8

Hacia medianoche pudo al fin Ylva Brink sentarse a tomar un café. Era una de las dos comadronas que estaban de servicio la noche del 30 de septiembre al 1 de octubre en la Maternidad de Ystad. Su colega, Lena Söderström, estaba en una sala donde una mujer acaba de empezar a tener dolores de parto. Había sido una noche laboriosa, sin dramatismo, pero con una serie incesante de cosas que hacer.

Andaban escasos de personal. Dos comadronas y dos auxiliares tenían que sacar adelante solas todas las tareas de la noche. Podían llamar a un médico si surgían hemorragias graves u otras complicaciones. Pero habían tenido momentos peores, pensó Ylva Brink al sentarse en el sofá con la taza de café en la mano. Unos años antes, había sido ella la única comadrona para las largas noches. Eso conducía en algunas ocasiones a situaciones complicadas, pues no podía estar en dos sitios al mismo tiempo. Fue entonces cuando consiguió que la dirección del hospital entrara en razón y aceptara su reivindicación de que hubiera siempre por lo menos dos comadronas de guardia por las noches.

La oficina en la que se encontraba estaba situada en mitad de la gran unidad de partos. Las paredes de cristal le permitían ver lo que pasaba fuera de la habitación. De día había un ajetreo constante en los pasillos. Pero ahora, por la noche, todo era distinto. A ella le gustaba trabajar por la noche. Muchas de sus colegas harían cualquier cosa para librarse de ello. Tenían familia, no podían dormir lo suficiente durante el día. Pero Ylva Brink, con los hijos mayores y un marido que era jefe de máquinas en un petrolero contratado para hacer la ruta entre Oriente Medio y Asia, no tenía nada en contra de las noches. Para ella era tranquilizador trabajar cuando otros dormían.

Disfrutó de su café y cogió un trozo de bizcocho de un plato que estaba en la mesa. Una de las auxiliares entró y se sentó, y poco después lo hizo la otra. Una radio se oía débilmente en un rincón. Se pusieron a hablar del tiempo. De la persistente lluvia. Una de las auxiliares le había oído decir a su madre, que sabía adivinar el tiempo, que el invierno iba a ser largo y frío. Ylva Brink pensó en las veces que había nevado en Escania. No era frecuente. Pero cuando ocurría, podían surgir situaciones dramáticas para las mujeres que iban a dar a luz y no podían llegar al hospital. Se acordaba de una ocasión en que había estado muerta de frío en un tractor helado que intentaba orientarse, en plena tormenta de nieve y de viento, hacia una finca alejada, al norte de la ciudad. La mujer había tenido grandes hemorragias. Fue la única vez en todos los años de su trabajo como comadrona que sintió verdadero miedo de perder a una mujer. Y eso era algo que no podía ocurrir. Sencillamente, Suecia era un país donde las mujeres que daban a luz no podían morir.

Pero todavía era otoño. El tiempo de la serba. Ylva Brink, que era del norte del país, a veces echaba de menos los melancólicos bosques norteños. Nunca se había acostumbrado a vivir en el paisaje de Escania, dominado absolutamente por el viento. Pero su marido fue el más fuerte de los dos. Había nacido en Trelleborg y no podía imaginarse vivir en otro sitio que no fuera Escania, eso en las raras ocasiones en que tenía tiempo de estar en casa.

La entrada de Lena Söderström en la habitación interrumpió sus pensamientos. Tenía poco más de treinta años. «Podía ser mi hija», pensaba Ylva. «Justo le doblo la edad. Sesenta y dos años».

—No va a dar a luz antes de mañana por la mañana —dijo Lena Söderström—. Nos da tiempo a llegar a casa.

—Va a ser una noche tranquila —contestó Ylva—. Duerme un rato si estás cansada.

Las noches podían ser largas. Dormir quince minutos, media hora tal vez, era una diferencia importante. El cansancio agudo desaparecía. Pero Ylva no dormía nunca. Desde que cumplió los cincuenta y cinco había notado que su necesidad de sueño había ido disminuyendo poco a poco. Pensó que eso era una advertencia de que la vida era corta y perecedera. No había, pues, que pasársela durmiendo sin necesidad.

Una auxiliar pasó fugazmente por el pasillo. Lena Söderström tomaba su té. Las dos auxiliares estaban sumidas en un crucigrama. Eran las doce y diecinueve minutos. «Octubre ya», pensó Ylva. «El otoño avanza. Pronto llegará el invierno. Harry tiene vacaciones en diciembre. Un mes. Entonces arreglaremos la cocina. No es que haga mucha falta. Pero así tendrá algo que hacer. Las vacaciones no son el tiempo ideal para Harry. Es el tiempo del desasosiego». Llamaron de una habitación. Una de las auxiliares se levantó y fue hacia allí. Volvió al cabo de unos minutos.

—María, en la sala tres, tiene dolor de cabeza —anunció sentándose otra vez para seguir con el crucigrama.

Ylva tomaba su café. De pronto notó que estaba pensando en algo sin saber lo que era. Luego se dio cuenta.

La auxiliar que acababa de pasar por el pasillo.

De pronto algo no funcionaba. ¿No estaban todas las que trabajaban en aquella sección en la oficina? El timbre de urgencias tampoco había sonado.

Sacudió la cabeza ante sus propios pensamientos. Tenía que ser una figuración suya.

Pero al mismo tiempo sabía que no era así. Que una auxiliar que no debía estar allí acababa de atravesar el pasillo.

—¿Quién fue la que pasó? —preguntó despacio.

La miraron extrañadas.

—¿Quién? —preguntó Lena Söderström.

—Una enfermera ha cruzado el pasillo hace unos minutos, mientras nosotras estábamos aquí.

Seguían sin entender lo que quería decir. Tampoco ella lo entendía. Volvió a sonar el timbre. Ylva posó su taza enseguida.

—Ya voy yo —dijo.

La mujer de la sala número 2 no se encontraba bien. Iba a tener su tercer hijo. Ylva tenía la sospecha de que ese hijo no había sido muy bien planificado. Le dio algo de beber y salió al pasillo. Miró a su alrededor. Las puertas estaban cerradas. Pero había pasado una auxiliar. No eran figuraciones suyas. De pronto se sintió desazonada. Había algo raro. Se quedó quieta en el pasillo, escuchando. Se oía la radio débilmente desde la oficina. Volvió allí y cogió su taza de café.

—No era nada.

En ese preciso instante volvió a pasar la enfermera extraña por el pasillo. Esta vez también la vio Lena Söderström. Todo ocurrió muy deprisa. Oyeron cómo se cerraba la puerta que daba al gran pasillo principal.

—¿Quién era? —preguntó Lena Söderström.

Ylva Brink sacudió la cabeza. Las dos auxiliares que estaban con el crucigrama levantaron la vista del periódico.

—¿De quién estáis hablando? —preguntó una de ellas.

—De la auxiliar que acaba de pasar por aquí.

La que estaba con el lápiz en la mano rellenando el crucigrama se echó a reír.

—Pero si estamos aquí —dijo—. Las dos.

Ylva se levantó con rapidez. Cuando abrió la puerta del pasillo de fuera, que comunicaba la sección de maternidad con el resto del hospital, vio que estaba vacío. Se paró a escuchar. A lo lejos oyó una puerta que se cerraba. Volvió a la sala de personal. Movió la cabeza. No había visto a nadie.

—¿Qué hace aquí una auxiliar de otra sección, sin saludar siquiera? —preguntó Lena.

Ylva Brink no lo sabía. Sí sabía en cambio que no había sido figuración suya.

—Vamos a mirar en todas las salas. A ver si todo está como es debido.

Lena Söderström la miró inquisitiva.

—¿Qué es lo que puede no estar como es debido?

—Para mayor tranquilidad —respondió Ylva Brink—. Nada más.

Entraron en las salas. Todo estaba en orden. A la una de la madrugada una mujer tuvo hemorragias. El resto de la noche hubo mucho trabajo. A las siete, después de pasar el informe, Ylva Brink se fue a casa. Vivía en un chalet al lado del hospital. Cuando llegó a su casa empezó a pensar otra vez en la enfermera que había entrevisto en el pasillo. De pronto tuvo la seguridad de que no se trataba de una enfermera. Aunque llevara esa ropa de trabajo. Una enfermera no hubiera entrado en la Maternidad por la noche, sencillamente, sobre todo no sin saludar y decir qué estaba haciendo allí.

Ylva Brink siguió pensando. Notó que el incidente nocturno la había puesto nerviosa. La mujer tenía que haber ido por algún motivo. Había estado allí diez minutos. Luego desapareció de nuevo. Diez minutos. Había tenido que estar en una sala visitando a alguien. ¿A quién? Y ¿por qué? Se acostó y trató de dormirse, pero no podía. La extraña mujer de la noche no se le iba de la cabeza. A las once se rindió. Saltó de la cama y se preparó café. Pensó que tenía que hablar con alguien. «Tengo un primo policía. Él me dirá, en todo caso, que me estoy preocupando sin motivo». Cogió el teléfono y marcó el número de su casa. La voz de su primo en el contestador decía que estaba de servicio. Como la policía no estaba lejos, Ylva decidió darse un paseo hasta allí. Nubes desgarradas galopaban por el cielo. Pensó que a lo mejor la policía no recibía visitas los sábados. Además, había leído en el periódico el espeluznante suceso que parecía haber ocurrido en las afueras de Lödinge. Un vendedor de coches asesinado y tirado a un foso. La policía quizá no tuviera tiempo para ella. Ni siquiera su primo.

Se acercó a la recepción y preguntó por el inspector Svedberg. Estaba, pero muy ocupado.

—Di que es de parte de Ylva —repuso—. Soy su prima.

Unos minutos más tarde salió Svedberg a buscarla. Como era una persona muy de familia y quería a su prima, no pudo dejar de dedicarle unos minutos. Se sentaron en su despacho. Él fue a buscar café. Luego ella le contó lo que había pasado por la noche. Svedberg dijo que, naturalmente, era raro. Pero no motivo de preocupación. Ella se conformó con eso. Tenía por delante tres días libres y no tardaría en olvidarse de la enfermera que pasó por el pasillo de la Maternidad la noche del 30 de septiembre al 1 de octubre.

A última hora de la tarde del viernes, Wallander convocó a sus fatigados colaboradores a una reunión en el edificio de la policía. Cerraron las puertas a las diez y la reunión se prolongó hasta mucho después de la medianoche. Wallander empezó explicando minuciosamente el hecho de que tenían a otra persona desaparecida por la que preocuparse. Martinsson y Ann-Britt Höglund habían hecho un primer control superficial de los registros que tenían a mano. El resultado era por el momento negativo. No había nada en la policía que apuntase a una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Vanja Andersson tampoco recordaba que Gösta Runfeldt hubiera hablado nunca de Holger Eriksson. Wallander dejó claro que lo único que podían hacer era trabajar sin ningún condicionamiento. Gösta Runfeldt podía presentarse en cualquier momento y dar una explicación razonable de su desaparición. Pero no podían dejar de tener en cuenta algunas señales que no auguraban nada bueno. Wallander le pidió a Ann-Britt Höglund que se hiciese responsable del trabajo en torno a Gösta Runfeldt. Pero eso no significaba que se quedara al margen del asesinato del Holger Eriksson. Wallander, que con frecuencia se oponía a pedir refuerzos en investigaciones de asesinatos complicados, tenía esta vez la sensación de que quizá debían pedirlos ya desde el principio. Así se lo dijo también a Hansson. Acordaron esperar hasta principios de la siguiente semana para plantear la cuestión. Podía ocurrir, a pesar de todo, que hubiera un avance en el trabajo antes de lo esperado.

Sentados a la mesa de reuniones, fueron repasando todo lo que habían hecho hasta el momento. Como de costumbre, Wallander empezó preguntando si alguien tenía algo importante que decir. Paseó la mirada en torno a la mesa. Todos movieron la cabeza negativamente. Nyberg se sonó en silencio, sentado solo en el extremo de la mesa, como solía. Fue a él a quien le dio la palabra en primer lugar.

—Nada por ahora —informó Nyberg—. Vosotros mismos habéis visto lo que ha pasado. Los tablones están serrados hasta el punto de ruptura. Cayó y quedó atravesado. No hemos encontrado nada en el foso. No sabemos todavía de dónde proceden las estacas de bambú.

—¿Y la torre? —preguntó Wallander.

—No hemos encontrado nada —respondió Nyberg—. Pero todavía nos falta mucho, claro. Sería de gran ayuda que nos dijeras qué hay que buscar.

—No lo sé —respondió Wallander—. Pero el que haya hecho esto ha debido ir desde algún sitio. Tenemos el sendero que va desde la casa de Holger Eriksson. Alrededor, hay sembrados. Y detrás del montículo, un bosquecillo.

—Hay una pista de tractor que va al bosquecillo —dijo Ann-Britt Höglund—. Tiene huellas de neumáticos. Pero ninguno de los vecinos parece haber notado nada especial.

—Parece que Holger Eriksson tenía mucha tierra —intervino Svedberg—. Hablé con un campesino que se llama Lundberg. Le vendió más de cincuenta hectáreas a Eriksson hace diez años. Como las tierras eran suyas, no había ninguna razón para que otros anduvieran por allí. Y eso significa que son pocos los que han podido ver algo.

—Aún tenemos que hablar con mucha gente —apuntó Martinsson hojeando sus papeles—. Por cierto, he hablado con la clínica forense de Lund. Dicen que seguramente podrán decirnos algo el lunes por la mañana.

Wallander hizo una anotación. Luego se volvió otra vez hacia Nyberg.

—Y la casa de Eriksson, ¿cómo va? —preguntó.

—No puedes pretender que se haga todo a la vez —objetó Nyberg—. Hemos estado todo el tiempo fuera, metidos en el fango, porque puede empezar a llover de nuevo. Creo que podremos empezar con la casa mañana por la mañana.

—Muy bien —contestó Wallander con amabilidad.

Lo que menos deseaba en el mundo era que Nyberg se pusiera de mal humor. Podía crear un ambiente enrarecido capaz de influir en toda la reunión. Al mismo tiempo, no podía evitar irritarse con el constante mal genio de Nyberg. Vio también que Lisa Holgersson, sentada enfrente de la mesa, se había dado cuenta de la desabrida respuesta de Nyberg.

Siguieron con su análisis. Se encontraban todavía en la fase inicial de la investigación. Wallander había pensado a veces que era como una labor de desbroce. Pero avanzaban con cuidado. Mientras no tuvieran alguna pista que seguir, todo tenía la misma importancia. Sólo cuando ciertas cosas parecieran menos importantes que otras, empezarían a seguir en serio una o varias pistas.

Pasada ya la medianoche, y casi a la una del día siguiente, Wallander se dio cuenta de que aún seguían avanzando a tientas. Las conversaciones con Rut Eriksson y Sven Tyrén no les habían llevado más lejos. Holger Eriksson hizo el encargo del fuel. Cuatro metros cúbicos. Nada resultaba raro ni inquietante. La misteriosa denuncia del robo hecha el año anterior seguía sin aclararse. El estudio de la vida de Holger Eriksson y de la clase de persona que había sido no había hecho más que empezar. Seguían con las más elementales rutinas de una investigación criminal. El trabajo todavía no había empezado a vivir su propia vida. Los hechos de los que tenían que partir eran escasos. En algún momento después de las diez de la noche del miércoles 21 de septiembre, Eriksson había salido con unos prismáticos colgados del cuello. La trampa mortal ya estaba preparada. Pisó los tablones y cayó directo a la muerte.

Cuando ya nadie tenía nada más que decir, Wallander trató de hacer un resumen. Durante toda la reunión tuvo la sensación de haber visto algo en el lugar del crimen que estaba pidiendo una interpretación. Había visto algo que no sabía descifrar. «La forma», pensó. «Tiene que ver con las estacas. Un asesino utiliza un lenguaje que elige conscientemente. ¿Por qué se atraviesa a una persona de esa manera? ¿Por qué se toma esa molestia?».

Por el momento, sin embargo, se guardó esas reflexiones para sí mismo. Eran todavía demasiado imprecisas para exponérselas a los demás.

Se sirvió un vaso de agua mineral y apartó los papeles que tenía delante.

—Seguimos buscando un acceso —empezó—. Lo que tenemos es un asesinato que no se parece a ningún otro. Ello puede significar que el motivo y el autor son algo con lo que tampoco nos hemos tropezado antes. En cierto modo, esto se asemeja a la situación en la que nos encontramos el verano pasado. Lo que nos permitió resolver aquel caso fue que no nos dejamos cegar por nada. Tampoco ahora tenemos que hacerlo.

Luego se volvió directamente a Lisa Holgersson.

—Hay que trabajar muy intensamente. Ya estamos a sábado. No hay más remedio. Todos tenemos que seguir hoy y mañana con lo que tenemos entre manos. No podemos esperar al lunes.

Lisa Holgersson asintió. No hizo ninguna objeción.

Terminaron la reunión. Todos estaban cansados. Lisa Holgersson, sin embargo, se quedó rezagada, al igual que Ann-Britt Höglund. No tardaron en estar solos en la sala de reuniones. Wallander pensó que ahora, por una vez, las mujeres estaban en mayoría en su mundo.

—Per Åkeson quiere hablar contigo —dijo Lisa Holgersson.

Wallander se dio cuenta de que se había olvidado de llamarle por teléfono. Sacudió la cabeza con resignación.

—Le llamaré mañana.

Lisa Holgersson se puso el abrigo. Pero Wallander notó que quería decir algo más.

—¿Hay algo en realidad que nos impida pensar que este asesinato ha sido cometido por un loco? —preguntó—. ¡Perforar a una persona con estacas! Para mí esto es pura Edad Media.

—No necesariamente —objetó Wallander—. Durante la segunda guerra mundial se utilizaron fosas de estacas. La bestialidad y la locura, además, no van siempre de la mano.

Lisa Holgersson no pareció satisfecha con su respuesta. Se apoyó en el marco de la puerta sin dejar de mirarle.

—No me convence. Tal vez podríamos acudir a aquel psicólogo forense que estuvo aquí el verano pasado. Si te entendí bien, fue de gran ayuda para vosotros.

Wallander no podía negar que Mats Ekholm había tenido importancia para el éxito de la investigación. Les había ayudado a encontrar un posible perfil del asesino. Pero a Wallander le parecía que aún era demasiado pronto para llamarle.

Temía, sobre todo, establecer paralelismos entre ambos casos.

—Quizá —dudó—, pero creo que es mejor esperar un poco.

Ella le miró inquisitivamente.

—¿No tienes miedo de que vuelva a ocurrir? ¿Otro foso con estacas afiladas?

—No.

—¿Gösta Runfeldt? ¿La segunda desaparición?

Wallander sintió de pronto la duda de si no estaría hablando a sabiendas de que era un error. Pero movió la cabeza negativamente. No creía que se fuera a repetir. ¿O era sólo lo que deseaba que ocurriera?

No sabía.

—El asesinato de Holger Eriksson tiene que haber exigido grandes preparativos —dijo—. Es algo que sólo se puede hacer una vez. Que además se basa en la existencia de unas condiciones muy especiales. Por ejemplo, un foso lo bastante profundo. Además, una pasarela. Y un objetivo que sale, por las noches o de madrugada, a ver pájaros. Soy consciente de que yo mismo he relacionado la desaparición de Gösta Runfeldt con lo ocurrido en Lödinge. Pero es más bien por razones de prudencia. Si voy a estar al frente de esta investigación tengo que valerme tanto del cinturón como de los tirantes.

Ella reaccionó con sorpresa ante la metáfora. Ann-Britt Höglund se rió a hurtadillas. Lisa Holgersson asintió con la cabeza:

—Creo que entiendo lo que quieres decir. Pero piensa en lo de Ekholm.

—Lo haré. No excluyo que puedas tener razón. Pero me parece que es demasiado pronto. El resultado de los recursos depende muchas veces del momento en que se aplican.

Lisa Holgersson asintió y se abrochó el abrigo.

—Vosotros también necesitáis dormir. No os quedéis demasiado.

—Tirantes y cinturón —repitió Ann-Britt Höglund cuando se quedaron solo—. ¿Has aprendido eso de Rydberg?

Wallander no se dio por aludido. Se limitó a encogerse de hombros y empezó a recoger sus papeles.

—Alguna cosa tiene que inventarse uno. ¿Te acuerdas cuando llegaste aquí? Dijiste que creías que yo tenía mucho que enseñarte. Ahora a lo mejor te das cuenta de lo equivocada que estabas.

Ella se sentó a la mesa y se miró las uñas. Wallander pensó que estaba pálida y cansada y, ciertamente, no era guapa. Pero sí muy capaz. Era algo tan raro como un policía entregado a su profesión. En eso, los dos eran parecidos.

Dejó caer el montón de papeles sobre la mesa y se sentó en su silla.

—Cuenta lo que ves —dijo.

—Algo que me da miedo —contestó ella.

—¿Por qué?

—La brutalidad. El cálculo. Además, no tenemos ningún motivo.

—Holger Eriksson era rico. Todos dicen que era un hombre de negocios duro. Puede haber tenido enemigos.

—Eso no explica que haya que ensartarlo con estacas.

—El odio puede cegar. De la misma manera que la envidia. O los celos.

Ella movió la cabeza.

—Al llegar allí tuve la sensación de que aquello era algo más que el asesinato de un anciano —afirmó—. No puedo explicarlo mejor. Pero la sensación fue ésa. Y fue intensa.

Wallander superó el cansancio. Sintió que ella acababa de decir algo importante. Algo que de una manera confusa rozaba ideas que también se le habían pasado por la cabeza a él.

—Sigue. ¡Sigue pensando!

—No hay mucho más. El hombre estaba muerto. Nadie que lo haya visto podría olvidar cómo ha ocurrido. Es un asesinato, pero es también otra cosa.

—Cada asesino habla su propio idioma —dijo Wallander—. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Más o menos.

—¿Quieres decir que pretendía decirnos algo?

—Tal vez.

«Un código cifrado», pensó Wallander. «Un código que todavía no conocemos».

—Es posible que tengas razón.

Se quedaron callados. Luego Wallander se levantó pesadamente de la silla y siguió recogiendo sus papeles. Entre ellos vio uno que no era suyo.

—¿Es tuyo esto? —preguntó.

Ella echó una mirada al papel.

—Es la letra de Svedberg.

Wallander trató de leer lo que estaba escrito a lápiz. Era algo de la Maternidad. De una mujer desconocida.

—¿Qué coño es esto? ¿Es que Svedberg va a tener un crío? Si ni siquiera está casado… ¿Será posible que tenga relaciones con alguien?

Ella le cogió el papel y lo leyó hasta el final.

—Al parecer alguien ha informado de que una mujer desconocida se pasea por la Maternidad vestida de enfermera —dijo devolviéndole el papel.

—Lo investigaremos cuando tengamos tiempo —contestó Wallander irónicamente. Estuvo a punto de tirarlo a la papelera pero se arrepintió. Se lo daría a Svedberg al día siguiente.

Se separaron en el pasillo.

—¿Quién te cuida a los chicos? —preguntó—. ¿Está tu marido en casa?

—Mi marido está en Malí —contestó ella.

Wallander no sabía siquiera dónde estaba Malí. Pero no preguntó. Ella se alejó del vacío edificio de la policía. Wallander dejó el papel en su mesa y cogió la chaqueta. Camino del vestíbulo se detuvo junto a la central de coordinación, en la que había un policía sentado leyendo un periódico.

—¿Ninguna llamada sobre Lödinge? —preguntó.

—Nada.

Wallander siguió camino de su coche. Hacía viento. Pensó que nunca obtenía respuesta a cómo solucionaba Ann-Britt Höglund el problema de cuidar a los niños. Rebuscó en los bolsillos antes de encontrar las llaves del coche. Luego condujo hasta su casa. A pesar de que estaba muy cansado se quedó sentado en el sofá pensando en lo que había ocurrido durante el día. Pensaba sobre todo en lo que había dicho Ann-Britt Höglund antes de que se separaran. Que el asesinato de Holger Eriksson era algo más. Era otra cosa.

Pero ¿podía un asesinato ser algo más que un asesinato?

Eran casi las tres cuando fue a acostarse. Antes de dormirse pensó que al día siguiente tenía que telefonear a su padre y a Linda.

Se despertó sobresaltado a las seis de la mañana. Había soñado algo. Que Holger Eriksson estaba vivo. Que estaba en la pasarela encima del foso. Justo cuando se rompía se despertó Wallander. Se obligó a saltar de la cama. Fuera había empezado a llover otra vez. En la cocina descubrió que se había acabado el café. En su lugar se tomó un par de aspirinas y se quedó un buen rato sentado con la cabeza apoyada en la mano.

A las siete y cuarto llegó al edificio de la policía. Camino de su despacho cogió una taza de café.

Al abrir la puerta descubrió algo que no había visto la noche anterior. En la silla junto a la ventana había un paquete. Sólo al verlo más de cerca se acordó del aviso de correos que había cogido en el piso de Gösta Runfeldt. Ebba, por tanto, se había ocupado de que alguien recogiera el paquete. Se quitó la chaqueta y empezó a abrirlo. Muy fugazmente pensó si en realidad tenía derecho a hacerlo. Rompió los papeles de la envoltura y contempló el contenido con la frente fruncida.

La puerta del despacho estaba abierta. Martinsson pasó por delante.

Wallander le llamó.

Martinsson se quedó de pie en el umbral.

—Pasa —dijo Wallander—. Pasa y mira esto.