9

Estaban inclinados sobre la caja de Gösta Runfeldt.

A Wallander le parecía que todo aquello eran cables, relés de conexiones y minúsculos cajetines negros cuyo uso era incapaz de determinar. Pero para Martinsson estaba claro qué era lo que Gösta Runfeldt había encargado y la policía, por el momento, había pagado.

—Esto es un equipo de escucha avanzado —afirmó cogiendo uno de los cajetines.

Wallander le miró incrédulo.

—¿De verdad se pueden comprar equipos electrónicos avanzados por medio de una empresa de venta por correo de Borås? —preguntó.

—Por correo te puedes comprar lo que te dé la gana —contestó Martinsson—. Los tiempos en que la venta por correo se dedicaba a productos de segunda ya han pasado. Puede ser que aún existan. Pero todo esto es de primera calidad. Si es del todo legal o no, tendremos que investigarlo, sin embargo. La importación de estas cosas está muy reglamentada.

Abrieron la caja sobre la mesa de Wallander. Vieron que allí no había sólo material para pinchar conversaciones. Para su auténtico asombro encontraron también un envoltorio que contenía un pincel magnético y limaduras de hierro. Eso tan sólo podía significar una cosa: Runfeldt tenía la intención de tomar huellas dactilares.

—¿Cómo hay que interpretar esto? —preguntó Wallander.

Martinsson movió la cabeza.

—Parece muy raro —dijo.

—¿Para qué quiere un vendedor de flores un equipo de escucha? ¿Se va a poner a espiar a comerciantes de tulipanes de la competencia?

—Lo de las huellas dactilares es todavía más raro.

Wallander frunció el entrecejo. No entendía nada en absoluto. El equipo era caro. Con toda seguridad, de alta calidad técnica. Wallander confiaba en el juicio de Martinsson. La empresa que había envíado la mercancía se llamaba Secur y daba una dirección en Getängsvägen, en Borås.

—Vamos a llamar para preguntar si Gösta Runfeldt ha comprado más cosas —dijo Wallander.

—Sospecho que no van a estar muy dispuestos a entregar datos de sus clientes —contestó Martinsson—. Además hoy es sábado.

—Reciben encargos por teléfono las veinticuatro horas del día —replicó Wallander señalando el albarán de encima de la caja.

—Será sólo un contestador automático —dijo Martinsson—. Yo he comprado herramientas de jardinería a una empresa de venta por correo de Borås. Sé cómo funciona. Allí no hay ninguna telefonista que atienda día y noche, si eso es lo que crees.

Wallander miraba uno de los pequeños micrófonos.

—¿Es posible que esto sea legal? Tienes toda la razón, hay que enterarse de eso.

—Creo que puedo saberlo ahora mismo —sentenció Martinsson—. Tengo unos resúmenes en mi despacho que tratan precisamente del asunto.

Desapareció por el pasillo y no tardó en regresar. Traía en la mano unos folletos.

—La sección de información de la Jefatura de Policía. Mucho de lo que publican está muy bien.

—Yo lo leo siempre que tengo tiempo. Pero a veces me pregunto si no publican demasiado.

—Aquí tenemos algo titulado «La escucha de teléfonos como medida coercitiva de procesamiento penal» —leyó Martinsson poniendo uno de los folletos en la mesa—. Pero tal vez no es eso lo que nos interesa más. Éste en cambio sí: «Informe sobre equipos de escucha».

Martinsson hojeó el folleto. Leyó en voz alta:

—Según la legislación sueca es ilegal tener, vender e introducir en el país equipos de escucha. Lo que lógicamente debe significar que también está prohibido fabricarlos.

—Eso significa que tenemos que decir a nuestros colegas de Borås que se ocupen de esa empresa de venta por correo —señaló Wallander—. Se dedican a la venta ilegal. Y a la importación ilegal.

—Las empresas de venta por correo son, generalmente, serias. Me temo que ésta es una manzana podrida de la que el propio ramo preferiría librarse.

—Ponte en contacto con Borås. Hazlo cuanto antes.

Pensó en la visita que hizo al piso de Gösta Runfeldt. No había visto ningún equipo técnico como éste cuando registró los cajones del escritorio y los armarios.

—Creo que debemos pedirle a Nyberg que mire esto. Por ahora nos conformaremos con eso. Pero me parece que resulta raro.

Martinsson estuvo de acuerdo. Tampoco él podía entender para qué necesitaba semejante equipo de escucha un amante de las orquídeas. Wallander devolvió el contenido a la caja.

—Me voy a Lödinge —declaró.

—Por cierto, he encontrado a un vendedor de coches que trabajó para Holger Eriksson más de veinte años. Voy a verle en Svarte dentro de media hora. Él, mejor que nadie, podrá darnos una imagen de Holger Eriksson.

Se separaron en la recepción. Wallander llevaba la caja electrónica de Runfeldt bajo el brazo. Se detuvo junto a Ebba.

—¿Qué dijo mi padre? —preguntó.

—Me encargó que te dijera que, por supuesto, llamases sólo si tenías tiempo.

A Wallander le asaltó la desconfianza inmediatamente.

—¿Parecía irónico?

Ebba le miró con seriedad.

—Tu padre es un hombre muy amable. Tiene un gran respeto por tu trabajo.

Wallander, que sabía que la verdad era muy otra, se limitó a mover la cabeza. Ebba señaló la caja.

—La he pagado con mi propio dinero. La policía ya no tiene una caja para estas emergencias.

—Dame a mí la cuenta. ¿Te basta si tienes el dinero el lunes?

Ebba dijo que sí. Wallander salió del edificio. Ya no llovía y el cielo empezaba a despejarse. Iba a hacer un hermoso y claro día de otoño. Wallander puso la caja en el asiento de atrás del coche y salió de Ystad. Con el sol, el paisaje resultaba menos deprimente. Por un momento llegó a sentirse también menos preocupado. El asesinato de Holger Eriksson se presentaba como una pesadilla. Pero tal vez tuviera, a pesar de todo, una explicación lógica. Que Gösta Runfeldt también hubiera desaparecido no tenía por qué significar que había ocurrido algo grave. Aun cuando Wallander no pudiera entender en absoluto por qué había encargado esos aparatos de escucha, ello podía tomarse paradójicamente como prueba de que Gösta Runfeldt estaba vivo. A Wallander le había rondado la idea de que Runfeldt se hubiera suicidado. Pero rechazó la ocurrencia. La alegría de la que había hablado Vanja Andersson difícilmente podía hacer prever una dramática desaparición seguida de suicidio. Wallander conducía por el luminoso paisaje de otoño y pensó que a veces cedía con demasiada facilidad a sus demonios interiores.

Torció junto al patio de Holger Eriksson y aparcó el automóvil. Un hombre que Wallander conocía como periodista del diario Arbetet, se le acercó. Wallander tenía la caja de Runfeldt bajo el brazo. Se saludaron. El periodista hizo un gesto hacia la caja.

—¿Llevas encima la solución?

—Nada de eso.

—Sinceramente, ¿cómo va este asunto?

—Habrá una conferencia de prensa el lunes. Antes de eso no tenemos mucho que decir.

—Pero lo atravesaron con tubos de acero afilados.

Wallander le miró sorprendido.

—¿Quién ha dicho eso?

—Uno de tus colegas.

A Wallander le resultaba difícil creer que pudiera ser verdad.

—Tiene que haber un malentendido. No eran tubos de acero.

—Pero lo atravesaron.

—Eso sí.

—Suena como una cámara de tortura excavada en un campo de Escania.

—Ésas no son mis palabras.

—¿Cuáles son tus palabras?

—Que habrá una conferencia de prensa el lunes.

El periodista meneó la cabeza.

—Algo tienes que poder darme.

—Estamos al principio de la investigación. Sabemos que se ha cometido un asesinato. Pero no tenemos ninguna pista.

—¿Nada?

—Por ahora, prefiero no decir nada más.

El periodista se contentó de mala gana. Wallander sabía que escribiría lo que había dicho. Era uno de los pocos periodistas que nunca tergiversaba las declaraciones de Wallander.

Entró en el patio de adoquines. A lo lejos se agitaba el trozo de plástico abandonado en el foso. Todavía estaba acordonado. Un policía se divisaba junto a la torre. Wallander pensó que seguramente podían retirar la vigilancia. Justo cuando llegaba a la casa, se abrió la puerta. Era Nyberg, con fundas de plástico en los zapatos.

—Te vi por la ventana —dijo.

Wallander notó inmediatamente que Nyberg estaba de buen humor. Era una buena señal ante el trabajo que les esperaba.

—Te traigo una caja —dijo Wallander al entrar—. Quiero que le eches un vistazo a esto.

—¿Tiene algo que ver con Holger Eriksson?

—No. Tiene que ver con Runfeldt. El de las flores.

Wallander puso la caja en la mesa escritorio. Nyberg apartó el solitario poema para hacer sitio y desempaquetó la caja.

Sus comentarios fueron idénticos a los de Martinsson. Era realmente un equipo de escucha. Y era un equipo avanzado. Nyberg se puso las gafas y buscó el sello de procedencia.

—Aquí pone Singapur —anunció—. Pero debe de estar construido en otro sitio completamente distinto.

—¿Dónde?

—En Estados Unidos o en Israel.

—¿Por qué pone entonces Singapur?

—Una buena parte de estas empresas constructoras tienen un perfil exterior que es el más bajo que imaginarse pueda. Son empresas que forman parte, de diversos modos, de la industria armamentista internacional. Y no se revelan entre sí ningún secreto sin necesidad. Los componentes técnicos se fabrican en diferentes sitios de todo el mundo. El montaje se hace en otro lugar. Y la marca de procedencia corre a cargo de un tercer país.

Wallander señaló el equipo:

—¿Qué se puede hacer con esto?

—Puedes hacer una escucha en un piso. O en un coche.

Wallander sacudió la cabeza con desaliento.

—Gösta Runfeldt es comerciante de flores. ¿Para qué quiere esto?

—Encuéntrale y pregúntale —contestó Nyberg.

Devolvieron el contenido a la caja. Nyberg se sonó. Wallander se dio cuenta de que seguía muy acatarrado.

—Intenta tener un poco de paciencia. Debes dormir un poco.

—Fue ese maldito lodo —dijo Nyberg—. Me pongo enfermo si me coge la lluvia. No me explico que tenga que ser tan difícil construir una protección móvil que funcione también en las condiciones meteorológicas de Escania.

—Escríbelo en nuestra revista —propuso Wallander.

—¿Y de dónde saco el tiempo?

La pregunta se quedó sin respuesta. Recorrieron la casa.

—No he encontrado nada de particular —declaró Nyberg—. En todo caso, no hasta ahora. Pero la casa está llena de rincones.

—Yo me quedo un rato. Tengo que ver lo que hay por aquí.

Nyberg volvió junto a sus técnicos. Wallander se sentó junto a la ventana. Un rayo de sol le calentó la mano. Todavía estaba moreno. Echó una mirada por la gran habitación. Pensó en el poema. En realidad, ¿quién escribe poemas sobre un pico mediano? Cogió el papel y volvió a leer lo que había escrito Holger Eriksson. Se dio cuenta de que había formulaciones hermosas. En cuanto al propio Wallander, posiblemente había escrito algo en los libros de poemas de las compañeras de clase cuando era joven. Pero nunca había leído poesía. Linda se quejaba de que nunca hubo libros en el hogar donde había crecido y Wallander no pudo contradecirla. Dejó vagar la mirada por las paredes. «Un comerciante de coches adinerado. De casi ochenta años. Que escribe poemas. Y tiene interés por los pájaros. Tanto, como para salir tarde por la noche a observar aves migratorias casi invisibles. O al amanecer». La mirada vagaba. El rayo de sol seguía calentando su mano izquierda. De repente se acordó de algo que figuraba en la denuncia de robo que habían sacado del archivo. «Según Eriksson, la puerta exterior había sido forzada mediante una ganzúa o algo semejante. Según Eriksson, no pudo constatarse, sin embargo, que hubiera desaparecido nada». También había algo más. Wallander buscó en su memoria. Luego se acordó de lo que era: «La caja fuerte estaba intacta». Se puso de pie y fue a ver a Nyberg, que estaba en uno de los dormitorios de la casa. Wallander se quedó en el umbral.

—¿Has visto una caja fuerte? —preguntó.

—No.

—Pues la hay —dijo Wallander—. Vamos a buscarla.

Nyberg estaba de rodillas junto a la cama. Cuando se levantó, Wallander observó que se había puesto rodilleras.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó Nyberg—. Debería haberlo descubierto yo.

—Sí —contestó Wallander—. Hay una caja fuerte.

Buscaron metódicamente por toda la casa. Tardaron media hora en encontrarla. Fue uno de los colaboradores de Nyberg el que la descubrió detrás de una puerta de horno que había en la cocina. Tenía una cerradura de combinación.

—Me parece que sé dónde está la combinación —dijo Nyberg—. Holger Eriksson debía de tener miedo, a pesar de todo, de que la memoria le fallara cuando se hiciera viejo.

Wallander siguió a Nyberg hasta la mesa escritorio. En uno de los cajones Nyberg había encontrado una cajita que tenía una línea de cifras en un papel. Cuando la probaron en la caja fuerte, se separaron las barreras. Nyberg se apartó y Wallander pudo abrirla.

Wallander miró dentro de la caja. Luego se llevó un susto. Retrocedió un poco y pisó a Nyberg.

—¿Qué sucede? —preguntó éste.

Wallander le indicó que mirase él mismo. Nyberg acercó la cabeza. También él se asustó. No tanto, sin embargo, como Wallander.

—Parece la cabeza de una persona.

Se volvió a uno de sus colaboradores, que había empalidecido al oír lo que se decía. Nyberg le pidió que fuera a buscar una linterna. Permanecieron inmóviles mientras esperaban. Wallander notó que se mareaba. Hizo un par de aspiraciones profundas. Nyberg le miraba inquisitivo. Luego llegó la linterna. Nyberg iluminó el interior de la caja fuerte. Era cierto, había una cabeza dentro de la caja, cortada por la mitad del cuello. Tenía los ojos abiertos. Pero no era una cabeza normal. Estaba jibarizada y seca. Ni Nyberg ni Wallander podían determinar si era de un mono o de una persona. Aparte de la cabeza, sólo había unos calendarios y unos cuadernos de notas. En ese momento entró Ann-Britt Höglund en la habitación. Por la tensa atención que había dedujo que algo pasaba. No preguntó qué, sino que se quedó al fondo.

—¿Le decimos al fotógrafo que venga? —preguntó Nyberg.

—Basta con que hagas tú un par de fotografías —contestó Wallander—. Lo más importante es sacar esto de la caja.

Luego se volvió hacia Ann-Britt Höglund.

—Hay una cabeza ahí dentro. Una cabeza humana reducida. O tal vez sea de un mono.

Ella se inclinó a mirar. Wallander se dio cuenta de que no reaccionó. Con objeto de dejarles sitio a Nyberg y a sus colaboradores para trabajar, pasaron a la antecocina. Wallander notó que estaba sudando.

—Una caja fuerte con una cabeza —dijo ella—. Reducida o sin reducir, de mono o no de mono ¿Cómo se entiende?

—Holger Eriksson tiene que haber sido una persona bastante más complicada de lo que nos hemos imaginado.

Esperaron a que Nyberg y sus colaboradores vaciaran la caja fuerte. Eran las nueve. Wallander habló del envío de la empresa de venta por correo de Borås. Ann-Britt revisó el contenido de la caja y se preguntó qué podía significar aquello. Decidieron que alguien registrase el piso de Gösta Runfeldt más sistemáticamente de lo que Wallander había tenido tiempo de hacer. Lo mejor sería que Nyberg pudiera prescindir de alguno de sus colaboradores. Ann-Britt Höglund telefoneó a la comisaría y le dijeron que la policía danesa, con la que se habían puesto en contacto, no había podido informar de la aparición de ningún cadáver humano en las costas durante los últimos días. Tampoco la policía de Malmö ni el equipo de salvamento habían informado de cadáveres flotando cerca de la costa. A las nueve y media llegó Nyberg con la cabeza y el resto de los objetos que había encontrado en la caja fuerte. Wallander apartó el poema del pico mediano. Nyberg posó la cabeza en la mesa. En la caja fuerte había, además, unos cuantos almanaques viejos, un cuaderno de notas y una caja con una medalla. Pero era la cabeza seca y reducida la que concitaba el interés de todos. A la luz del día, ya no cabía la menor duda. Era una cabeza humana. Una cabeza negra. Tal vez un niño. O, en todo caso, una persona joven. Cuando Nyberg la estudió a través de una lupa, vio que la piel estaba apolillada. Wallander hizo una mueca de desagrado cuando el otro se acercó a la cabeza para olerla.

—¿Quién puede saber algo de cabezas reducidas? —preguntó Wallander.

—El Museo Etnográfico —contestó Nyberg—. Aunque ahora parece que se llama Museo de los Pueblos. La jefatura de Policía ha publicado un escrito muy bueno, por cierto. Explica dónde se puede buscar información sobre los fenómenos más extraños.

—Pues hay que llamarles —afirmó Wallander—. Lo bueno sería encontrar a alguien que pudiera hablar con nosotros ya durante el fin de semana.

Nyberg empezó a embalar la cabeza en una bolsa de plástico. Wallander y Ann-Britt Höglund se sentaron a la mesa y empezaron a repasar los otros objetos. La medalla, que reposaba sobre un pequeño cojín de seda, era extranjera. Tenía una inscripción en francés. Ninguno de ellos entendía lo que decía. Wallander sabía que no valía la pena preguntarle a Nyberg. Su inglés era malo, su francés seguramente inexistente. Luego empezó a repasar los papeles. Los almanaques eran de los primeros años sesenta. En las primeras páginas leyeron un nombre: HARALD BERGGREN. Wallander miró a Ann-Britt Höglund interrogante. Ella movió la cabeza. El nombre no había aparecido antes en la investigación. Había pocas anotaciones en los almanaques. Algunas horas. Iniciales. En un lugar había unas letras, HE. Era el 10 de febrero de 1960. Más de treinta años atrás.

Wallander empezó a hojear el cuaderno. Éste aparecía, por el contrario, lleno. Vio que se trataba de un diario. La primera anotación estaba hecha en noviembre de 1960. La última, en julio de 1961. La letra era muy pequeña y enrevesada. Wallander se acordó de que, como era de esperar, había olvidado ir al óptico. Le pidió una lupa a Nyberg. Pasó unas hojas. Leyó una frase aquí y otra allá.

—Trata del Congo Belga. Alguien que estuvo allí durante una guerra. Como soldado.

—¿Holger Eriksson o Harald Berggren?

—Harald Berggren. Quienquiera que sea.

Dejó el cuaderno. Se daba cuenta de que podía ser importante y de que tenía que leerlo a fondo. Se miraron. Wallander sabía que estaban pensando en lo mismo.

—Una cabeza humana reducida —dijo—. Y un diario que trata de una guerra en África.

—Una fosa con estacas —añadió Ann-Britt Höglund—. Un recuerdo de guerra. En mi imaginación, las cabezas humanas reducidas y las personas atravesadas por lanzas forman parte de la misma realidad.

—En la mía también —dijo Wallander—. La cuestión es si, con todo, no habremos encontrado un indicio que seguir.

—¿Quién es Harald Berggren?

—Eso es algo de lo que tenemos que tratar de enterarnos enseguida.

Wallander se acordó de que, con toda probabilidad, Martinsson estaba precisamente en ese momento con una persona en Svarte que conocía a Holger Eriksson desde hacía muchos años. Le pidió a Ann-Britt Höglund que le llamara al teléfono móvil. A partir de ahora el nombre de Harald Berggren habría de mencionarse e investigarse en todas las situaciones posibles. Ella marcó el número. Esperó. Luego movió negativamente la cabeza.

—No tiene el teléfono conectado.

Wallander se enfadó.

—¿Cómo vamos a poder trabajar en una investigación si estamos ilocalizables?

Sabía que él pecaba muchas veces contra la regla de la accesibilidad. Probablemente era el más difícil de encontrar. Por lo menos en algunos periodos. Pero ella no dijo nada.

—Voy a buscarle —dijo levantándose.

—Harald Berggren —señaló Wallander—. El nombre es importante. Para todos.

—Me ocuparé de que lo sepan —contestó ella.

Cuando se quedó solo en la habitación encendió la lámpara del escritorio. Estaba a punto de abrir el diario cuando descubrió que había algo metido por dentro de la tapa de cuero. Extrajo con cuidado una fotografía. Era en blanco y negro, estaba manoseada y manchada. Una de las esquinas estaba rota. La fotografía mostraba a tres hombres que posaban ante un fotógrafo desconocido. Los hombres eran jóvenes, reían mirando el fotógrafo y estaban vestidos con una especie de uniformes. Wallander se acordó de una fotografía que había visto en el piso de Gösta Runfeldt, en la que se le veía en un paisaje tropical rodeado de orquídeas gigantes. Tampoco en ésta el paisaje era sueco. Estudió la fotografía con la lupa. El sol debía de estar en lo alto del cielo cuando se hizo la foto. No había ninguna sombra en ella. Los hombres estaban muy morenos. Las camisas desabrochadas, las mangas remangadas. Junto a las piernas había armas. Estaban apoyados en una piedra que tenía una forma extraña. Detrás de la piedra se divisaba un paisaje abierto que carecía de contornos. El suelo era de gravilla menuda o de arena. Contempló los rostros. Tendrían entre veinte y veinticinco años. Dio la vuelta a la fotografía. Nada. Se imaginó que la foto había sido hecha en la misma época en que se escribió el diario. En los primeros sesenta. Si no por otra cosa, se notaba por el peinado de los hombres. Ninguno tenía el pelo largo. La edad hizo que pudiera excluir a Holger Eriksson. En 1960 tendría entre cuarenta y cincuenta años.

Wallander dejó la fotografía y abrió uno de los cajones del escritorio. Recordaba haber visto anteriormente algunas fotos sueltas de carnet en un sobre. Puso una de las fotos de Holger Eriksson encima de la mesa. Era relativamente reciente. En la parte de atrás estaba el año 1989 escrito a lápiz. Holger Eriksson a los setenta y tres años. Contempló la cara. La nariz afilada, los delgados labios. Trató de borrar las arrugas para ver una cara más joven. Luego volvió a la fotografía de los tres hombres posando. Estudió sus caras, una tras otra. El hombre que estaba a la izquierda tenía algunos rasgos que recordaban a Holger Eriksson. Wallander se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. «Holger Eriksson yace muerto en un foso. En su caja fuerte encontramos una cabeza humana reducida, un diario y una fotografía». Wallander se incorporó de súbito en la silla con los ojos abiertos. Pensó en la denuncia que había puesto Holger Eriksson el año anterior. «La caja fuerte estaba intacta. Supongamos», se dijo Wallander, «que quien entró en la casa a robar tuviera las mismas dificultades que nosotros para encontrar el escondite de la caja. Sigamos suponiendo que el contenido de la caja era precisamente lo que buscaba el ladrón. Fracasa y al parecer tampoco lo vuelve a intentar. En cambio, Holger Eriksson muere un año más tarde».

Advirtió que las ideas eran coherentes, por lo menos en parte. Pero allí había un punto que contradecía de modo decisivo su intento de hallar una relación entre los diversos acontecimientos. Cuando Holger Eriksson muriese, tarde o temprano se encontraría la caja fuerte. De eso tenía que haber sido consciente el ladrón. En todo caso, la encontraría la persona, o las personas, que fueran a hacerse cargo del testamento.

Sin embargo allí había algo. Una pista.

Volvió a mirar la fotografía. Los hombres sonreían. Habían mostrado la misma sonrisa durante treinta años. Se preguntó fugazmente si el fotógrafo podría haber sido Holger Eriksson. Pero Holger Eriksson había estado vendiendo coches en Ystad, en Tomelilla y en Sjöbo con mucha fortuna. No había participado en ninguna lejana guerra en África. ¿O sí lo había hecho? Aún no conocían más que una ínfima parte de la vida de Holger Eriksson.

Wallander contempló pensativo el diario que tenía delante. Se metió la fotografía en el bolsillo, cogió el diario y fue a ver a Nyberg, que estaba haciendo una investigación técnica del cuarto de baño.

—Me llevo el diario —dijo—. Los almanaques los dejo aquí.

—¿Sacas algo? —preguntó Nyberg.

—Me parece que sí —contestó Wallander—. Si alguien pregunta por mí, di que estoy en casa.

Cuando salió al patio vio a varios policías que quitaban el acordonamiento del foso. La protección contra la lluvia ya la habían levantado.

Una hora más tarde se sentaba en la mesa de la cocina. Empezó a leer el diario despacio.

La primera anotación era del 20 de noviembre de 1960.