buscaras el número de teléfono de la oficina parroquial de Svenstavik. O quizá la oficina esté en Östersund. Supongo que será la ciudad más próxima.

—¿Dónde está Svenstavik? —preguntó ella.

—Pero ¿es que no lo sabes? En el sur de Jämtland.

—Hay que ver cuánto sabes tú —contestó ella.

Wallander comprendió que le había cazado enseguida. Así que contó las cosas tal como habían sido: hasta que se lo explicó Bjurman, él tampoco lo sabía.

—Cuando tengas el número, me lo das. Voy camino del piso de Gösta Runfeldt.

—Lisa Holgersson tiene mucho interés en hablar contigo —dijo Ebba—. Los periodistas están llamando aquí continuamente. Pero la conferencia de prensa se ha pospuesto para esta tarde a las seis y media.

—Me viene estupendamente —dijo Wallander.

—También ha llamado tu hermana —continuó Ebba—. Le gustaría hablar contigo antes de volver a Estocolmo.

El recuerdo de la muerte del padre le sobrevino de repente con dureza. Pero no podía ceder a los sentimientos. En todo caso, no en aquel momento.

—La llamaré. Pero la parroquia de Svenstavik es lo más importante.

Luego regresó en automóvil a Ystad. Se detuvo ante un puesto de salchichas y se comió una hamburguesa que no sabía a nada. Estaba a punto de regresar al coche pero volvió a la ventanilla del puesto. Esta vez pidió una salchicha. Comió con rapidez, como si cometiera un acto ilegal y temiera que alguien le sorprendiera. A continuación se encaminó a Västra Vallgatan. El viejo coche de Ann-Britt Höglund estaba aparcado delante de la puerta de la casa donde vivía Gösta Runfeldt. El viento seguía soplando a ráfagas.

Wallander sintió frío. Se encogió sobre sí mismo y cruzó la calle apresuradamente.

No fue Ann-Britt Höglund, sino Svedberg, quien abrió la puerta del piso de Runfeldt cuando Wallander llamó al timbre.

—Tuvo que irse a casa —explicó Svedberg al preguntar Wallander por ella—. Uno de sus hijos está enfermo. Y su coche no se puso en marcha, así que cogió el mío. Pero dijo que no tardaría en volver.

Wallander entró en el cuarto de estar y miró a su alrededor.

—¿Ya ha acabado Nyberg? —preguntó sorprendido.

Svedberg le miró sin comprender.

—Pero ¿no te has enterado?

—¿Enterado de qué?

—De lo que le ha pasado a Nyberg. Se ha hecho daño en un pie.

—No sé nada —dijo Wallander—. ¿Qué ha ocurrido?

—Nyberg resbaló en una mancha de aceite que había a la entrada de la comisaría. Cayó con tan mala suerte que se hizo un desgarro en un músculo o en un tendón del pie izquierdo. Está en el hospital. Llamó para decir que va a seguir trabajando. Pero tiene que andar con muleta. Y, desde luego, estaba hecho una furia.

Wallander pensó en el camión de Sven Tyrén, aparcado delante de la puerta del edificio. Prefirió no decir nada.

Les interrumpió el timbre de la puerta. Era Vanja Andersson. Estaba palidísima. Wallander le hizo una indicación a Svedberg, que desapareció en el cuarto de trabajo de Gösta Runfeldt. Ella parecía atemorizada de encontrarse en el piso. Vaciló cuando Wallander le dijo que se sentara.

—Comprendo que no es muy agradable —dijo—. Pero no te habría pedido que vinieras de no ser absolutamente necesario.

Ella hizo un gesto afirmativo. Pero Wallander no estaba muy seguro de que lo comprendiera. Todo lo que ocurría tenía que resultar tan incomprensible como que Gösta Runfeldt no hubiera hecho su viaje a Nairobi sino que, en lugar de ello, apareciera muerto en un bosque, en las afueras de Marsvinsholm.

—Tú has estado aquí, en su piso, antes —dijo Wallander—. Y tienes buena memoria. Lo sé porque te acordabas del color de su maleta.

—¿La han encontrado? —preguntó ella.

Wallander cayó en la cuenta de que ni siquiera habían empezado a buscarla. En su cabeza, había desaparecido por completo. Se disculpó y fue a hablar con Svedberg, que registraba metódicamente el contenido de una librería.

—¿Sabes algo de la maleta de Gösta Runfeldt?

—¿Tenía una maleta?

Wallander movió la cabeza.

—No tiene importancia. Hablaré con Nyberg.

Volvió al cuarto de estar. Vanja Andersson seguía sentada, inmóvil, en el sofá. Wallander notó que quería irse de allí lo más pronto posible. Era como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para obligarse a respirar el aire que había en el piso.

—Ya volveremos sobre la maleta. Lo que quiero pedirte ahora es que recorras el piso y trates de ver si falta algo.

Ella le miró horrorizada.

—¿Cómo voy a saberlo? No he estado aquí muchas veces.

—Lo sé —dijo Wallander—. Pero es posible que, a pesar de todo, veas algo. O que notes si falta alguna cosa. Eso puede ser importante. En este momento, todo es importante. Para poder encontrar al que ha hecho esto. Y eso, estoy completamente seguro de que lo deseas tanto como nosotros.

Wallander había estado esperándolo. Y sin embargo le cogió de improviso: ella se echó a llorar. Svedberg se asomó a la puerta del cuarto de estar. Wallander se sintió, como le pasaba siempre en esas ocasiones, completamente desconcertado y se preguntó si en la formación de los aspirantes a policía de ahora entraría el aprender a consolar a las personas que lloraban. Se acordaría de preguntárselo a Ann-Britt Höglund cuando tuviera oportunidad.

Svedberg regresó del cuarto de baño con un pañuelo de papel que le dio a la mujer. Ella dejó de llorar tan de repente como había empezado.

—Disculpadme, por favor. Pero esto es muy difícil.

—Lo sé —dijo Wallander—. No hay de qué disculparse. Me parece que, en general, la gente llora demasiado poco.

Ella le miró.

—Me refiero también a mí.

A los pocos minutos, ella se levantó del sofá. Estaba dispuesta a empezar.

—Tómate el tiempo que quieras. Trata de recordar cómo estaba todo la última vez que estuviste aquí para regarle las plantas. No tengas prisa.

Él iba detrás. Cuando oyó que Svedberg lanzaba un juramento en el despacho, fue allí y se puso el dedo sobre los labios. Svedberg asintió, comprendiendo. Wallander había pensado muchas veces que los momentos decisivos en investigaciones complicadas ocurrían durante una conversación con otras personas o bajo un silencio total y concentrado. Había vivido las dos cosas en un sinnúmero de ocasiones. Ahora mismo, lo importante era el silencio. Podía ver los esfuerzos de la mujer.

Pero no dio resultado. Regresaron al punto de partida, al sofá del cuarto de estar. Ella movió la cabeza.

—Me parece que todo está como siempre. No veo que falte nada ni que haya cambiado nada.

Wallander no se sorprendió. Él lo hubiera notado si ella se hubiera detenido durante su recorrido por el piso.

—¿No hay ninguna otra cosa en la que hayas pensado?

—Yo estaba en la creencia de que se había ido a Nairobi. Lo único que hice fue regarle las plantas y ocuparme de la tienda.

—Y ambas cosas las hiciste muy bien —dijo Wallander—. Te agradezco que hayas venido. Volveremos a hablar contigo.

La acompañó hasta la puerta. Svedberg salió del retrete justo cuando ella acababa de salir.

—Parece que no falta nada.

—Da la impresión de que Runfeldt era una persona complicada —dijo Svedberg pensativo—. Una curiosa mezcla de caos y orden maniático impregna su despacho. En lo que a las flores se refiere, el orden parece perfecto. Nunca habría podido figurarme que hubiera tanta literatura sobre orquídeas. Pero en cuanto a su vida privada, los papeles están revueltos en un desorden total. Entre la contabilidad de la floristería del año 1994, me encontré una declaración de la renta de 1969. Por cierto, que ese año declaró la vertiginosa cifra de treinta mil coronas.

—Me pregunto cuánto ganaríamos nosotros entonces. No creo que mucho más. Seguramente bastante menos. Tengo la impresión de que ganábamos alrededor de dos mil coronas al mes.

Durante un corto silencio pensaron en sus pasados ingresos.

—Sigue buscando —dijo Wallander a continuación.

Svedberg se fue a lo suyo. Wallander se colocó junto a la ventana y miró hacia el puerto. Se abrió la puerta de fuera. Tenía que ser Ann-Britt Höglund, puesto que era ella la que tenía las llaves. Él salió a su encuentro en el recibidor.

—Espero que no sea nada serio.

—Un resfriado. Mi marido está en lo que antes se solía llamar la lejana India. Pero mi vecina es mi salvación.

—Eso me ha llamado la atención muchas veces. Yo creía que las vecinas dispuestas a ayudar habían desaparecido a finales de los años cincuenta.

—Y desaparecieron sin duda. Pero yo he tenido suerte. Mi vecina tiene unos cincuenta años y no tiene hijos. Pero no lo hace gratis. Y a veces me dice que no puede.

—¿Qué haces entonces?

Ella se encogió de hombros con resignación.

—Improviso. Si es por la noche, a veces consigo un canguro. A veces yo también me pregunto cómo me las arreglo. Como sabes, no siempre lo consigo. Entonces llego tarde. Pero no creo que los hombres comprendan realmente las complicadas operaciones que hay que hacer para solucionar la relación con el trabajo cuando se tiene a un hijo enfermo, por ejemplo.

—Seguro que no —contestó Wallander—. Tal vez debiéramos tratar de que tu vecina recibiera alguna condecoración.

—Ha hablado de trasladarse —dijo Ann-Britt Höglund con preocupación—. No me atrevo a pensar lo que va a pasar entonces.

La conversación se fue agotando.

—¿Ha estado aquí? —preguntó Ann-Britt Höglund.

—Vanja Andersson ha venido y se ha marchado. Nada parece haber desaparecido del piso. Pero me recordó una cosa distinta. La maleta de Gösta Runfeldt. Tengo que reconocer que me había olvidado completamente de ella.

—Yo también. Pero, por lo que sé, no la han encontrado en el bosque. Hablé con Nyberg justo antes de que se rompiera el pie.

—Ah, pero ¿tan grave ha sido?

—Por lo menos es un buen esguince.

—Pues va a estar de un humor pésimo estos días. Lo que nos faltaba.

—Le voy a invitar a cenar —dijo Ann-Britt con alegría—. Le gusta el pescado hervido.

—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Wallander sorprendido.

—Le he invitado a cenar otras veces —contestó ella—. Es un invitado encantador. Habla de cualquier cosa menos del trabajo.

Wallander se preguntó fugazmente si él mismo podría ser considerado como un invitado agradable. Sabía que, por lo menos, trataba de no hablar del trabajo. Pero ¿cuándo le habían invitado a cenar la última vez? Hacía tanto tiempo, que ni siquiera se acordaba de cuándo había sido.

—Han llegado los hijos de Runfeldt —dijo Ann-Britt Höglund—. Hansson se ha ocupado de ellos. Una hija y un hijo.

Entraron en el cuarto de estar. Wallander contempló la fotografía de la mujer de Gösta Runfeldt.

—Deberíamos enterarnos de qué fue lo que pasó —dijo.

—Se ahogó.

—Necesito más detalles.

—Hansson está en ello. Suele llevar sus conversaciones con mucho cuidado. Les preguntará por su madre.

Wallander sabía que ella estaba en lo cierto. Hansson tenía muchas facetas malas. Una de las mejores era, sin embargo, hablar con los testigos. Reunir datos. Preguntar a los padres acerca de sus hijos. O al revés, como ahora.

Wallander contó su conversación con Olof Hanzell. Ella le escuchaba con atención. Él prescindió de muchos detalles. Lo más importante era que Harald Berggren, hoy, podía muy bien vivir bajo otro nombre. Ya lo había mencionado cuando hablaron por teléfono. Ahora advirtió que ella había seguido reflexionando sobre ello.

—Si ha hecho un cambio de nombre oficial podemos encontrarlo por medio del Registro Civil —dijo ella.

—Dudo de que un mercenario actúe con tanta legalidad —objetó Wallander—. Pero está claro que lo investigaremos. Eso, igual que todo lo demás. Y no va a resultar fácil.

Luego le contó su encuentro con las mujeres de Lund y con el abogado Bjurman en el patio de Holger Eriksson.

—En una ocasión mi marido y yo viajamos por el interior de Norrland. Tengo un recuerdo preciso de haber pasado por Svenstavik.

—Ebba debería haber llamado para darme el número de la oficina parroquial —recordó Wallander y sacó el teléfono del bolsillo.

Estaba descargado. Lanzó un juramento por su descuido. Ella trató de disimular una sonrisa, pero no lo consiguió. Wallander se dio cuenta de que actuaba de una manera inmadura e infantil. Para salir airoso de la situación, buscó él mismo el número de la comisaría. Ann-Britt Höglund le dio un lápiz con el que apuntó el número en la esquina de un periódico.

Ebba, naturalmente, había tratado de telefonearle varias veces.

En ese momento, entró Svedberg en el cuarto de estar. Llevaba un montón de papeles en la mano. Wallander vio que eran recibos de pagos.

—Esto puede que sea algo —dijo Svedberg—. Parece que Gösta Runfeldt tiene un local en la calle Harpegatan, aquí en la ciudad. Paga el alquiler todos los meses. Por lo que puedo ver, esto lo lleva completamente separado de los pagos que tienen que ver con la floristería.

—¿En Harpegatan? —preguntó Ann-Britt Höglund—. ¿Por dónde queda?

—Cerca de la plaza Nattmanstorg —contestó Wallander—. En pleno centro de la ciudad.

—¿Ha dicho Vanja Andersson algo de que tuviera otro local?

—La cuestión es si lo sabía —dijo Wallander—. Voy a averiguarlo enseguida.

Wallander abandonó el piso e hizo el corto recorrido hasta la floristería. Las ráfagas de viento eran ahora muy fuertes. Se encogió y contuvo el aliento. Vanja Andersson estaba sola en la tienda. El aroma de las flores era, como siempre, muy intenso. Por un momento, a Wallander le asaltó una sensación de desarraigo al pensar en el viaje a Roma y en su padre, que ya no existía. Pero alejó de sí esos pensamientos. Era policía. Se dolería cuando tuviera tiempo. No ahora.

—Tengo una pregunta —dijo— a la que con seguridad podrás contestar directamente sí o no.

Ella le miró con su pálido y asustado semblante. Wallander pensó que algunas personas dan la impresión de estar esperando siempre que ocurra lo peor, en todo momento. Vanja Andersson parecía ser una de ellas. Wallander pensó también que, en aquellas circunstancias, tampoco podía reprochárselo.

—¿Sabías que Gösta Runfeldt tenía un local alquilado en Harpegatan, aquí en la ciudad? —preguntó.

Ella movió la cabeza negativamente.

—¿Estás segura?

—Gösta no tenía más local que éste. Wallander sintió que de pronto tenía prisa.

—Sólo era eso —dijo—. Nada más.

Cuando volvió al piso, Svedberg y Ann-Britt Höglund habían reunido todos los manojos de llaves que pudieron encontrar. Fueron a Harpegatan en el coche de Svedberg. Era un edificio de viviendas de alquiler corriente. En la placa del portal no encontraron el nombre de Gösta Runfeldt.

—En los recibos pone que se trata de un local en el sótano —dijo Svedberg.

Bajaron una media escalera que les llevó a la planta inferior. Wallander sintió el aroma ácido de las manzanas de invierno. Svedberg empezó a probar las llaves. La duodécima era la buena. Entraron en un pasillo en el que unas puertas de acero, pintadas de rojo, daban a diferentes trasteros.

Fue Ann-Britt Höglund la que encontró el local.

—Yo creo que es aquí —dijo señalando una puerta.

Wallander y Svedberg se pusieron a su lado. En la puerta había una pegatina con un motivo floral.

—Una orquídea —dijo Svedberg.

—Un cuarto secreto —contestó Wallander.

Svedberg siguió probando llaves. Wallander advirtió que había una cerradura extra montada en la puerta.

Por fin se oyó un clic en una de las cerraduras. Wallander sintió que la tensión aumentaba en su interior. Svedberg siguió probando llaves. No le quedaban más que dos cuando miró a los otros dos y afirmó con la cabeza.

—Venga, adentro —dijo Wallander.

Svedberg abrió la puerta.