Esa noche Wallander durmió en el sofá del cuarto de estar con una manta por encima, puesto que se iba a levantar pocas horas más tarde. En el cuarto de Linda no se oía nada cuando llegó a casa después de la reunión nocturna que tuvieron en la sede de la policía.
Se había despertado abruptamente, empapado en sudor, después de una pesadilla que recordaba muy vagamente. Había soñado con su padre, estaban otra vez en Roma, y algo había ocurrido que le había asustado. Lo que era se perdía en tinieblas. ¿Y si la muerte del sueño hubiera estado ya presente durante su viaje a Roma, como una premonición? Se sentó en el sofá envuelto en la manta. Eran las cinco. El despertador no tardaría en sonar. Se quedó allí sentado, torpe, inmóvil. El cansancio era como un dolor incesante en el cuerpo. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para poder levantarse e ir al cuarto de baño. Después de haberse duchado, se sintió algo mejor. Preparó el desayuno y despertó a Linda a las seis menos cuarto. Antes de las seis y media ya estaban camino del aeropuerto. Ella tenía pereza por las mañanas y no habló mucho por el camino. Sólo cuando salieron de la autopista y recorrían los últimos kilómetros hasta el aeropuerto de Sturup, pareció despertar.
—¿Qué ha pasado esta noche? —preguntó.
—Alguien ha encontrado a un hombre muerto en un bosque.
—¿No puedes decir nada más?
—Fue un corredor de campo a través que estaba entrenándose. Casi tropieza con el muerto.
—¿Quién era?
—¿El corredor o el muerto?
—El muerto.
—Un comerciante de flores.
—¿Se había suicidado?
—Desgraciadamente, no.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Por qué desgraciadamente?
—Porque ha sido asesinado. Y eso significa un montón de trabajo para nosotros.
Ella se quedó callada un rato. Ya se veía el edificio amarillo del aeropuerto.
—No sé cómo puedes aguantar —dijo ella.
—Tampoco yo —contestó él—. Pero no tengo más remedio. Alguien tiene que hacerlo.
La pregunta que vino a continuación le sorprendió.
—¿Tú crees que yo podría llegar a ser un buen policía?
—Pensaba que tenías otros planes muy distintos, ¿no?
—Y los tengo. Anda, contéstame.
—No sé —dijo él—. Pero seguro que podrías.
Más, no se habló. Wallander se detuvo en el aparcamiento. Ella llevaba sólo una mochila que él sacó del maletero. Cuando se disponía a acompañarla, ella movió la cabeza negativamente.
—Vete a casa. Estás tan cansado que casi no puedes tenerte en pie.
—Tengo que ir al trabajo —contestó él—. Pero tienes razón, estoy cansado.
Luego hubo un momento de melancolía. Hablaron de su padre y abuelo. Que ya no existía.
—Es raro —dijo ella—. Lo venía pensando en el coche. Que haya que estar muerto tanto tiempo.
Su padre murmuró algo como respuesta. Luego se despidieron. Ella prometió comprar un contestador automático. Él la vio desaparecer por las puertas de cristal que se abrieron ante ella. Ya no estaba.
Se quedó sentado en el coche pensando en las palabras de su hija. ¿Era eso lo que hacía tan aterradora a la muerte? ¿Qué hubiera que estar muerto tanto tiempo?
Puso el motor en marcha y se fue de allí. El paisaje era gris y parecía tan sombrío como toda la investigación que tenían entre manos. Wallander pensó en los sucesos de las últimas semanas. Un hombre atravesado por estacas en un foso. Otro hombre atado a un árbol. ¿Podía haber una muerte más repugnante? Claro que tampoco fue grato ver a su padre caído entre los cuadros. Pensó que tenía que ver a Baiba lo antes posible. La llamaría esa misma noche. Ya no aguantaba más la soledad. Le acorralaba. Ya había durado lo suficiente. Llevaba divorciado cinco años. Estaba camino de convertirse en un viejo sabueso, hosco y huraño. Y no quería.
Poco después de las ocho llegó al edificio de la policía. Lo primero que hizo fue ir en busca de café y llamar a Gertrud. Por la voz, ella parecía inesperadamente serena. Su hermana Kristina seguía con ella. Como Wallander estaba tan ocupado con las investigaciones en curso, habían acordado ocuparse ellas dos de inventariar las pocas cosas que dejaba el padre. Los bienes eran, sobre todo, la casa de Löderup. Pero no había apenas deudas. Gertrud le preguntó si había alguna cosa especial que Wallander quisiera llevarse. Al principio, él dijo que no. Luego cambió rápidamente de opinión y se puso a buscar un cuadro con urogallo entre los montones de telas terminadas colocadas junto a las paredes del estudio. Por alguna razón que no podía explicarse a sí mismo, no quería quedarse con el cuadro que su padre estaba a punto de terminar cuando le sobrevino la muerte. El cuadro que había elegido estaba, por ahora, en su despacho. Todavía no había decidido dónde colgarlo. Si es que lo colgaba.
Luego, volvió a ser policía.
Empezó por leer deprisa un informe sobre la conversación que Ann-Britt Höglund había mantenido con la mujer cartero que le llevaba el correo a Holger Eriksson. Observó que Ann-Britt escribía bien, sin frases difíciles ni detalles superfluos. Era evidente que los policías de ahora, en todo caso, aprendían a escribir los informes mejor que los de su generación.
Pero allí no había nada que pareciera tener directamente importancia para la investigación. La última vez que Holger Eriksson colgó el letrerito que indicaba que quería hablar con la cartero había sido varios meses antes. Por lo que ésta podía recordar, se trataba de algunos pagos sin mayores complicaciones. No había observado nada especial en los últimos tiempos. En la finca, todo daba la impresión habitual. Tampoco se había fijado en coches o personas ajenas a esa zona. Wallander dejó a un lado el informe. Luego cogió su cuaderno e hizo unas anotaciones sobre las cosas más importantes que había que hacer primero. Alguien debería hablar a fondo con Anita Lagergren, en la agencia de viajes de Malmö. ¿Cuándo había hecho Gösta Runfeldt la reserva de su viaje? ¿En qué consistía en realidad ese viaje de orquídeas? Ahora había que hacer con él lo mismo que con Holger Eriksson. Había que investigar su vida. Y, sobre todo, se verían obligados a hablar largamente con sus hijos. Wallander quería también saber más acerca del equipo técnico que Gösta Runfeldt había comprado en la empresa Secur de Borås. ¿Para qué iba a usarlo? ¿Para qué quería un vendedor de flores esas cosas? Estaba convencido de que se trataba de una cuestión decisiva para comprender lo ocurrido. Wallander apartó el cuaderno y se quedó dudando, con la mano sobre el teléfono. Eran las ocho y cuarto. Corría el riesgo de que Nyberg estuviera durmiendo. Pero no había otro remedio. Marcó el número de su móvil. Nyberg contestó inmediatamente. Todavía estaba en el bosque, muy lejos de su cama. Wallander preguntó cómo iba la inspección técnica del lugar del crimen.
—Tenemos perros aquí ahora mismo —contestó Nyberg—. Han encontrado un rastro de la cuerda abajo, donde estaba la tala. Pero no es de extrañar ya que es el único camino hasta aquí. Supongo que partimos de la base de que Gösta Runfeldt no llegó caminando. Tuvo que haber un coche.
—¿Hay huellas de neumáticos?
—Hay bastantes. Pero qué es qué, comprenderás que no puedo asegurarlo todavía.
—¿Algo más?
—En realidad no. La cuerda es de una cordelería de Dinamarca.
—¿De Dinamarca?
—Supongo que se puede comprar en cualquier sitio donde vendan cuerdas. Parece completamente nueva. Comprada con este objeto.
Wallander reaccionó con desagrado. Luego hizo la pregunta que le había movido a telefonear a Nyberg.
—¿Has podido encontrar el menor indicio de que intentara resistirse cuando le ataron al árbol? ¿O de que tratara de soltarse?
La respuesta de Nyberg fue contundente:
—No. No lo parece. En primer lugar, no he encontrado la menor señal de lucha en el entorno. El terreno estaría removido. Algo se hubiera podido ver. En segundo lugar, no hay ninguna rozadura ni en la cuerda ni en el tronco del árbol. Le han atado ahí. Y él se ha estado quieto.
—¿Cómo interpretas tú eso?
—No debe de haber en realidad más que dos posibilidades —contestó Nyberg—. O ya estaba muerto, o por lo menos inconsciente, cuando le ataron, o ha preferido no resistirse. Cosa que no parece muy verosímil.
Wallander reflexionó.
—Hay una tercera posibilidad —dijo luego—. Que Gösta Runfeldt, simplemente, no tuviera fuerzas para resistirse.
Nyberg estuvo de acuerdo. Era también una posibilidad. Tal vez la más verosímil.
—Déjame preguntar otra cosa —continuó Wallander—. Ya sé que no puedes contestarme, pero uno siempre se figura cómo han ocurrido los hechos. No hay nadie que adivine tanto y con tanta frecuencia como los policías. Aunque lo neguemos siempre con mucha energía. ¿Ha habido más de una persona?
—He pensado en ello. Hay muchas cosas que indican que debería haber más de una. Arrastrar a una persona por el bosque y atarla no puede ser tan sencillo. Pero lo dudo.
—¿Por qué?
—Sinceramente, no lo sé.
—Si volvemos al foso de Lödinge, ¿qué impresión tuviste allí?
—La misma. Debería haber más de una. Pero no estoy seguro.
—Yo tengo la misma impresión —dijo Wallander—, y no deja de incordiarme.
—De todas maneras me parece que tenemos que vérnoslas con una persona físicamente muy fuerte. Hay mucho que apunta a eso.
Wallander ya no tenía más preguntas.
—Por lo demás, ¿nada?
—Un par de latas de cerveza viejas y una uña postiza. Eso es todo.
—¿Una uña postiza?
—Las mujeres suelen usar esas cosas. Pero puede llevar aquí mucho tiempo.
—Procura dormir unas horas —dijo Wallander.
—¿De dónde quieres que saque el tiempo para eso? —preguntó Nyberg.
Wallander notó que, de repente, parecía irritado. Se apresuró a terminar la conversación. Inmediatamente sonó el teléfono. Era Martinsson.
—¿Puedo pasar? —preguntó—. ¿Cuándo era que teníamos la reunión?
—A las nueve. Tenemos tiempo.
Wallander colgó el auricular. Comprendió que Martinsson había dado con algo. Sentía la tensión. Lo que más falta les hacía en ese momento era un buen avance en la investigación.
Martinsson entró y se sentó en la silla que tenía Wallander para las visitas. Fue derecho al grano.
—He estado dándole vueltas a eso de los mercenarios —dijo—. Y al diario de Harald Berggren sobre el Congo. Esta mañana al despertarme me acordé de que conozco a una persona que estuvo en el Congo al mismo tiempo que Harald Berggren.
—¿Cómo mercenario? —preguntó Wallander sorprendido.
—No como mercenario, pero sí como participante del batallón sueco de Naciones Unidas. Eran los que iban a desarmar a las fuerzas belgas en la provincia de Katanga.
Wallander asintió con la cabeza.
—Yo tenía doce o trece años cuando ocurrió. Me acuerdo muy poco de todo aquello. En realidad de nada, salvo de que Dag Hammarskjöld murió en un accidente de avión.
—Yo casi ni había nacido entonces —repuso Martinsson—. Pero me acuerdo de haber estudiado algo en la escuela.
—Dijiste que conocías a alguien.
—Hace unos años participé en algunas reuniones del Partido Liberal. Al final, solía formarse una especie de tertulia mientras tomábamos café. Se me estropeó el estómago de tanto café como tomé entonces.
Wallander golpeteaba impaciente el tablero de la mesa con los dedos.
—En una de las reuniones me tocó estar sentado junto a un hombre de unos sesenta años. No sé cómo empezamos a hablar de eso. Pero me contó que había sido capitán y ayudante del general Von Horn que mandaba el batallón sueco de la ONU en el Congo. Y me acuerdo de que también dijo que allí hubo mercenarios.
Wallander le escuchaba con interés creciente.
—Hice varias llamadas telefónicas esta mañana cuando me desperté. Y al fin obtuve una respuesta positiva. Uno de mis antiguos camaradas del partido sabía quién era ese capitán. Se llama Olof Hanzell y está jubilado. Vive en Nybrostrand.
—Bien. Le haremos una visita cuanto antes.
—Ya le he llamado. Dijo que con mucho gusto hablaría con la policía si creíamos que podía ser de alguna ayuda. Parecía lúcido y preciso y aseguró que tenía muy buena memoria.
Martinsson puso un papel con un número de teléfono sobre la mesa de Wallander.
—Tenemos que probar todo lo que salga —dijo Wallander—. Y la reunión que vamos a tener ahora será corta.
Martinsson se levantó para irse. Una vez en la puerta se detuvo.
—¿Has visto los periódicos? —preguntó.
—¿Cómo voy a tener tiempo?
—Björk se hubiera subido por las paredes. Gente de Lödinge y de otros lugares ha hecho declaraciones. Después de lo que le ha pasado a Holger Eriksson, han empezado a hablar de la necesidad de formar una milicia ciudadana.
—Eso lo han hecho siempre —contestó Wallander con tono de rechazo—. No es para preocuparse.
—Yo no estoy tan seguro de ello. Lo que dicen hoy los periódicos ofrece una clara diferencia.
—¿Cuál?
—Ya no se expresan anónimamente. Aparecen con nombres y en fotografías. Eso no había ocurrido nunca antes. Pensar en términos de milicia ciudadana se ha vuelto políticamente correcto.
Wallander comprendió que Martinsson tenía razón. Pero, así y todo, le resultaba difícil creer que eso significaba algo más que la acostumbrada señal de inquietud cuando ocurría un brutal acto de violencia. Una señal que Wallander, por lo demás, comprendía a la perfección.
—Mañana habrá más —se limitó a decir—. Cuando se sepa lo que ha pasado con Gösta Runfeldt. Tal vez tengamos que prevenir a Lisa Holgersson de lo que nos espera.
—¿Qué impresión tienes de ella? —preguntó Martinsson.
—¿De Lisa Holgersson? Tengo la impresión de que es estupenda.
Martinsson había vuelto a entrar en la habitación. Wallander vio lo cansado que estaba. Pensó que Martinsson había envejecido rápidamente en los años que llevaba como policía.
—Yo creí que lo que pasó aquí este verano era una excepción. Ahora me doy cuenta de que no es así.
—Las semejanzas son pocas. No debemos hacer paralelismos que no existen.
—No es en eso en lo que pienso. Es en toda esta violencia. Como si ahora fuera necesario martirizar a la gente a la que se ha decidido quitar de en medio.
—Ya —dijo Wallander—. Pero no soy capaz de decir cómo darle la vuelta a la situación.
Martinsson abandonó el despacho. Wallander pensó en lo que había oído. Decidió ir a hablar con el capitán jubilado Olof Hanzell ese mismo día.
Fue, como Wallander había previsto, una reunión corta. Aunque ninguno de ellos había dormido mucho aquella noche, todos parecían serenos y dispuestos. Sabían que estaban ante una investigación complicada. Per Åkeson también había acudido a oír el resumen de Wallander. Después, no hizo muchas preguntas.
Se repartieron diferentes tareas y discutieron a qué cosas había que dar prioridad. La cuestión de pedir recursos extraordinarios quedó aplazada por el momento. Lisa Holgersson había liberado a varios policías de otras tareas, para que se integrasen en la investigación del asesinato, que ahora se había duplicado. Cuando la reunión se acercaba a su fin, después de una hora aproximadamente, todos tenían ya demasiadas cosas de las que ocuparse.
—Ahora sólo queda una cosa —anunció Wallander al final—. Tenemos que contar con que estos asesinatos van a tener una gran repercusión en los medios de comunicación. Lo que hemos visto hasta ahora no es más que el principio. Ya sé que hay gente por la comarca que ha empezado a hablar de organizar de nuevo patrullas nocturnas y milicias ciudadanas. Tendremos que esperar a ver si ocurre lo que pienso. Por ahora, lo mejor será que nos ocupemos Lisa y yo del contacto con la prensa. Si Ann-Britt puede asistir también a nuestras conferencias de prensa, yo lo agradecería.
A las diez y diez se levantó la sesión. Wallander se quedó un rato hablando con Lisa Holgersson. Decidieron convocar una conferencia de prensa a las seis y media de la tarde. Luego, Wallander salió al pasillo para hablar con Per Åkeson. Pero ya se había ido. Wallander volvió a su despacho y marcó el número que estaba en el papel que le había dado Martinsson. Al mismo tiempo se acordó de que aún no le había dejado a Svedberg sus notas. En ese momento le contestaron. Era Olof Hanzell. Tenía una voz agradable. Wallander se presentó y preguntó si podía ir a visitarle durante la mañana. El capitán Hanzell le dijo que bienvenido y le explicó cómo debía conducir para llegar hasta su casa. Cuando Wallander salió de la comisaría, había vuelto a despejar. Hacía viento, pero el sol se asomaba entre las nubes. Se acordó de que tenía que poner un jersey de abrigo en el coche para los días más fríos que se avecinaban. A pesar de que tenía prisa por llegar a Nybrostrand se paró ante el escaparate de una agencia inmobiliaria en el centro de la ciudad. Estudió las diferentes casas que estaban en venta. Por lo menos una de las casas podía interesarle. Si hubiera tenido más tiempo habría entrado a pedir una copia de los datos de la casa. Memorizó el número de venta y volvió al coche. Se preguntó si Linda habría vuelto ya a Estocolmo o si todavía estaría esperando en el aeropuerto.
Luego se dirigió hacia el este, camino de Nybrostrand. Dejó atrás la salida izquierda que llevaba al campo de golf y torció, al cabo de un rato, a la derecha y empezó a buscar la calle Skrakvägen, donde vivía Olof Hanzell. Todas las calles de la zona tenían nombres de pájaros. Se preguntó si aquello sería una casualidad o si tendría algún significado. Él estaba buscando a una persona que había matado a un observador de pájaros. En aquella calle vivía alguien que, a lo mejor, podía ayudarle a encontrar al que buscaba.
Después de equivocarse varias veces llegó a la dirección correcta. Aparcó el coche y atravesó la verja de un chalet que no tendría más de diez años. A pesar de ello producía, de alguna manera, una impresión de decadencia. Wallander pensó que era un tipo de casa en la que él nunca podría sentirse a gusto. Un hombre vestido con un chándal abrió la puerta exterior. Tenía el pelo gris muy corto, un pequeño bigote y parecía estar en buena forma física. Sonrió al tender la mano para saludar. Wallander se presentó.
—Mi mujer murió hace unos años —dijo Olof Hanzell—. Desde entonces vivo solo. Tal vez no esté la casa demasiado limpia. Pero, pasa, pasa.
Lo primero que saltó a la vista de Wallander fue un gran tambor africano que estaba en el vestíbulo. Olof Hanzell siguió su mirada.
—El año que pasé en el Congo fue el viaje de mi vida —dijo—. Luego ya no volví a salir. Los hijos eran pequeños, mi mujer no quería. Y llegó un día en que ya fue demasiado tarde.
Invitó a Wallander a pasar al cuarto de estar, donde había unas tazas de café en una mesa. También allí colgaban recuerdos africanos en las paredes. Wallander se sentó en un sofá y aceptó el café. En realidad tenía hambre y hubiera necesitado comer algo. Olof Hanzell sacó un plato con bizcochos.
—Los hago yo mismo —dijo señalando los bizcochos—. Es un buen entretenimiento para un viejo militar.
Wallander pensó que no tenía tiempo de hablar más que del asunto que le había llevado allí. Sacó del bolsillo la fotografía de los tres hombres y se la pasó por encima de la mesa.
—Quisiera empezar preguntándote si reconoces a alguno de esos tres hombres. Como orientación puedo decirte que la foto está tomada en el Congo en la misma época en la que el batallón sueco de Naciones Unidas se encontraba allí.
Olof Hanzell cogió la fotografía. Sin mirarla, se levantó y fue a buscar unas gafas. Wallander se acordó de la visita que tenía que hacer urgentemente al óptico. Hanzell fue con la foto hacia la ventana y la miró largo rato. Wallander escuchó el silencio que llenaba la casa. Esperaba. Hanzell volvió de la ventana. Sin decir nada, dejó la fotografía en la mesa y salió de la habitación. Wallander se comió otro bizcocho. Estaba a punto de ir a ver dónde se había metido Hanzell cuando vio que regresaba. En la mano traía un álbum de fotos. Se puso otra vez junto a la ventana y empezó a pasar hojas. Wallander siguió esperando. Finalmente Hanzell encontró lo que buscaba. Se acercó a la mesa y le tendió el álbum abierto a Wallander.
—Mira la foto de abajo, a la izquierda —dijo Hanzell—. Por desgracia, no es muy agradable. Pero creo que te va a interesar.
Wallander obedeció. Se sobresaltó por dentro. La foto mostraba a varios soldados muertos. Estaban en fila, con las caras ensangrentadas, los brazos perforados por disparos y los pechos destrozados. Los soldados eran negros. Detrás de ellos había otros dos hombres con fusiles en las manos. Ambos eran blancos. Estaban colocados como si se tratara de una foto de caza. Los soldados muertos eran la presa.
Wallander reconoció inmediatamente a uno de los hombres blancos. Era el que estaba a la izquierda en la fotografía que había encontrado metida en la tapa del diario de Harald Berggren. No cabía la menor duda. Era el mismo hombre.
—Me pareció reconocerle —dijo Hanzell—. Pero no estaba seguro del todo. Tardé un poco en encontrar el álbum que quería.
—¿Quién es? —preguntó Wallander—. ¿Terry O’Banion o Simon Marchand?
Notó que Olof Hanzell reaccionaba con sorpresa.
—Simon Marchand —contestó—. Tengo que reconocer que siento curiosidad por saber cómo puedes saberlo tú.
—Ya te lo explicaré. Pero cuéntame cómo te has hecho con esa foto.
Olof Hanzell se sentó.
—¿Qué sabes de lo que pasó en el Congo por aquella época? —preguntó.
—No mucho. Prácticamente, nada.
—Déjame entonces que te ponga en antecedentes —dijo Olof Hanzell—. Creo que es necesario para poder entender las cosas.
—Tómate el tiempo que necesites —dijo Wallander.
—Voy a empezar en 1953. Entonces, había cuatro estados africanos independientes que eran miembros de la ONU. Siete años más tarde, esa cifra había aumentado a veintiséis. Eso significa que todo el continente africano estaba en ebullición por entonces. La descolonización había entrado en su fase más dramática. Nuevos estados proclamaban su independencia en una marea constante. Muchas veces, los dolores de parto eran intensos. Pero no siempre tan violentos como en el caso del Congo Belga. En 1959, el gobierno belga elaboró un plan para que tuviera lugar la independencia. La fecha del traspaso de poderes se fijó para el 30 de junio de 1960. Cuanto más se acercaba el día, más grandes eran los disturbios en el país. Diferentes tribus tiraban en sentido contrario, los actos de violencia por razones políticas ocurrían todos los días. Pero la independencia llegó y un político experimentado que se llamaba Kasavubu fue presidente mientras que Lumumba fue primer ministro. Seguramente habrás oído hablar de Lumumba.
Wallander asintió con la cabeza, no muy seguro.
—Durante unos pocos días se pensó que, a pesar de todo, la transición de colonia a estado independiente sería pacífica. Pero al cabo de unas semanas la Force Publique, que era el ejército regular del país, se amotinó contra sus oficiales belgas. Tropas belgas de paracaidistas entraron para salvar a los oficiales. El país no tardó en caer en el caos. La situación se hizo incontrolable para Kasavubu y Lumumba. Al mismo tiempo, Katanga, la región situada más al sur del país y también la más rica a causa de todos sus yacimientos minerales, proclamó su escisión e independencia. El líder de Katanga se llamaba Moise Tshombe. En esa situación, Kasavubu y Lumumba pidieron ayuda a la ONU. Dag Hammarskjöld, que era en ese momento secretario general, puso en marcha una intervención de tropas de la ONU, de Suecia entre otros países, en muy poco tiempo. Nuestra función iba a ser exclusivamente policial. Los belgas que quedaban en el Congo apoyaban a Tshombe en Katanga. Con dinero de las grandes compañías mineras, contrataron también tropas mercenarias. Y es ahí donde entra esta fotografía.
Hanzell hizo una pausa y tomó un sorbo de café.
—Puede que sirva para dar una idea de lo compleja y grave que era la situación —dijo luego.
—Me doy cuenta de que tuvo que ser extraordinariamente confusa —contestó Wallander esperando con impaciencia la continuación.
—En las luchas de Katanga había varios centenares de soldados mercenarios involucrados —prosiguió Hanzell—. Eran de varios países. Francia, Bélgica, Argelia. Quince años después del final de la segunda guerra mundial había todavía muchos alemanes que nunca pudieron resignarse a que la guerra hubiera terminado como lo hizo. Se vengaron sobre africanos inocentes. Pero había también escandinavos. Algunos murieron y fueron enterrados en tumbas que ya nadie sabe dónde están. En una ocasión, se presentó un africano en el campamento sueco de la ONU. Llevaba papeles y fotografías de varios mercenarios muertos. Pero ninguno era sueco.
—¿Por qué fue entonces al campamento sueco?
—Los suecos teníamos fama de ser gente buena y generosa. Él iba con su caja y quería vender el contenido. Sabe Dios cómo lo había conseguido.
—¿Y lo compraste?
Hanzell asintió.
—Digamos mejor que hicimos un trueque. Me parece que pagué el equivalente de diez coronas por la caja. Tiré casi todo. Pero guardé algunas fotografías. Ésta es una de ellas.
Wallander decidió dar un paso más.
—Harald Berggren —dijo—. Uno de los hombres de mi fotografía es sueco y se llama así. Por exclusión tiene que ser, o bien el del centro, o el de la derecha. ¿Te dice algo el nombre?
Hanzell reflexionó. Luego movió la cabeza.
—No. Pero eso no tiene por qué significar nada.
—¿Por qué no?
—Muchos mercenarios se cambiaban de nombre. No sólo los suecos. Adoptaban un nombre nuevo durante el tiempo que duraba el contrato. Cuando todo terminaba, y si se conseguía salir con vida, se podía volver al nombre anterior.
Wallander reflexionó a su vez.
—Eso significa que Harald Berggren ha podido estar en el Congo bajo otro nombre, ¿no?
—Así es.
—Eso significa también que ha podido escribir el diario bajo su propio nombre. Que ha funcionado entonces como seudónimo.
—Así es.
—Y puede también significar que Harald Berggren ha podido morir bajo otro nombre.
—Así es.
Wallander miró a Hanzell inquisitivamente.
—Con otras palabras, eso significa que es casi imposible decir si está vivo o muerto. Puede estar muerto bajo un nombre y vivo bajo otro distinto.
—Los mercenarios son personas hurañas, lo que es fácil de comprender.
—Eso significa que es casi imposible encontrarle, a no ser que él mismo quiera.
Olof Hanzell asintió. Wallander contempló el plato de bizcochos.
—Sé que muchos de mis antiguos colegas eran de otra opinión —dijo Hanzell—. Pero para mí los mercenarios fueron siempre algo despreciable. Mataban por dinero aunque decían que luchaban por una ideología, por la libertad. Contra el comunismo. Pero la realidad era otra. Mataban indiscriminadamente. Obedecían las órdenes del que mejor pagaba en cada ocasión.
—Un mercenario debe de tener grandes dificultades para volver a la vida normal —dijo Wallander.
—Muchos no lo consiguieron. Se convirtieron en lo que podríamos llamar sombras en los márgenes más extremos de la sociedad. O se mataron bebiendo. Algunos seguramente ya estaban enfermos.
—¿Qué quieres decir?
La respuesta de Olof Hanzell fue rápida y convencida:
—Sádicos y psicópatas.
Wallander asintió. Había comprendido.
Harald Berggren era un hombre que existía y no existía. De qué manera podía encajar en la totalidad, era más que incierto.
La sensación era evidente y clara.
Se había atascado. No tenía la menor idea de cómo seguir adelante.