Cuando Wallander se despertó la mañana del lunes 3 de octubre, lo hizo con la idea de que debía tener una nueva conversación con Sven Tyrén. No podía afirmar que hubiera estado soñando con eso. Pero estaba seguro de que tenía que ver a Tyrén. Por eso, no esperó a llegar al trabajo. Mientras se hacía el café, llamó a información y obtuvo el número de teléfono particular de Sven Tyrén. Fue la esposa la que contestó. Su marido ya se había ido, pero le dio el número del móvil. Había muchas interferencias en las líneas cuando Sven Tyrén contestó a su llamada. Al fondo, Wallander oía el ruido sordo del motor del camión cisterna. Sven Tyrén dijo que estaba cerca de Högestad. Tenía dos suministros antes de volver a la terminal en Malmö. Wallander le pidió que acudiera a la policía en cuanto le fuera posible. Cuando Sven Tyrén le preguntó si habían cogido al asesino de Holger Eriksson, Wallander dijo que no se trataba más que de una conversación rutinaria. Todavía estaban en la fase inicial de la investigación, explicó. Pero llegarían a detener al asesino. Podía ocurrir enseguida. Aunque también podía resultar muy laborioso. Sven Tyrén prometió estar allí a las nueve.
—Procura no aparcar delante de la entrada —dijo Wallander—. Se puede crear un caos.
Sven Tyrén farfulló algo inaudible como respuesta.
A las siete y cuarto Wallander llegó al edificio de la policía. Cuando estaba delante de las puertas de cristal, cambió de opinión y se dirigió a la izquierda, hacia la fiscalía, que tenía entrada propia. Sabía que la persona con la que quería hablar era tan madrugadora como él. Cuando llamó a la puerta, alguien le dijo que pasara.
Per Åkeson estaba sentado detrás de su mesa escritorio, atestada como de costumbre. Toda la habitación era un caos de papeles y archivadores. Pero la imagen era engañosa. Per Åkeson era un fiscal extraordinariamente eficaz y ordenado con quien a Wallander le agradaba colaborar. Se conocían desde hacía tiempo y, con los años, habían desarrollado una relación que sobrepasaba con creces lo estrictamente profesional. Podía ocurrir que compartiesen confidencias personales, buscasen ayuda o consejo mutuos. Con todo, había entre ellos una frontera invisible que jamás sobrepasaban. Nunca llegarían a ser amigos íntimos. Eran demasiado diferentes para ello. Per Åkeson saludó alegremente con la cabeza cuando Wallander entró en el despacho. Se levantó y le hizo sitio en una silla donde había una caja llena de documentos de un juicio que se iba a ver en el juzgado ese día. Wallander se sentó y desconectó su teléfono.
—Esperaba que dieras señales de vida. Y gracias por la postal.
Wallander había olvidado que le había enviado una postal desde Roma. Le pareció recordar que era un motivo del Foro Romano.
—Fue un viaje estupendo. Tanto para mi padre como para mí mismo.
—Yo no he estado nunca en Roma. ¿Cómo es el dicho ese? ¿Qué hay que ir a Roma y después al cielo? ¿O es a Nápoles?
Wallander sacudió la cabeza. No lo sabía.
—Me había esperado un otoño tranquilo —señaló—. Y al llegar a casa se encuentra uno con un hombre ensartado con estacas dentro de un foso.
Per Åkeson gesticuló.
—He visto varias fotos —comentó—. Y Lisa Holgersson me ha contado algunas cosas. ¿Tenéis alguna pista?
—Tal vez —contestó Wallander, y le resumió los hallazgos de la caja fuerte de Holger Eriksson.
Sabía que Per Åkeson respetaba su capacidad para dirigir una investigación policial. Eran muy raras las veces que estaba en desacuerdo con Wallander respecto a sus conclusiones o a su manera de encauzar el trabajo.
—Desde luego, parece una locura clavar unas afiladas estacas de bambú en un foso —dijo Per Åkeson—. Pero, por otro lado, vivimos en una época en que la diferencia entre la locura y la normalidad es cada vez más difícil de apreciar.
—¿Cómo va lo de Uganda? —preguntó Wallander.
—Supongo que quieres decir Sudán.
Wallander sabía que Per Åkeson había pedido un trabajo en el comisariado de refugiados de las Naciones Unidas. Quería alejarse de Ystad por un tiempo. Ver algo más antes de que fuera demasiado tarde.
Per Åkeson era unos años mayor que él. Había cumplido ya los cincuenta.
—Sudán. ¿Has hablado con tu mujer?
Per Åkeson asintió.
—Me armé de valor la semana pasada. Resultó mucho más comprensiva de lo que yo podía imaginarme. Me dio la sensación de que tenía ganas de perderme de vista una temporada. Sigo a la espera de que me contesten. Pero me sorprendería que me dijeran que no. Tengo, como bien sabes, mis contactos.
Wallander había aprendido con los años que Per Åkeson tenía una rara habilidad para conseguir informaciones bajo cuerda. No tenía la menor idea de cómo se las arreglaba. Pero Åkeson estaba siempre bien informado de, por ejemplo, lo que se discutía en las diferentes comisiones del Parlamento o en los ámbitos más internos y cerrados de la jefatura de Policía.
—Si todo sale bien, me iré a primeros de año —afirmó—. Estaré fuera por lo menos dos años.
—Esperemos resolver esto de Holger Eriksson antes. ¿Hay alguna directiva que quieras darme?
—Eres tú más bien el que tiene que decir lo que necesitas, si es que necesitas algo.
Wallander reflexionó antes de contestar.
—Aún no. Lisa Holgersson ha dicho que deberíamos llamar otra vez a Mats Ekholm. ¿Le recuerdas de este verano? El de los perfiles psicológicos que persigue locos tratando de catalogarlos. No creas, me parece muy capaz.
Per Åkeson le recordaba muy bien.
—Me parece, sin embargo, que debemos esperar —siguió Wallander—. Es que no estoy en absoluto seguro de que tengamos que vérnoslas con un loco.
—Si crees que debemos esperar, esperamos —contestó Per Åkeson levantándose. Hizo un gesto hacia la caja de papeles—. Tengo un juicio hoy de lo más complicado —se disculpó—. Debo prepararme.
Wallander se dispuso a marcharse.
—¿Qué vas a hacer en Sudán en realidad? —preguntó—. ¿De verdad necesitan los refugiados asesoría jurídica sueca?
—Los refugiados necesitan toda la ayuda que puedan recibir y más —contestó Per Åkeson acompañando a Wallander hasta el vestíbulo—. No se trata sólo de Suecia. Por cierto, pasé unos días en Estocolmo mientras tú estabas en Roma. Me encontré con Anette Brolin por casualidad. Me dio saludos para todos los de aquí. Pero especialmente para ti.
Wallander le miró indeciso. Pero no dijo nada. Unos años antes, Anette Brolin estuvo sustituyendo a Per Åkeson. Aunque estaba casada, Wallander intentó una aproximación personal que no obtuvo demasiado éxito. Prefería olvidar aquel asunto.
Cuando abandonó la fiscalía, soplaban ráfagas de viento. El cielo estaba gris. Wallander calculó que no estarían a más de ocho grados. A la puerta del edificio de la policía se tropezó con Svedberg, que salía. Se acordó de que tenía un papel suyo.
—Cogí un papel tuyo con anotaciones, sin darme cuenta, después de la reunión del otro día —dijo.
Svedberg parecía no comprender.
—No he echado nada en falta.
—Eran unas notas sobre una mujer rara en la Maternidad.
—Puedes tirarlo. Era alguien que había visto un fantasma.
—Ya lo tirarás tú. Te lo dejo en la mesa.
—Seguimos hablando con la gente de los alrededores de la finca de Eriksson —dijo Svedberg—. Voy a hablar también con el cartero.
Wallander asintió. Luego, cada uno fue a lo suyo.
Cuando Wallander llegó a su despacho, ya se había olvidado del papel de Svedberg. Sacó el diario de Harald Berggren, que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y lo puso en un cajón del escritorio. Dejó sobre la mesa la fotografía de los tres hombres que posaban delante de un termitero. Mientras esperaba a Sven Tyrén, leyó rápidamente unos cuantos papeles que los otros miembros del grupo de investigación le habían dejado. A las nueve menos cuarto fue a buscar café. Ann-Britt Höglund pasó por allí y le anunció que la desaparición de Gösta Runfeldt ya estaba registrada y se trabajaba con ella de forma regular como un asunto urgente.
—He hablado con un vecino de Runfeldt —siguió diciendo—. Un profesor de gimnasia que parece muy de fiar. Asegura haber oído a Runfeldt en el piso el martes por la noche. Pero no después.
—Lo que indica que fue entonces cuando se marchó. Aunque no a Nairobi.
—Le pregunté al vecino si había notado algo especial en relación con Runfeldt. Pero parece que era un hombre reservado, de costumbres regulares y discretas. Cortés, pero nada más. No solía recibir visitas. Lo único raro era que Runfeldt, de vez en cuando, volvía a casa muy tarde por la noche. Este profesor vive en el piso que está debajo del de Runfeldt. Y en la casa se oye todo. Me parece que uno puede fiarse de lo que dice.
Wallander se quedó de pie con el tazón de café en la mano pensando en lo que ella había dicho.
—Tenemos que estudiar bien del contenido de la caja. Convendría que alguien llamara a la empresa de ventas por correo hoy mismo. Espero también que los colegas de Borås sepan algo. ¿Cómo se llamaba la empresa? ¿Secur? Nyberg lo sabe. Tenemos que averiguar si Runfeldt ha comprado otras cosas allí antes. Debió de hacer el encargo para usarlo en alguna circunstancia.
—Un equipo de escucha —dijo ella—. Huellas dactilares. ¿Quién tiene interés por eso? ¿Quién usa esas cosas?
—Nosotros.
—¿Quién más?
Wallander notó que ella estaba pensando en algo concreto.
—Un equipo de escucha, naturalmente, lo puede utilizar la gente con fines prohibidos.
—Yo pensaba sobre todo en las huellas dactilares.
Wallander asintió. Ahora había entendido.
—Un detective privado. También yo lo he pensado. Pero Gösta Runfeldt es un vendedor de flores que dedica su vida a las orquídeas.
—Fue sólo una ocurrencia. Voy a hablar yo misma con la empresa de venta por correo.
Wallander volvió a su despacho. Sonó el teléfono. Ebba le informó de que Sven Tyrén estaba en la recepción.
—¿No habrá aparcado el camión delante de la puerta? —preguntó Wallander—. Hansson se pondría furioso.
—Aquí no hay ningún camión —respondió Ebba—. ¿Vienes a buscarle? Por cierto, Martinsson también quiere hablar contigo.
—¿Dónde está?
—En su despacho, me figuro.
—Dile a Sven Tyrén que espere unos minutos mientras hablo con Martinsson.
Martinsson estaba hablando por teléfono cuando Wallander entró en su despacho. Terminó la conversación rápidamente. Wallander supuso que sería su mujer la que había llamado. Hablaba por teléfono con Martinsson una infinidad de veces al día. Nadie sabía de qué.
—He hablado con los médicos forenses de Lund. Ya tienen los resultados preliminares. El problema es que les resulta difícil asegurar lo que más nos interesa saber a nosotros.
—¿Cuándo murió?
Martinsson asintió.
—Ninguna de las estacas de bambú le ha atravesado el corazón. Tampoco hay ninguna arteria perforada. Eso significa que ha podido estar allí colgado bastante tiempo antes de morir. La causa última de la muerte puede calificarse de ahogamiento.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Wallander sorprendido—. ¿No estaba suspendido en un foso? ¿Cómo iba a ahogarse allí?
—El médico con el que hablé abundó en pormenores desagradables. Parece que los pulmones estaban tan llenos de sangre que Holger Eriksson, en un determinado momento, ya no pudo seguir respirando. Más o menos como si se hubiera ahogado.
—Tenemos que saber cuándo murió. Llámales otra vez. Algo deben de poder decir.
—Ya te pasaré los papeles cuando lleguen.
—Lo creeré cuando los tenga delante. Con la cantidad de cosas que se traspapelan aquí…
No había sido su intención criticar a Martinsson. Cuando ya estaba en el pasillo, Wallander comprendió que sus palabras podían ser mal interpretadas. Pero ya era tarde para arreglarlo. Siguió hasta la recepción y recogió a Sven Tyrén, que estaba sentado en un sofá de plástico mirando al suelo. No se había afeitado y tenía los ojos enrojecidos. El olor a petróleo y a gasolina era muy fuerte. Se encaminaron juntos al despacho de Wallander.
—¿Cómo es que no habéis cogido todavía al que mató a Holger? —preguntó.
Wallander volvió a sentirse molesto por la actitud de Tyrén.
—Si tú puedes decirme aquí y ahora quién es, iré en persona a detenerle.
—Yo no soy policía.
—No hace falta que me lo digas. Si hubieras sido policía no habrías hecho una pregunta tan estúpida.
Wallander levantó una mano en señal de rechazo cuando Tyrén abrió la boca para protestar.
—Ahora soy yo el que hace las preguntas.
—¿Soy sospechoso de algo?
—De nada. Pero las preguntas las hago yo. Y tú tienes que contestar a lo que yo pregunto. Eso es todo.
Sven Tyrén se encogió de hombros. Wallander tuvo de pronto la sensación de que estaba en guardia. Notó cómo se agudizaron todos sus instintos de sabueso. La primera pregunta era la única que había preparado.
—Harald Berggren. ¿Te dice algo ese nombre?
Sven Tyrén se quedó mirándole.
—No conozco a nadie que se llame Harald Berggren. ¿Debería conocerlo?
—¿Estás seguro de ello?
—Sí.
—¡Piénsalo bien!
—No necesito pensar. Si estoy seguro, lo estoy.
Wallander le acercó la fotografía. Sven Tyrén se inclinó hacia delante.
—Mira a ver si reconoces a alguna de las personas de esta foto. Mira bien. No tengas prisa.
Sven Tyrén cogió la foto con sus dedos grasientos. La miró durante un buen rato. Wallander había empezado a abrigar una vaga esperanza cuando Tyrén la dejó otra vez sobre la mesa.
—Nunca he visto a ninguno de los tres antes.
—Te lo has pensado mucho. ¿Creías reconocer a alguien?
—Me pareció oír que no tuviera prisa. ¿Quiénes son? ¿Dónde está hecha?
—¿Estás seguro?
—Nunca les he visto antes.
Wallander comprendió que Tyrén decía la verdad.
—Esa foto es de tres mercenarios. Está hecha en África hace más de treinta años.
—¿La Legión Extranjera?
—No exactamente. Pero casi. Soldados que luchan por quien paga más.
—Hay que vivir.
Wallander le miró inquisitivamente. Pero se abstuvo de preguntar qué había querido decir Tyrén con su comentario.
—¿Has oído hablar de que Holger Eriksson tuviera algún contacto con mercenarios?
—Holger Eriksson vendía coches. Creía que ya lo sabías.
—Holger Eriksson también escribía poemas y observaba a los pájaros —dijo Wallander sin disimular su irritación—. ¿Has oído o no has oído hablar a Holger Eriksson de mercenarios? ¿O de guerras en África?
Sven Tyrén le miró fijamente.
—¿Por qué tienen que ser tan antipáticos los policías?
—Porque no siempre tenemos entre manos cosas simpáticas —contestó Wallander—. En lo sucesivo quiero que te limites a contestar a mis preguntas. Nada más. Nada de comentarios personales que no vienen a cuento.
—¿Qué pasa si no lo hago?
Wallander pensó que estaba a punto de cometer una falta en el ejercicio de su cargo. Pero no le importó. Había algo en el hombre sentado al otro lado de la mesa que le resultaba sumamente desagradable.
—Entonces te citaré para hablar todos los días de ahora en adelante. Y pediré un mandato judicial para hacer un registro en tu casa.
—¿Qué crees que ibas encontrar allí?
—Eso no importa. ¿Te has enterado de lo que hay?
Wallander sabía que estaba corriendo un gran riesgo. Tyrén podía descubrir sus intenciones. Pero prefirió hacer lo que Wallander decía.
—Holger era una persona pacífica. A pesar de que podía ser duro cuando se trataba de negocios. De mercenarios no le he oído hablar nunca. Aunque podía haberlo hecho.
—¿Qué quieres decir con eso de que podía haberlo hecho?
—Los mercenarios luchan contra los revolucionarios y los comunistas, ¿no? Y Holger era conservador, podría decirse. Por lo menos.
—¿Hasta qué punto conservador?
—Pensaba que la evolución de la sociedad era una calamidad. Que había que reimplantar los castigos corporales y ahorcar a los que cometieran asesinatos. Si dependiera de él, el que le mató acabaría con la soga al cuello.
—¿Hablaba contigo de estas cosas?
—De estas cosas hablaba con todos. No disimulaba.
—¿Estaba en contacto con alguna organización conservadora?
—¡Y yo qué sé!
—Lo mismo que sabes unas cosas puedes saber otras. ¡Contesta!
—No lo sé.
—¿Con neonazis?
—No sé.
—¿Era neonazi?
—Yo no sé nada de eso. A él le parecía que la sociedad se estaba yendo a la mierda. No veía ninguna diferencia entre socialdemócratas y comunistas. El Partido Liberal debía de ser lo más radical que podía aceptar…
Wallander sopesó durante unos instantes lo que Tyrén había dicho. Todo ello profundizaba y modificaba a un tiempo la imagen que Wallander tenía hasta entonces de Holger Eriksson. Era evidente que había sido una persona compleja y contradictoria. Poeta y ultraconservador, observador de aves y partidario de la pena de muerte. Wallander se acordó del poema del escritorio. En él, Holger Eriksson se lamentaba de que desapareciera un pájaro del país. Pero a los criminales había que ahorcarlos.
—¿Habló alguna vez contigo de si tenía enemigos?
—Eso ya me lo has preguntado.
—Ya. Pero ahora te lo vuelvo a preguntar.
—No lo decía abiertamente. Pero bien que cerraba las puertas por la noche.
—¿Por qué?
—Porque tenía enemigos.
—Pero ¿tú no sabes quiénes?
—No.
—¿Dijo por qué tenía enemigos?
—Él no dijo que tuviera enemigos. Soy yo quien lo dice. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?
Wallander alzó la mano como advertencia.
—Si se me antoja, puedo hacerte la misma pregunta todos los días durante los próximos cinco años. ¿Nada de enemigos? Pero por las noches se encerraba con llave.
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Él lo decía. ¿Cómo coño iba a saberlo yo, si no? ¡Yo no iba allí a probar la puerta por la noche! En Suecia, hoy, no se puede confiar en nadie. Eso decía él.
Wallander decidió interrumpir por el momento la conversación con Sven Tyrén. Ya tendría tiempo de volver sobre ello. Tenía también la profunda convicción de que Tyrén sabía más de lo que aparentaba. Pero Wallander quería avanzar con prudencia. Si arrinconaba a Tyrén, iba a tener muchas dificultades para atraerle de nuevo.
—Bueno, me parece que podemos conformarnos con esto por el momento.
—¿Por el momento? ¿Quieres decir que tengo que volver por aquí otra vez? ¿Cuándo voy a tener tiempo de hacer mi trabajo?
—Ya te llamaremos. Gracias por haber venido —replicó Wallander levantándose. Y le tendió la mano.
La amabilidad cogió a Tyrén por sorpresa. Wallander notó que tenia un apretón de manos fuerte.
—Me parece que sabes dónde está la salida.
Cuando Tyrén hubo desaparecido, Wallander llamó a Hansson. Tuvo la suerte de encontrarle enseguida.
—Sven Tyrén —dijo—. El chófer del camión cisterna. El que tú creías que había estado involucrado en unos asuntos de malos tratos. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo.
—Mira a ver lo que puedes encontrar sobre él.
—¿Corre prisa?
—No más que otras cosas. Pero tampoco menos.
Hansson prometió ocuparse de ello.
Habían dado las diez. Wallander fue a por café. Luego escribió un resumen de su conversación con Sven Tyrén. La próxima vez que se reuniera el equipo de investigación iniciaría un debate a fondo en torno a lo que había surgido durante dicha conversación. Wallander estaba convencido de que era importante.
Cuando acabó el resumen y cerró el cuaderno, vio el papel con las anotaciones a lápiz que había olvidado varias veces devolverle a Svedberg. Lo haría inmediatamente, antes de empezar con otra cosa. Cogió el papel y salió del despacho. Cuando iba por el pasillo, oyó que su teléfono empezaba a sonar. Dudó un instante. Luego regresó y cogió el auricular.
Era Gertrud. Estaba llorando.
—Tienes que venir —sollozó.
Wallander se quedó completamente helado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Tu padre ha muerto. Está en el estudio, entre sus cuadros.
Eran las diez y cuarto del lunes 3 de octubre de 1994.