13

Wallander aún no se había dormido y estaba pensando que su padre y Rydberg descansaban ahora en el mismo cementerio, cuando sonó el teléfono. Cogió enseguida el auricular, que estaba al pie de la cama, temeroso de que Linda se despertase por la llamada. Con una sensación de impotencia creciente escuchó lo que el policía de guardia contaba. Las informaciones eran todavía escasas. La primera patrulla aún no había llegado al lugar del bosque situado al sur de Marsvinsholm. Cabía, naturalmente, la posibilidad de que el corredor nocturno se hubiera equivocado. Pero era poco probable.

El policía tenía la impresión de que era un hombre notablemente claro aunque estaba, por supuesto, impresionado. Wallander prometió acudir enseguida. Trató de vestirse lo más silenciosamente que pudo. Pero Linda salió en camisón cuando él estaba escribiéndole una nota en la mesa de la cocina.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Han encontrado a un hombre muerto en el bosque —contestó él—. Por eso me han llamado.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Nunca tienes miedo?

Él la miró perplejo.

—¿Por qué iba a tener miedo?

—Por todos lo que mueren.

Más que entender, lo que hizo fue intuir lo que ella quería decir.

—No puedo tenerlo —respondió—. Es mi trabajo. Alguien tiene que ocuparse de esto.

Prometió volver a tiempo para llevarla al aeropuerto al día siguiente. Aún no era la una cuando se sentó en el coche. Y sólo cuando ya iba camino de Marsvinsholm se le ocurrió la idea de que muy bien podía ser Gösta Runfeldt el que estaba en el bosque. Acababa de salir de la ciudad cuando sonó el móvil. Era de la comisaría. La patrulla enviada había confirmado el informe. Era cierto que había un hombre muerto en el bosque.

—¿Le han identificado? —preguntó Wallander.

—Dicen que no llevaba papeles encima. Parece que apenas llevaba ropa. Debe de tener mal cariz.

Wallander sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Pero no dijo nada más.

—Saldrán a tu encuentro en el cruce. En la primera salida a Marsvinsholm.

Wallander puso fin a la conversación y pisó el acelerador. Se angustiaba ya pensando en la visión que le esperaba.

Vio el coche de la policía de lejos y frenó. Había un agente fuera del coche. Wallander reconoció a Peters. Bajó la ventanilla y le miró interrogante.

—No es un espectáculo agradable —dijo Peters.

Wallander se dio cuenta de lo que eso significaba. Peters era un policía de larga experiencia. No emplearía tales palabras si no hubiera motivo.

—¿Le han identificado?

—Casi no lleva ropa encima. Ya lo verás.

—¿Y el que le encontró?

—Está allí.

Peters volvió al otro coche. Wallander condujo tras él. Llegaron a una parte del bosque al sur del castillo. El camino terminaba en un sitio en el que había restos de una tala de árboles.

—El último tramo tenemos que hacerlo a pie —dijo Peters.

Wallander cogió sus botas del maletero. Peters y el joven policía, que Wallander casi no conocía pero del que sabía que se llamaba Bergman, tenían linternas potentes. Siguieron un sendero que llevaba a la cima de una pequeña loma en el interior del bosque. El otoño olía intensamente. Wallander lamentó no haberse puesto un jersey más grueso. Si se veía obligado a pasar toda la noche en el bosque iba a tener frío.

—Llegamos enseguida —anunció Peters.

Wallander comprendió que lo decía para prepararle ante lo que le esperaba.

Y sin embargo la visión apareció de repente. Las dos linternas alumbraron con macabra precisión a un hombre que colgaba medio desnudo, amarrado a un árbol. Los conos de luz temblaban. Wallander estaba completamente inmóvil. En algún lugar próximo graznó un ave nocturna. Wallander se acercó con cuidado. Peters alumbraba para que pudiera ver dónde ponía los pies. La cabeza del hombre le colgaba sobre el pecho. Wallander se puso de rodillas para poder verle la cara. Ya le parecía saber. Cuando vio la cara obtuvo la confirmación. Aunque las fotografías que había visto en el piso de Gösta Runfeldt eran de varios años atrás, no cabía la menor duda. Gösta Runfeldt no llegó a viajar nunca a Nairobi. Ahora por lo menos sabían el final de lo ocurrido. Estaba muerto, atado a un árbol.

Wallander se levantó y dio un paso atrás. En su cabeza tampoco había ya la menor duda acerca de otra cosa: la existencia de una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. El lenguaje del asesino era el mismo. Aunque la elección de palabras esta vez fuera diferente. Un foso con estacas y un árbol. No podía ser una casualidad.

Se volvió hacia Peters.

—Hay que convocar una movilización urgente —indicó Wallander.

Peters asintió. Wallander advirtió que había olvidado su teléfono en el coche. Le pidió a Bergman que fuese a buscarlo y que cogiese la linterna de la guantera.

—¿Dónde está la persona que lo ha encontrado? —preguntó a continuación.

Peters movió la linterna hacia un lado. En una piedra, un hombre con chándal estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos.

—Se llama Lars Olsson. Vive en una finca cerca de aquí.

—¿Qué hacía en el bosque en mitad de la noche?

—Parece que es corredor de campo a través.

Wallander cogió la linterna que le tendió Peters. Se acercó al hombre, que alzó la vista hacia él cuando el cono de luz le dio en la cara. Estaba muy pálido. Wallander se presentó y se sentó en otra piedra a su lado. Notó que estaba fría. Se estremeció sin querer.

—Así que fuiste tú quien le encontró —dijo.

Lars Olsson empezó a hablar. De la mala película de la tele. De sus entrenamientos nocturnos. De cómo se había decidido a tomar un atajo. Y de cómo el hombre había surgido de pronto a la luz del foco que llevaba en la frente.

—Has dado una hora muy precisa —apuntó Wallander, que recordaba su conversación con el policía de guardia.

—Miré el reloj —contestó Lars Olsson—. Tengo la costumbre. O la mala costumbre. Cuando pasa algo, siempre miro el reloj. Si hubiera podido habría mirado el reloj en el momento de nacer.

Wallander asintió.

—Si no te he entendido mal, corres por aquí casi todas las noches —siguió—. Cuando te entrenas en la oscuridad.

—Corrí por aquí anoche. Pero más temprano. Di dos vueltas. La larga primero. Luego la corta. Entonces fui por el atajo.

—¿Qué hora sería entonces?

—Entre las nueve y media y las diez.

—Y entonces no notaste nada.

—No.

—¿Es posible que estuviera ya en el árbol y no le vieras?

Lars Olsson reflexionó. Luego negó con la cabeza.

—Paso siempre junto a ese árbol. Le hubiera visto.

«Entonces, eso al menos lo sabemos», pensó Wallander. Durante casi tres semanas Gösta Runfeldt había estado en otro lugar. Y había estado vivo. El asesinato se cometió durante las últimas veinticuatro horas.

Wallander no tenía más cosas que preguntar. Se levantó de la piedra. Por el bosque se veían conos de luz.

—Deja tu dirección y tu teléfono. Volveremos a ponernos en contacto contigo.

—¿Quién es capaz de hacer algo así? —preguntó Lars Olsson.

—Eso me pregunto yo también —contestó Wallander.

Luego se alejó de aquel hombre. Devolvió la linterna a Peters cuando le dieron la suya y el teléfono. Mientras Bergman anotaba el nombre y el teléfono de Olsson, Peters llamó por teléfono a la comisaría. Wallander aspiró profundamente y se acercó al hombre que colgaba de las cuerdas. Por un instante se sorprendió de no pensar en absoluto en su padre ahora que volvía a encontrarse cerca de la muerte. Pero en el fondo sabía por qué no se acordaba. Lo había experimentado muchas veces antes. Las personas muertas no estaban tan sólo muertas. Es que no les quedaba nada de humanidad dentro. Era como acercarse a una cosa muerta, una vez superado el primer rechazo. Wallander tocó con mucho cuidado la nuca de Gösta Runfeldt. Había desaparecido todo el calor corporal. Tampoco esperaba encontrarlo. Saber cuándo ha ocurrido una muerte, al aire libre, con temperaturas variables, era un proceso complicado. Wallander observó el pecho desnudo del hombre. El color de la piel no le dijo nada acerca de cuánto tiempo llevaba allí. Tampoco había señales de heridas. Sólo cuando Wallander alumbró el cuello vio las marcas azules. Eso podía indicar que Gösta Runfeldt había sido ahorcado. Wallander pasó luego a estudiar las cuerdas. Estaban atadas alrededor del cuerpo, desde los muslos hasta las costillas superiores. El nudo era sencillo. Las cuerdas no estaban tampoco muy apretadas. Eso le sorprendió. Dio un paso atrás y alumbró todo el cuerpo. Luego dio la vuelta en torno al árbol. En todo momento estaba atento al lugar donde ponía los pies. Sólo dio una vuelta. Supuso que Peters le habría advertido a Bergman de que no pisara por allí sin necesidad.

Lars Olsson ya no estaba. Peters seguía hablando por teléfono. Wallander echaba de menos un jersey. Debería tener siempre uno en el coche. De la misma manera que tenía las botas en el maletero. La noche iba a ser larga.

Trató de imaginarse lo que había pasado. Las cuerdas flojas le inquietaban. Pensó en Holger Eriksson. Quizás el asesinato de Gösta Runfeldt les diera la solución. El trabajo de la investigación, en lo sucesivo, les obligaría a aplicar una doble perspectiva. Tendrían que mirar en dos direcciones al mismo tiempo. Pero Wallander era también consciente de que podía ocurrir exactamente lo contrario. Podía aumentar la confusión. Con un centro cada vez más difícil de determinar, el paisaje de la investigación se volvía cada vez más complicado de abarcar e interpretar.

Wallander apagó la linterna un momento para pensar a oscuras. Peters seguía hablando por teléfono. Bergman estaba por allí cerca como una sombra inmóvil. Gösta Runfeldt colgaba muerto de unas cuerdas no muy apretadas.

«¿Era aquello un principio, una mitad, o un final?», pensó Wallander. «¿O es tan grave el asunto, que tenemos encima a un nuevo asesino en serie? ¿Con una cadena de motivos que esclarecer aún más difícil que la que tuvimos el verano pasado?».

No tenía respuesta. Sencillamente, no sabía. Era demasiado pronto. Todo era demasiado pronto.

A lo lejos se oyeron motores. Peters se había ido a recibir a los diferentes coches de emergencia que se acercaban. Pensó un instante en Linda, y deseó que estuviera dormida. Pasara lo que pasara, la llevaría al aeropuerto por la mañana. Un violento dolor por la muerte de su padre le sobrevino de repente. Echaba también de menos a Baiba. Y estaba cansado. Se sentía agotado. Toda la energía experimentada al regresar de Roma había desaparecido. Ya no le quedaba nada.

Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para ahuyentar tan sombríos pensamientos. Martinsson y Hansson se acercaban por el bosque, seguidos por Ann-Britt Höglund y Nyberg. Tras ellos, los hombres de la ambulancia y los técnicos. Después Svedberg. Al final, también un médico. Daban la impresión de una caravana mal organizada que se hubiera perdido. Wallander empezó por reunir a sus colaboradores más próximos en un círculo en torno a él. Un foco conectado a un generador portátil había proyectado ya su luz fantasmal sobre el hombre que colgaba del árbol. Wallander pensó fugazmente en la macabra experiencia vivida junto al foso de la finca de Holger Eriksson. Ahora se repetía. El marco era diferente. Y, sin embargo, el mismo. Las escenografías del asesino estaban relacionadas.

—Es Gösta Runfeldt —dijo Wallander—. No hay la menor duda. Pero aun así tenemos que despertar a Vanja Eriksson y traerla aquí. No hay más remedio. Hemos de confirmar su identidad, formalmente, lo más pronto posible. Pero podemos esperar hasta haberle descolgado. Le ahorramos tener que verle así.

Luego refirió brevemente cómo Lars Olsson había encontrado a Runfeldt.

—Ha estado desaparecido casi tres semanas —continuó—. Pero si no me equivoco completamente y si Lars Olsson está en lo cierto, ha estado muerto menos de veinticuatro horas. Por lo menos no ha colgado de ese árbol más tiempo. La cuestión es dónde puede haber estado mientras tanto.

Luego dio respuesta a la pregunta que nadie había hecho aún. La pregunta crucial.

—Me cuesta creer en una casualidad —señaló—. Tiene que ser el mismo asesino que buscamos en el caso de Holger Eriksson. Lo que hemos de encontrar ahora es lo que estos dos hombres tienen en común. En realidad, son tres investigaciones que han de confluir en una. Holger Eriksson, Gösta Runfeldt y las dos juntas.

—¿Qué pasa si no encontramos relación entre ellas? —preguntó Svedberg.

—La encontraremos —contestó Wallander con firmeza—. Más pronto o más tarde. Ambos asesinatos dan la impresión de haber sido planeados de tal manera que excluyen una elección fortuita de la víctima. No se trata de un loco. Estos dos hombres han sido asesinados con fines determinados, por determinadas causas.

—Gösta Runfeldt no podía ser homosexual —dijo Martinsson—. Era viudo y tenía dos hijos.

—Podía ser bisexual —replicó Wallander—. Es demasiado pronto para plantearse estas cuestiones. Tenemos otras tareas mucho más urgentes.

El círculo se fue deshaciendo. No necesitaban muchas palabras para organizar el trabajo. Wallander se colocó junto a Nyberg, que esperaba a que terminase el médico.

—Así que ha vuelto a suceder —dijo con voz cansada.

—Sí. Y hay que aguantar un poco más.

—Justamente ayer decidí tomarme dos semanas de vacaciones. Cuando hubiéramos resuelto el asesinato de Holger Eriksson. Pensaba ir a Canarias. Seguramente no resulta muy imaginativo, pero es más cálido.

Eran raras las veces que Nyberg se envolvía en conversaciones personales. Wallander se dio cuenta de que estaba expresando su desilusión por el hecho de que ese viaje no iba a tener lugar en un futuro próximo. Podía ver que Nyberg estaba cansado y estragado. Su carga de trabajo era muchas veces disparatada. Wallander decidió discutirlo con Lisa Holgersson en la primera ocasión. No podían continuar explotando a Nyberg.

En el mismo instante en que lo pensó vio que ella había llegado al lugar del crimen. Estaba hablando con Hansson y con Ann-Britt Höglund.

«Lisa Holgersson había tenido que ocuparse de muchas cosas desde el principio mismo», pensó Wallander. «Con este asesinato la prensa va a perder los estribos. Björk no pudo aguantar la tensión. Ya veremos si ella es capaz de hacerlo».

Wallander sabía que Lisa Holgersson estaba casada con un hombre que trabajaba en una empresa de exportación en el ramo de la informática. Tenían dos hijos mayores. Después del traslado a Ystad, compraron una casa en Hedeskoga, al norte de la ciudad. Pero todavía no había estado en ella, y tampoco conocía a su marido. En ese preciso momento deseaba que fuera un hombre capaz de prestarle todo su apoyo. Iba a necesitarlo.

El médico, que estaba de rodillas, se incorporó. Wallander lo conocía de antes, pero no se acordaba de su nombre.

—Parece que ha sido estrangulado —dijo.

—¿No ahorcado?

El médico adelantó sus manos.

—Estrangulado por dos manos —repitió—. Producen unas heridas muy diferentes a las de una cuerda. Las marcas de los pulgares se ven con claridad.

«Un hombre fuerte», intuyó Wallander rápidamente. «Una persona bien entrenada. Que no vacila en matar con sus propias manos».

—¿Cuánto hace?

—Imposible saberlo. En las últimas veinticuatro horas. No creo que haga más tiempo. Tendrás que esperar al informe del forense.

—¿Podemos bajarlo? —preguntó Wallander.

—Yo ya he terminado —contestó el médico.

—Y yo puedo empezar —murmuró Nyberg.

Ann-Britt Höglund se había acercado a ellos.

—Vanja Andersson ya ha llegado. Está esperando en un coche ahí abajo.

—¿Cómo se ha tomado la noticia? —preguntó Wallander.

—Es una manera terrible de despertar, claro está. Pero me dio la impresión de que no se sorprendió. Probablemente tenía ya el temor de que estuviera muerto.

—También yo lo tenía —respondió Wallander—. Y supongo que tú también.

Ella afirmó con la cabeza, pero no dijo nada.

Nyberg había desatado las cuerdas. El cuerpo de Gösta Runfeldt estaba en una camilla.

—Vete a buscarla —dijo Wallander—. Y luego que se vaya a casa.

Vanja Andersson estaba muy pálida. Wallander se fijó en que iba vestida de negro. ¿Tendría la ropa preparada? Ella miró la cara del muerto, aspiró con fuerza y afirmó con la cabeza.

—¿Puedes identificarle como Gösta Runfeldt? —preguntó Wallander. Se dolió por dentro de su torpe manera de expresarse.

—Está tan delgado… —murmuró ella.

Wallander reaccionó inmediatamente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Delgado?

—Tiene la cara completamente demacrada. Hace tres semanas no estaba así.

Wallander sabía que la muerte podía cambiar la cara de una persona dramáticamente. Pero tenía la impresión de que Vanja Andersson hablaba de otra cosa.

—¿Quieres decir que ha bajado de peso desde que le viste por última vez?

—Sí, sí. Está delgadísimo.

Wallander se dio cuenta de que lo que decía era importante. Pero seguía sin saber cómo debía interpretarlo.

—No es necesario que estés aquí más tiempo. Te llevamos a casa.

Ella le miró con una expresión indefensa y perdida.

—¿Qué voy a hacer con la tienda? —preguntó—. ¿Con todas las flores?

—Mañana puedes cerrar, seguramente —dijo Wallander—. Empieza por ahí. No pienses más allá.

Ella asintió en silencio. Ann-Britt Höglund la acompañó hasta el coche policial que la iba a llevar a casa. Wallander se quedó pensando en lo que Vanja Andersson había dicho. Gösta Runfeldt llevaba desaparecido casi tres semanas, sin dejar el menor rastro. Cuando aparece, cuelga atado a un árbol, tal vez estrangulado, y está inexplicablemente delgado. Wallander sabía lo que eso significaba: cautiverio.

Se quedó completamente inmóvil siguiendo con mucha atención su discurso interior. También el cautiverio podía relacionarse con una situación de guerra. Los soldados hacían prisioneros.

Fue interrumpido por Lisa Holgersson, que tropezó con una piedra y estuvo a punto de caerse cuando iba hacia él. Pensó que ya daba igual ponerla en antecedentes de lo que pasaba.

—Parece que tienes frío —dijo ella.

—Olvidé coger un jersey de más abrigo —contestó Wallander—. Hay cosas que uno no aprende en la vida.

Ella señaló la camilla donde yacían los restos de Gösta Runfeldt. La estaban llevando hacia un coche funerario que esperaba al pie de la loma.

—¿Qué piensas de esto?

—Que le ha matado la misma persona que a Holger Eriksson. Sería absurdo pensar otra cosa.

—Parece que ha sido estrangulado.

—Yo no suelo sacar conclusiones demasiado pronto. Pero esta vez sí que puedo imaginarme lo que ha pasado. Estaba vivo cuando lo ataron al árbol. Tal vez en estado inconsciente. Pero ha sido estrangulado aquí y luego abandonado. Además, no se ha resistido.

—¿Cómo puedes saberlo?

—La cuerda estaba bastante floja. Si hubiera querido, se habría soltado.

—¿No puede indicar precisamente eso el que la cuerda estuviera floja? —objetó ella—. ¿Qué tiró y trató de resistirse?

«Buena pregunta», pensó Wallander. «Lisa Holgersson es, sin la menor duda, una excelente policía».

—Puede ser —contestó él—. Pero no lo creo por algo que dijo Vanja Andersson: que se había quedado extremadamente delgado.

—No veo la relación.

—Lo que pienso es que un adelgazamiento rápido debe haber supuesto una pérdida de fuerzas significativa.

Ella comprendió.

—Se queda colgado de las cuerdas —continuó Wallander—. El asesino no tiene ninguna necesidad de ocultar el crimen. O el cadáver. Recuerda a lo que le pasó a Holger Eriksson.

—¿Por qué aquí? —preguntó ella—. ¿Por qué atar a una persona a un árbol? ¿Por qué esta brutalidad?

—Cuando lo sepamos quizá comprenderemos también por qué ha ocurrido todo esto —contestó Wallander.

—¿Tienes alguna idea?

—Ideas tengo muchas. Creo que lo mejor que podemos hacer ahora es dejar que Nyberg y su gente trabajen en paz. Convocar una reunión y dar un repaso a todo en Ystad es más importante que andar dando vueltas y cansarnos aquí en el bosque. Aquí ya no hay nada que ver.

Ella no tuvo nada que objetar. A las dos, dejaron a Nyberg y a sus técnicos solos en el bosque. Había empezado a lloviznar y hacía viento. Wallander fue el último en marcharse.

¿Qué hacemos ahora?, se preguntó a sí mismo. ¿Cómo seguimos? No tenemos motivo, no tenemos sospechoso. Lo único que tenemos es un diario que ha pertenecido a un hombre llamado Harald Berggren. Un observador de pájaros y un apasionado amante de flores han sido asesinados. La crueldad es refinada. Casi ostentosa.

Trató de acordarse de lo que había dicho Ann-Britt Höglund. Era algo importante. Algo acerca de lo declaradamente masculino, y que luego había hecho que él empezara a imaginarse cada vez más un asesino con un pasado militar. Harald Berggren había sido ciertamente un mercenario. Había sido más que un militar. Una persona que no defendía su país o una causa. Un hombre que habla matado a gente a cambio de un sueldo mensual contante y sonante.

«En todo caso, tenemos un punto de partida», pensó. «Tendremos que atenernos a él hasta que se rompa».

Fue a decirle adiós a Nyberg.

—¿Hay algo especial que quieres que busquemos? —preguntó éste.

—No. Tan sólo que busques todo lo que eventualmente recuerde a lo que le pasó a Holger Eriksson.

—Yo creo que todo se parece a aquello —contestó Nyberg—. Salvo tal vez las estacas de bambú.

—Quiero que mañana temprano traigan aquí a los perros —siguió Wallander.

—Supongo que yo estaré aquí todavía —contestó Nyberg amargamente.

—Hablaré de tu situación laboral con Lisa —repuso Wallander con la esperanza de darle al menos un estímulo simbólico.

—No servirá de mucho —contestó Nyberg.

—Lo que no servirá de nada, en todo caso, es dejar de hacerlo —dijo Wallander dando por terminada la conversación.

A las tres menos cuarto de la madrugada se reunieron en la comisaría. Wallander fue el último en entrar en la sala de reuniones. Vio a su alrededor caras cansadas y ojerosas y se dio cuenta de que lo principal era darle un nuevo impulso al equipo de investigación. Sabía por experiencia que llegaba siempre un momento, cuando estaban en mitad de un caso, en el que la confianza en uno mismo parecía agotada por completo. La única diferencia ahora era que ese momento había llegado mucho antes que de costumbre.

«Hubiéramos necesitado un otoño tranquilo», pensó Wallander. «Todos están agotados después del verano».

Se sentó y Hansson le sirvió una taza de café.

—Esto no va a ser fácil —empezó—. Lo que todos seguramente temíamos en nuestro fuero interno ha resultado por desgracia cierto. Gösta Runfeldt ha sido asesinado. Probablemente por el mismo asesino que mató a Holger Eriksson. No sabemos qué significa esto. No sabemos, por ejemplo, si vamos a tener más sorpresas desagradables. No sabemos si esto ha empezado a parecerse algo a lo que pasó este verano. Quiero sin embargo advertir que no se hagan más paralelismos excepto que es, sin duda, un mismo hombre el que ha actuado más de una vez. Son muchas también las diferencias que hay entre estos crímenes. Más que las semejanzas.

Hizo una pausa para dejar paso a posibles comentarios. Nadie tenía nada que decir.

—Tenemos que seguir en un frente amplio —continuó—. Abiertos a todo, pero con determinación. Tenemos que localizar a Harald Berggren. Tenemos que enterarnos de por qué Gösta Runfeldt no viajó a Nairobi. Tenemos que enterarnos de por qué, justo antes de desaparecer y después morir, encargó un equipo de escucha avanzado. Tenemos que encontrar una relación entre estos dos hombres que parecen haber vivido su vida totalmente aislados uno de otro. Como las víctimas no han sido elegidas por casualidad, no tiene más remedio que haber una relación.

Nadie tenía ningún comentario que hacer. Wallander pensó que lo mejor era terminar la reunión. Lo que más necesitaban en aquellos momentos era unas horas de sueño. Volverían a reunirse a la mañana siguiente.

Se separaron rápidamente en cuanto Wallander terminó de hablar.

La lluvia y el viento eran más intensos. Mientras cruzaba deprisa el mojado aparcamiento en dirección a su vehículo, Wallander pensó en Nyberg y en sus técnicos.

Pero también pensó en lo que había dicho Vanja Andersson.

Que Gösta Runfeldt había enflaquecido durante las tres semanas que había estado desaparecido.

Wallander sabía que eso era importante.

No podía imaginarse ningún otro motivo que no fuera el cautiverio.

La cuestión era dónde había estado preso. ¿Por qué? Y ¿de quién?