4

Después de unas horas había empezado a roer las cuerdas.

La sensación de que estaba volviéndose loco había estado allí todo el tiempo. No podía ver, algo le tapaba los ojos y oscurecía el mundo. Tampoco podía oír. Algo que habían metido en sus oídos le oprimía los tímpanos. Los sonidos estaban allí. Pero procedían de dentro. Un zumbido interior que pugnaba por salir, no al contrario. Lo que más le atormentaba era, con todo, que no podía moverse. Eso era lo que le estaba volviendo loco. A pesar de que estaba tumbado, completamente tendido de espaldas, tenía todo el tiempo la sensación de que se caía, una caída vertiginosa, sin fin. Tal vez era sólo una alucinación, una imagen exterior del hecho de que se rompía en pedazos por dentro. La locura estaba separando su cuerpo y su conciencia en partes que ya no se relacionaban entre sí.

Sin embargo, intentaba aferrarse a la realidad. Se obligaba desesperadamente a pensar. La racionalidad y la capacidad de mantener la calma al máximo le darían quizá la explicación de lo que había ocurrido. «¿Por qué no podía moverse? ¿Dónde estaba? Y ¿por qué?».

Había intentado combatir el pánico y la insidiosa locura hasta el máximo obligándose a tener control del tiempo. Contaba minutos y horas, se obligaba a seguir una rutina imposible que no tenía principio ni tampoco fin. Como la luz no cambiaba —estaba siempre igual de oscuro, y se había despertado donde yacía, atado, de espaldas— y no tenía memoria de ningún traslado, no había un principio. Podía haber nacido donde estaba.

Era en esa sensación en la que la locura tenía su inicio. Durante los breves instantes en los que lograba alejar de sí el pánico y pensar con claridad, trataba de aferrarse a todo lo que, sin embargo, parecía tener que ver con la realidad.

Había algo de lo que podía partir.

Aquello sobre lo que yacía. Eso no eran figuraciones. Sabía que estaba acostado de espaldas y que aquello sobre lo que estaba acostado era duro.

La camisa se le había arrugado por encima de la cadera izquierda y tenía la piel directamente encima de lo que le sostenía. La superficie era rugosa. Cuando trató de moverse sintió que le raspaba la piel. Estaba sobre un suelo de cemento.

¿Por qué estaba allí? ¿Cómo había llegado allí? Volvió al último punto de partida normal que había tenido, antes de que la repentina oscuridad hubiera caído sobre él. Pero ya ahí empezaba a resultar todo confuso. Sabía lo que había ocurrido. Y sin embargo, no. Y fue al empezar a dudar de lo que eran figuraciones y de lo que había ocurrido realmente cuando cayó presa del pánico. Entonces pudo empezar a llorar. Por poco tiempo, intensamente, pero terminó con idéntica rapidez, puesto que nadie podía oírle. Nunca lloraba cuando nadie le oía. Hay personas que sólo lloran cuando nadie puede oírlas. Pero él no era así.

En realidad, eso era lo único de lo que estaba completamente seguro. De que nadie podía oírle. Dondequiera que se encontrara, dondequiera que se hubiera echado este espantoso suelo de cemento, aun que flotase libremente en un universo por completo desconocido para él, no había nadie cerca. Nadie que pudiera oírle.

Más allá de la acechante locura estaban los únicos puntos de referencia que le quedaban. De todo lo demás había sido despojado, no sólo de su identidad sino también de sus pantalones. Había sido la noche antes de emprender el viaje a Nairobi. Casi a medianoche; ya había cerrado la maleta y se había sentado a la mesa escritorio para repasar una última vez sus documentos de viaje. Todavía podía verlo todo muy claramente ante sí. Sin saberlo entonces, se encontraba en una sala de espera de la muerte que una persona desconocida había dispuesto para él. El pasaporte estaba a la izquierda del escritorio. Tenía en la mano los pasajes de vuelo. En las rodillas, el sobre de plástico con los billetes de dólares, las tarjetas de crédito y los cheques de viaje, esperando a que los controlara también. Sonó el teléfono. Lo apartó todo, cogió el auricular y contestó.

Como había sido la última voz viva que había oído, se agarraba a ella con todas las fuerzas que le quedaban. Era el último eslabón que le unía a esa realidad que todavía mantenía la locura a distancia.

Era una hermosa voz, muy suave y agradable, y supo inmediatamente que había hablado con una mujer desconocida. Una mujer a la que nunca en su vida había visto.

Quería comprar rosas. Primero se había disculpado por llamar y molestar tan tarde. Pero tenía una gran necesidad de comprar rosas. No había dicho por qué, pero él la había creído de inmediato. Era inimaginable que alguien fingiese necesitar rosas. No recordaba haber preguntado, ni a ella ni a sí mismo, qué era lo que había ocurrido, por qué se había dado cuenta de repente de que no tenía las rosas que necesitaba, a pesar de que era muy tarde y ya no había ninguna floristería abierta.

Pero no había dudado. Vivía cerca de su tienda, aún no era tan tarde como para estar acostado. Le llevaría a lo sumo diez minutos hacerle ese favor.

Ahora que yacía en la oscuridad, recordando, se dio cuenta de que había algo que no podía explicar. Él había tenido todo el tiempo la sensación de que la mujer que llamaba estaba en un lugar cercano. Había una razón, no se sabía cuál, que hacía que ella le hubiera llamado precisamente a él.

¿Quién era ella? ¿Qué había pasado después?

Se había puesto el abrigo y había salido a la calle. Llevaba en la mano las llaves de la tienda. No hacía viento, pero una ráfaga fría le alcanzó cuando iba por la calle mojada. Había llovido, un chaparrón repentino que terminó con la misma rapidez con que había empezado. Se había parado delante de la puerta de la tienda que daba a la calle. Se acordaba de que la había abierto y había entrado. Luego, el mundo estalló en pedazos.

No era ya capaz de decir cuántas veces había ido por la calle en sus pensamientos, cuando el pánico cedía un poco, por un instante, haciendo un alto en el constante y tembloroso dolor. Tenía que haber habido alguien allí. «Yo esperaba que hubiera una mujer a la puerta de la tienda. Pero allí no había nadie. Podía haberme dado la vuelta e irme a casa. Podía haberme enfadado porque alguien me había hecho objeto de una broma pesada. Pero abrí la tienda porque sabía que ella vendría. Dijo que necesitaba verdaderamente las rosas».

Nadie miente sobre rosas.

La calle estaba desierta. Eso lo sabía con seguridad. Un solo detalle en la imagen le inquietaba. Había visto un coche aparcado en algún punto impreciso. Con las luces encendidas. Cuando él se volvió hacia la puerta para buscar el orificio de la cerradura y abrir, el coche estaba a su espalda. Con los faros encendidos. Y después se había hundido el mundo en un penetrante resplandor.

Sólo encontraba una explicación y le ponía histérico de terror: tenía que haber sido un asalto. Detrás de él, en las sombras, había alguien a quien no había visto. Pero ¿una mujer que llama una noche y pide rosas?

No llegaba más allá. Ahí terminaba todo lo que era comprensible y posible de entender con la razón. Y era entonces cuando, con un violento esfuerzo, conseguía retorcer las manos atadas hasta acercarlas a la boca para poder empezar a morder las cuerdas. Al principio había tirado de las cuerdas con los dientes como si fuera un hambriento animal depredador que se echase sobre un cadáver. Enseguida se rompió un diente del maxilar inferior. El dolor fue violento al principio, para desaparecer tan rápidamente como había empezado. Cuando volvió a roer las cuerdas —pensando en sí mismo como un animal apresado que roía su propio hueso para liberarse— lo hizo despacio.

Roer las duras y resecas cuerdas era como una mano piadosa. Si no podía liberarse, al menos al roer alejaba de sí la locura. Mientras mordía las cuerdas podía pensar con relativa claridad. Había sido atacado. Le tenían preso, tirado en el suelo. Dos veces al día, o tal vez por la noche, se oían sonidos rasposos junto a él. Una mano enfundada en un guante le abría la boca y le echaba agua. Nunca otra cosa, agua, ni fría ni caliente. La mano que le cogía las mandíbulas era más decidida que dura. Luego le metían una paja en la boca. Él sorbía un caldo tibio y luego volvía a quedar solo en la oscuridad y el silencio.

Le habían asaltado, estaba atado. Bajo él, un suelo de cemento. Alguien le mantenía con vida. Pensó que ahora llevaba ya una semana allí. Trató de entender por qué. Tenía que haber un error. Pero ¿qué error? ¿Por qué tenía que estar una persona tirada y atada en un suelo de cemento? En alguna parte de su cabeza barruntaba que la locura tenía su origen en una idea que, simplemente, no se atrevía a dejar aflorar. No había ningún error. Lo horroroso que le ocurría estaba destinado justamente a él, a nadie más que a él, y ¿cómo iba a terminar en realidad? La pesadilla quizás iba a durar toda la eternidad y no sabía por qué.

Dos veces al día, o por la noche, le daban agua y comida. Dos veces al día también, le arrastraban por los pies hasta que llegaba a un agujero que había en el suelo. No llevaba pantalones, habían desaparecido. Sólo llevaba la camisa, y lo arrastraban de nuevo hasta el mismo sitio cuando había terminado. No tenía nada con que limpiarse. Además tenía las manos atadas. Notaba olor en torno suyo.

A suciedad. Pero también a perfume.

¿Era una persona que estaba cerca de él? ¿La mujer que quería comprar rosas? ¿O era sólo un par de manos enguantadas? Manos que le arrastraban hasta el agujero del suelo. Y un tenue y casi imperceptible aroma a perfume que se mantenía tras las comidas y las visitas al retrete. De alguna parte tenían que venir las manos y el perfume.

Por supuesto que había tratado de hablar a aquellas manos. En alguna parte tenía que haber una boca. Y oídos. Quienquiera que le hubiera hecho esto debía también poder oír lo que él tenía que decir.

Cada vez que sentía las manos sobre su cara o sus hombros había tratado de hablar de algún modo. Imploraba, se enfurecía, trataba de ser su propio abogado defensor hablando con serenidad y premeditadamente.

«Hay unos derechos», había sostenido, sollozando a veces y a veces furioso. «Unos derechos que incluso los presos tienen. El derecho a saber por qué se ha perdido todo derecho. Si alguien despoja a una persona de ese derecho, el universo ya no tiene el menor sentido».

Ni siquiera pedía que le dejaran en libertad. Sólo quería, al principio, saber por qué estaba preso. Nada más. Pero por lo menos eso. No obtenía respuesta. Las manos no tenían cuerpo, no tenían boca, no tenían oídos. Finalmente había rugido y gritado presa de la máxima angustia. Pero ni siquiera se notó la menor reacción en las manos. Sólo la paja en la boca. Y el leve aroma de un perfume intenso y acre.

Vislumbró su perdición. Lo único que le mantenía era el roer tenazmente las cuerdas. Todavía, después de lo que debía de ser ya por lo menos una semana, apenas había podido roer más que la dura superficie de la cuerda. Pero era así como podía imaginarse la única salvación posible. Sobrevivía royendo. Dentro de una semana más, habría regresado del viaje en mitad del cual debería estar ahora mismo, si no hubiera bajado a la tienda a buscar un manojo de rosas. Estaría en el interior de un bosque de orquídeas en Kenia y su conciencia se habría llenado de los aromas más maravillosos. Dentro de una semana le esperaban de vuelta. Y cuando no volviera, Vanja Andersson empezaría a preguntarse qué pasaba. Si es que no lo estaba haciendo ya. Era otra posibilidad que no debía perder de vista. La agencia de viajes debía tener control de sus clientes. Él había pagado su billete, pero nunca había acudido al aeropuerto de Kastrup. Alguien tenía que echarle en falta. Vanja Andersson y la agencia de viajes eran sus únicas posibilidades de salvación. Mientras tanto, él roería las cuerdas para no perder el juicio por completo. El que todavía le quedaba.

Sabía que estaba en el infierno. Pero ignoraba por qué.

El miedo estaba en sus dientes, que tallaban las duras cuerdas. El miedo y la única salvación imaginable.

Seguía royendo.

Y entremedias lloraba. Le daban calambres. Pero, con todo, seguía royendo.

* * *

Había dispuesto la habitación como un altar.

Nadie podía sospechar el secreto. Nadie que no supiera. Y era ella sola la que tenía ese saber.

Una vez, la habitación había consistido en muchas pequeñas habitaciones. Con techos bajos, sombrías paredes, iluminadas únicamente por la incierta luz que se filtraba por los orificios de las ventanas, encajadas en las profundidades de los gruesos muros. Así era todo la primera vez que ella estuvo allí. En todo caso, en sus recuerdos más tempranos. Aún podía rememorar el verano. Fue la última vez que vio a su abuela materna. A principios de otoño desapareció. Pero aquel verano aún había estado sentada bajo el manzano, y ella misma convertida en una sombra. Tenía casi noventa años y padecía un cáncer. Permaneció sentada, inmóvil, el último verano, inaccesible al mundo, y los nietos tenían la orden de no molestarla. De no gritar cerca de ella, de acercarse a ella sólo cuando ella les llamara.

En una ocasión, la abuela levantó la mano y le hizo seña de que se acercara. Ella fue a su lado con aprensión. La vejez era peligrosa, en ella había enfermedades y muerte, oscuros sepulcros y miedo. Pero su abuela se limitó a mirarla con su dulce sonrisa que el cáncer nunca logró corroer. Tal vez dijera algo; no podía, en tal caso, recordar qué. Pero su abuela había estado allí y había sido un verano feliz. Debía de haber sido en 1952 o 1953. Un tiempo infinitamente lejano. Las catástrofes estaban todavía muy lejos.

Entonces las habitaciones eran pequeñas. Hasta que ella no se hizo cargo de la casa, a finales de los años sesenta, no empezó la gran transformación. No tiró sola todos los tabiques que podían sacrificarse sin riesgo de que la casa se cayera. La habían ayudado algunos primos, jóvenes que querían hacer alarde de sus fuerzas. Pero ella misma le daba al martillo de manera que toda la casa retemblaba y la argamasa caía. Del polvo había emergido luego esta gran habitación y lo único que ella había conservado era el gran horno de amasar que ahora campeaba como una extraña roca en mitad de la habitación. Todos los que aquella vez, después de la gran transformación, entraban en su casa, se asombraban al ver lo bonita que había quedado. Era la antigua casa y, sin embargo, algo completamente distinto. La luz entraba a raudales por las ventanas recientemente abiertas. Si quería penumbra, cerraba las contraventanas de roble macizo que había hecho colocar en la fachada de la casa. Había rescatado los viejos suelos y había dejado que el techo quedara abierto hacia la viguería superior.

Alguien había dicho que recordaba a una iglesia.

Después de aquello, ella también empezó a ver la habitación como su santuario privado. Cuando estaba allí sola, se encontraba en el centro del mundo. Podía sentirse totalmente tranquila, lejos de todos los peligros que acechaban fuera.

Hubo periodos en los que visitaba su catedral raras veces. Los horarios de su vida siempre habían sido muy variables. En varias ocasiones se había planteado también la cuestión de si no debería deshacer se de la casa. Demasiados recuerdos habían sobrevivido a las mazas. Pero no podía dejar la habitación con el gran horno emboscado, la roca blanca que había conservado pero tapiada. El horno se había convertido en una parte de sí misma. A veces lo veía como el último reducto que le quedaba por defender en su vida.

Luego llegó la carta de Argel. Después de eso, todo cambió. No volvió nunca más a pensar en dejar su casa.

El miércoles 28 de septiembre llegó a Vollsjö poco después de las tres de la tarde. Había conducido desde Hässleholm y antes de dirigirse a su casa, que estaba a las afueras del pueblo, se paró junto a la tienda a hacer la compra. Sabía lo que quería. De lo único que no estaba segura era de si necesitaba reponer sus reservas de pajillas. Por seguridad cogió un paquete extra. La dependienta la saludó con la cabeza. Ella le devolvió la sonrisa y comentó algo sobre el tiempo. Luego hablaron de la espantosa catástrofe del transbordador. Pagó y siguió conduciendo. Sus vecinos más próximos no estaban. Sólo pasaban un mes de verano en Vollsjö. Eran alemanes, vivían en Hamburgo y nunca iban a Escania más que en julio. Se saludaban pero, por lo demás, no tenían ningún trato.

Abrió la puerta exterior. En el vestíbulo se detuvo a escuchar. Fue hacia la gran sala y se quedó inmóvil junto al horno. Todo estaba en silencio. Exactamente tan en silencio como ella deseaba que estuviera el mundo.

El que yacía allí abajo, en el horno, no podía oírla. Ella sabía que estaba vivo, pero no tenía necesidad de que su respiración la molestase. Tampoco su llanto.

Pensó que una inspiración secreta la había hecho llegar a este inesperado resultado. Para empezar, cuando decidió conservar la casa y no venderla para poner el dinero en el banco. Y después, cuando decidió conservar el horno. No fue hasta más tarde, cuando le llegó la carta de Argel y ella comprendió lo que tenía que hacer, cuando el horno desveló su verdadero significado.

La alarma del reloj de pulsera interrumpió sus pensamientos. Dentro de una hora llegarían sus invitados. Antes, tenía que darle su comida al hombre que estaba en el horno. Llevaba allí tres días. No tardaría en estar tan débil que ya no podría oponer resistencia. Sacó su horario del bolso y vio que estaba libre desde el próximo domingo por la tarde hasta el martes por la mañana. Entonces tendría que ocurrir. Entonces le sacaría y le contaría lo que había pasado.

No había pensado aún de qué manera le mataría luego. Había diferentes posibilidades. Pero todavía tenía tiempo. Pensaría en lo que él había hecho y entonces comprendería de qué manera tenía que morir.

Fue a la cocina a calentar la sopa. Como era minuciosa con la higiene, había fregado el recipiente cerrado de plástico que usaba cuando le daba de comer. En otro recipiente echó agua. Cada día iba reduciendo la cantidad que le daba. No le daría más que lo estrictamente necesario para mantenerle con vida. Cuando terminó de preparar la comida, se puso un par de guantes de plástico, se echó unas gotas de perfume detrás de las orejas y entró en la habitación en la que estaba el horno. En la parte de atrás había una trampilla escondida tras unas piedras sueltas. Era más bien como un tubo que medía casi un metro y que tenía que sacar con cuidado. Antes de meterle allí dentro había instalado un poderoso altavoz y descorrido la trampilla. Había puesto música a todo volumen, pero no se había oído nada.

Se inclinó hacia delante para poder verle. Cuando puso su mano en una de las piernas del hombre, no se movió. Durante un instante temió que hubiera muerto. Luego le oyó jadear. «Está débil», pensó. «Pronto se acabará la espera».

Una vez que le hubo dado la comida, acercado al agujero y devuelto a su sitio, cerró la trampilla. Fregó, arregló la cocina y se sentó a la mesa a tomar una taza de café. Sacó del bolso la revista del sindicato y la hojeó despacio. Según el nuevo escalafón, ganaría ciento setenta y cuatro coronas más, retroactivamente desde el primero de julio. Volvió a mirar el reloj. Rara vez pasaban más de diez minutos sin que le echara una mirada. Era una parte de su identidad. Su vida y su trabajo se sostenían sobre una planificación del tiempo minuciosamente elaborada. Nada le hacía tanto daño como que los horarios no pudieran cumplirse. No cabían explicaciones. Lo vivía siempre como una responsabilidad personal. Sabía bien que algunos de sus colegas se reían de ella a sus espaldas. Eso le dolía. Pero nunca decía nada. El silencio era una parte de sí misma. De su propio mecanismo. Aunque no siempre hubiera sido así.

Podía recordar su propia voz. Cuando era pequeña. Era fuerte. Pero no estridente. La mudez había venido luego. Al ver toda la sangre. Y su madre se estaba muriendo. No había gritado aquella vez. Se había escondido en su propio silencio. En él había podido hacerse invisible.

Fue entonces cuando ocurrió. Cuando su madre, acostada en una mesa, sangrando y llorando, la había despojado de la hermana que había esperado tanto tiempo.

Volvió a mirar el reloj. No tardarían en llegar. Era miércoles, el día en que se reunían. Ella hubiera preferido que fuera durante el día. Habría proporcionado más regularidad. Pero su horario no se lo permitía. También sabía que nunca podría influir en ello.

Había colocado cinco sillas. En casa no quería tener más. La intimidad podía perderse. Bastante difícil era ya crear un clima de intimidad tan grande que aquellas mujeres silenciosas se atrevieran a empezar a hablar. Fue al dormitorio y empezó a quitarse el uniforme. Por cada prenda que se quitaba recitaba una oración. Y recordaba el pasado. Fue su madre la que le había hablado de Antonio. El hombre que una vez, en su juventud, mucho antes de la segunda guerra mundial, conociera en un tren entre Colonia y Munich. No habían encontrado asiento y se quedaron apretujados en el pasillo lleno de humo. Las luces de los barcos que navegaban por el Rin pasaban por fuera de las sucias ventanas; viajaban de noche y Antonio le contó que iba a hacerse sacerdote de la Iglesia católica. Había dicho que la misa empezaba en cuanto los curas se cambiaban de ropa. El sagrado ritual tenía un comienzo que significaba que los sacerdotes pasaban por un procedimiento de purificación. Por cada prenda que se quitaban o se ponían rezaban una oración. Con cada prenda se acercaban un paso más a su sagrada misión.

Después, nunca pudo olvidar el recuerdo de su madre del encuentro con Antonio en el pasillo del tren. Y ahora, cuando se daba cuenta de que ella misma era una sacerdotisa, una persona que se confería a sí misma la grandiosa misión de predicar que la justicia era sagrada, empezaba también a ver su cambio de ropa como algo más que una simple sustitución de prendas de vestir. Pero las plegarias que rezaba no formaban parte de una conversación con Dios. En un mundo caótico y absurdo, Dios era lo más absurdo de todo. El sello del mundo era un Dios ausente. Las plegarias se las dirigía a sí misma. A la que había sido de niña. Antes de que se le derrumbara todo. Antes de que su madre le hubiera quitado lo que más había deseado. Antes de que los siniestros hombres se hubieran alzando ante ella con miradas que parecían sinuosas serpientes amenazadoras.

Se quitó la ropa rezando y retrocediendo hasta su niñez. Puso el uniforme sobre la cama. Luego se vistió con telas blandas de colores suaves. Algo ocurría en su interior. Era como si se transformase su piel, como si su piel volviera también a ser una parte de aquella niña.

Por último, se puso la peluca y las gafas. La oración final se fue apagando en su interior. «Arre, arre, caballito, el caballo no tiene nombre, nombre, nombre…».

Pudo oír cómo el primer coche frenaba en el patio. Se miró la cara en el gran espejo. No era la Bella Durmiente la que había despertado de su sueño. Era la Cenicienta.

Estaba lista.

Ahora era otra. Puso su uniforme en una bolsa de plástico, estiró la colcha y salió de la habitación. Aunque nadie más iba a entrar en ella, cerró la puerta con llave y se aseguró de ello con el picaporte.

Poco antes de las seis estaban reunidas. Pero faltaba una de las mujeres. Una de las presentes contó que la habían llevado al hospital la noche antes porque le habían empezado los dolores. Con dos semanas de adelanto. A lo mejor a esas horas ya había nacido el niño.

Ella decidió enseguida ir a visitarla al hospital al día siguiente. Quería verla. Quería ver su cara después de todo lo que había sufrido. Luego escuchó sus historias. De vez en cuando hacía un ademán como si escribiese algo en el cuaderno que tenía en la mano. Pero sólo escribía cifras. Hacía horarios todo el tiempo. Cifras, horas, distancias. Era un juego que la seguía siempre, un juego que se había vuelto más y más como un conjuro. No necesitaba apuntar nada para recordar. Todas las palabras que articulaban las asustadas voces, toda la angustia que ahora se atrevían a manifestar se quedaban grabadas en su conciencia. Podía ver cómo se aliviaba algo en cada una de ellas. Tal vez sólo por un instante. Pero ¿qué era la vida más que una sucesión de instantes? Los horarios de nuevo. Horas que se encontraban, que se sucedían. La vida era como un péndulo. Iba de un lado a otro entre dolor y alivio. Sin interrupción, siempre.

Estaba sentada de manera que podía ver el gran horno detrás de las mujeres. La luz era tenue. La habitación estaba en una suave penumbra. Ella se imaginaba la luz como algo femenino. El horno era como una roca, inmóvil, mudo, en medio de un mar desierto.

Estuvieron hablando un par de horas. Luego tomaron té en la cocina. Todas sabían cuándo volverían a reunirse la próxima vez. Nadie tendría nunca la menor duda acerca de las horas que les daba.

Eran las ocho y media cuando las acompañó hasta la salida. Les dio la mano, recibió su agradecimiento. Cuando el último coche hubo desaparecido, volvió a la casa. En el dormitorio cambió su ropa, la peluca y las gafas. Cogió la bolsa de plástico con el uniforme y salió de la habitación. En la cocina lavó las tazas del té. Luego apagó todas las luces y cogió el bolso.

Durante un breve instante se quedó quieta en la oscuridad junto al horno. Todo estaba en silencio.

Luego se fue de la casa. Estaba lloviznando. Se sentó en el coche y condujo hacia Ystad.

Antes de la medianoche, ya dormía en su cama.