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Apenas pasadas las cinco de la mañana del lunes 26 de septiembre, Kurt Wallander se despertó en su cama en el piso de la calle de Mariagatan, en el centro de Ystad.

Lo primero que hizo al abrir los ojos fue mirarse las manos. Estaban morenas. Volvió a apoyarse en la almohada y escuchó la lluvia otoñal que tamborileaba contra los cristales del dormitorio. Una sensación de bienestar se apoderó de él al pensar en el viaje que había llegado a su fin dos días antes en el aeropuerto de Kastrup. Había pasado una semana entera con su padre en Roma. Hacía mucho calor y él se había puesto moreno. Por las tardes, cuando más apretaba el calor, buscaban algún banco en Villa Borghese, donde su padre se sentaba a la sombra mientras él se quitaba la camisa y cerraba los ojos bajo el sol. Ésa era la única diferencia que habían tenido durante todo el viaje, pues a su padre le resultaba imposible comprender que fuera tan presumido que dedicara tiempo a broncearse. Pero había sido una controversia insignificante, casi como si sólo hubiera surgido para que tuvieran un poco de perspectiva respecto al viaje.

«El feliz viaje», pensó Wallander tumbado en su cama. «Fuimos a Roma mi padre y yo y todo resultó bien. Mejor de lo que jamás hubiera podido figurarme o esperar».

Miró el reloj de la mesilla, junto a la cama. Iba a reincorporarse al trabajo esa mañana. Pero no tenía prisa. Podía quedarse un rato más en la cama. Se inclinó sobre el montón de periódicos que había hojeado la noche anterior. Empezó a leer los resultados de las elecciones. Como estaba en Roma el día de los comicios, había votado por correo. Ahora podía constatar que los socialdemócratas habían obtenido más del cuarenta y cinco por ciento de los votos. Pero ¿qué podía significar eso, en realidad? ¿Implicaba algún cambio?

Dejó caer el periódico en el suelo. Regresó de nuevo a Roma con el pensamiento.

Se habían hospedado en un hotel barato cercano al Campo dei Fiori. Desde una terraza que se extendía sobre sus habitaciones tenían una amplia y hermosa vista de la ciudad. Allí tomaban su café por la mañana y planeaban lo que iban a hacer durante el día. No habían surgido discusiones. El padre de Wallander sabía en todo momento lo que quería ver. Wallander se preocupaba a veces de que quería demasiadas cosas, de que no iba a tener fuerzas. En todo momento estuvo pendiente también de que su padre diera muestras de confusión o de ausencia. La enfermedad estaba allí, latente, los dos lo sabían. La enfermedad de extraño nombre: Alzheimer. Pero durante toda esa semana, la semana del viaje feliz, el padre mostró un humor excelente. A Wallander casi se le hacía un nudo en la garganta porque el viaje perteneciera ya al pasado, porque fuera algo ya ocurrido y ahora sólo quedara como un recuerdo. Nunca más volverían a Roma, era la única vez que habían hecho el viaje, él y su padre, que pronto cumpliría ochenta años.

Allí había habido momentos de gran intimidad entre ellos. Por primera vez en casi cuarenta años.

Wallander pensó en el descubrimiento que había hecho: que eran muy parecidos, mucho más de lo que antes había querido reconocer. Entre otras cosas, que los dos eran personas muy madrugadoras. Cuando Wallander informó a su padre de que el hotel no servía el desayuno antes de las siete, éste protestó inmediatamente. Agarró a Wallander para bajar a la recepción y en una mezcla del sueco de Escania, algunas palabras inglesas, posiblemente algo de alemán y sobre todo con unas cuantas palabras inconexas en italiano, consiguió dejar claro que él quería el breakfast presto. No tardi. Absolutamente no tardi. Por alguna razón había dicho también varias veces passaggio a livello cuando explicó la necesidad de que el hotel adelantase el servicio de desayuno por lo menos una hora, a las seis, la hora a la cual o se les servía el desayuno o se verían obligados a buscar otro hotel. Passaggio a livello, decía su padre, y el personal de la recepción le contempló con asombro, pero también con respeto.

Por supuesto que consiguieron el desayuno a las seis. Wallander vio después en su diccionario de italiano que passaggio a livello significaba nudo de comunicaciones. Supuso que su padre se había confundido con alguna otra frase. Pero no barruntaba con cuál y tenía el suficiente sentido común para no preguntar nada.

Wallander escuchaba la lluvia. El viaje a Roma, una sola y breve semana, que en el recuerdo era como una experiencia inmensa y asombrosa. Su padre no solamente se había mostrado decidido acerca de la hora en que quería desayunar. También, de manera natural y muy consciente había guiado a su hijo por la ciudad y había sabido lo que quería ver. Nada había ocurrido al azar, Wallander comprendió que su padre había planeado ese viaje toda su vida. Fue una peregrinación, una romería, en la que había podido tomar parte. Él fue un componente del viaje del padre, un servidor invisible pero siempre presente. Había un significado secreto en el viaje que nunca podría entender del todo. Su padre había ido a Roma para ver algo que ya parecía haber experimentado en su interior antes.

El tercer día visitaron la Capilla Sixtina. Casi una hora entera se pasó el padre de Wallander contemplando el techo pintado por Miguel Ángel. Fue como ver a un anciano dirigir una oración sin palabras directamente al cielo. El propio Wallander sintió dolor en la nuca y tuvo que dejar de mirar. Se dio cuenta de que estaba viendo algo muy hermoso. Pero también de que su padre veía infinitamente más. Durante un instante se preguntó maliciosamente si tal vez su padre buscaba un urogallo o una puesta de sol en el gran fresco de la cúpula. Pero se arrepintió de su pensamiento. No cabía la menor duda de que su padre, por muy banal que fuese como pintor, estaba contemplando la obra de un maestro con devoción y entusiasmo.

Wallander abrió los ojos. Seguía el golpeteo de la lluvia.

Fue esa misma tarde, la tercera en la era común romana, cuando tuvo la sensación de que su padre preparaba algo que quería mantener en secreto. No sabía de dónde procedía la sensación. Habían cenado en la Via Veneto; a Wallander le había parecido demasiado caro, pero su padre se empeñó en que podían permitírselo. Estaban haciendo su primer y último viaje juntos a Roma. Así que tenían que permitirse comer bien. Luego volvieron a casa paseando despacio por la ciudad. La tarde era tibia, por todas partes había gente y el padre de Wallander estuvo hablando de los frescos de la Capilla Sixtina. Se equivocaron dos veces antes de llegar al hotel. El padre de Wallander disfrutaba de un gran respeto después de la insurrección del desayuno y les dieron las llaves con grandes reverencias. Subieron a pie, se dieron las buenas noches en el pasillo y cerraron la puerta de sus habitaciones. Wallander se acostó y se puso a escuchar los ruidos que subían de la calle. Tal vez pensaba en Baiba, tal vez sólo estaba a punto de dormirse.

Pero de súbito se sintió totalmente despierto. Algo le había desazonado. Después de un rato se puso la bata y bajó a la recepción. Todo estaba en silencio. El portero de noche estaba sentado viendo una pequeña televisión con el sonido muy bajo en la habitación de detrás de la recepción. Wallander compró una botella de agua mineral. El recepcionista era un joven que trabajaba por las noches para financiar sus estudios de teología. Eso ya se lo había contado a Wallander la primera vez que bajó a la recepción a comprar agua. Tenía el pelo oscuro y rizado, era de Padua, se llamaba Mario y hablaba inglés estupendamente. Wallander estaba con la botella de agua en la mano cuando de pronto se oyó a sí mismo pedir al joven portero de noche que subiera a su habitación a despertarle si su padre aparecía por la recepción durante la noche y a lo mejor hasta salía del hotel. El recepcionista se había quedado mirándole, tal vez sorprendido, tal vez había trabajado lo bastante para que ningún deseo nocturno de los huéspedes pudiera sorprenderle. Había inclinado la cabeza diciendo, sí, sí, claro, si el viejo señor Wallander salía por la noche, él llamaría inmediatamente a la puerta de la habitación número 32.

Fue la sexta noche cuando ocurrió. Ese día habían estado paseando por el Foro y también habían visitado la Galleria Doria Pamphili. Por la noche habían pasado por los oscuros túneles que llevaban a la Escalinata di Piazza di Spagna desde Villa Borghese y allí cenaron de manera que Wallander se escandalizó cuando vio la cuenta. Era una de sus últimas noches, el viaje feliz que ya no podía ser más que justamente eso, feliz, se acercaba a su fin. El padre de Wallander mostraba la misma energía y la misma curiosidad de todos los días hasta entonces. Habían seguido paseando por la ciudad y se habían detenido en un bar para tomar un café y brindar con una copa de grappa. En el hotel, les dieron sus respectivas llaves, la noche era tan cálida como todas las otras noches aquella semana de septiembre y Wallander se durmió en cuanto puso la cabeza en la almohada.

A la una y media llamaron a la puerta.

En un primer momento no supo dónde estaba. Pero cuando aún medio dormido corrió a abrir, el portero de noche le explicó en su excelente inglés que el viejo signor Wallander acababa de dejar el hotel. Wallander se vistió apresuradamente. Al salir vio a su padre andar con pasos decididos por el otro lado de la calle. Wallander le siguió a distancia, pensando que ahora, por primera vez en su vida, estaba siguiendo a su propio padre, y se había dado cuenta de que sus presentimientos habían sido acertados. Al principio Wallander no estaba seguro de adónde se dirigían. Luego, cuando las calles empezaron a estrecharse, advirtió que se dirigían a la Escalinata. Siguió manteniendo la distancia con su padre. Y luego, en la cálida noche romana, le vio subir los muchos escalones de la Escalinata hasta llegar a la iglesia de las dos torres. Una vez allí, su padre se sentó; se le vislumbraba como un puntito negro allá en lo alto, y Wallander se mantuvo escondido en las sombras. Su padre permaneció allí casi una hora. Luego se incorporó y volvió a bajar las escaleras. Wallander continuó siguiéndole, ésa había sido la misión más secreta que jamás había llevado a cabo, y no tardaron en llegar a la Fontana de Trevi, donde su padre, sin embargo, no echó ninguna moneda por encima del hombro sino que se limitó a contemplar el agua que salía a chorros en la gran fuente. Su cara estaba entonces tan iluminada por una farola, que Wallander pudo notar un destello en sus ojos.

Luego regresaron al hotel.

Al día siguiente tomaron el avión de Alitalia para Copenhague, el padre de Wallander sentado junto a la ventanilla, de la misma manera que en el viaje de ida, y Wallander vio en sus manos que se había puesto moreno. Hasta que no tomaron el transbordador de vuelta a Limhamn no le preguntó a su padre si estaba contento del viaje. Éste asintió con la cabeza, murmuró algo inaudible y Wallander supo que más entusiasmo que eso no podía pedir. Gertrud estaba esperándoles en Limhamn y les llevó a casa. Dejaron a Wallander en Ystad y cuando éste llamó por teléfono más tarde para preguntar si todo estaba en orden, Gertrud contestó que su padre ya estaba en su estudio pintando su eternamente repetido motivo, la puesta de sol sobre un paisaje inmóvil y en calma.

Wallander se levantó de la cama y fue a la cocina. Eran las cinco y media. Hizo café. «¿Por qué salió por la noche? ¿Por qué se sentó allí en la escalera? ¿Qué era lo que brillaba en sus ojos junto a la fuente?».

No tenía respuesta. Pero había vislumbrado un rápido trasunto del secreto paisaje interior de su padre. Por su parte había tenido la prudencia de mantenerse al otro lado de la invisible valla. Tampoco le preguntaría jamás acerca de su paseo solitario por Roma aquella noche.

Mientras se hacía el café, Wallander fue al cuarto de baño. Notó satisfecho que tenía un aspecto saludable y enérgico. El sol había desteñido su pelo. Quizá tanta pasta había hecho que ganara un poco de peso. Pero dejó estar la balanza del cuarto de baño. Se sentía descansado. Eso era lo más importante. Y estaba contento de que el viaje se hubiera realizado.

La certeza de que pronto, dentro de pocas horas, volvería a ser policía no le causaba ninguna molestia. Con frecuencia, tras unas vacaciones, le resultaba difícil volver al trabajo. Especialmente los últimos años, la desgana había sido muy grande. Tenía periodos también en los que abrigaba serios pensamientos de dejar la policía y buscar otro trabajo, tal vez como responsable de seguridad en alguna empresa. Pero él era policía. Esa certeza había madurado lentamente, pero de manera irrevocable. Otra cosa no iba a ser jamás.

Mientras se duchaba se acordó de lo que había pasado unos meses antes, durante el cálido verano y el Campeonato Mundial de Fútbol, tan afortunado para Suecia. Todavía pensaba con angustia en la desesperada persecución de un asesino en serie que finalmente había resultado ser un muchacho trastornado de sólo catorce años. Durante la semana que pasaron en Roma, todos los pensamientos acerca de los sobrecogedores sucesos del verano habían estado como borrados de su conciencia. Ahora volvían. Una semana en Roma no cambiaba nada. Era al mismo mundo al que ahora regresaba.

Se quedó sentado a la mesa de la cocina hasta pasadas las siete. La lluvia seguía cayendo ininterrumpidamente. El calor italiano era ya como un recuerdo lejano. El otoño había llegado a Escania.

A las siete y media, Wallander dejó su piso y cogió el coche para ir a la comisaría. Su colega Martinsson llegó al mismo tiempo y aparcó el coche al lado. Se saludaron con rapidez bajo la lluvia y se apresuraron hacia la entrada del edificio.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó Martinsson—. Y bienvenido, por cierto.

—Mi padre está muy contento —contestó Wallander.

—¿Y tú?

—Fue un viaje agradable. Y caluroso.

Entraron. Ebba, recepcionista de la policía de Ystad durante más de treinta años, le saludó con una amplia sonrisa.

—¿Se puede poner uno así de moreno en Italia en el mes septiembre? —dijo sorprendida.

—Pues sí —contestó Wallander—. Si uno se pone al sol.

Enfilaron el pasillo. Wallander pensó que debería haber comprado algo para Ebba. Se irritó consigo mismo por no haberlo pensado antes.

—Aquí todo está en orden —dijo Martinsson—. Nada de importancia. Casi nada de nada.

—A lo mejor tenemos un otoño tranquilo —replicó Wallander no muy convencido.

Martinsson se fue a buscar café. Wallander abrió la puerta de su despacho. Todo permanecía como lo había dejado. La mesa, vacía. Se quitó la chaqueta y entreabrió la ventana. En un cesto para el correo, alguien había puesto unos cuantos informes de la jefatura de Policía. Cogió el de arriba, pero lo dejó en la mesa sin leer.

Pensó en la complicada investigación sobre el contrabando de coches entre Suecia y los antiguos países del Este a la que se había venido dedicando durante casi un año. Si no había pasado nada especial durante su ausencia, continuaría con ese expediente.

Se preguntó si se vería obligado a dedicarle tiempo a eso hasta que, dentro de aproximadamente quince años, le llegase la jubilación.

A las ocho y cuarto se levantó y fue a la sala de reuniones. A las ocho y media se reunía la policía criminal de Ystad para dar un repaso al trabajo que había durante la semana. Wallander fue saludando a la gente. Todos admiraron su bronceado. Luego se sentó en su lugar habitual. Notó que el ambiente era como de costumbre un lunes por la mañana en otoño, gris y fatigado, un poco ausente. Se preguntó fugazmente cuántas mañanas de lunes había pasado en esa habitación. Como la nueva jefa, Lisa Holgersson, estaba en Estocolmo, dirigió la reunión Hansson. Martinsson tenía razón. No habían ocurrido muchas cosas durante la semana que Wallander pasó fuera.

—Supongo que tendré que volver a mi contrabando de coches —dijo Wallander, sin tratar de disimular su resignación.

—Si no quieres dedicarte a un robo —replicó Hansson, alentador—. En una floristería.

Wallander le miró sorprendido.

—¿Un robo en una floristería? ¿Y qué robaron? ¿Tulipanes?

—Por lo que hemos podido ver, nada —contestó Svedberg rascándose la calva.

En ese preciso momento se abrió la puerta y entró Ann-Britt Höglund apresuradamente. Como su marido era mecánico ambulante y parecía estar siempre de viaje en algún país lejano del que nadie había oído hablar siquiera, ella estaba sola con los dos hijos. Sus mañanas eran caóticas y llegaba con frecuencia tarde a las reuniones. Ann-Britt Höglund llevaba ahora un año largo en la policía de Ystad. Era la más joven. Al principio, algunos de los policías más viejos, entre ellos Svedberg y Hansson, manifestaron abiertamente su desaprobación por tener una colega mujer. Pero Wallander, que se dio cuenta muy pronto de que tenía mucha capacidad para el oficio de policía, la había defendido. Nadie comentaba ya sus frecuentes retrasos. Por lo menos, cuando él estaba delante. Ella se sentó y saludó alegremente a Wallander, como si estuviera sorprendida de que realmente hubiera vuelto.

—Estamos hablando de la floristería —informó Hansson—. Pensábamos que quizá Kurt podía verlo.

—El robo fue el jueves por la noche —dijo ella—. La dependienta que trabaja allí lo descubrió cuando llegó el viernes por la mañana. Los ladrones entraron por una ventana por la parte de atrás de la casa.

—¿Qué fue lo que robaron? —preguntó Wallander.

—Nada.

Wallander hizo una mueca.

—¿Qué significa eso? ¿Nada?

Ann-Britt Höglund se encogió de hombros.

—Nada significa nada.

—Había manchas de sangre en el suelo —dijo Svedberg—. Y el dueño está de viaje.

—Parece todo muy raro —comentó Wallander—. ¿Puede verdaderamente ser algo a lo que valga la pena dedicar mucho tiempo?

—Todo es extraño —replicó Ann-Britt Höglund—. Si vale la pena dedicarle tiempo o no, no sabría decirlo.

Wallander pensó rápidamente que podía librarse de empezar enseguida a escarbar en el desesperante informe sobre todos los coches que en un flujo constante salían ilegalmente del país. Se concedería un día para acostumbrarse a que ya no estaba en Roma.

—Puedo echarle un vistazo.

—Yo lo llevo. La floristería está en el centro.

La reunión terminó. La lluvia seguía. Wallander cogió su chaqueta. Se dirigieron al centro en su coche.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó ella cuando se pararon ante un semáforo delante del hospital.

—He visto la Capilla Sixtina —contestó Wallander mientras miraba la lluvia—. Y he visto a mi padre de buen humor durante toda una semana.

—Parece que ha sido un viaje agradable —dijo ella.

Cambió el semáforo y continuaron. Ella le fue guiando, porque él no sabía exactamente dónde estaba la floristería.

—Y por aquí, ¿qué tal? —preguntó Wallander.

—En una semana no cambia nada —contestó ella—. Todo ha estado tranquilo.

—¿Y nuestra nueva jefa?

—Está en Estocolmo discutiendo todas las propuestas de reducción de gastos. Va a resultar bien. Por lo menos tan bien como Björk.

Wallander le echó una mirada rápida.

—Nunca creí que te gustase Björk.

—Hacía lo que podía. ¿Qué más se puede pedir?

—Nada —dijo Wallander—. Nada de nada.

Se detuvieron en la calle Västra Vallgatan, en la esquina con Pottmakargränd. La floristería se llamaba Cymbia. El letrero se movía con las ráfagas de viento. Se quedaron sentados en el coche. Ann-Britt Höglund le dio a Wallander unos papeles en una funda de plástico. Wallander les echó una ojeada mientras escuchaba.

—El dueño de la tienda se llama Gösta Runfeldt. Está de viaje. La dependienta llegó a la tienda poco antes de las nueve el viernes por la mañana. Vio que una ventana en la parte de atrás estaba rota. Había cristales fuera, en la calle, y por la parte de dentro. Dentro de la tienda, en el suelo había huellas de sangre. No parecía que habían robado nada. Tampoco se guardaba dinero en la tienda por la noche. Llamó a la policía a las nueve y tres minutos. Yo llegué poco después de las diez. Era como ella había dicho. Una ventana rota. Manchas de sangre en el piso. Nada robado. Un poco raro todo.

Wallander reflexionó.

—¿Ni siquiera una flor? —preguntó.

—Eso dijo la dependienta.

—¿Se puede uno acordar realmente del número exacto de flores que se tiene en cada florero?

Le devolvió los papeles que le había dado.

—Podemos preguntarle —dijo Ann-Britt Höglund—. La tienda está abierta.

Cuando Wallander abrió la puerta, tintineó una campanilla. Los olores que había en la tienda le recordaron los jardines de Roma. No había clientes. De una habitación interior salió una mujer de unos cincuenta años. Saludó con la cabeza al verles.

—He traído conmigo a un colega —explicó Ann-Britt Höglund.

Wallander saludó.

—Te conozco por los periódicos —dijo la mujer.[1]

—Espero que no haya sido nada negativo —repuso Wallander.

—No, no —contestó la mujer—. Sólo buenas palabras.

En los papeles que Ann-Britt Höglund le había dado en el coche Wallander había visto que la mujer que trabajaba en la tienda se llamaba Vanja Andersson y tenía cincuenta y tres años.

Wallander se desplazó despacio por la tienda. Llevado por una vieja costumbre, miraba muy bien dónde ponía los pies. El húmedo aroma de las flores continuaba llenándole de recuerdos. Pasó por detrás del mostrador y se detuvo junto a una puerta trasera cuya parte superior consistía en una ventana de cristales. La masilla de la ventana era reciente. Fue por ahí por donde el ladrón o los ladrones habían entrado. Wallander contempló el suelo, que era de planchas de plástico unidas.

—Supongo que era aquí donde había sangre —dijo.

—No —contestó Ann-Britt Höglund—. Las manchas de sangre estaban en la tienda.

Wallander arrugó la frente, sorprendido. Luego la siguió hasta volver a las flores. Ann-Britt Höglund se colocó en mitad de la tienda.

—Aquí —dijo—. Justo aquí.

—Pero ¿nada allí, junto a la ventana rota?

—Nada. ¿Te das cuenta ahora de por qué me parece todo tan raro? ¿Por qué hay sangre aquí y no junto a la ventana? Eso, si partimos de la base de que fue el que rompió la ventana quien se cortó.

—¿Quién iba a ser si no? —preguntó Wallander.

—Eso es. ¿Quién iba a ser si no?

Wallander dio otra vuelta por la tienda. Intentó imaginar el desarrollo de los hechos. Alguien había roto los cristales y había entrado en la tienda. En mitad del piso de la tienda, había habido sangre. No habían robado nada.

Cada delito se ajusta a una especie de planificación o de lógica. Aparte de los crímenes de pura demencia. Lo sabía por la experiencia de muchos años. Pero no había nadie que cometiera la locura de forzar la puerta de una floristería para no robar nada, pensó Wallander. No tenía pies ni cabeza.

—Supongo que eran gotas de sangre —dijo.

Para su sorpresa, Ann-Britt Höglund negó con la cabeza.

—Era un pequeño charco. Ni una gota.

Wallander seguía reflexionando, pero no dijo nada. No tenía nada que decir. Luego, se volvió hacia la dependienta, que estaba en segundo plano y esperó.

—Así que no robaron nada…

—Nada.

—¿Ni siquiera unas flores?

—No, que yo sepa.

—¿Sabe usted exactamente cuántas flores tiene en la tienda en todo momento?

—Sí.

La respuesta fue rápida y segura. Wallander asintió.

—¿Tienes alguna explicación para este robo?

—No.

—Tú no eres la dueña de la tienda.

—El dueño se llama Gösta Runfeldt. Yo soy su empleada.

—Si no estoy mal informado, él está de viaje. ¿Has estado en contacto con él?

—No es posible.

Wallander la miró con atención.

—¿Por qué no es posible?

—Está en un safari de orquídeas en África.

Wallander sopesó rápidamente lo que acababa de oír.

—¿Puedes decir algo más de eso? ¿De ese safari de orquídeas?

—Gösta es un apasionado de las orquídeas —dijo Vanja Andersson—. De las orquídeas lo sabe todo. Viaja por todo el mundo y estudia todas las especies que hay. Está escribiendo un libro sobre la historia de las orquídeas. En este momento está en África. No sé dónde. Sólo sé que estará de vuelta el miércoles de la semana que viene.

Wallander asintió.

—Tendremos que hablar con él cuando vuelva. Tal vez puedas pedirle que nos llame.

Vanja Andersson prometió hacerlo. Un cliente entró en la tienda. Ann-Britt Höglund y Wallander salieron a la lluvia. Se sentaron en el coche, pero Wallander esperó un poco antes de arrancar.

—Uno puede, naturalmente, pensar en un ladrón que comete un error —dijo—. Un ladrón que se equivoca de ventana. Hay una tienda de informática justo al lado.

—¿Y el charco de sangre?

Wallander se encogió de hombros.

—Tal vez el ladrón no notó la herida. Tal vez estuvo con el brazo en alto, mirando a su alrededor. La sangre gotea. Y la sangre que gotea en el mismo sitio forma antes o después un charco.

Ella hizo un gesto afirmativo. Wallander puso en marcha el motor.

—Será un asunto para el del seguro —dijo Wallander—. Nada más.

Volvieron a la comisaría en plena lluvia.

Eran ya las once.

El lunes 26 de septiembre de 1994.

En la mente de Wallander, el viaje a Roma ya había empezado a esfumarse como un lento espejismo.