12

El padre de Kurt Wallander fue enterrado en el Cementerio Nuevo de Ystad el 11 de octubre. Fue un día de viento y de fuertes chubascos, interrumpidos de vez en cuando por un sol brillante. Entonces, una semana después de que Wallander recibiera por teléfono la noticia de la muerte de su padre, aún le costaba trabajo comprender lo que había pasado. La negación había estado allí desde el instante mismo en que colgó el auricular. Era una idea imposible que su padre fuera a morirse. No ahora, poco después del viaje a Roma. No ahora, cuando habían recobrado algo de la intimidad perdida tantos años atrás. Wallander abandonó el edificio de la policía sin hablar con nadie. Estaba convencido de que Gertrud se había equivocado. Pero al llegar a Löderup e irrumpir en el estudio donde siempre olía a aguarrás, comprendió inmediatamente que Gertrud estaba en lo cierto. Su padre yacía de bruces sobre uno de los cuadros que había estado pintando. En el momento de morir había cerrado los ojos, agarrando convulsivamente el pincel con el que acababa de pintar pequeñas gotas de blanco en el urogallo. Wallander se dio cuenta de que estaba terminando el cuadro en el que había trabajado el día anterior, tras el largo paseo por Sandhammaren. La muerte había sobrevenido de repente. Gertrud explicó después, cuando logró serenarse lo suficiente como para volver a hablar con coherencia, que había desayunado como de costumbre. Todo había sido como de costumbre. A las seis y media se había ido al estudio. Al no aparecer en la cocina a las diez a tomar café, como solía hacer, ella fue a recordárselo. Entonces ya estaba muerto. Wallander pensó que, con independencia de cuándo llega la muerte, cuando llega, hace daño. La muerte se presenta inoportunamente, sea porque queda sin tomarse una taza de café por la mañana, o por cualquier otra cosa.

La ambulancia se había hecho esperar. Gertrud le agarraba con fuerza del brazo. Él se sentía completamente vacío por dentro. No sintió tristeza alguna, sólo una impresión vaga de que aquello era injusto. Por su padre muerto no podía dolerse. Pero sí podía dolerse por sí mismo, el único dolor posible. Luego llegó la ambulancia. Wallander conocía al conductor: se llamaba Prytz. Este advirtió inmediatamente que la persona que iban a recoger era el padre de Wallander.

—No estaba enfermo —dijo—. Ayer dimos un paseo por la playa. Se quejó de mareo. Nada más.

—Ha debido de ser una apoplejía —contestó Prytz con voz comprensiva—. Tiene ese aspecto.

Eso fue también lo que los médicos le dijeron después a Wallander. Todo había ocurrido muy deprisa. Su padre apenas pudo darse cuenta de que se moría. Se le había reventado un vaso sanguíneo en el cerebro y antes de dar con la cabeza en el cuadro, aún sin acabar, ya estaba muerto. Para Gertrud, el dolor y la conmoción se mezclaban con una sensación de alivio al saber que todo había sido muy rápido. Que se había librado de consumirse en una caótica tierra de nadie.

Wallander tenía pensamientos muy distintos. Su padre había estado solo al morir. Nadie debería estar solo al llegar el último momento. Tenía mala conciencia por no haber reaccionado ante el hecho de que su padre se sintiera mal. Era algo que podía anunciar un ataque al corazón o una apoplejía. Pero, con todo, lo peor era que había ocurrido en un momento completamente inoportuno. Pese a que tenía ochenta años, era demasiado pronto. Debería haber ocurrido más tarde. No ahora. No de esta manera. Cuando Wallander entró en el estudio, trató de sacudir a su padre e infundirle vida. Pero no había nada que hacer. El urogallo quedaría inacabado.

Pero en medio del caos —el exterior y el interior— que conlleva siempre la muerte, Wallander conservó su capacidad de actuar con calma y racionalidad. Gertrud se fue con la ambulancia. Wallander regresó al estudio, permaneció allí un rato en el silencio y el olor a aguarrás, y lloró al pensar que su padre no habría querido dejar el urogallo sin terminar. En un gesto de compenetración con la frontera invisible entre la vida y la muerte, Wallander cogió el pincel y rellenó las dos motas blancas que faltaban en el plumaje del urogallo. Era la primera vez en su vida que tocaba con un pincel un cuadro de su padre. Luego limpió el pincel y lo colocó con los otros en un viejo tarro de confitura. No entendía lo que había pasado, no se daba cuenta de lo que iba a significar para él mismo. No sabía siquiera cómo hacer para sentir dolor.

Entró en la vivienda y telefoneó a Ebba. Ella se emocionó y se entristeció, y a Wallander le resultó difícil hablar. Por último, le pidió simplemente que les dijera a los otros lo que había pasado. Que siguieran como siempre, sin él. Bastaba con que le mantuvieran informado si ocurría algo decisivo en la investigación. Él no volvería al trabajo ese día. No sabía aún si volvería al día siguiente. Luego llamó a su hermana Kristina y le dio la noticia de la muerte del padre. Hablaron largo rato. A Wallander le pareció que ella, a diferencia de él, sí estaba preparada para afrontar la posibilidad de que su padre pudiera fallecer de repente. Le ayudaría a localizar a Linda, pues él no tenía el número de teléfono del restaurante donde trabajaba. Luego llamó a Mona. Su ex mujer trabajaba en una peluquería de Malmö, pero no sabía muy bien cómo se llamaba. Una amable telefonista del servicio de información le ayudó a encontrar el número cuando él le dijo de qué se trataba. Notó que le sorprendía su llamada. Enseguida temió que le hubiera pasado algo a Linda. Cuando Wallander le dijo que su padre había muerto, notó que ella, de todos modos, experimentaba cierto alivio. Eso le indignó. Pero no dijo nada. Sabía que Mona y su padre siempre se habían entendido bien. Era natural que se preocupase por Linda. Se acordó de la mañana en que se hundió el Estonia.

—Me figuro cómo te sientes —aseguró ella—. Has temido este momento durante toda tu vida.

—Teníamos tantas cosas de las que hablar… —contestó él—. Ahora, cuando al fin habíamos vuelto a encontrarnos. Y ahora resulta demasiado tarde.

—Siempre es demasiado tarde.

Dijo que iría al entierro y que le ayudaría, si lo necesitaba. Después, una vez terminada la conversación, sintió dentro de sí un vacío espantoso. Marcó el número de Baiba en Riga. Pero ella no contestó. Llamó una y otra vez, pero ella no estaba allí.

Luego volvió al estudio. Se sentó en el viejo trineo de silla como solía, siempre con una taza de café en la mano. Se oía un ligero golpeteo sobre el tejado. Había empezado a llover otra vez. Wallander notó que tenía entre las manos su propio temor a la muerte. El estudio era ya una cripta funeraria. Se levantó con rapidez y se marchó de allí. Volvió a la cocina. Sonó el teléfono. Era Linda. Estaba llorando. Wallander también se echó a llorar. Su hija quería acudir inmediatamente y Wallander le preguntó si hacía falta que él hablara con el hombre para quien trabajaba ella. Pero Linda ya había hablado con el dueño. Iría al aeropuerto de Arlanda y trataría de coger un avión esa misma tarde. Él dijo que iría a buscarla. Pero ella prefirió que se quedara con Gertrud. Llegaría a Ystad y a Löderup por su cuenta.

Esa noche se reunieron todos en la casa de Löderup. Wallander notó que Gertrud estaba muy serena. Empezaron a hablar del entierro. Wallander no estaba muy seguro de que su padre quisiera tener a un sacerdote como oficiante. Pero era Gertrud quien tenía que decidir. La viuda era ella.

—No hablaba nunca de la muerte —dijo ella—. Si la temía o no, no sabría decirlo. Tampoco dijo dónde quería ser enterrado. Pero sí que quiero que venga un sacerdote.

Acordaron que el entierro sería en el Cementerio Nuevo de Ystad. Un entierro sencillo. El padre no había tenido muchos amigos. Linda dijo que ella quería leer un poema, Wallander prometió que él pronunciaría unas palabras y eligieron el salmo que cantarían todos juntos. Al día siguiente llegó Kristina. Ella se quedó en casa con Gertrud y Linda se fue a Ystad, con Wallander. Aquella semana, la muerte les acercó unos a otros. Kristina dijo que ahora que había muerto su padre era a ellos a los que les tocaba el próximo turno. Wallander sentía en todo momento cómo aumentaba su miedo a la muerte. Pero no hablaba de ello. Con nadie. Ni con Linda, ni tampoco con su hermana. Acaso lo hiciera alguna vez con Baiba. Ésta reaccionó con mucho sentimiento cuando por fin consiguió localizarla para contarle lo sucedido. Estuvieron hablando casi una hora. Ella le explicó lo que había sentido cuando murió su padre hacía diez años, y también cuando Karlis, su marido, fue asesinado. Wallander sintió alivio después de hablar con ella. Baiba vivía y no iba a desaparecer.

El mismo día que salió la esquela en el periódico Ystads Allehanda, Sten Widén telefoneó desde su finca de las afueras de Skurup. Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez que Wallander hablara con él. Habían sido muy buenos amigos. Compartían un gran interés por la ópera y habían alimentado grandes sueños comunes para el futuro. Sten Widén tenía una hermosa voz. Wallander iba a ser su agente. Pero todo cambió el día en que el padre de Widén murió de repente y él se vio en la obligación de hacerse cargo de la finca en la que entrenaban caballos de carreras. Wallander se hizo policía y su relación se fue espaciando. Pero Sten Widén llamó y le dio el pésame. Después de la conversación, Wallander se preguntó si habría visto alguna vez a su padre. Pero se sintió agradecido por su llamada. Pese a todo, alguien, aparte de los familiares más cercanos, se acordaba de él.

En medio de todo esto, Wallander se obligaba también a seguir siendo policía. Al día siguiente del óbito, el martes 4 de octubre, volvió al trabajo. Había pasado una noche desvelada en su casa. Linda durmió en su antigua habitación. Mona fue a verles y les llevó la cena para, según dijo, hacerles pensar en otra cosa durante un rato. Wallander, por primera vez desde el doloroso divorcio cinco años antes, comprobó que su matrimonio estaba definitivamente superado, también por su parte. Durante demasiado tiempo le había pedido que volviera y había alimentado sueños, que tenían escasos visos de realidad, de que todo volviera a ser como antes. Pero no había camino de regreso. Y ahora era a Baiba a quien quería.

La muerte de su padre le hizo ver que la vida al lado de Mona pertenecía ya al pasado.

Que durmiera mal esta semana antes del entierro no era quizá de extrañar. Pero a sus colegas les dio la impresión de estar como siempre. Ellos le dieron el pésame y él se lo agradeció. Luego se puso enseguida a trabajar en la investigación en curso. Lisa Holgersson le llevó aparte en el pasillo para proponerle que se tomara unos días libres. Pero él rechazó la propuesta. Notaba que, durante las horas del día que pasaba trabajando, el dolor por la muerte del padre era menos intenso.

Era difícil afirmar si dependía de que Wallander no estaba allí, impulsando todo el tiempo el trabajo, pero lo cierto es que la investigación fue muy despacio la semana anterior al entierro. El otro asunto que reclamaba su interés y que proyectaba sin cesar su sombra sobre el asesinato de Holger Eriksson, era la desaparición de Gösta Runfeldt. Nadie entendía lo que había pasado. Se había esfumado. Ninguno de los policías creía ya que hubiera una explicación natural de su desaparición. Por otro lado, no habían logrado encontrar nada que apuntase a una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Lo único que parecía completamente claro en lo que al último se refería era que su mayor interés en la vida eran las orquídeas.

—Deberíamos investigar qué pasó cuando se ahogó su mujer —observó Wallander en una de las reuniones en las que participó la semana antes del entierro. Ann-Britt Höglund dijo que se ocuparía de ello.

—¿Y la empresa de venta por correo de Borås? —preguntó Wallander a continuación—. ¿Qué ha pasado con ellos? ¿Qué dice la policía de allí?

—Se pusieron a ello inmediatamente —contestó Svedberg—. Parece que no es la primera vez que esa empresa se dedica a la importación ilegal de equipos de escucha. Según la policía de Borås, la empresa aparece y desaparece para volver a aparecer con otro nombre y otra dirección. A veces también con otros dueños. Si no me equivoco, ya han practicado un registro. Estamos a la espera de un informe escrito.

—Lo más importante para nosotros es saber si Gösta Runfeldt ha comprado allí algo anteriormente —dijo Wallander—. Del resto no necesitamos ocuparnos por ahora.

—El registro de clientes era muy deficiente. Pero la policía ha encontrado material prohibido y muy avanzado en sus locales. Si les he entendido bien, Runfeldt habría podido ser, prácticamente, un espía.

Wallander meditó un momento acerca de lo que acababa de afirmar Svedberg.

—¿Por qué no? No podemos descartar nada. Runfeldt debía tener un propósito para comprar ese material.

Así que se tomaban la desaparición de Runfeldt muy en serio. Pero por lo demás, estaban completamente concentrados en la búsqueda del asesino o asesinos de Holger Eriksson. Buscaban a Harald Berggren sin encontrar el más leve rastro. El Museo de Estocolmo les había informado de que la cabeza reducida, encontrada junto con el diario en la caja fuerte de Holger Eriksson, procedía con mucha seguridad del Congo —Zaire en la actualidad— y que se trataba, sí, de una cabeza humana. Hasta ahí estaba todo claro. Pero ¿quién era ese Harald Berggren? Hablaron con muchas personas que habían conocido a Holger Eriksson en diferentes momentos de su vida. Pero nadie había oído hablar nunca de Berggren. Nadie había oído hablar tampoco de que Holger Eriksson hubiera tenido contacto con el mundo clandestino en el que los mercenarios se movían como ratas esquivas haciendo sus contratos con los diferentes emisarios del diablo. Por fin fue Wallander el que aportó una idea que dio un nuevo impulso a la investigación.

—Hay muchas cosas raras en torno a Holger Eriksson. Especialmente el hecho de que no exista ni una sola mujer en su entorno. En ninguna parte, nunca. Eso hace que haya empezado a preguntarme si puede haber una relación homosexual entre Holger Eriksson y el hombre llamado Harald Berggren. En su diario tampoco hay ninguna mujer.

Se hizo el silencio en la sala de reuniones. Nadie parecía haber considerado la posibilidad que Wallander acababa de exponer.

—Resulta un poco extraño que hombres homosexuales elijan una actividad tan varonil como la de ser soldado —objetó Ann-Britt Höglund.

—En absoluto —contestó Wallander—. No es nada raro que hombres homosexuales sean soldados. Puede ser para ocultar su condición. O por otras razones.

Martinsson estudiaba la fotografía de los tres hombres junto al termitero.

—Me da la sensación de que puedes estar en lo cierto —señaló—. En estos tres hombres hay un no sé qué femenino.

—¿El qué? —preguntó Ann-Britt Höglund con curiosidad.

—No sé —respondió Martinsson—. Quizá la forma en que se apoyan en el termitero. El pelo.

—No vale la pena seguir aquí haciendo cábalas —interrumpió Wallander—. Lo único que hago es señalar esta posibilidad. Hay que tenerla presente, lo mismo que otras cosas.

—Es decir, que buscamos a un mercenario homosexual —concluyó Martinsson sombríamente—. ¿Dónde se encuentra a alguien así?

—Eso es justamente lo que no debemos hacer —replicó Wallander—. Pero tenemos que valorar esta posibilidad al igual que el resto.

—De todas las personas a las que he entrevistado, nadie ha insinuado siquiera la posibilidad de que Holger Eriksson fuera homosexual —intervino Hansson, que había permanecido callado hasta este momento.

—No es una cosa de la que se hable abiertamente —replicó Wallander—. En todo caso, no hombres de esa generación. Si Holger Eriksson era homosexual, lo fue en una época en que, en este país, se les hacía chantaje a personas de esa condición.

—¿Quieres decir, pues, que tenemos que empezar a preguntar a la gente si Holger Eriksson puede haber sido homosexual? —preguntó Svedberg, que tampoco había hablado mucho durante la reunión.

—La manera de hacerlo tenéis que decidirla vosotros —contestó Wallander—. No sé siquiera si será acertado. Pero no podemos descartar la posibilidad.

Más adelante, Wallander vería claramente que en ese preciso instante la investigación entró en otra fase. Fue como si todos hubieran entendido que nada iba a ser fácil ni accesible en el asesinato de Holger Eriksson. Tenían que vérselas con uno o con varios autores, y cabía la sospecha de que el motivo del crimen estuviera escondido en el pasado. Un pasado bien oculto a miradas ajenas. Continuaron con el laborioso trabajo de base. Esclarecieron todo lo que pudieron encontrar sobre la vida de Holger Eriksson. Svedberg se pasó incluso varias noches leyendo a fondo y muy atentamente los nueve libros de poemas que Holger Eriksson había publicado. Finalmente, Svedberg pensó que se estaba volviendo loco con todas las complicaciones anímicas que, al parecer, existían en el mundo de las aves. Pero no le pareció haber aprendido algo más acerca de Holger Eriksson. Martinsson llevó a su hija Terese a Falsterbo una tarde de mucho viento y hablaron con varios observadores de pájaros que, con la cabeza echada hacia atrás, escudriñaban las nubes grises. Lo único que sacó en limpio, aparte de estar con su hija, que había manifestado interés por hacerse miembro de la Asociación de Biólogos de Campo, fue que la noche en que Holger Eriksson había sido asesinado, grandes bandadas de zorzales alirrojos habían salido de Suecia. Martinsson habló después con Svedberg, quien afirmó que no había ni un solo poema sobre zorzales alirrojos en ninguno de los nueve libros.

—En cambio, hay tres largos poemas sobre agachadizas comunes —dijo Svedberg con cierta inseguridad—. ¿Hay algo que se llame agachadiza real?

Martinsson lo ignoraba. Y la investigación siguió su curso.

Por fin llegó el día del entierro. La reunión sería en el crematorio. Unos días antes, para su sorpresa, Wallander se enteró de que el oficiante sería una mujer. Además, no era un sacerdote cualquiera. Él la había conocido en una ocasión memorable el verano pasado. Después se alegraría de que hubiera sido ella la oficiante. Sus palabras fueron sencillas, sin caer en ningún momento ni en la grandilocuencia ni en el patetismo. La víspera le había telefoneado para preguntarle si su padre había sido creyente. Wallander contestó que no. Pero le habló en cambio de su pintura. Y del viaje a Roma. El entierro resultó menos insoportable de lo que había temido Wallander. El ataúd de madera, de color castaño, tenía una sencilla decoración de rosas. La que manifestó sus sentimientos con más intensidad fue Linda. Nadie puso en duda tampoco que su dolor fuera auténtico. Acaso fuera ella la que más echase en falta al hombre que había muerto.

Tras la ceremonia, fueron a Löderup. Ahora que ya había tenido lugar el entierro, Wallander sentía alivio. No sabía cómo serían sus reacciones más tarde. Aún parecía como si no acabara de comprender lo que había pasado. Pensó que pertenecía a una generación muy mal preparada para aceptar que la muerte siempre está cerca. En su caso, esa sensación se reforzaba, curiosamente, por el hecho de que en su trabajo como policía tenía que ocuparse de muchas personas muertas. Pero ahora se había demostrado que estaba tan indefenso como cualquiera. Pensó en la conversación que había tenido con Lisa Holgersson la semana anterior.

Por la noche, Linda y él se quedaron hablando hasta muy tarde. Ella regresaría a Estocolmo al día siguiente a primera hora de la mañana. Wallander preguntó cautelosamente si ahora que su abuelo había muerto vendría con menos frecuencia a verle. Pero ella prometió hacerlo más a menudo que antes. Y Wallander prometió a su vez que no se olvidaría de Gertrud.

Esa noche, cuando Wallander fue a acostarse, sintió que tenía que volver a su trabajo inmediatamente. Con todas sus fuerzas. Había estado alejado de él una semana. Sólo cuando pudiera mantener a distancia la repentina muerte de su padre, podría tal vez empezar a entender su significado. Para conseguir esa distancia tenía que trabajar. Otro camino no había.

«Nunca llegué a saber por qué no quería que me hiciera policía», pensó antes de dormirse. «Y ahora es demasiado tarde. Ahora ya no lo sabré nunca.

»Si hay un mundo espiritual, cosa que dudo mucho, mi padre y Rydberg pueden hacerse amigos. Aunque se vieron muy poco en vida, creo que iban a encontrar muchas cosas de interés común de las que hablar».

* * *

Había dispuesto un minucioso y detallado horario para los últimos momentos de vida de Gösta Runfeldt. Vio que estaba ya tan débil que no podría oponer la menor resistencia. Le había ido destruyendo al mismo tiempo que él, en su interior, se iba destruyendo a sí mismo. «El gusano oculto en la flor presagia la muerte de la flor», pensó mientras abría las puertas de la casa de Vollsjö. Anotó en su horario que llegaría a las cuatro de la tarde. Llevaba tres minutos de adelanto. Luego esperaría a que oscureciera. Entonces le sacaría del horno. Para más seguridad pensaba ponerle esposas. Y también una mordaza. Pero nada en los ojos. Aunque le costara trabajo acostumbrar los ojos a la luz después de tantos días pasados en completa oscuridad, al cabo de unas horas empezaría a ver de nuevo. Entonces quería que la viera bien. Así como las fotografías que iba a mostrarle. Las fotografías que le harían comprender lo que le estaba pasando. Y por qué.

Había algunos componentes que no podía abarcar del todo y que podían influir en sus planes. Entre otras cosas, existía el riesgo de que estuviera tan débil que no pudiera sostenerse en pie. Por eso había tomado prestado un ligero carrito de equipaje de la estación central de ferrocarriles de Malmö. Nadie se fijó cuando lo metió en el coche. Todavía no había decidido si lo devolvería o no. Pero podría transportarle en él hasta el coche, si se hacía necesario.

El resto del horario era muy simple. Minutos antes de las nueve le conduciría al bosque. Le ataría al árbol que ya había elegido. Y le enseñaría las fotografías.

Luego le estrangularía. Le dejaría allí mismo. A las doce, como muy tarde, estaría en casa en su cama. El despertador sonaría a las cinco y cuarto de la mañana. A las siete y cuarto empezaba a trabajar.

Estaba encantada con su horario. Era perfecto. Nada podía salir mal. Se sentó en una silla y contempló el silencioso horno que se alzaba como una piedra sacrificial en medio de la habitación. «Mi madre me hubiera comprendido», pensó. «Lo que nadie hace se queda sin hacer. El mal tiene que combatirse con el mal. Donde no hay justicia, hay que crearla».

Sacó su horario del bolsillo. Miró el reloj. Dentro de tres horas y quince minutos Gösta Runfeldt iba a morir.

* * *

Lars Olsson no se sentía muy en forma la tarde del 11 de octubre. Dudó mucho entre salir a practicar su habitual entrenamiento o renunciar a él. No era sólo que se sintiera cansado. La segunda cadena daba, justamente aquella tarde, una película que quería ver. Sólo cuando decidió salir a correr después de la película, aunque fuera tarde, se quedó tranquilo. Lars Olsson vivía en una casa en las proximidades del lago Svarte. Había nacido en la finca y vivía aún con sus padres, a pesar de que tenía más de treinta años. Era copropietario de una máquina excavadora y nadie sabía manejarla como él. Aquella semana estaba excavando una zanja para poner un nuevo sistema de drenaje en una finca de Skarby.

Pero Lars Olsson era también un entusiasta corredor de campo a través. Vivía para correr por los bosques suecos con mapa y brújula en mano. Corría en un equipo de Malmö y ahora se estaba preparando para una competición nacional de orientación nocturna. Se había preguntado muchas veces por qué dedicaba tanto tiempo a ello. ¿Qué sentido tenía correr por los bosques con un mapa y una brújula buscando controles ocultos? Muchas veces hacía frío y humedad, le dolía el cuerpo y le parecía que nunca acababa de hacerlo bien del todo. ¿Merecía aquello dedicarle la vida? Por otra parte, sabía que era un buen corredor de campo a través. Tenía buen sentido de la orientación y era rápido y resistente. En varias ocasiones había sido él el que había llevado a su equipo a la victoria haciendo un gran esfuerzo en el último tramo. Estaba justo debajo del nivel de la selección nacional. Y aún no había renunciado a la esperanza de dar alguna vez el salto que le permitiera representar al país en competiciones internacionales.

Vio la película en la tele, pero era peor de lo que esperaba. Poco después de las once emprendió su carrera. Corrió por una parte del bosque, al norte de la finca, en el límite de las extensas propiedades de Marsvinsholm. Si empezaba y terminaba en la puerta de su casa, podía escoger entre correr ocho o cinco kilómetros, según el camino que eligiera.

Como estaba cansado y tenía que salir temprano al día siguiente con la excavadora, eligió la carrera más corta. Se puso la lámpara frontal y echó a correr. Había llovido durante el día, chubascos fuertes seguidos de ratos de sol. Ahora, de noche, la temperatura era de seis grados sobre cero. La tierra húmeda exhalaba aromas. Corría por el sendero bosque adentro. Los troncos de los árboles relucían al resplandor de la lámpara frontal. En mitad de la parte más tupida del bosque se alzaba una pequeña colina. Si corría derecho sobre ella, era como un atajo. Decidió tomarlo. Se apartó del sendero y corrió hacia la loma.

De repente se paró en seco. A la luz de la lámpara había descubierto a una persona. Al principio no entendió qué era lo que estaba viendo. Luego se dio cuenta de que había un hombre medio desnudo atado a un árbol a unos diez metros delante de él. Lars Olsson se quedó completamente inmóvil. Respiraba con fuerza y tenía mucho miedo. Miró con rapidez a su alrededor. La lámpara proyectaba su luz sobre árboles y arbustos. Pero estaba solo en aquel lugar. Con toda prudencia dio unos pasos hacia delante. El hombre colgaba por encima de las cuerdas. El torso estaba desnudo.

Lars Olsson no necesitó acercarse más. Vio que el hombre amarrado al árbol estaba muerto. Sin saber muy bien por qué, echó una mirada al reloj. Marcaba las once y diecinueve minutos.

Luego dio la vuelta y corrió a casa. Nunca había corrido tan rápidamente en su vida. Sin quitarse siquiera la lámpara de la cabeza, llamó a la policía de Ystad desde el teléfono que colgaba en la pared de la cocina.

El agente que recibió la llamada escuchó con atención.

Luego no lo pensó dos veces. Buscó el nombre de Kurt Wallander en el ordenador y marcó el número de su casa.

Faltaban diez minutos para la medianoche.