—¿Quién es usted? ¿Qué demonios hace aquí?

—Estamos a 18 de enero, señor Tach, y es el día que me asignaron para entrevistarle.

—Sus colegas no le han dicho que…

—No los he visto. No tengo ninguna relación con ellos.

—Un punto a su favor. Pero deberían haberla avisado.

—Anoche, su secretario, el señor Gravelin, me hizo escuchar unas cintas. Estoy aquí en pleno conocimiento de causa.

—¿Sabe lo que pienso de ustedes y, aún así, decide venir?

—Sí.

—Bien. Bravo. Es temerario por su parte. Ahora, ya puede irse.

—No.

—Ya ha conseguido su hazaña. ¿Qué más quiere? ¿Quiere que le firme un certificado?

—No, señor Tach, tengo muchas ganas de hablar con usted.

—Escuche, ha sido muy divertido, pero mi paciencia tiene un límite. La broma ha terminado: lárguese.

—Ni hablar. Tengo la autorización del señor Gravelin, igual que los demás periodistas. Así que me quedo.

—Ese Gravelin es un traidor. Ya le dije que mandara a hacer puñetas a las revistas femeninas.

—No trabajo para ninguna revista femenina.

—¿Qué me dice? ¿Ahora la prensa masculina contrata a hembras?

—No es ninguna novedad, señor Tach.

—¡Coño! Eso promete: se empieza contratando a mujeres, ¡y se acaba contratando a negros, a árabes, a iraquíes!

—¿Es un premio Nobel quien pronuncia tan elevadas palabras?

—Premio Nobel de literatura, no premio Nobel de la paz, gracias a Dios.

—Gracias a Dios, efectivamente.

—¿La señora se las da de culta?

—Señorita.

—¿Señorita? No me extraña, con lo fea que es. ¡Y pesada, además! Los hombres hacen bien no casándose con usted.

—Lleva algunas guerras de retraso, señor Tach. Hoy en día, una mujer puede desear seguir siendo soltera.

—¿Han oído eso? Mejor diga que no encuentra a nadie que se la tire.

—Eso, querido, es asunto mío.

—Es verdad, pertenece a su vida privada, ¿no es cierto?

—Exactamente. Si a usted le divierte contarle a todo el mundo que es virgen, está en su derecho. Los demás no tienen la obligación de imitarle.

—¿Quién es usted para juzgarme, pedazo de mierdecilla insolente, adefesio mal follado?

—Señor Tach, le concedo dos minutos, reloj en mano, para pedirme perdón por lo que acaba de decir. Si pasados estos dos minutos no me ha presentado sus excusas, me marcho y le dejo morirse de asco en su inmundo apartamento.

Por un momento, el obeso pareció quedarse sin respiración.

—¡Impertinente! Es inútil que mire su reloj: podría permanecer aquí durante dos años, no le presentaré ninguna excusa. Es usted quien debe excusarse. Y, además, ¿qué le hace suponer que me interesa su presencia? Desde que ha entrado, le he ordenado que se largue al menos dos veces. Así que no espere a que transcurran sus dos minutos, pierde usted el tiempo. ¡La puerta está allí! La puerta está allí, ¿me ha comprendido?

Ella parecía no escucharle. Continuaba mirando su reloj, con el semblante impenetrable. ¿Hay algo más corto que dos minutos? Sin embargo, dos minutos pueden parecer interminables cuando se miden rigurosamente en medio de un silencio de muerte. La indignación del anciano tuvo tiempo de transformarse en estupor.

—Bien, han transcurrido los dos minutos. Adiós, señor Tach, encantada de haberle conocido.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—No se vaya. Le ordeno que se quede.

—¿Tiene algo que decirme?

—Siéntese.

—Es demasiado tarde para excusarse, señor Tach, el plazo ha terminado.

—¡Quédese, maldita sea!

—Adiós.

Abrió la puerta.

—Me excuso, ¿me oye? Me excuso.

—Le he dicho que es demasiado tarde.

—¡Mierda, es la primera vez en mi vida que pido perdón!

—Sin duda, eso explica por qué sus excusas están tan mal presentadas.

—¿Tiene algo en contra de mis excusas?

—Tengo más de una cosa en contra. En primer lugar, llegan demasiado tarde: sepa que las excusas tardías pierden la mitad de su valor. En segundo lugar, si hablara correctamente nuestro idioma, sabría que no se dice «me excuso», sino «le presento mis excusas», o, mejor aún, «le ruego que acepte mis excusas», aunque la fórmula más adecuada es: «le ruego tenga a bien aceptar mis excusas».

—¡Qué lenguaje más hipócrita!

—Hipócrita o no, me marcho inmediatamente si no me presenta unas excusas como Dios manda.

—Le ruego tenga a bien aceptar mis excusas.

—Señorita.

—Le ruego tenga a bien aceptar mis excusas, señorita. ¿Está satisfecha?

—En absoluto. ¿Ha oído su tono de voz? Habría utilizado el mismo tono de voz para preguntarme cuál es la marca de mi ropa interior.

—¿Cuál es la marca de su ropa interior?

—Adiós, señor Tach.

Volvió a abrir la puerta. Precipitadamente, el obeso gritó:

—Le ruego tenga a bien aceptar mis excusas, señorita.

—Eso está mejor. La próxima vez, procure ser más rápido. Para castigarle por su lentitud, le ordeno que me diga por qué no desea que me marche.

—¿Qué, aún no hemos terminado?

—No. Considero que merezco unas excusas perfectas. Limitándose a una simple fórmula, no ha resultado usted convincente. Para que me quede convencida del todo, necesito que se justifique, que me dé ganas de perdonarle, porque aún no le he perdonado, sería demasiado fácil.

—¡Se está usted pasando!

—¿Y usted me lo dice?

—Que le den por el saco.

—Muy bien.

Abrió de nuevo la puerta.

—¡No quiero que se marche porque me aburro! ¡Llevo veinticuatro años aburriéndome!

—Conque era eso.

—Puede sentirse satisfecha, podrá contar en su periodicucho que Prétextat Tach es un pobre anciano que lleva veinticuatro años aburriéndose. Podrá entregarme a la odiosa conmiseración de las masas.

—Estimado señor, yo ya sabía que se aburría. No me cuenta nada nuevo.

—Va usted de farol. ¿Cómo podría saberlo?

—Hay contradicciones que no engañan. He oído las cintas de los otros periodistas en compañía del señor Gravelin. Decía usted que su secretario había organizado las entrevistas con la prensa en contra de su voluntad. El señor Gravelin me certificó todo lo contrario: me contó la ilusión que le hacía ser entrevistado.

—¡Traidor!

—No tiene por qué avergonzarse, señor Tach. Cuando me enteré de eso, me pareció usted simpático.

—Su simpatía me importa un bledo.

—Sin embargo, no quiere que me marche. ¿A qué juego tiene previsto jugar conmigo?

—Tengo muchas ganas de fastidiarla. Nada me divierte más.

—Me parece muy bien. ¿Y cree que eso me dará ganas de quedarme?

—Uno de los más grandes escritores del siglo le concede el desmesurado honor de confesar que la necesita, ¿no le basta con eso?

—¿Quizá le gustaría que me pusiera a llorar de alegría y que bañara sus pies con mis lágrimas?

—Me gustaría bastante, sí. Me gusta que la gente se arrastre a mis pies.

—En ese caso, no me haga perder más el tiempo: no es mi estilo.

—Quédese: es usted tenaz, eso me divierte. Ya que no parece dispuesta a perdonarme, hagamos una apuesta, ¿le parece? Le apuesto a que, al final de la entrevista, le habré hecho sacar el hígado por la boca, como a sus predecesores. ¿Le gustan las apuestas, no?

—No me gustan las apuestas gratuitas. Necesito un envite.

—¿Interesada, eh? ¿Es dinero lo que quiere?

—No.

—¡Oh, la señorita está por encima de esas cosas!

—En absoluto. Pero si quisiera dinero me habría dirigido a alguien más rico que usted. De usted me interesan otras cosas.

—¿No será mi virginidad, espero?

—Su virginidad le tiene obsesionado. No, tendría que estar muy desesperada para desear algo tan espantoso.

—Gracias. ¿Qué es lo que quiere, entonces?

—Antes, hablaba usted de arrastrarse. Le propongo que el envite sea el mismo para ambos: si yo me vengo abajo, me arrastraré a sus pies, pero si el que se viene abajo es usted, le tocará arrastrarse a mis pies. También me gusta que la gente se arrastre ante mí.

—Resulta usted conmovedora al considerarse capaz de competir conmigo.

—Creo que, hace un rato, gané la primera manga.

—Pobrecita, ¿a eso le llama una primera manga? Sólo eran unos adorables ejercicios de precalentamiento.

—Al término de los cuales le he machacado.

—Quizá. Pero, para esa victoria, disponía de un único argumento, contundente, del que ahora ya no dispone.

—¿Ah?

—Sí, su argumento era salir por aquella puerta. Ahora ya no sería capaz de hacerlo, desea demasiado el envite. He visto cómo le brillaban los ojos ante la idea de que me arrastre a sus pies. Esa perspectiva le atrae demasiado. No se marchará antes del final de la apuesta.

—Quizá se arrepienta de ello.

—Quizá. Mientras tanto, intuyo que me voy a divertir. Me encanta machacar a la gente, desarmar la mala fe de la que todos ustedes son secuaces. Y existe un ejercicio que me produce un placer especial: humillar a las hembras pretenciosas, a las mequetrefes de su calaña.

—A mí, lo que más me divierte es bajarles los humos a los inflados don Nadie satisfechos de sí mismos.

—Lo que acaba de decir es típico de nuestra época. ¿Así que tendré que vérmelas con una máquina de fabricar mensajes publicitarios?

—No se preocupe, señor Tach: usted también, con su hosquedad reaccionaria, con su racismo ordinario, es un producto típico de nuestra época. ¿Se sentía orgulloso, verdad, al considerarse anacrónico? Pues no lo es en absoluto. Históricamente, ni siquiera es usted original: cada generación ha tenido su bocazas oficial, su monstruo sagrado cuya gloria se basaba únicamente en el terror que inspiraba en las almas ingenuas. ¿Hace falta que le diga lo frágil que resulta dicha gloria y que le olvidarán? Tenía razón al decir que nadie le lee. Actualmente, sólo su grosería y sus insultos recuerdan al mundo que existe; cuando sus gritos se hayan acallado, nadie se acordará de usted, porque nadie le leerá. Y será mucho mejor.

—¡Qué delicioso pedacito de elocuencia, señorita! ¿Dónde demonios estudió usted? Esa mezcla de lamentable agresividad y de grandeza ciceroniana, absolutamente matizadas (si se puede decir así) con unos pequeños toques hegelianos y sociólatras: una obra maestra.

—Estimado señor, le recuerdo que, con apuesta o sin ella, sigo siendo periodista. Todo lo que dice está siendo grabado.

—Fantástico. Estamos enriqueciendo el pensamiento occidental en su dialéctica más brillante.

—¿Dialéctica es la palabra que se utiliza cuando ya no se tiene ninguna en la reserva, verdad?

—Bien visto. Es el comodín de las tertulias.

—¿Debo deducir que ya no tiene nada más que decirme?

—Nunca he tenido nada que decirle, señorita. Cuando uno se aburre como yo me aburro desde hace veinticuatro años, no tiene nada que decir a la gente. Si, a pesar de todo, uno aspira a su compañía, lo hace con la esperanza de que le diviertan, si no por su inteligencia, al menos por su estupidez. Así que haga algo y diviértame.

—No sé si lograré divertirle, pero estoy segura de que lograré molestarle.

—¿Molestarme? Pobrecita, mi estima hacia usted acaba de caer bajo cero. ¡Molestarme! Por lo menos hubiera podido decir molestar a secas. ¿De qué época data ese uso intransitivo del verbo molestar? ¿De mayo del 68? No me extrañaría, apesta a cóctel Molotov, con su barricadita, su revolucioncita para estudiantes bien alimentados, con sus pequeños amaneceres que cantan al compás de los hijos de papá. Querer «molestar», es querer «poner en tela de juicio», «concienciar», y no hay complemento directo, por favor, queda más inteligente y resulta la mar de práctico, porque, en el fondo, permite no precisar lo que uno sería incapaz de precisar.

—¿Por qué pierde el tiempo diciéndome esas cosas? Había precisado mi complemento directo: había dicho molestarle, a usted.

—Sí. Tampoco mejoraba demasiado. Pobrecita, habría sido una excelente asistenta social. Lo más divertido es el orgullo de esa gente que declara su deseo de molestar: le hablan a uno con la autosatisfacción de los mesías en vías de desarrollo. ¡Y es que tienen una misión, Dios mío! Pues venga, conciéncieme un poco, molésteme, que nos divirtamos un poco.

—Es fantástico, ya le estoy divirtiendo.

—Me conformo con poco. Prosiga.

—De acuerdo. Hace un rato, decía que no tenía nada que decirme. Eso no es recíproco.

—Déjeme adivinarlo. ¿Qué puede tener que decirme una pequeña hembra como usted? ¿Que la mujer no está lo suficientemente valorada en mi obra? ¿Que, sin mujer, el hombre nunca alcanzará su completo desarrollo?

—Error.

—Entonces quizá quiera saber quién limpia la casa.

—¿Por qué no? Le daría la ocasión de ser interesante, al menos por una vez.

—Eso es, juegue a provocarme, es el arma de los miserables. Pues sepa usted que una dama portuguesa viene cada jueves por la tarde a limpiar mi apartamento y a recoger mi ropa sucia. Aquí tiene usted a una mujer que, por lo menos, tiene un trabajo respetable.

—En su ideología, la mujer está en casa con un trapo y una escoba, ¿no es cierto?

—En mi ideología, la mujer no existe.

—Mejor aún. El jurado del Nobel debió de sufrir una fuerte insolación el día que le eligieron.

—Por una vez, estamos de acuerdo. Este premio Nobel representa un hito en la historia de los malentendidos. Concederme el premio Nobel de Literatura equivale a concederle el Nobel de la Paz a Saddam Hussein.

—No presuma tanto. Saddam es más famoso que usted.

—Normal, la gente no me lee. Si me leyera, sería más nocivo y, por consiguiente, más famoso que él.

—Sólo que nadie le lee. ¿Cómo se explica ese rechazo universal por leerle?

—Instinto de conservación. Reflejo inmunitario.

—Siempre encuentra explicaciones halagadoras para usted. ¿Y si no le leen simplemente porque es aburrido?

—¿Aburrido? Qué eufemismo más exquisito. ¿Por qué no dice coñazo?

—No veo la necesidad de utilizar un lenguaje vulgar. Pero no eluda la pregunta, estimado señor.

—¿Que si soy aburrido? Le daré una respuesta deslumbrante de buena fe: no tengo ni idea. De todos los habitantes de este planeta, soy el menos indicado para saberlo. Seguro que Kant pensaba que la Crítica de la razón pura era un libro apasionante, y no. Era culpa suya: lo tenía demasiado cerca. Así que me veo en la obligación de devolverle la pregunta totalmente desnuda, señorita: ¿soy aburrido? Por estúpida que usted sea, su respuesta tiene más interés que la mía, incluso si no me ha leído, lo que está fuera de toda duda.

—Error. Tiene ante usted uno de los pocos seres humanos que ha leído sus veintidós novelas sin saltarse ni una sola línea.

El obeso se quedó sin voz durante cuarenta segundos.

—Bravo. Me encanta la gente capaz de proferir mentiras tan enormes.

—Lo siento, pero es la verdad. Lo he leído todo.

—¿Le amenazaban con una pistola?

—Por propia voluntad, mejor dicho, por deseo propio.

—Imposible. Si hubiera leído todos mis libros, no sería tal y como yo la veo.

—¿Y se puede saber cómo me ve, exactamente?

—Veo a una pequeña hembra insignificante.

—¿Pretende ser capaz de distinguir qué ocurre en la cabeza de una pequeña hembra insignificante?

—¿Ah, pero ocurre algo en su cabeza? Tota mulier in utero.

—Por desgracia, no es su tripa lo que he leído de usted. No le quedará otro remedio que sufrir mis opiniones.

—Vamos allá, veamos un poco lo que entiende usted por «opiniones».

—Ante todo, y para responder a su primera pregunta, no me aburrí ni un solo momento leyendo sus veintidós novelas.

—Qué extraño. Creía que resultaba soporífero leer sin entender.

—Y escribir sin comprender, ¿resulta aburrido?

—¿Sugiere que no comprendo mis propios libros?

—Diría más bien que sus libros rebosan camelo. Y esto forma parte de su encanto: al leerle, experimenté una alternancia continua entre pasajes pesados de sentido y paréntesis de un camelo absoluto; absoluto, ya que engañaban tanto al autor como al lector. Imagino el placer que debió de sentir al conferir a esos paréntesis brillantemente vacíos, solemnemente delirantes, la apariencia de la profundidad y de la necesidad. Para un virtuoso como usted, el juego debió de ser delicioso.

—¿Qué tonterías está diciendo?

—Para mí, también fue delicioso. Encontrar tanta mala fe en la pluma de un escritor que pretende combatirla, resultaba encantador. Habría resultado irritante si su mala fe hubiera sido homogénea. Pero pasar continuamente de la buena a la mala fe, me parece de una deshonestidad genial.

—¿Y usted se considera capaz de diferenciar la una de la otra, pequeña hembra pretenciosa?

—Nada más sencillo. Cada vez que un pasaje me hacía reír a carcajadas, comprendía que escondía algún farol. Y esa patraña me pareció extremadamente hábil: luchar contra la mala fe utilizando la mala fe, el terrorismo intelectual, ser todavía más hipócrita que su adversario, es una táctica excelente. Demasiado excelente, por otra parte, ya que resulta excesivamente sutil para un enemigo tan grosero. No seré yo quien le enseñe que el maquiavelismo no suele dar en el blanco: los mazazos aplastan mejor que los engranajes sutiles.

—Dice usted que voy de farol: a su lado, que pretende haber leído todo lo que he escrito, debo de parecer un pésimo farolero.

—Todo lo que estaba disponible, en efecto. Interrógueme, si insiste en comprobarlo.

—Eso es, como para los tintinólatras: «¿Cuál es el número de la matrícula del Volvo rojo que aparece en El asunto Tornasol?». Grotesco. No cuente conmigo para deshonrar mis obras con semejantes procedimientos.

—¿Qué tengo que hacer para convencerle, entonces?

—Nada. No me convencerá.

—En ese caso, no tengo nada que perder.

—Conmigo no ha tenido nunca nada que perder. Su sexo la condenaba de antemano.

—A propósito, me he dedicado a echar una ojeada a sus personajes femeninos.

—Me lo temía. Eso promete.

—Hace un rato, decía que, en su ideología, la mujer no existía. Me parece sorprendente que un hombre que profesa sentencias de este calibre haya creado tantas mujeres de papel. No pasaré revista a todas, pero he enumerado unos cuarenta y seis personajes femeninos a lo largo de su obra.

—Me pregunto qué demuestra esto.

—Demuestra que, en su ideología, la mujer existe: primera contradicción. Pero todavía hay más, ya lo verá.

—¡Oh, la señorita juega a cazar contradicciones! Sepa, especie de institutriz, que Prétextat Tach ha elevado la contradicción al nivel de las bellas artes. ¿Puede usted imaginar algo más elegante, más sutil, más desconcertante y más agudo que mi sistema de autocontradicción? ¡Y ahora resulta que una pequeña idiota, a la que sólo le falta llevar gafas, me viene con aire triunfante a anunciarme que ha detectado algunas molestas contradicciones en mi obra! ¿No resulta maravilloso ser leído por un público semejante?

—Nunca dije que esta contradicción resultara molesta.

—No, pero estaba claro que lo pensaba.

—Estoy en mejores condiciones que usted para saber lo que pienso.

—Eso habría que verlo.

—Y, en este caso, esta contradicción me parecía interesante.

—Dios mío.

—Cuarenta y seis personajes femeninos, decía.

—Para que su recuento tuviera algún interés, debería haber contado también los personajes masculinos, hija mía.

—Lo hice.

—Cuánta eficacia.

—Ciento sesenta y tres personajes masculinos.

—Pobrecita, si no fuera porque me inspira tanta piedad, me tomaría la libertad de reír ante semejante desproporción.

—La piedad es un sentimiento a prohibir.

—¡Oh! ¡Ha leído a Zweig! ¡Pero qué cosa más culta! Mire, querida, los palurdos de mi calaña se limitan a Montherland, autor por el cual parece usted sentir una cruel ignorancia. Siento compasión por las mujeres, luego las odio, y viceversa.

—Ya que tiene sentimientos tan sanos respecto a nuestro sexo, explíqueme por qué ha creado cuarenta y seis personajes femeninos.

—Ni hablar: explíquemelo usted. No me perdería semejante diversión por nada del mundo.

—No soy yo quien tiene que explicarle su obra. En cambio, puedo hacerle partícipe de algunas constataciones.

—Proceda, se lo ruego.

—Se las ofreceré desordenadamente. Ha escrito usted libros sin mujeres: Apología de la dispepsia, evidentemente…

—¿Por qué «evidentemente»?

—Pues porqué es un libro sin personajes.

—Así que es verdad que me ha leído, al menos parcialmente.

—Tampoco aparecen mujeres en El disolvente, Perlas para una masacre, Buda en un vaso de agua, Atentado a la fealdad, Siniestro total, La muerte y me quedo corto, ni siquiera —y eso resulta más sorprendente— en El póquer, la mujer, los otros.

—Qué sutileza más exquisita por mi parte.

—Eso suma un total de ocho novelas sin mujeres. Veintidós menos ocho igual a catorce. Nos quedan catorce novelas que se reparten cuarenta y seis personajes femeninos.

—¡Qué hermosa es la ciencia!

—Evidentemente, el reparto no resulta tan homogéneo entre los catorce libros restantes.

—¿Por qué «evidentemente»? Me horrorizan todos esos «evidentemente» que considera obligatorio utilizar para hablar de mis libros, como si mi obra fuera algo sumamente previsible y de mecanismos transparentes.

—Precisamente porque su obra es imprevisible es por lo que he utilizado ese «evidentemente».

—No me venga con sofismas, se lo ruego.

—El récord absoluto de personajes femeninos lo detenta Violaciones gratuitas entre dos guerras, en la que aparecen veintitrés mujeres.

—Está justificado.

—Cuarenta y seis menos veintitrés igual a veintitrés. Nos quedan trece novelas y veintitrés mujeres.

—Admirable estadística.

—Ha escrito usted cuatro novelas monóginas, si me permite este neologismo bastante disparatado.

—Pero ¿puede usted permitírselo?

—Son Oración con fractura, La sauna y otras lujurias, La prosa de la depilación y Reventar sin adverbio.

—¿Cuánto efectivo nos queda?

—Nueve novelas y diecinueve mujeres.

—¿A repartir de qué manera?

La mala gente: tres mujeres. Todos los demás son libros «díginos»: La crucifixión sin pena, El desorden de la liga, Urbi et orbi, Las esclavas del oasis, Membranas, Tres saloncitos, La gracia concomitante, falta una.

—No, están todas.

—¿Usted cree?

—Sí, llevaba la lección bien aprendida.

—Estoy segura de que me falta una. Debería volver a contar desde el principio.

—¡Ah, no, no irá usted a empezar de nuevo!

—Es necesario, si no, mis estadísticas se vienen abajo.

—Le concedo mi absolución.

—Da lo mismo, empezaré de nuevo. ¿Tiene papel y lápiz?

—No.

—Vamos, señor Tach, ayúdeme y ganaremos tiempo.

—Le he dicho que no vuelva a empezar. ¡Se hace usted muy pesada con sus enumeraciones!

—Entonces, evíteme volver a empezar y dígame el título que falta.

—No tengo ni idea. Había olvidado la mitad de los títulos que usted ha enumerado.

—¿Olvida sus obras?

—Naturalmente. Ya verá cuando tenga ochenta y tres años.

—De todos modos, no ha podido olvidar algunas de sus novelas.

—No lo dudo, pero ¿cuáles, exactamente?

—No soy yo quien debe decirlo.

—Lástima. Su juicio me divierte muchísimo.

—Encantada de oírle decir eso. Ahora, un poco de silencio, por favor. Volvamos a empezar: Apología de la dispepsia, una, El disolvente

—¿Se burla usted de mí?

—… dos. Perlas para una masacre, tres.

—¿No tendrá unos tapones de cera?

—¿No tendrá el título que me falta?

—No.

—Da igual. Buda en un vaso de agua, cuatro. Atentado a la fealdad, cinco.

—165.28.3925.424.

—No conseguirá perturbarme. Siniestro total, seis. La muerte y me quedo corto, siete.

—¿Quiere un caramelo?

—No. El póquer, la mujer, los otros, ocho. Violaciones gratuitas entre dos guerras, nueve.

—¿Quiere un alexander?

—Cállese. Oración con fractura, diez.

—¿Cuida usted su línea, verdad? Me lo temía. ¿No le parece que ya está lo suficientemente delgada?

La sauna y otras lujurias, once.

—Me esperaba una respuesta de este tipo.

La prosa de la depilación, doce.

—Vamos, es increíble, los recita exactamente en el mismo orden que la vez anterior.

—Ya ve que tiene una excelente memoria. Reventar sin adverbio, trece.

—No hay que exagerar. Pero ¿por qué no enumerarlas por orden cronológico?

—¿Incluso se acuerda usted del orden cronológico? La mala gente, catorce. La crucifixión sin pena, quince.

—Sea buena, no siga.

—Con una condición: dígame el título que falta. Su memoria es demasiado buena para haberlo olvidado.

—Pues es verdad. La amnesia tiene sus incoherencias.

El desorden de la liga, dieciséis.

—¿Va a seguir así durante mucho rato?

—El tiempo necesario para tonificar su memoria.

—¿Mi memoria? ¿Ha dicho usted «mi» memoria?

—Exactamente.

—¿Debo interpretar que no ha olvidado la novela en cuestión?

—¿Cómo podría haberla olvidado?

—¿Y entonces por qué no lo dice usted misma?

—Quiero oírlo de sus labios.

—Pero si le repito que ya no me acuerdo.

—No le creo. Podría haber olvidado las demás, pero no ésta.

—¿Qué tiene de extraordinaria?

—Lo sabe usted muy bien.

—No. Soy un genio que ignora.

—No me haga reír.

—Además, si esa novela fuera tan fabulosa, ya me habrían hablado de ella. Sin embargo, eso nunca ha ocurrido. Cuando se habla de mi obra, siempre se citan los mismos cuatro libros.

—Sabe perfectamente que eso no significa nada.

—Oh, ya veo. La señorita es una esnob de tertulia. Es usted de las que exclaman: «Querido, ¿conoce usted a Proust? Pero no En busca del tiempo perdido, no sea vulgar. Le hablo de su artículo aparecido en 1904, en Le Figaro…».

—De acuerdo, soy una esnob. El título que falta, por favor.

—Por desgracia, no me gusta.

—Eso confirma mis sospechas.

—¿Sus sospechas? Lo que hay que oír.

—De acuerdo. Ya que se niega a cooperar, tendré que volver a empezar, ya no recuerdo por dónde iba.

—No hace falta que repita toda su letanía, conoce perfectamente el título que falta.

—Lamentablemente, ¡creo que se me ha vuelto a olvidar! Apología de la dispepsia, uno.

—Una palabra más, y la estrangulo, por muy inválido que esté.

—¿Estrangular? La elección de este verbo me parece reveladora.

—¿Quizá prefiere que la mate de un golpe, como a los conejos?

—Esta vez, querido, no logrará esquivar la cuestión. Hábleme usted de la estrangulación.

—¿Cómo, he escrito un libro que se titulaba así?

—No exactamente.

—Oiga, usted y sus adivinanzas me están resultando de lo más espantoso. Dígame ese título y acabemos de una vez.

—No tengo prisa por acabar. Me estoy divirtiendo mucho.

—Pues es usted la única.

—La situación resulta de lo más gracioso. Pero no perdamos el hilo. Hábleme de la estrangulación, querido.

—No tengo nada que decir al respecto.

—¿Ah, no? Y entonces, ¿por qué me amenazaba?

—Lo decía por hablar, vamos, como si dijera: «¡Váyase a freír espárragos!».

—Sí. Y, sin embargo, como por casualidad, ha preferido amenazarme con estrangularme. Curioso.

—¿Adónde quiere ir a parar? ¿Quizá es usted una maníaca de los lapsus freudianos? Sólo me faltaba eso.

—No creía en los lapsus freudianos. Desde hace un minuto, empiezo a creer en ellos.

—No creía en la eficacia de la tortura verbal. Desde hace unos minutos, empiezo a creer en ella.

—Me halaga usted. Pero pongamos las cartas sobre la mesa, ¿quiere? Tengo todo el tiempo del mundo, y hasta que no desentierre de su memoria el título que falta, hasta que no me hable de la estrangulación, no le soltaré.

—¿No le da vergüenza ensañarse con un anciano inválido, obeso, desamparado y enfermo?

—Desconozco lo que es la vergüenza.

—Otra virtud que sus profesores olvidaron inculcarle.

—Señor Tach, usted tampoco sabe lo que es la vergüenza.

—Normal. No tengo ningún motivo para sentir vergüenza.

—¿No decía usted que sus libros eran nocivos?

—Precisamente: me daría vergüenza no haber perjudicado a la humanidad.

—En este caso, no es la humanidad lo que me interesa.

—Tiene razón, la humanidad no resulta interesante.

—Los individuos son interesantes, ¿no es cierto?

—En efecto, son tan raros…

—Hábleme de un individuo que conoció.

—Pues Céline, por ejemplo.

—Oh, no, Céline, no.

—¿Cómo? ¿A la señorita no le parece lo bastante interesante?

—Hábleme de un individuo al que conoció, de carne y hueso, con el que vivió, habló, etc.

—¿La enfermera?

—No, la enfermera, no. Vamos, sabe adónde quiero llegar. Lo sabe perfectamente.

—No tengo ni idea, pedazo de coñazo.

—Le contaré un hermoso cuento, que ayudará a que su cerebro senil recupere sus recuerdos.

—Eso es. Ya que voy a estar dispensado de hablar durante unos minutos, solicito autorización para comer unos caramelos. Con los tormentos a los que me somete, creo que voy a necesitarlos.

—Autorización concedida.

El novelista se llevó a la boca un enorme caramelo cuadrado.

—Mi historia se inicia con un descubrimiento sorprendente. Como sabe, los periodistas son unos seres desprovistos de escrúpulos. Así que hurgué en su pasado sin consultarle, ya que usted me lo habría prohibido. Veo que sonríe y sé lo que está pensando: que no ha dejado ningún rastro, que es el último representante de una familia, que no ha tenido jamás amigos, resumiendo: que nada podría facilitarme información sobre su pasado. Error, estimado amigo. No hay que fiarse de los testigos hipócritas. No hay que fiarse de los lugares en los que uno ha vivido. Hablan. Veo que vuelve a sonreír. Sí, el castillo de su infancia se incendió hace sesenta y cinco años. Extraño incendio, por cierto, que nunca se explicó.

—¿Cómo ha oído hablar del castillo? —preguntó el obeso con una voz pausada, enviscada de caramelo.

—Fue muy fácil. Investigaciones elementales en los registros, los archivos; a los periodistas, eso se nos da bien. Ya ve, señor Tach, no esperé al día 10 de enero para interesarme por usted. Hace años que estudio su caso.

—¡Qué diligente es usted! Debió de pensar: «Al viejo ya no le queda mucho tiempo, debemos estar preparados para el día de su muerte», ¿no es cierto?

—Deje de hablar mascando un caramelo, resulta asqueroso. Retomo mi relato. Mis investigaciones fueron largas y aventuradas, pero no difíciles. Terminé por encontrar la pista de los últimos Tach de los que se tenía constancia: en 1909, figura el fallecimiento de Casimir y Célestine Tach, muertos ahogados por la marea del Mont-Saint-Michel, lugar al que la joven pareja había viajado. Casados desde hacía dos años, dejaban un hijo de un año; le dejo adivinar de quién se trata. Al enterarse del trágico fallecimiento de su único hijo, los padres de Casimir Tach mueren de pena. Sólo queda un Tach, el pequeño Prétextat. A partir de aquí, seguirle la pista resultó más complicado. Se me ocurrió la brillante idea de averiguar el apellido de soltera de su madre y me enteré de que, así como su padre provenía de una oscura familia, Célestine, en cambio, había nacido con el título de marquesa de Planéze de Saint-Sulpice, una rama actualmente extinguida, que no debe confundirse con la de los condes y condesas de Planéze…

—¿Tiene la intención de repasar el historial de una familia que no es la mía?

—Tiene razón, estoy perdiendo el hilo. Volvamos a los Planéze de Saint-Sulpice: una línea fuertemente desparramada ya en 1909, incluso en los ambientes más abrumadoramente nobles. Al enterarse de la muerte de su hija, el marqués y la marquesa decidieron hacerse cargo de su nieto huérfano, y así fue como, a la edad de un año, se estableció usted en el castillo de Saint-Sulpice. Allí, le miman no sólo su nodriza y sus abuelos, sino sus tíos, Cyprien y Cosima de Planéze, hermano y cuñada de su madre.

—Estos detalles genealógicos tienen un interés que me deja sin habla.

—¿A que sí? ¿Y qué me dice de lo que viene a continuación?

—¿Cómo? ¿Pero todavía no ha terminado?

—Claro que no. Aún no tiene usted dos años, e insisto en contar su vida hasta los dieciocho.

—Eso promete.

—Si me lo hubiera contado usted, yo no habría tenido que hacerlo.

—Y si no tenía ganas de hablar de eso, ¿qué?

—Entonces es que tenía algo que esconder.

—No forzosamente.

—Es demasiado pronto para abordar esta cuestión. Mientras tanto, es usted un bebé adorado por su familia, a pesar del desacertado casamiento de su madre. He visto dibujos del castillo hoy desaparecido: era una maravilla. ¡Qué infancia de ensueño debió de tener usted!

—¿Su periódico es Point de vue Images?

—Tiene usted dos años cuando su tía da a luz a su primera hija, Léopoldine de Planéze de Saint-Sulpice.

—Se le cae la baba con semejante nombre, ¿verdad? Usted nunca podría llevar un nombre así.

—De acuerdo, pero yo, por lo menos, aún estoy viva.

—Para lo que le sirve.

—¿Continúo o prefiere que le ceda la palabra? Su memoria ya debe de haber resucitado.

—Prosiga, se lo ruego, me estoy divirtiendo de lo lindo.

—Mejor, porque aún falta mucho para el final. Así pues, le procuran la única cosa que no tenía: una compañía de su edad. No conocerá jamás las aburridas jornadas de los hijos únicos y sin amigos; evidentemente, no irá jamás a la escuela, ni tendrá compañeros de clase, pero, a partir de aquel momento, tendrá algo mucho mejor: una adorable primita. Se hacen inseparables. ¿Es necesario que especifique el documento que me ha facilitado este tipo de detalles?

—Su imaginación, supongo.

—En parte. Pero la imaginación necesita combustible, estimado señor Tach, y este combustible se lo debo a usted.

—Deje de interrumpirse continuamente, y cuénteme mi infancia, creo que me voy a poner a llorar.

—Bromee usted, querido. Tiene motivos para llorar. Tuvo una infancia demasiado hermosa. Tenía todo lo que uno puede soñar, y aún más: un castillo, una enorme finca con lagos y bosques, caballos, una situación de desahogo material extraordinaria, una familia adoptiva que le mimaba, un preceptor poco autoritario y con tendencia a ponerse enfermo, criados atentos y, sobre todo, tenía usted a Léopoldine.

—Dígame la verdad: usted no es periodista. Se está documentando para escribir una novela rosa.

—¿Rosa? Ya lo veremos. Volvamos a mi relato. Evidentemente, en 1914 estalló la guerra, pero los niños se adaptan a las guerras, sobre todo los niños ricos. Desde lo más profundo de su paraíso, aquel conflicto le parece insignificante y no obstaculiza para nada el curso continuo y lento de su felicidad.

—Querida, es usted una narradora sin igual.

—No tanto como usted.

—Prosiga.

—Los años tardan en pasar. La infancia es una aventura lenta. ¿Qué es un año para un adulto? Para un niño, un año es un siglo, y para usted aquellos siglos eran de oro y de plata. Los abogados suelen invocar una infancia infeliz como circunstancia atenuante. Al sondear su pasado, me he dado cuenta de que una infancia demasiado feliz también puede convertirse en circunstancia atenuante.

—¿Por qué intenta favorecerme con circunstancias atenuantes? No las necesito para nada.

—Ya lo veremos. Léopoldine y usted nunca se separaban. No podían vivir el uno sin el otro.

—Amistad entre primos, es viejo como el mundo.

—¿A este grado de intimidad se le puede llamar amistad entre primos?

—Entre hermano y hermana, si lo prefiere.

—Hermano y hermana incestuosos, entonces.

—¿Eso le sorprende? Ocurre en las mejores familias. A las pruebas me remito.

—Creo que le corresponde contar el resto.

—Ni hablar.

—¿De verdad quiere que continúe?

—Le estaría muy agradecido.

—Me encantaría complacerle, pero si continúo mi relato hasta el punto al que he podido llegar, sólo será una pálida y mediocre paráfrasis de la más hermosa, insólita y desconocida de sus novelas.

—Me encantan las paráfrasis pálidas y mediocres.

—Peor para usted. Usted se lo ha buscado. Por cierto, ¿me da la razón?

—¿Respecto a qué?

—Por haber incluido esta novela entre las obras con dos personajes femeninos, y no entre las de tres.

—Le doy absolutamente la razón, querida.

—En ese caso, ya no le temo a nada. El resto es literatura, ¿verdad?

—El resto es, efectivamente, mi obra. En aquella época, mi único papel era mi vida, mi única tinta era mi sangre.

—O la de los otros.

—No era de los otros.

—¿Qué era, pues?

—Nunca lo he sabido; pero no era sangre ajena, de eso estoy seguro. Sigo esperando sus paráfrasis, querida.

—Es verdad. Los años pasan y pasan bien, demasiado bien. Léopoldine y usted sólo han conocido este tipo de vida y, sin embargo, son conscientes de su anormalidad y de su exceso de suerte. Desde lo más profundo de su Edén, empiezan a sentir lo que denominan «la angustia de los elegidos», cuya máxima es la siguiente: «¿Cuánto tiempo puede durar semejante perfección?». Como todas las angustias, ésta lleva su euforia hasta su punto más álgido y, al mismo tiempo, la fragiliza de un modo cada vez más peligroso. Los años siguen pasando. Usted tiene catorce, su prima doce. Han alcanzado el punto culminante de la infancia, lo que Tournier denomina la «plena madurez de la infancia». Modelados por una vida de ensueño, son ustedes unos niños maravillosos. Nunca se lo han dicho, pero son conscientes de que les espera una terrible degradación, que se ensañará con sus cuerpos perfectos y con sus caracteres no menos perfectos para convertirlos en unas atormentadas víctimas del acné. Aquí, sospecho que usted estuvo en el origen del proyecto demencial que siguió a continuación.

—Ya empezamos, ya pretende disculpar a mi cómplice.

—No veo de qué tendría que disculparla. ¿La idea era de usted, no es cierto?

—Sí, pero no se trataba de una idea criminal.

—En principio no, pero se convertiría en criminal debido a sus consecuencias y, sobre todo, debido a la imposibilidad de llevarla a la práctica, que tenía que surgir tarde o temprano.

—Tarde, en este caso.

—No nos anticipemos. Usted tiene catorce años, Léopoldine doce. Ella siente devoción por usted y puede hacerle tragar cualquier cosa.

—No era cualquier cosa.

—No, era peor. La convence de que la pubertad es el peor de los males y de que puede evitarse.

—Puede evitarse.

—¿Lo sigue creyendo?

—Nunca he dejado de creerlo.

—Siempre ha estado usted loco.

—Desde mi punto de vista, siempre he sido el único que está en su sano juicio.

—Evidentemente. A los catorce años, está en su sano juicio hasta tal punto que decide solemnemente no entrar jamás en la adolescencia. Su influencia sobre su prima es tal que le hace prestar un juramento idéntico al suyo.

—¿No resulta adorable?

—Según. Porque entonces usted ya es Prétextat Tach y decorará su grandioso juramento con disposiciones punitivas no menos grandiosas en caso de perjurio. En otras palabras, jura y hace jurar a Léopoldine que, si cualquiera de los dos traiciona su promesa y se convierte en púber, el otro lo matará, pura y simplemente.

—¡Con sólo catorce años, un alma de gigante!

—Supongo que otros niños han concebido el proyecto de no abandonar nunca la infancia, con éxitos diversos pero siempre precarios. Ustedes dos, sin embargo, parecen conseguirlo. También es verdad que invierten en ello una determinación poco habitual. Y usted, el gigante del asunto, inventa toda clase de medidas pseudocientíficas para que sus cuerpos resulten impropios de la adolescencia.

—No tan pseudocientíficas, puesto que resultan eficaces.

—Ya lo veremos. Me pregunto cómo ha sobrevivido a semejantes tratamientos.

—Éramos felices.

—¡A qué precio! ¿Dónde demonios fue a buscar su cerebro unos preceptos tan retorcidos? En fin, tenía la excusa de tener catorce años.

—Si pudiera, lo volvería a hacer.

—Ahora tiene la excusa de la senilidad.

—Tendré que creer que siempre he sido senil o pueril, ya que mis ideas no han cambiado.

—Viniendo de usted, no me sorprende. Ya en 1922, estaba chiflado. Había creado ex nihilo lo que usted llamaba una «higiene de infancia eterna»; en aquella época, la palabra abarcaba todos los campos de la salud mental y física: la higiene era una ideología. La que usted inventa merecería mejor el nombre de antihigiene, hasta tal punto es malsana.

—Muy sana, al contrario.

—Convencido de que la pubertad actúa durante el sueño, decreta que ya no hay que dormir, o nunca más de dos horas diarias. Una vida esencialmente acuática le parece ideal para retener la infancia: a partir de entonces, Léopoldine y usted pasarán días y noches enteras nadando en los lagos de la finca, a veces incluso en invierno. Comen lo estrictamente necesario. Algunos alimentos están prohibidos y otros recomendados en virtud de principios que me parecen una muestra de la más alta fantasía: prohíbe las comidas juzgadas demasiado «adultas», como el pato a la naranja, la sopa de bogavante y los alimentos de color negro. En cambio, recomienda los champiñones no venenosos, pero famosos por no ser propios para el consumo, como el pedo de lobo, del que se atiborran cuando es temporada. Para combatir el sueño, se provee con cajas de té keniata extraordinariamente fuerte, del que han oído hablar mal a su abuela: lo prepara fuerte como la tinta, toma dosis impresionantes, idénticas a las que le administra a su prima.

—Que lo consentía con mucho gusto.

—Digamos mejor que le amaba.

—Yo también la amaba.

—A su manera.

—¿No admite mi manera?

—Lítotes.

—¿Quizá le parece que los demás lo hacen mejor? No conozco nada más vil que lo que ellos llaman amar. ¿Sabe a qué le llaman amar? A esclavizar, dejar preñada y afear a una infeliz: a eso le llaman amar los seres supuestamente de mi sexo.

—¿Ahora se las da de feminista? Pocas veces me ha parecido usted menos convincente.

—Es usted rematadamente estúpida, Dios mío. Lo que acabo de decir se sitúa en las antípodas del feminismo.

—¿Por qué no intenta ser claro, aunque sólo sea por una vez?

—¡Pero si soy transparente! Usted es la que se niega a admitir que mi forma de amar sea la más hermosa.

—Mi opinión al respecto no tiene ningún interés. En cambio, me habría gustado saber lo que opinaba Léopoldine.

—Léopoldine fue, gracias a mí, la más feliz.

—¿La más feliz de qué? ¿De las mujeres? ¿De las locas? ¿De las enfermas? ¿De las víctimas?

—Mea usted fuera de tiesto. Ella fue, gracias a mí, la más feliz de las niñas.

—¿Niña? ¿Con quince años?

—Exactamente. A la edad en que las niñas se convierten en seres monstruosos, llenas de granos, culonas, malolientes, peludas, tetudas, con esas caderas, intelectuales, antipáticas, estúpidas —en una palabra: mujeres—, a esa edad siniestra, digo, Léopoldine era la más hermosa de las niñas, la más feliz, la más analfabeta, la más sabia; era la niña más infantil, y todo únicamente gracias a mí. Gracias a mí, mi amada habrá evitado el calvario de convertirse en mujer. Le reto a que encuentre un amor más hermoso que éste.

—¿Está absolutamente seguro de que su prima no deseaba convertirse en mujer?

—¿Cómo habría podido desear algo semejante? Era demasiado inteligente para eso.

—No le estoy pidiendo que me responda con conjeturas. Le pregunto si, sí o no, le dio a usted su consentimiento, si, sí o no, le dijo en términos claros: «Prétextat, prefiero morir a abandonar la infancia».

—No era necesario que me lo dijera en términos claros. Era evidente.

—Lo que me temía: nunca le dio su consentimiento.

—Le repito que habría resultado inútil. Yo sabía lo que ella quería.

—Sabía sobre todo lo que usted quería.

—Ella y yo queríamos lo mismo.

—Claro.

—¿Qué intenta insinuar, pequeña miserable? ¿Acaso cree conocer a Léopoldine mejor que yo?

—Cuanto más hablo con usted, más lo creo.

—Supongo que vale más oír esto que ser sordo. Voy a decirle una cosa que seguramente ignora, pedazo de hembra: nadie ¿comprende?, nadie conoce mejor a un individuo que su asesino.

—A eso quería yo llegar. ¿Confiesa usted?

—¿Confesar? No confieso nada; usted ya sabía que la había matado.

—Pues fíjese que todavía me quedaba una duda. Resulta difícil convencerse de que un premio Nobel pueda ser un asesino.

—¿Cómo dice? ¿No sabía que los asesinos son los que más probabilidades tienen de recibir el premio Nobel? Fíjese en Kissinger, en Gorbachov…

—Sí, pero usted es premio Nobel de Literatura.

—¡Precisamente! Los premios Nobel de la Paz son a menudo asesinos, mientras que los premios Nobel de Literatura siempre son asesinos.

—No hay manera de hablar en serio con usted.

—Nunca he hablado más en serio.

—Maeterlinck, Tagore, Pirandello, Mauriac, Hemingway, Pasternak, Kawabata, ¿todos asesinos?

—¿Ahora se entera?

—Sí.

—La de cosas que le habré enseñado.

—¿Y puede saberse cuáles son sus fuentes de información?

—Prétextat Tach no necesita fuentes de información. Las fuentes de información son buenas para los demás.

—Ya veo.

—No, usted no ve nada. Ha estudiado mi pasado, ha hurgado en mis archivos y se ha sorprendido al tropezar con un asesinato. Lo contrario habría resultado todavía más sorprendente. Si se hubiera molestado en hurgar en los archivos de estos premios Nobel con tanta minuciosidad, sin duda habría descubierto la tira de asesinatos. De no ser así, nunca les habrían dado el premio Nobel.

—Acusaba al periodista anterior de invertir las causalidades. Usted no las invierte, hace un nudo con ellas.

—Le aviso generosamente que si intenta enfrentarse a mí en el terreno de la lógica, no tiene ninguna oportunidad.

—Teniendo en cuenta lo que usted entiende por lógica, no me extraña. Pero no he venido aquí para discutir.

—¿Para qué ha venido, pues?

—Para tener la seguridad de que era usted un asesino. Gracias por haber eliminado mi última duda: se ha tragado usted mi farol.

El obeso emitió una larga risa repugnante.

—¡Su farol! ¡Fantástico! ¿Se cree capaz de engañarme?

—Tengo motivos para considerarme capaz, puesto que acabo de hacerlo.

—Pobrecita, estúpida pretenciosa. Sepa que farolear es sacarle algo a alguien. Usted, sin embargo, no ha conseguido sacarme nada porque yo le he ofrecido la verdad de entrada. ¿Por qué iba a confesar que soy un asesino? No tengo nada que temer de la justicia, me moriré dentro de dos meses.

—¿Y su reputación póstuma?

—Aún resultará más grandiosa. Ya me parece estar viendo los escaparates de las librerías: «Prétextat Tach, el premio Nobel asesino». Mis libros se venderán como rosquillas. Mis editores se frotarán las manos. Créame, este asesinato es un excelente negocio para todos.

—¿También para Léopoldine?

—Sobre todo para Léopoldine.

—Volvamos a 1922.

—¿Por qué no a 1925?

—No vaya tan deprisa. No hay que hacer una elipsis con esos tres años, son fundamentales.

—Es verdad. Son fundamentales: no se pueden contar.

—Sin embargo, usted los ha contado.

—No, yo los he escrito.

—No juguemos con las palabras, ¿quiere?

—¿Le dice eso a un escritor?

—No estoy hablando con el escritor, sino con el asesino.

—Es la misma persona.

—¿Está seguro?

—Escritor, asesino: dos aspectos de un mismo oficio, dos conjugaciones del mismo verbo.

—¿Qué verbo?

—El verbo más raro y más difícil: el verbo amar. ¿No resulta divertido que nuestros gramáticos escolares hayan escogido como paradigma el verbo cuyo sentido resulta más incomprensible? Si fuera maestro, sustituiría ese verbo esotérico por un verbo más accesible.

—¿Matar?

—Matar tampoco es fácil. No, un verbo vulgar y común como votar, parir, entrevistar, trabajar…

—Gracias a Dios, no es usted maestro. ¿Sabe que resulta extraordinariamente difícil lograr que responda a una pregunta? Tiene la habilidad de escurrirse, de cambiar de tema, de escabullirse en todas las direcciones. Hay que llamarle al orden constantemente.

—Presumo de ello.

—Esta vez no se escapará: 1922-1925, tiene usted la palabra.

Silencio pesado.

—¿Quiere un caramelo?

—Señor Tach, ¿por qué desconfía de mí?

—No desconfío de usted. Para serle sincero, no veo qué podría contarle. Éramos perfectamente felices y nos amábamos divinamente. ¿Qué podría contarle aparte de tonterías de este tipo?

—Le ayudaré.

—Me temo lo peor.

—Hace veinticuatro años, tras su menopausia literaria, dejó una novela sin terminar. ¿Por qué?

—Ya se lo dije a uno de sus colegas. Todo escritor que se precie debe dejar por lo menos una novela inacabada, sin lo cual no resultaría convincente.

—¿Conoce a muchos escritores vivos que publiquen novelas inacabadas?

—No conozco a ninguno. Soy más listo que los demás, sin duda: recibo, en vida, honores de los cuales los escritores ordinarios sólo disfrutan a título póstumo. Por parte de un escritor en ciernes, una novela inacabada se considera un acto de torpeza, de juventud todavía no dominada; pero por parte de un gran escritor reconocido, una novela inacabada es el colmo de lo chic. Queda muy «genio detenido en su carrera», «crisis de angustia del titán», «deslumbramiento frente a lo inefable», «visión mallarmeniana del libro que aún está por llegar», en definitiva, se cotiza.

—Señor Tach, creo que no ha entendido mi pregunta. No le estoy preguntando por qué dejó una novela inacabada, sino por qué dejó esta novela inacabada.

—Bueno, mientras la escribía me di cuenta de que aún no había parido la novela inacabada necesaria para mi celebridad, bajé la mirada sobre mi manuscrito y pensé: «¿Y por qué no ésta?». Entonces, dejé el bolígrafo y no añadí ni una sola línea.

—¿No pretenderá que me lo crea?

—¿Por qué no?

—Dice usted: «Dejé el bolígrafo y no añadí ni una sola línea». Habría sido mejor decir: «Dejé el bolígrafo y no escribí ni una sola línea nunca más». ¿No le parece extraño que, tras esta famosa novela inacabada, no pudiera escribir nunca más, usted que había escrito todos los días durante treinta y seis años?

—Algún día tenía que detenerme.

—Sí, pero ¿por qué aquel día?

—No busque sentidos ocultos en un fenómeno tan banal como la vejez. Tenía cincuenta y nueve años, me jubilé. ¿Hay algo más normal?

—De la noche a la mañana, ni una línea más: ¿la vejez le cayó encima en un solo día?

—¿Por qué no? Uno no envejece todos los días. Puede pasar diez años, veinte años sin envejecer y, de pronto, sin motivo concreto, acusar el golpe de esos veinte años en dos horas. Ya lo verá, a usted también le ocurrirá. Una noche, se mirará al espejo y pensará: «¡Dios mío, he envejecido diez años desde esta mañana!».

—Sin motivo concreto, ¿de verdad?

—Sin otro motivo que el del tiempo que todo lo estropea.

—No le eche la culpa al tiempo, señor Tach. Usted le echó una mano, las dos manos, diría yo.

—La mano, sede del placer del escritor.

—Las manos, sede del placer del estrangulador.

—El estrangulamiento es algo agradable, en efecto.

—¿Para el estrangulador o para el estrangulado?

—Por desgracia, sólo he conocido una de las dos situaciones.

—No desespere.

—¿Qué quiere decir?

—No lo sé. Pero me saca de quicio con sus diversiones. Hábleme de ese libro, señor Tach.

—Ni hablar, señorita, eso le corresponde a usted.

—De todos los que ha escrito, es el que prefiero.

—¿Por qué? ¿Por qué hay un castillo, nobles y una historia de amor? Cómo se nota que es usted mujer.

—Me gustan las historias de amor, es cierto. A menudo pienso que, aparte del amor, nada resulta interesante.

—Virgen santa.

—Ironice tanto como quiera, no podrá negar que usted escribió ese libro y que se trata de una historia de amor.

—Si usted lo dice.

—De hecho, es la única historia de amor que ha escrito jamás.

—Me tranquiliza usted.

—Vuelvo a plantearle mi pregunta, querido: ¿por qué dejó esa novela inacabada?

—Crisis de imaginación, quizá.

—¿Imaginación? No necesitaba imaginación para escribir este libro, narraba hechos reales.

—¿Y usted qué sabe? No estaba allí para comprobarlo.

—¿Mató a Léopoldine, verdad?

—Sí, pero eso no demuestra que el resto sea verídico. El resto es literatura, señorita.

—Pues yo creo que todo lo que hay en ese libro es verídico.

—Si le hace ilusión.

—Más allá de la ilusión, tengo buenos razones para pensar que esta novela es estrictamente autobiográfica.

—¿Buenas razones? Cuénteme eso, nos reiremos un poco.

—Los archivos ya han confirmado el castillo, del que usted ofrece exactas descripciones. Los personajes tienen los mismos nombres que en la realidad, salvo usted, claro, pero Philémon Tractatus es un seudónimo transparente, basta fijarse en las iniciales. Además, los registros confirman la muerte de Léopoldine en 1925.

—Archivos, registros: ¿a eso le llama realidad?

—No, pero si ha respetado esa realidad oficial, tengo motivos para deducir que también ha respetado realidades más secretas.

—Débil argumento.

—Tengo otros: el estilo, por ejemplo. Un estilo infinitamente menos abstracto que el de sus anteriores novelas.

—Argumento todavía más débil. El impresionismo que le sirve de sentido crítico de ningún modo puede ser considerado una prueba, sobre todo en materia de estilística: las ilotas de su calaña nunca desbarran tanto como cuando se trata del estilo de un escritor.

—Por último, tengo un argumento tan contundente que ni siquiera es un argumento.

—¿Qué clase de tontería es ésa?

—No es un argumento, es una foto.

—¿Una foto? ¿De qué?

—¿Sabe por qué nadie ha sospechado jamás que esta novela era una autobiografía? Porque el protagonista, Philémon Tractatus, era un espléndido chico esbelto de rostro admirable. No mintió del todo cuando les dijo a mis colegas que es feo y obeso desde los dieciocho años. Digamos que mintió por omisión, ya que durante todos los años anteriores, fue usted extraordinariamente hermoso.

—¿Y usted qué sabe?

—He encontrado una foto.

—Imposible. Nunca me fotografiaron antes de 1948.

—Lamento pillar en falso su memoria. He encontrado una foto en cuyo dorso está escrito en lápiz: «Saint-Sulpice-1925».

—Enséñemela.

—Se la enseñaré cuando esté segura de que no intentará destruirla.

—Ya veo, es un farol.

—No es ningún farol. Fui en peregrinación hasta Saint-Sulpice. Lamento comunicarle que, sobre el lugar del antiguo castillo, del que ya no queda nada, se ha construido una cooperativa agrícola. La mayor parte de los lagos han sido cubiertos con tierra, y el valle ha sido transformado en un vertedero. Lo siento, no me inspira usted ninguna piedad. Sobre el terreno, interrogué a todos los ancianos que encontré. Todavía recuerdan el castillo y a los marqueses de Planéze de Saint-Sulpice. Incluso recuerdan al pequeño huérfano adoptado por sus abuelos.

—Me pregunto cómo esa gentuza podría acordarse de mí si nunca mantuve contacto con ellos.

—Existen todo tipo de contactos. Quizá no hablaban con usted, pero le veían.

—Imposible. Nunca salía de la finca.

—Pero los amigos de sus abuelos los visitaban, y a su tío y a su tía.

—Nunca hacían fotos.

—Error. Escúcheme, desconozco en qué circunstancias fue tomada esa foto, ni por quién —mis explicaciones tan sólo eran hipótesis—, pero el hecho es que esa foto existe. Aparece usted frente al castillo, con Léopoldine.

—¿Con Léopoldine?

—Una hermosa niña de pelo oscuro, sólo puede tratarse de ella.

—Enséñeme esa foto.

—¿Qué piensa hacer con ella?

—Enséñeme esa foto, le digo.

—Me la dio una anciana del pueblo. Ignoro cómo había llegado hasta sus manos. No importa demasiado: la identidad de los dos niños está fuera de toda duda. Niños, sí, incluso usted que, con dieciocho años, no presenta signo alguno de adolescencia. Es muy curioso: ambos son altos, delgados, pálidos, pero sus rostros y sus largos cuerpos son perfectamente infantiles. Por otra parte, no parecen normales: parecen dos gigantes de doce años. Sin embargo, el resultado es espléndido: esos rasgos menudos, esos ojos ingenuos, esos rostros demasiado pequeños en proporción al cráneo, coronando unos troncos pueriles, con unas piernas delgaduchas e interminables; eran ustedes un cromo. Como para creer en la eficacia de sus preceptos de higiene, y que los pedos de lobo son un secreto de belleza. El más chocante es usted. ¡Irreconocible!

—Si estoy irreconocible, ¿cómo sabe que soy yo?

—Aparte de usted, no veo quién más podría ser. Además, conserva la misma piel blanca, lisa, imberbe; de hecho, es lo único que ha conservado. Era usted tan guapo, tenía los rasgos tan puros, los miembros tan finos y una complexión tan asexuada… los ángeles no deben de ser muy distintos.

—Ahórreme sus beaterías, ¿quiere? Y enséñeme esa foto, en vez de decir chorradas.

—¿Cómo ha podido cambiar tanto? Antes decía que a los dieciocho años ya era como ahora, y estoy dispuesta a creerle, pero en este caso, la estupefacción aún es mayor: ¿cómo pudo, en menos de un año, truncar su apariencia seráfica por la monstruosa inflamación que tengo ante mí? Porque no sólo ha triplicado su peso, no sólo su rostro se ha convertido en bovino, sino que sus rasgos refinados se han espesado hasta pregonar todos los caracteres de la vulgaridad…

—¿Ha terminado ya de insultarme?

—Sabe muy bien que es feo. De hecho, no deja de calificarse usted mismo con adjetivos mucho peores.

—Me los sirvo yo mismo con bastante inspiración, pero no tolero que los demás me los sirvan. ¿Está claro?

—Me importa un bledo que lo tolere o no. Es usted monstruoso, eso está claro, y resulta increíble ser tan monstruoso cuando uno ha sido tan guapo.

—No tiene nada de increíble, ocurre constantemente. Sólo que, normalmente, no ocurre tan deprisa.

—Ya está, ha vuelto usted a confesar.

—¿Cómo dice?

—Sí. Al decir eso, está reconociendo implícitamente la veracidad de mis palabras. A los diecisiete años, era usted exactamente como le acabo de describir, y como ninguna foto, por desgracia, le ha inmortalizado.

—Lo sabía. ¿Pero cómo ha logrado describirme tan bien?

—Me he limitado a parafrasear las descripciones que, en su novela, hace de Philémon Tractatus. Quería comprobar si era usted igual al personaje que describía: para saberlo, no me quedaba más remedio que echarme un farol, ya que se negaba a responder a mis preguntas.

—Es usted una carroñera de mierda.

—Hurgar entre la mierda funciona: ahora sé con certeza que su novela es estrictamente autobiográfica. Tengo motivos para sentirme orgullosa pues disponía de los mismos elementos que cualquier otro. Sin embargo, he sido la única que ha olido la verdad.

—Eso es, siéntase orgullosa.

—Imagine que ahora vuelvo a plantearle mi primera pregunta: ¿por qué Higiene del asesino es una novela inacabada?

—¡Aquí lo tiene, el título que nos faltaba!

—No se haga el sorprendido, no pararé hasta que me conteste: ¿por qué esta novela carece de final?

—Podría hacerse la pregunta de un modo más metafísico: ¿por qué esta carencia de final es una novela?

—Su metafísica no me interesa. Responda a mi pregunta: ¿por qué esta novela está inacabada?

—Dios mío, ¡no sea usted coñazo! ¿Por qué no tendrá derecho esta novela a permanecer inacabada?

—El derecho no tiene nada que ver en esta historia. Escribía usted hechos reales con una finalidad real: entonces, ¿por qué no terminar la novela? Tras el asesinato de Léopoldine, se detiene usted en el vacío. ¿Tan difícil resultaba cerrar el caso, ponerle fin en la forma debida?

—¡Difícil! Sepa, pequeña estúpida, que nada es difícil de escribir para Prétextat Tach.

—Razón de más. Ese no-final imperfecto resulta aún más absurdo.

—¿Quién es usted para determinar lo absurdo de mis decisiones?

—No determino, pregunto.

De pronto, el anciano tuvo el aspecto de un viejo de ochenta y tres años.

—No es usted la única. Yo también me lo pregunto, y no encuentro ninguna respuesta. Pude elegir diversas escenas finales para aquel libro: ya sea el mismo asesinato, ya sea la noche en que sucedió, ya sea mi metamorfosis física, ya sea el incendio del castillo, un año más tarde…

—El incendio fue cosa suya, ¿verdad?

—Claro. Sin Léopoldine, Saint-Sulpice se había convertido en un lugar insoportable. Además, la sospecha familiar de la que era objeto empezaba a irritarme. Así pues, decidí deshacerme del castillo y de sus ocupantes. No pensaba que arderían tan bien.

—Evidentemente, el respeto por la vida humana no es uno de sus fuertes, pero ¿no sintió escrúpulos al incendiar un castillo del siglo XVII?

—Los escrúpulos tampoco se me dan demasiado bien.

—Claro. Volvamos a nuestro final o, mejor dicho, a nuestra ausencia de final. ¿Así, pretende ignorar la razón de esta falta de conclusión?

—Puede creerme. Sí, tenía dónde elegir en materia de finales elegantes, pero ninguno parecía convencerme del todo. No lo sé: era como si hubiera esperado otra cosa, que sigo esperando desde hace veinticuatro años o, si lo prefiere, desde hace setenta años.

—¿Qué otra cosa? ¿Una resurrección de Léopoldine?

—Si lo supiera, no habría dejado de escribir.

—Así que no me equivocaba al relacionar la falta de final de esta novela con su famosa menopausia literaria.

—Claro que no se equivocaba. ¿Y eso le parece motivo suficiente para sentirse orgullosa? Cuando se es periodista, tener razón sólo requiere un poco de habilidad. Cuando se es escritor, tener razón es algo que no existe. Su oficio es de una facilidad repugnante. Mi oficio, en cambio, es peligroso.

—Y usted se las apaña para que resulte todavía más peligroso.

—¿A qué me suena este extraño cumplido?

—No sé si se trata de un cumplido. No sé si hay que considerar admirable o insensato exponerse como usted se expone. ¿Puede decirme qué le ocurrió el día que decidió contar con pelos y señales no sólo la historia que más amaba, sino también la que presentaba los mayores riesgos de llevarle ante los tribunales? ¿A qué oscura perversión cedió usted al ofrecer a la humanidad, con su pluma más hermosa, un acto de autoacusación de una transparencia tan llamativa?

—¡Pero a la humanidad le importa un bledo! La prueba: hace veinticuatro años que esa novela se pudre en las bibliotecas y nadie, ¿me oye?, nadie me ha hablado nunca de ella. Y es normal, ya que, cómo le decía, nadie me ha leído.

—¿Y yo?

—Cantidad despreciable.

—¿Qué prueba tiene de que no existen otras cantidades despreciables como yo?

—Una prueba deslumbrante: si, aparte de usted, otros me hubieran leído —digo leer en el sentido carnívoro del término—, hace tiempo que estaría entre rejas. Usted me hacía una pregunta muy interesante pero cuya respuesta me sorprende no le haya saltado a la vista. Aquí tiene usted un asesino huido desde hace cuarenta y dos años. Sus crímenes siempre han sido ignorados y se ha convertido en un escritor famoso. Lejos de acomodarse a una situación tan confortable, resulta que ese enfermo se lanza a una absurda apuesta, ya que tiene mucho que perder y nada que ganar; nada que ganar, salvo una demostración de lo más cómico.

—Déjeme adivinarlo: pretende demostrar que nadie le lee.

—Mejor aún: pretende demostrar que incluso las raras personas que lo leen —esa gente existe— lo habrán leído sin leerlo.

—A eso le llamo yo hablar claro.

—Pues claro. Sabe usted, siempre hay un puñado de ociosos, de vegetarianos, de críticos nocivos, de estudiantes masoquistas o incluso de curiosos que llegan a leer los libros que compran. Era a ese tipo de gente a la que quería poner a prueba. Quería demostrar que podía escribir las peores atrocidades sobre mí con total impunidad: este acto de autoacusación, como lo define usted con precisión, es rigurosamente auténtico. Sí, señorita, tenía usted razón de cabo a rabo: en este libro, ningún detalle es inventado. Se podrían, claro está, buscar excusas para los lectores: nadie sabe nada de mi infancia, no es el primer libro espantoso que escribo, cómo imaginar que haya podido ser tan guapo, etc… Pero yo afirmo que esas excusas no valen. ¿Conoce la crítica que leí en un periódico hace veinticuatro años referida a Higiene del asesino? «Un cuento de hadas rico en símbolos, una metáfora onírica del pecado original y, por ende, de la condición humana». ¡Cuando le decía que me leen sin leerme! Puedo permitirme el lujo de escribir las verdades más arriesgadas, sólo verán en ello metáforas. No tiene nada de sorprendente: el pseudolector, acorazado en su escafandra, pasa con toda impermeabilidad a través de mis frases más sangrantes. De vez en cuando, exclama, satisfecho: «¡Qué hermoso símbolo!». Es lo que se llama la lectura limpia. Un invento maravilloso, muy agradable para ser practicado en la cama antes de acostarse; relaja y ni siquiera mancha las sábanas.

—¿Qué habría preferido? ¿Que le leyeran en un matadero, o en Bagdad, durante un bombardeo?

—Claro que no, estúpida. No hablo del lugar de lectura sino de la lectura en sí misma. Me habría gustado que me leyeran sin el traje de buzo, sin rejas, sin vacuna y a decir verdad, sin adverbio.

—Debería saber que este tipo de lectura no existe.

—No lo sabía al principio, pero ahora, a la luz de mi brillante demostración, crea que ya lo sé.

—¿Y qué? ¿No le parece motivo de satisfacción que haya tantas lecturas como lectores?

—Usted no me ha comprendido: no hay lectores y no hay lecturas.

—Pues claro que sí, existen lecturas diferentes a la suya, eso es todo. ¿Por qué iba a ser la suya la única admisible?

—Oh, basta ya, deje de recitarme su manual de sociología. Además, me encantaría saber lo que diría su manual de sociología acerca de la situación edificante que he provocado: un escritor-asesino se denuncia abiertamente y ningún lector es lo bastante listo para darse cuenta.

—Me importan un bledo las opiniones de los sociólogos y, personalmente, creo que un lector no es un policía y que, si nadie le ha buscado problemas tras la aparición de este libro, es una buena señal: significa que Fouquier-Tinville ya no está de moda, que la gente tiene una mentalidad más abierta y que es capaz de una lectura civilizada.

—Ya, comprendo: está usted podrida, como los demás. He sido estúpido al considerarla diferente de la masa.

—Por desgracia, debo pensar que lo soy un poco, ya que soy la única representante de mi especie que ha olido la verdad.

—Admitamos que no le falta olfato. Eso es todo. Ya lo ve, me decepciona usted.

—Eso es casi un cumplido. ¿Debo pensar que, por unos minutos, he podido inspirarle una mejor opinión?

—Ríase si quiere: sí. Usted no escapa a la banalidad humana, pero tiene una rarísima cualidad.

—Me muero de ganas por saber cuál es.

—Creo que se trata de una cualidad innata, y constato con alivio que sus estúpidos aprendizajes no han logrado corromperla.

—¿Cuál es, pues, esta virtud?

—Usted, por lo menos, sabe leer.

Silencio.

—¿Qué edad tiene, señorita?

—Treinta años.

—El doble de Léopoldine cuando murió. Pobrecita, ésta es su circunstancia atenuante: ha vivido demasiado.

—¡Cómo! ¿Ahora soy yo la que necesita circunstancias atenuantes? El mundo al revés.

—Comprenda que busco una explicación: tengo ante mí a una persona de agudo ingenio, y dotada del raro don de la lectura. Así que me pregunto qué ha podido mancillar tan bellas aptitudes. Usted acaba de facilitarme una respuesta: el tiempo. Treinta años es demasiado.

—¿Y me lo dice usted, a su edad?

—Yo fallecí a los diecisiete años, señorita. Y para los hombres, no es lo mismo.

—Ya empezamos.

—Es inútil que adopte un tono sarcástico, pequeña, sabe que es verdad.

—¿Qué es lo que es verdad? Quiero oírselo decir claramente.

—Peor para usted. Allá va: que a los hombres se les puede perdonar todo. A las mujeres, no. Sobre este último punto, soy mucho más preciso y franco que los demás: la mayoría de los machos conceden a las hembras un respiro más o menos largo antes de olvidarlas, lo que resulta mucho más cobarde que cargárselas. Este respiro me parece absurdo e incluso desleal con las hembras: a causa de esta demora, ellas imaginan que las necesitan. La verdad es que desde el mismo instante en que se han convertido en mujer, desde el mismo instante en que han abandonado la infancia, deben morir. Si los hombres fueran caballeros, las matarían el día de su primera regla. Pero los hombres nunca han sido galantes, prefieren dejar que esas infelices se arrastren de sufrimiento en sufrimiento antes que tener la bondad de eliminarlas. Sólo conozco a un macho que haya tenido la suficiente grandeza, respeto, amor, sinceridad y educación para hacerlo.

—Usted.

—Exactamente.

La periodista inclinó la cabeza hacia atrás. La carcajada empezó, ronca y lentamente. Aceleró paulatinamente, escalando las octavas con cada nuevo ritmo, hasta convertirse en un prolongado ataque de tos. Era la carcajada llevada a su extremo patológico.

—¿Le hago reír?

—…

La hilaridad no le permitía hablar.

—La risa loca: he aquí otra enfermedad femenina. Nunca he visto a un hombre desternillarse de risa como hacen las mujeres. Debe de provenir del útero: todas las porquerías de la vida vienen del útero. Según tengo entendido, las niñas no tienen útero y, si lo tienen, es un juguete, una parodia de útero. A partir del momento en el que el falso útero se convierte en auténtico, hay que matar a las niñas, para evitarles el tipo de espantosa y dolorosa histeria de la cual es usted víctima en estos momentos.

—Ah.

Aquel «Ah» era el clamor de un vientre agotado, aún sacudido por mórbidos espasmos.

—Pobrecita. Se han portado mal con usted. ¿Quién es el cabrón que no la mató en la pubertad? Aunque quizá no tenía un amigo de verdad en aquella época. Por desgracia, creo que Léopoldine fue la única que tuvo suerte.

—Pare, no puedo más.

—Comprendo su reacción. El descubrimiento tardío de la verdad, la repentina toma de conciencia de su fracaso, debe de resultar muy chocante. ¡Su útero debe de haber sufrido un duro golpe! ¡Pobrecita hembra! ¡Pobre criatura cobardemente perdonada por los machos! Crea que la compadezco.

—Señor Tach, es usted el individuo más sorprendente y más divertido que he encontrado jamás.

—¿Divertido? No la comprendo.

—Le admiro. Haber logrado inventar una teoría tan chiflada y coherente a la vez es formidable. Primero pensé que iba a contarme las banales ineptitudes machistas. Pero le he subestimado. Su explicación es grandiosa y sutil a la vez: simplemente, hay que exterminar a las mujeres, ¿verdad?

—Claro. Si las mujeres no existieran, las cosas funcionarían por fin como les interesa a las mujeres.

—Una solución que resulta de lo más ingeniosa. ¿Cómo es posible que no se le haya ocurrido a nadie?

—En mi opinión, ya se le había ocurrido a alguien, pero nadie antes que yo había tenido el valor de llevar a cabo este proyecto. Ya que, al fin y al cabo, esta idea está al alcance de cualquiera. El feminismo y el antifeminismo son las plagas del género humano; el remedio es evidente, simple, lógico: hay que eliminar a las mujeres.

—Señor Tach, es usted un genio. Le admiro y estoy encantada de haberle conocido.

—Le sorprenderé: yo también estoy contento de haberla conocido.

—No lo dirá usted en serio.

—Al contrario. En primer lugar, me admira por lo que soy y no por lo que imagina que soy: un punto a su favor. Luego, sé que voy a poderle hacer un favor, y eso me encanta.

—¿Qué favor?

—¿Cómo que qué favor? Lo sabe desde el principio.

—¿Debo entender que también tiene intención de eliminarme?

—Empiezo a pensar que se lo merece.

—El elogio es grande, señor Tach, y crea que me siento conmovida, pero…

—Veo que, en efecto, se ha ruborizado.

—No se tome esta molestia.

—¿Por qué? Pienso que se lo merece. Es usted mucho mejor de lo que creía al principio. Tengo muchas ganas de ayudarla a morir.

—Me conmueve, pero no se moleste; no me gustaría que tuviera problemas por mi culpa.

—Vamos, pequeña, no corro ningún peligro: sólo me queda un mes y medio de vida.

—No quisiera que su reputación póstuma se viera manchada por mi culpa.

—¿Manchada? ¿Por qué iba a mancharse por una buena obra como ésa? ¡Al contrario! La gente dirá: «Menos de dos meses antes de su muerte, Prétextat Tach aún hacía el bien». Sería un ejemplo para la humanidad.

—Señor Tach, la humanidad no lo comprenderá.

—Por desgracia, me temo que, una vez más, tiene usted razón. Pero poco me importa la humanidad y mi reputación. Sepa, señorita, que la tengo en suficiente estima como para desear, por usted misma, hacer una buena obra desinteresada.

—Creo que me subestima demasiado.

—No lo creo.

—Abra los ojos, señor Tach, ¿no había dicho que era fea, cursi, que estaba podrida y no sé cuántas cosas más? ¿Y el mero hecho de ser mujer no es suficiente para desacreditarme?

—En teoría, todo lo que usted ha dicho es cierto. Pero ocurre una cosa extraña, señorita: la teoría ya no es suficiente. Estoy viviendo otra dimensión del problema, y siento unas emociones deliciosas, que hacía sesenta y seis años que no experimentaba.

—Abra los ojos, señor Tach, yo no soy Léopoldine.

—No. Y sin embargo, se le parece un poco.

—Ella era hermosa como el día y yo le parezco fea.

—Ya no es del todo cierto. Su fealdad no está desprovista de cierta belleza. A ratos, es usted guapa.

—A ratos.

—Estos ratos son muchos, señorita.

—Me considera estúpida, no puede tenerme en estima.

—¿Por qué ese empeño en desacreditarse?

—Por una razón muy simple: no tengo intención de acabar asesinada por un premio Nobel de Literatura.

De pronto, el obeso pareció enfriarse.

—¿Quizá preferiría a un premio Nobel de Química? —preguntó con una voz glacial.

—Muy gracioso. No tengo la intención de acabar asesinada, ya ve, ya sea en manos de un premio Nobel o de un tendero.

—¿Debo interpretar que pretende poner término a sus días usted misma?

—Si tuviera ganas de suicidarme, señor Tach, hace mucho tiempo que lo habría hecho.

—Ya. ¿Cree que es tan simple?

—No creo nada, no me preocupa. Figúrese que no tengo ningún deseo de morir.

—¿No hablará usted en serio?

—¿Tan aberrante resulta tener ganas de vivir?

—Nada es más loable que tener ganas de vivir. ¡Pero usted no vive, pobre estúpida! ¡Y no vivirá jamás! ¿Acaso ignora que las niñas mueren el día de su pubertad? Peor aún, mueren sin desaparecer. Abandonan la vida no para alcanzar las hermosas riberas de la muerte, sino para iniciar la penosa y ridícula conjugación de un verbo vulgar e inmundo, y no paran de conjugarlo en todos los tiempos y en todos los modos, descomponiéndolo, sobrecomponiéndolo, sin librarse jamás de él.

—¿Y cuál es ese verbo?

—Algo así como reproducir, en el sentido más sucio del término —ovular, si lo prefiere—. No es ni la muerte, ni la vida, es un estado intermedio. No se llama de otro modo que ser mujer: sin duda, el vocabulario, con su habitual mala fe, ha preferido no nombrar una abyección semejante.

—¿En nombre de qué pretende saber lo que es la vida de una mujer?

—La no-vida de una mujer.

—Vida o no-vida, usted no tiene ni idea.

—Sepa, señorita, que los grandes escritores tienen acceso directo y sobrenatural a la vida de los demás. Para penetrar en el universo mental de los individuos, no necesitan levitar, ni hurgar en los archivos. Les basta con coger un papel y un bolígrafo para calcar los pensamientos ajenos.

—Lo que hay que oír. Apreciado señor, a juzgar por la debilidad de sus conclusiones, creo que su sistema es un desastre.

—Pobre estúpida. ¿Qué pretende que me trague? O mejor dicho ¿qué pretende tragarse usted misma? ¿Que es usted feliz? La autosugestión tiene un límite. ¡Abra los ojos! Usted no es feliz, no vivirá.

—¿Y usted qué sabe?

—Es usted quien debería hacerse esta pregunta. ¿Cómo podría saber si vive o no, si es feliz o no? Ni siquiera sabe lo que es la felicidad. Si hubiera pasado su infancia en el paraíso terrenal, como Léopoldine y yo…

—Bueno, basta ya, deje de considerarse un caso excepcional. Todos los niños son felices.

—Yo no estaría tan seguro. Lo que es seguro es que ningún niño ha sido jamás tan feliz como la pequeña Léopoldine y el pequeño Prétextat.

De nuevo, la cabeza de la periodista se inclinó hacia atrás y las carcajadas se reanudaron, obsesivamente.

—Veo que su útero vuelve a las andadas. ¿Veamos, qué tengo yo que resulte tan cómico?

—Tendrá que perdonarme, son esos nombres… ¡sobre todo el suyo!

—¿Qué pasa? ¿Tiene algo que reprocharle a mi… nombre?

—Que reprocharle, no. ¡Pero llamarse Prétextat! Parece una broma. Me pregunto qué pudo pasar por la cabeza de sus padres, el día que decidieron llamarle así.

—Le prohíbo que juzgue a mis padres. Y, francamente, no veo qué tiene de gracioso Prétextat. Es un nombre cristiano.

—¿De verdad? En ese caso, aún resulta más divertido.

—No se burle de la religión, maldita hembra sacrílega. Nací el 24 de febrero, día de San Prétextat; mi padre y mi madre, en crisis de inspiración, se conformaron con esa decisión del calendario.

—¡Dios mío! Entonces, si llega a nacer el Jueves Gordo, ¿le habrían puesto Jueves Gordo o Gordo a secas?

—¡Deje de blasfemar, vil criatura! Sepa, ignorante, que San Prétextat fue obispo de Ruán, en el siglo VI, y gran amigo de Gregorio de Tours, que era un hombre excelente, del cual sin duda no habrá oído hablar. Fue gracias a Prétextat que los merovingios existieron, ya que fue él quien casó a Merovea en Brunehaut, con riesgo de su vida, por otra parte. Todo esto para decirle que no tiene por qué burlarse de un nombre tan ilustre.

—No veo en qué medida sus precisiones históricas hacen que su nombre resulte menos cómico. En esta misma línea, el de su prima tampoco le va a la zaga.

—¿Cómo? ¿Se atreve a burlarse del nombre de mi prima? ¡Se lo prohíbo! ¡Es usted un monstruo de vulgaridad y mal gusto! Léopoldine es el nombre más hermoso, más noble, más estilizado, más desgarrador que jamás se haya llevado.

—Ah.

—¡Sí señora! Sólo conozco un nombre que le llegue a la suela del zapato a Léopoldine: Adéle.

—Vaya, vaya.

—Sí. El viejo Hugo tenía muchos defectos, pero hay algo que nadie le podrá negar: era un hombre de gusto. Incluso cuando su obra peca de mala fe, es hermosa y grandiosa. Y les puso a sus hijas los dos nombres más magníficos. Comparados con Adéle y Léopoldine, todos los nombres femeninos son una birria.

—Es una cuestión de gustos.

—¡Claro que no, estúpida! ¿A quién le importa el gusto de personas como usted, del pueblo, de la chusma, de los mediocres, del común de los mortales? Sólo cuenta el gusto de los genios, como Víctor Hugo y yo mismo. Además, Adéle y Léopoldine son nombres cristianos.

—¿Y qué?

—Ya me doy cuenta, la señorita pertenece a este populacho de nuevo cuño al que le gustan los nombres paganos. Usted sería de las que llaman a sus hijos Krishna, Élohim, Abdallah, Tchang, Empédocles, Toro Sentado o Akhénaton, ¿verdad? Grotesco. Yo prefiero los nombres cristianos. Por cierto, ¿cuál es su nombre?

—Nina.

—Pobrecita.

—¿Cómo que pobrecita?

—Otra que no se llama ni Adéle ni Léopoldine. El mundo es injusto, ¿no le parece?

—¿Ya ha terminado de decir chorradas?

—¿Chorradas? No hay nada más importante. No llamarse Adéle o Léopoldine es una injusticia fundamental, una tragedia primordial, sobre todo para usted, a quien han ridiculizado con ese nombre pagano…

—Hasta aquí podíamos llegar: Nina es un nombre cristiano. Santa Nina cae en 14 de enero, fecha de su primera entrevista.

—Me gustaría saber qué demonios quiere demostrar con una coincidencia tan insignificante.

—No tan insignificante como usted cree. Regresé de vacaciones el 14 de enero, y aquel mismo día me enteré de la inminencia de su muerte.

—¿Y qué? ¿Cree que eso crea algún vínculo entre nosotros?

—No imagino nada, pero hace un rato me ha contado usted cosas realmente extrañas.

—Sí, la subestimaba. Desde entonces, me ha decepcionado usted mucho. Y su nombre ya ha sido la debacle. Ahora, ya no significa nada para mí.

—Me encanta oírselo decir; así pues, habré salvado la vida.

—La no-vida, sí. ¿Qué piensa hacer con ella?

—De todo: terminar esta entrevista, por ejemplo.

—Apasionante. Y pensar que, en mi bondad, ¡habría podido asegurarle una soberbia apoteosis!

—A propósito, ¿cómo se las habría apañado para matarme? Asesinar a una niña amante, cuando se es un muchacho ágil de diecisiete años, es fácil. Pero para un viejo inválido, matar a una joven hostil, habría sido increíble.

—En mi inocencia, creía que no me era usted hostil. Ser viejo, obeso e inválido no habría supuesto ningún impedimento si usted me hubiera amado como me amaba Léopoldine, si hubiera sido usted consentidora como lo fue ella…

—Señor Tach, necesito que me diga la verdad: ¿Léopoldine fue real y conscientemente consentidora?

—Si hubiera visto la docilidad con la que se dejó hacer, no me haría esta pregunta.

—Entonces faltaría saber por qué fue tan dócil: ¿la drogó usted, la galvanizó, la sermoneó, la pegó?

—No, no, no y no. La amaba, como la sigo amando. Eso era más que suficiente. Aquel amor era de una calidad que ni usted ni nadie han conocido jamás. Si la hubiera conocido, no me haría estas preguntas estúpidas.

—Señor Tach, ¿le resulta imposible imaginar otra versión de esta historia? Ustedes se amaban, eso está claro. Pero eso no implica que Léopoldine quisiera morir. Si se dejó hacer, quizá fue sólo por amor hacia usted y no por deseo de morir.

—Es lo mismo.

—No es lo mismo. Quizá le amaba tanto que no quería contrariarle.

—¿Contrariarme? Me encanta el vocabulario de discusión matrimonial que utiliza para expresar un momento tan metafísico.

—Metafísico para usted, quizá no tanto para ella. Aquel momento que usted vivió con éxtasis, tal vez ella lo vivió con resignación.

—Oiga, estoy mejor situado que usted para saberlo, ¿no le parece?

—Ahora me toca a mí decirle que nada es menos seguro.

—¡Basta ya! ¿Quién es el escritor aquí, usted o yo?

—Usted, y por eso mismo me resulta tan difícil creerle.

—Y si le contara las cosas oralmente, ¿me creería?

—No lo sé. Inténtelo.

—Por desgracia, no resulta fácil. Si escribí aquel momento, fue porque resultaba imposible contarlo oralmente. La escritura empieza allí donde termina la palabra, y ese paso de lo que no se puede decir a lo que sí se puede decir constituye un gran misterio. La palabra y lo escrito se enlazan, pero no se mezclan jamás.

—Éstas son unas consideraciones admirables, señor Tach, pero le recuerdo que estamos hablando de un asesinato, no de literatura.

—¿Existe alguna diferencia?

—La diferencia que hay entre la Sala de lo Criminal y la Academia francesa, supongo.

—No hay ninguna diferencia entre la Sala de lo Criminal y la Academia francesa.

—Interesante, pero no se vaya por las ramas, querido.

—Tiene usted razón. ¡Pero contarle eso! ¿Se da cuenta de que nunca he hablado de mi vida?

—Alguna vez tenía que empezar.

—Era el 13 de agosto de 1925.

—Éste es un principio excelente.

—Era el día del aniversario de Léopoldine.

—Qué hermosa coincidencia.

—¿Piensa usted callarse? ¿No se da cuenta de lo que estoy sufriendo, de que las palabras no me salen?

—Me doy cuenta, y me encanta. Me consuela pensar que, setenta años más tarde, el recuerdo de su crimen por fin le tortura.

—Es usted mezquina y vengativa, como todas las hembras. Tenía razón al decir que Higiene del asesino sólo contaba con dos personajes femeninos: mi abuela y mi tía. Léopoldine no era un personaje femenino, era —y siempre lo será— una niña, un ser milagroso, más allá de los sexos.

—Aunque no más allá del sexo, por lo que deduzco de la lectura de su libro.

—Sólo nosotros sabíamos que no es necesario ser púber para hacer el amor, al contrario: la pubertad lo estropea todo. Disminuye la sensualidad y la capacidad de éxtasis, de abandono. Nadie hace el amor tan bien como los niños.

—Así pues, mintió al decir que era virgen.

—No. En el vocabulario común, el desvirgamiento masculino sólo es posible tras la pubertad. Sin embargo, yo nunca hice el amor después de la pubertad.

—Veo que, una vez más, juega usted con las palabras.

—En absoluto, es usted la que no entiende nada. Pero me gustaría que dejara de interrumpirme constantemente.

—Usted ha interrumpido una vida: aguante que interrumpan sus verborreas.

—Vamos, suerte tiene de mis verborreas. Hacen que su trabajo resulte mucho más fácil.

—Es cierto, en parte. Así que adelante con la verborrea del 13 de agosto de 1925.

—El 13 de agosto de 1925: era el día más hermoso del mundo. Me gustaría creer que todo ser humano ha tenido en su vida un 13 de agosto de 1925, ya que, más que una fecha, aquel día era una consagración. El día más hermoso del más hermoso de los veranos, el aire ligero bajo los pesados árboles. Hacia la una de la madrugada, tras nuestro sueño ritual de aproximadamente hora y media, Léopoldine y yo habíamos empezado nuestra jornada. Podría pensarse que, con unos horarios semejantes, siempre estábamos cansados: nunca fue ése el caso. Estábamos tan ávidos de nuestro Edén que, a menudo, nos costaba conciliar el sueño. Fue a los dieciocho años, tras el incendio del castillo, cuando empecé a dormir mis ocho horas diarias: los seres demasiado felices o demasiado infelices son incapaces de ausencias tan prolongadas. A Léopoldine y a mí, nada nos gustaba tanto como despertarnos. En verano, aún disfrutábamos más, ya que pasábamos las noches fuera y dormíamos en pleno bosque, acurrucados bajo un cubrecamas de damasco color perla que había robado en el castillo. Aquel que se despertaba antes contemplaba al otro, y esa mirada bastaba para hacerle volver en sí. El 13 de agosto de 1925, hacia la una, yo fui el primero en despertarme, y ella no tardó en unirse a mí. Teníamos tanto tiempo para hacer lo que una hermosa noche invita a hacer, todo lo que, en el corazón del cubrecamas de damasco cada vez menos color perla, cada vez más color de hoja muerta, nos elevaba a la dignidad de hierofantes —me gustaba llamar a Léopoldine la hierofanta, era ya tan culto, tan espiritual, pero estoy perdiendo el hilo…

—Sí.

—El 13 de agosto de 1925, decía. Una noche absolutamente tranquila y oscura, de una insólita suavidad. Era el aniversario de Léopoldine, pero eso no significaba nada para nosotros: hacía tres años que el tiempo no nos afectaba. No habíamos cambiado un átomo, tan sólo permanecíamos prodigiosamente tumbados, sin que aquella divertida postura modificara en lo más mínimo nuestra complexión informe, imberbe, inodora, infantil. Por eso no la felicité por su aniversario aquella mañana. Creo que hice algo mejor, le di una lección de verano al verano mismo. Era la última vez en mi vida que hacía el amor. Yo lo ignoraba, pero sin duda el bosque lo sabía, ya que permanecía en silencio como una vieja mirona. Cuando el sol se elevó sobre las colinas, el viento empezó a soplar, alejando las nubes nocturnas y desplegando un cielo de una pureza casi idéntica a la nuestra.

—Qué admirable lirismo.

—Deje de interrumpirme. Veamos, ¿por dónde iba?

—El 13 de agosto de 1925, amanecer, post coitum.

—Gracias, señorita taquígrafa.

—De nada, señor asesino.

—Prefiero mi calificativo al suyo.

—Prefiero mi calificativo al de Léopoldine.

—¡Si la hubiera visto aquella mañana! Era la criatura más hermosa del mundo, una inmensa infanta pálida y refinada de cabellos oscuros y ojos oscuros. En verano, salvo en las raras ocasiones en que íbamos al castillo, vivíamos desnudos —la finca era tan grande que nunca veíamos a nadie—. Asimismo, pasábamos la mayor parte de nuestros días en los lagos a los que yo atribuía virtudes amnióticas, lo que no debía de ser del todo absurdo vistos los resultados. ¿Pero qué importa el motivo? Sólo importa el milagro cotidiano, milagro del tiempo detenido, o al menos eso creíamos. Aquel 13 de agosto de 1925, contemplándonos el uno al otro con encandilamiento, teníamos todos los motivos del mundo para creerlo así. Aquella mañana, como cada mañana, me sumergí en el lago sin dudarlo y me burlé de Léopoldine, que siempre tardaba una eternidad en meterse en el agua glacial. Aquella burla era un ritual más que me divertía, ya que mi prima estaba más hermosa que nunca así, levantada, con un pie dentro del lago, pálida, riéndose de frío, jurándome que no podía, para luego desplegar lentamente sus largos y lívidos miembros y reunirse conmigo, como a cámara lenta, zancuda estremecida de labios azules. Sus ojos enormes, llenos de pánico —el miedo le sentaba tan bien—, farfullando lo terrible que resultaba aquello…

—¡Es usted de un sadismo espantoso!

—Usted no entiende de esas cosas. Si tuviera la más mínima noción de lo que es el placer, sabría que el miedo y el dolor, y sobre todo los escalofríos, constituyen los mejores preliminares. Cuando ya se había sumergido del todo, al igual que yo, el frío daba paso a la fluidez, a la suavidad tan fácil de la vida en el agua. Aquella mañana, como cada mañana de verano, apenas salimos del agua, ora descendiendo juntos hasta las profundidades del lago, con los ojos abiertos, contemplando nuestros cuerpos verdeados por los reflejos acuáticos; ora nadando en la superficie, compitiendo en velocidad; ora chapoteando, colgados de las ramas de los sauces, hablando como hablan los niños, pero con más sabiduría que la de la infancia; ora haciendo el muerto durante horas, bebiéndonos el cielo con los ojos, entre el perfecto silencio de las aguas glaciales. Cuando el frío nos había atravesado, subíamos a las grandes piedras emergidas y dejábamos que el sol nos secara. El viento de aquel 13 de agosto de 1925 era especialmente agradable y nos secaba muy deprisa. Léopoldine fue la primera en lanzarse de nuevo al agua y había amarrado en el islote en el que yo continuaba tomando el sol. Ahora le tocaba a ella burlarse de mí. Parece que la estoy viendo, como si fuera ayer, con los codos sobre la piedra y la barbilla apoyada encima de sus puños entrecruzados, la mirada impertinente y el pelo largo que, en el agua, seguía las ondulaciones de sus piernas, apenas visibles, cuya lejana blancura asustaba un poco. Éramos tan felices, tan irreales, tan hermosos, estábamos tan enamorados, y todo por última vez.

—Ahórrese la elegía, por favor. Si fue la última vez, fue por su culpa.

—¿Y qué? ¿Acaso eso hace que las cosas resulten menos tristes?

—Al contrario, las cosas son todavía más tristes, pero usted es el responsable y no tiene derecho a quejarse.

—¿Derecho? Lo que hay que oír. Me importa un bledo el derecho y la parte de culpa —sea cual sea— que me corresponde en este asunto, me considero digno de compasión. Además, mi parte de responsabilidad es casi nula.

—¿No me diga? ¿Fue el viento el que la estranguló?

—Fui yo, pero no fue culpa mía.

—¿Me está diciendo que la estranguló en un momento de despiste?

—No, estúpida, quiero decir que fue culpa de la naturaleza, de la vida, de las hormonas y de todas esas porquerías. Déjeme contar mi historia y permítame utilizar un tono elegíaco. Hace un momento le hablaba de la palidez de las piernas de Léopoldine, aquella palidez tan misteriosa, sobre todo cuando se transparentaba bajo la oscuridad verdosa de las aguas. Para mantenerse en equilibrio horizontal, mi prima movía lentamente sus largas piernas que yo veía salir a flote alternativamente; el pie no llegaba a emerger y ya la pierna volvía a descender y se hundía de nuevo en la nada antes de dejar paso a la palidez de otra pierna, y así sucesivamente. Aquel 13 de agosto de 1925, tendido sobre el islote rocoso, yo no me cansaba de asistir a este delicado espectáculo. Ignoro cuánto tiempo duró aquel instante. Se vio interrumpido por un detalle anormal, cuya crudeza todavía me trastorna: el baile de piernas de Léopoldine hizo emerger de las profundidades del lago un hilillo de fluido rojo, de una densidad muy especial, a juzgar por la inapetencia que mostraba en mezclarse con el agua pura.

—Total: sangre.

—Qué cruda es usted.

—Simplemente, su prima tenía su primera regla.

—Es usted asquerosa.

—No tiene nada de asqueroso, es normal.

—Precisamente por eso.

—Esta actitud no es propia de usted, señor Tach. Usted, ferviente enemigo de la mala fe, encarnizado defensor de la crudeza del lenguaje, aparece ofuscado como un héroe de Oscar Wilde sólo por haber oído que alguien le llama al pan pan y al vino vino. Estaba locamente enamorado, pero ese amor no excluía a Léopoldine del resto de los humanos.

—Sí.

—Dígame que estoy soñando: ¿es usted, el genio sarcástico, la pluma céliniana, el cínico artista de la vivisección, el metafísico del escarnio, quien pronuncia estas bobadas dignas de un adolescente barroco?

—¡Cállese, iconoclasta! No son bobadas.

—¿Ah, no? Los amores de los pequeños habitantes de un castillo, el jovencito enamorado de su noble prima, la romántica apuesta contra el tiempo, los lagos de aguas cristalinas en el bosque de leyenda… si eso no son boberías, entonces es que no hay nada bobo en este mundo.

—Si me dejara contarle la continuación, comprendería hasta qué punto no se trata de una historia boba.

—Trate de convencerme. No será fácil, ya que lo que me ha contado hasta ahora me tiene consternada. Ese chico incapaz de aceptar que su prima tenga la primera regla resulta grotesco. Apesta a lirismo vegetariano.

—La continuación no es vegetariana, pero necesito un mínimo de silencio para contarla.

—No le prometo nada; resulta difícil escucharle sin reaccionar.

—Para reaccionar, espere por lo menos a que haya terminado. Maldita sea, ¿por dónde iba? Me ha hecho perder el hilo de mi relato.

—Sangre en el agua.

—Dios mío, exacto. Imagínese mi consternación: la brutal intrusión de aquel color rojo y cálido, entre tantas palideces: el agua glacial, la oscuridad clorótica del lago, la palidez de los hombros de Léopoldine, sus labios azules como el sulfato de mercurio y, sobre todo, sus piernas, cuyas imperceptibles epifanías evocaban, a través de su insondable lentitud, alguna caricia hiperbórea. No, resultaba inadmisible que, entre aquellas piernas, pudiera nacer una fuente de un derramamiento tan repugnante.

—¡Repugnante!

—Repugnante, insisto. Repugnante por lo que era en sí misma y aún más por lo que significaba: espantosa consagración, paso de la vida mítica a la vida hormonal, paso de la vida eterna a la vida cíclica. Hay que ser vegetariano para conformarse con una eternidad cíclica. En mi opinión, se trata de dos términos absolutamente contradictorios. Para Léopoldine y para mí, la eternidad sólo podía concebirse en primera persona de un singular singular, ya que nos englobaba a ambos. La eternidad cíclica, en cambio, sugiere que unos terceros llegan para tomar el relevo de la vida de los demás; ¡y todavía deberíamos alegrarnos por esa expropiación, y todavía deberíamos mostrarnos satisfechos por ese proceso de usurpación! Sólo puedo sentir desprecio por aquellos que aceptan esta siniestra comedia: los desprecio no tanto por su ovina capacidad de resignación como por lo anémico de su amor. Porque si fueran capaces de sentir un amor auténtico, no se someterían a esta abulia, no tolerarían ver sufrir a aquellos que pretenden amar, asumirían, sin miedo, la responsabilidad de ahorrarles un destino tan abyecto. Aquel hilillo de sangre en el agua del lago significaba el fin de la eternidad de Léopoldine. Y yo, que la amaba profundamente, decidí devolverla a esta eternidad sin dilaciones.

—Empiezo a comprender.

—No es usted muy rápida.

—Empiezo a comprender hasta qué punto está usted enfermo.

—Pues no sé qué pensará entonces de lo que viene a continuación.

—Con usted, lo peor está asegurado.

—Con o sin mí, lo peor siempre está asegurado, pero, por lo menos, creo haber conseguido evitar lo peor a una persona. Léopoldine vio cómo mi mirada se posaba en sus espaldas y se dio la vuelta. Salió del agua a toda velocidad, como aterrorizada. Subió hasta el lugar donde yo me encontraba, sobre el islote rocoso. El origen del hilillo no dejaba lugar a dudas. Mi prima estaba descompuesta y yo la comprendía. Durante los tres años anteriores, nunca habíamos hablado de esta eventualidad. Existía una especie de acuerdo tácito respecto a la conducta a adoptar en este caso, un caso tan inaceptable que, para preservar nuestro encandilamiento, habíamos preferido atenernos a un acuerdo tácito.

—Es lo que me temía. Léopoldine no le pidió nada, y usted la mató en nombre de un «acuerdo tácito» surgido de las infectas tinieblas de su imaginación.

—No me había pedido nada explícitamente, pero no era necesario.

—Sí, eso es exactamente lo que estaba diciendo. Dentro de un rato, me va usted a cantar las excelencias de lo implícito.

—Usted habría preferido un contrato en toda regla, firmado ante notario, ¿verdad?

—Habría preferido cualquier cosa a su manera de actuar.

—Importa poco lo que usted hubiera preferido. Sólo importaba la salvación de Léopoldine.

—Sólo importaba su idea de lo que debía ser la salvación de Léopoldine.

—También era su idea. La prueba, querida señorita, es que no nos dijimos nada. Le besé los ojos muy suavemente y ella comprendió. Parecía aliviada, sonrió. Todo ocurrió muy deprisa. Tres minutos más tarde, estaba muerta.

—¿Cómo, así, tan deprisa? Es… es monstruoso.

—¿Qué quería usted, que durara dos horas, como en la ópera?

—Vamos, no se mata a la gente así.

—¿Ah, no? Ignoraba que existieran buenos modales en esta materia. ¿Existe un tratado de buenas maneras para los asesinos? ¿Un compendio de cómo deben comportarse las víctimas? La próxima vez, le prometo que mataré con más educación.

—¿La próxima vez? Gracias a Dios no habrá próxima vez. Mientras tanto, me da usted ganas de vomitar.

—¿Mientras tanto? Me intriga usted.

—Así, usted que pretendía amarla, ¿la estranguló sin decírselo por última vez?

—Ella ya lo sabía. Por otra parte, mi gesto constituía la demostración más evidente. Si no la hubiera amado tanto, no la habría matado.

—¿Cómo puede estar tan seguro de que ella lo sabía?

—Nunca hablábamos de esas cosas, estábamos en la misma sintonía. Además, no éramos demasiado habladores. Pero permítame que le cuente el estrangulamiento. Nunca he tenido la ocasión de hablar de ello, pero me gusta recordarlo. ¿Cuántas veces he revivido, en la intimidad de mi memoria, aquella escena tan hermosa?

—¡Menudos pasatiempos tiene usted!

—Ya lo verá, usted también le tomará gustillo.

—¿Tomarle gustillo a qué? ¿A sus recuerdos de estrangulación?

—Al amor. Pero permítame que le cuente, por favor.

—Si insiste.

—Estábamos sobre el islote rocoso, en medio del lago. A partir del instante en el que la muerte fue decretada, el Edén, que por primera vez nos había sido arrebatado durante dos minutos, nos fue devuelto tres minutos más tarde. Éramos absolutamente conscientes de que sólo nos quedaban ciento ochenta segundos edénicos, era necesario hacer las cosas bien, y las hicimos bien. Oh, ya sé lo que está pensando: que el mérito de un buen estrangulamiento corresponde únicamente al estrangulador. Es inexacto. El estrangulado es mucho menos pasivo de lo que la gente cree. ¿Ha visto usted esa película infecta rodada por un bárbaro —un japonés, si mal no recuerdo— que termina con un estrangulamiento que dura aproximadamente treinta y dos minutos?

—Sí. El imperio de los sentidos, de Oshima.

—La escena del estrangulamiento está mal hecha. Yo, que entiendo de eso, puedo afirmar que las cosas no transcurren de ese modo. En primer lugar, ¡un estrangulamiento de treinta y dos minutos resulta de muy mal gusto! Existe una especie de rechazo, por parte de todas las artes, en admitir que los asesinatos son peripecias ágiles y rápidas. Hitchcock sí lo entendió. Y luego hay otra cosa que ese señor japonés no ha comprendido: un estrangulamiento no tiene nada de lenitivo ni de doloroso, al contrario, es tónico y refrescante.

—¿Refrescante? ¡No me esperaba ese adjetivo! Ya puestos, ¿por qué no vitamínico?

—¿Por qué no, en efecto? Uno se siente revitalizado cuando ha estrangulado a la persona amada.

—Habla de eso como si lo hiciera regularmente.

—Basta haber hecho algo una sola vez —pero a fondo— para no dejar de hacerlo durante toda la vida. Para ello, resulta imprescindible que la escena crucial sea estéticamente perfecta. Este señor japonés no debía de saberlo, o era muy torpe, ya que su estrangulamiento resulta feo, incluso ridículo: la estranguladora parece una bomba extractora y el estrangulado parece aplastado por una apisonadora. Mi estrangulamiento resultó esplendoroso, puede creerme.

—No lo dudo. Sin embargo, me pregunto por qué eligió usted el estrangulamiento. Teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraban, habría resultado más lógico ahogarla. Además, ésa fue la explicación que dio a los padres de su prima cuando les llevó el cadáver, explicación poco creíble, en vista de las marcas alrededor del cuello. Entonces, ¿por qué no ahogó simplemente a la niña?

—Excelente pregunta. En aquel 13 de agosto de 1925, también se me pasó por la cabeza. Mi reflexión fue sumamente rápida. Me dije que si todas las Léopoldine tenían que morir ahogadas, eso se convertiría en un procedimiento habitual, en una norma, lo que resultaría un poco vulgar. Por no hablar de que la memoria del viejo Hugo quizá se habría sentido ofendida por este plagio servil.

—Así pues, renunció al ahogamiento para evitar una cita. Pero la elección de la estrangulación también le exponía a otras citas.

—Es cierto y, sin embargo, este motivo no entró a formar parte de mis cálculos. No, lo que me decidió a estrangular a mi prima fue sobre todo la belleza de su cuello; tanto visto desde la nuca como tomado desde la garganta, era un cuello sublime, largo y flexible, de un admirable contorno. ¡Qué finura! Para lograr estrangularme, serían necesarios como mínimo dos pares de manos. Con un cuello delicado como el suyo, en cambio, ¡el apretón fue tan fácil!

—¿Si no hubiera tenido un hermoso cuello, no la habría estrangulado?

—No lo sé. Quizá lo habría hecho de todos modos, porque soy una persona muy manual. Además, el estrangulamiento es el tipo de muerte más manual que pueda imaginarse. Estrangular produce en las manos una inigualable sensación de plenitud sensual.

—¿Ve como lo hizo por placer? ¿Por qué intenta que me trague que la estranguló para su salvación?

—Querida, tiene usted la excusa de no entender nada de teología. Sin embargo, y ya que pretende haber leído todos mis libros, debería comprender. Escribí una hermosa novela titulada La gracia concomitante que expresa el éxtasis que Dios otorga al curso de las acciones para hacerlas dignas de mérito. Se trata de un concepto que no me he inventado yo y que los auténticos místicos experimentan a menudo. Pues bien, estrangulando a Léopoldine mi placer se convirtió en la gracia concomitante a la salvación de mi amada.

—No, si ahora sólo falta que me diga que Higiene del asesino es una novela católica.

—No. Es una novela edificante.

—Pues termine su edificación y cuénteme la última escena.

—En eso estoy. Las cosas ocurrieron con la simplicidad de una obra maestra. Léopoldine se sentó sobre mis rodillas, de cara a mí, observe, señorita taquígrafa, que lo hizo por iniciativa propia.

—Eso no demuestra nada.

—¿Acaso cree que se sorprendió cuando rodeé su cuello con mis manos y cuando apreté? En absoluto. Los dos sonreíamos, mirándonos a los ojos. No se trataba de una separación, ya que moríamos juntos. Yo era los dos.

—Qué romántico.

—¿Verdad que sí? Nunca podrá imaginar lo hermosa que era Léopoldine, sobre todo en aquel momento. No se debe estrangular a la gente que tiene el cuello hundido entre los hombros, no resulta estético. En cambio, el estrangulamiento les sienta muy bien a los cuellos largos y esbeltos.

—Su prima debió de resultar una estrangulada de lo más elegante.

—Una maravilla. Entre mis manos, sentía la delicadeza de sus cartílagos cediendo lentamente.

—Quien a cartílago mata, a cartílago muere.

El obeso miró a la periodista y se quedó estupefacto.

—¿Ha oído usted lo que acaba de decir?

—Lo he dicho aposta.

—¡Es extraordinario! Es usted una vidente. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Sabíamos que el síndrome de Elzenveiverplatz era el cáncer de los asesinos, pero nos faltaba una explicación: ¡aquí la tiene! Seguramente, aquellos diez presidiarios de Cayenne se ensañaron con los cartílagos de sus víctimas. Nuestro Señor lo dijo: las armas de los asesinos siempre se vuelven contra ellos. Gracias a usted, señorita, ¡por fin sé por qué razón sufro el cáncer de los cartílagos! ¡No en vano le decía que la teología era la ciencia de las ciencias!

El novelista parecía haber alcanzado el éxtasis intelectual del sabio que, tras veinte años de investigaciones, descubre finalmente la coherencia de su sistema. Su mirada desnudaba algún absoluto invisible mientras su frente sudaba.

—Sigo esperando el final de esta historia, señor.

La delgada joven observaba con repugnancia el semblante iluminado del anciano obeso.

—¿El final de esta historia, señorita? ¡Pero si esta historia no termina, apenas ha comenzado! Usted misma me lo ha hecho comprender. ¡Los cartílagos, articulaciones por excelencia! ¡Articulaciones del cuerpo, pero sobre todo articulaciones de esta historia!

—¿No estará usted delirando?

—¡Delirio, sí, delirio de la coherencia finalmente recobrada! Gracias a usted, señorita, voy a poder escribir finalmente la continuación y quizá el final de esta novela. Debajo de Higiene del asesino, añadiré un subtítulo: «Historia de cartílagos». El testamento más hermoso jamás escrito, ¿no le parece? Pero tendré que darme prisa, ¡me queda tan poco tiempo para escribirlo! ¡Dios mío, qué urgencia! ¡Qué ultimátum!

—Lo que usted diga, pero antes de escribir esta continuación deberá contarme el final de aquel 13 de agosto de 1925.

—No será una continuación, ¡será un flashback! Compréndalo: los cartílagos son mi eslabón perdido, articulaciones ambivalentes que permiten ir de atrás adelante, pero también de adelante atrás, acceder a la totalidad del tiempo, a la eternidad. ¿Me preguntaba por el final de aquel 13 de agosto de 1925? Pero si el 13 de agosto de 1925 no tiene final, ya que la eternidad empezó precisamente aquel día. Así, usted cree que hoy estamos a 18 de enero de 1991, cree que estamos en el invierno y que hay guerra en el Golfo. ¡Craso error! ¡El calendario se detuvo hace sesenta y cinco años y medio! Estamos en pleno verano y yo soy un hermoso niño.

—Pues no se nota.

—Es porque no me mira usted con la suficiente intensidad. Mire mis manos, mis manos tan hermosas, tan finas.

—Debo admitir que es cierto. Es usted obeso y deforme, pero ha conservado unas manos esbeltas, manos de paje.

—¿Verdad que sí? Es una señal, evidentemente: en esta historia, mis manos tienen una importancia desmesurada. Desde el 13 de agosto de 1925, estas manos no han dejado de estrangular. ¿No se da cuenta de que, ahora mismo, mientras hablo con usted, estoy estrangulando a Léopoldine?

—No.

—Pues claro. Mire mis manos. Mire cómo las falanges presionan el cuello de cisne, mire cómo los dedos masajean los cartílagos, cómo penetran en la piel esponjosa, ese tejido esponjoso que luego se convertirá en texto.

—Señor Tach, le he pillado cometiendo el flagrante delito de metáfora.

—¡No es una metáfora! ¿Qué es el texto, sino un inmenso cartílago verbal?

—Lo quiera o no, es una metáfora.

—Si viera las cosas en su globalidad, como las veo yo ahora, lo comprendería. La metáfora es un invento que permite a los humanos establecer una coherencia entre los fragmentos de su visión. Cuando esta fragmentación desaparece, las metáforas ya no tienen ningún sentido. ¡Pobrecita niña ciega! Quizá un día logre acceder a esta globalidad y sus ojos se abrirán, como los míos se abren por fin, tras sesenta y cinco años de ceguera.

—¿No le convendría un calmante, señor Tach? Parece peligrosamente sobrexcitado.

—Tengo motivos. Había olvidado que se pudiera ser tan feliz.

—¿Qué motivos tiene para sentirse feliz?

—Ya se lo he dicho: estoy estrangulando a Léopoldine.

—¿Y eso le hace feliz?

—¡Y de qué manera! Mi prima está a punto de alcanzar el séptimo cielo. Su cabeza se ha girado hacia atrás, su encantadora boca se ha entreabierto, sus ojos inmensos devoran el infinito —a no ser que ocurra lo contrario—, su rostro es una inmensa sonrisa, y ya está, está muerta, aflojo la opresión, dejo que su cuerpo resbale hacia el lago, que haga el muerto; sus ojos miran al cielo con éxtasis; luego Léopoldine se hunde y desaparece.

—¿La saca usted del agua?

—Todavía no. Antes reflexiono sobre lo que acabo de hacer.

—¿Se siente satisfecho?

—Sí. Me echo a reír.

—¿Se ríe?

—Sí. Pienso que, en general, los asesinos suelen derramar sangre ajena, mientras que yo, sin derramar ni una gota de sangre de mi víctima, la he matado para acabar con su hemorragia, para restituirla a su inmortalidad original y no sangrante. Tamaña paradoja me produce risa.

—Tiene usted un sentido del humor sorprendentemente dislocado.

—Luego, contemplo el lago, cuya superficie aparece uniforme a causa del viento, que ha borrado las últimas ondas producidas por la caída de Léopoldine. Y pienso que esta mortaja es digna de mi prima. De pronto, pienso en el ahogamiento de Villequier y recuerdo la consigna: «Cuidado, Prétextat, nada de afectación, nada de plagio». Entonces me tiro al agua, alcanzo las profundidades verdosas donde me aguarda mi prima, tan próxima todavía, y ya enigmática como una virgen sumergida. Sus largos cabellos flotan por encima de su rostro, y me dedica una misteriosa sonrisa de Atlanta.

Largo silencio.

—¿Y luego?

—Oh, luego… Ascendemos hasta la superficie y llevo en brazos su cuerpo ligero, ágil como una alga. La llevo hasta el castillo, donde la llegada de estos dos encantadores cuerpos desnudos produce una fuerte conmoción. Enseguida salta a la vista que Léopoldine está más desnuda que yo. ¿Hay algo más desnudo que un cadáver? Empiezan entonces las ridículas reacciones, gritos, llantos, lamentaciones, imprecaciones contra el destino y contra mi negligencia, desesperación. Una escena kitch digna de un plumífero de tercera división: a la que no organizo las cosas yo mismo, los decorados adquieren un tono de mal gusto.

—Podría hacerse cargo del desamparo de esta gente, y sobre todo de los padres de la víctima.

—Desamparo… desamparo… Me parece un poco exagerado. Para ellos, Léopoldine sólo era una idea encantadora y decorativa. Casi nunca la veían. Hacía tres años que habíamos elegido el bosque como lugar de residencia, no se habían preocupado demasiado. Sepa usted que esa gente de los castillos vivía en un mundo de estampas muy convencionales; esta vez comprendieron que el tema de la estampa era «el cadáver del niño ahogado devuelto a sus padres». Puede imaginar las referencias ingenuamente shakespearianas y hugonianas que se imponían a esta pobre gente. No lloraron por Léopoldine de Planéze de Saint-Sulpice, sino por Léopoldine Hugo, por Ofelia, por todas las inocentes ahogadas del universo. Para ellos, la hasta ayer infanta era un cadáver abstracto, incluso podríamos decir que era un fenómeno puramente cultural y, al lamentarse, no hacían sino demostrar la profunda alfabetización de sus sensibilidades. No, la única persona que conocía a la auténtica Léopoldine, la única persona que tenía motivos concretos para llorar su muerte, era yo.

—Pero usted no lloraba.

—Para un asesino, llorar por su víctima sería una falta de coherencia. Además, yo era el que estaba mejor situado para saber que mi prima era feliz, feliz como nunca. Por eso me mantenía sereno y sonriente entre aquellas ásperas lamentaciones.

—Lo que más adelante le reprocharían, supongo.

—Supone usted bien.

—Me veo obligada a conformarme con estas suposiciones, ya que su novela no va mucho más allá.

—En efecto. Habrá podido comprobar que Higiene del asesino es una obra muy acuática. Concluir ese libro con el incendio del castillo habría estropeado una coherencia hídrica casi perfecta. Estoy harto de esos artistas que acoplan constantemente el agua y el fuego: un dualismo tan banal resulta patológico.

—No intente engañarme. No fueron esas consideraciones de orden metafísico las que le hicieron abandonar su narración de una manera tan abrupta. Hace un rato, usted mismo me decía que una causa misteriosa vino a bloquear su pluma. Recapitulo sus páginas finales: deja usted el cadáver de Léopoldine en los brazos de sus padres desconsolados, tras haberles dado explicaciones sumarias hasta el punto de ser cínicas. La última frase de la novela es la siguiente: «Y subí a mi habitación».

—No está mal, como final.

—De acuerdo, pero comprenda que el lector se queda con las ganas.

—Como reacción, tampoco está mal.

—Para una lectura metafórica, sí. No para la lectura carnívora que usted mismo recomienda.

—Mi querida señorita, por un lado tiene razón y por otro se equivoca. Tiene usted razón, fue una causa misteriosa la que me obligó a dejar inacabada aquella novela. Sin embargo, se equivoca, porque, de haber sido una buena periodista, habría deseado que continuara la narración de una forma lineal. Créame, habría resultado sórdido, ya que, hasta el día de hoy, lo que ha seguido a aquel 13 de agosto no ha sido más que una decadencia inmunda y grotesca. Desde el 14 de agosto, el niño delgado y sobrio que yo era se convirtió en un tragón espantoso. ¿Fue a causa del vacío que dejó tras de sí la muerte de Léopoldine? A todas horas me apetecían alimentos infames, un gusto que aún conservo. En seis meses, tripliqué mi peso, me convertí en un horrible adolescente, perdí el pelo, lo perdí todo. Le hablaba antes de las estampas convencionales de mi familia: esta estampa exigía que, tras la muerte de un ser querido, los allegados ayunasen y se adelgazaran. Así, todos los habitantes del castillo ayunaban y adelgazaban mientras que yo, único miembro de mi escandalosa especie, me atracaba y me hinchaba a ojos vistas. Recuerdo, no sin hilaridad, aquellas comidas contrastadas: mis abuelos, mi tío y mi tía apenas manchaban sus platos y, consternados, me miraban vaciar los míos y jalar indecorosamente. Aquella bulimia, sumada a los sospechosos cardenales que habían visto marcados alrededor del cuello de Léopoldine, inflamó las deducciones. Nadie me dirigía la palabra, me sentía perseguido por una aureola de odiosas sospechas.

—Y fundadas.

—Comprenda que quisiera librarme de aquella atmósfera que, lentamente, cada vez me divertía menos. Y comprenda que me negase a desmitificar mi espléndida novela con ese lamentable epílogo. Se equivoca usted al desear una continuación formalmente correcta y, sin embargo, tenía usted razón, porque una historia semejante exigía un final auténtico, pero este final no podía conocerlo antes de hoy, ya que usted me lo ha facilitado.

—¿Yo le he facilitado un final?

—Es lo que está haciendo en estos momentos.

—Si quiere que me sienta incómoda, lo ha logrado, pero me gustaría una explicación.

—Con su comentario sobre los cartílagos, me ha proporcionado un elemento final del más alto interés.

—Espero que no tenga la intención de estropear esta hermosa novela incorporándole el delirio cartilaginoso con el que me ha abrumado hace un momento.

—¿Por qué no? No se trata de un hallazgo cualquiera.

—Nunca me perdonaría haberle sugerido un final tan malo. Vale más que deje su novela inacabada.

—Eso me toca decidirlo a mí. Pero me ha facilitado usted otra cosa.

—¿Qué?

—Usted me lo dirá, querida niña. Pasemos al desenlace, ¿le parece? Ya hemos esperado el tiempo reglamentado.

—¿Qué desenlace?

—No se haga la inocente. ¿Va a decirme por fin quién es usted? ¿Qué misterioso vínculo la une a mí?

—Ninguno.

—¿No será la última superviviente de la saga de Planéze de Saint-Sulpice?

—Sabe perfectamente que aquella familia se extinguió sin descendencia; usted tuvo algo que ver en eso, ¿recuerda?

—¿No tendrá un lejano pariente Tach?

—También sabe perfectamente que el último descendiente de los Tach es usted.

—¿Es usted la nieta del preceptor?

—¡No! ¿A quién se le ocurre?

—¿Quién era su antepasado, entonces? ¿El administrador o el mayordomo del castillo? ¿El jardinero? ¿Una criada? ¿La cocinera?

—Deje de delirar, señor Tach; no tengo ningún parentesco con su familia, su castillo, su pueblo o su pasado.

—No me lo puedo creer.

—¿Por qué?

—No se habría tomado tantas molestias en investigarme si no existiera un oscuro vínculo que le uniera a mí.

—Le sorprendo cometiendo el flagrante delito de deformación profesional, querido. Como un escritor obsesivo, no puede soportar la idea de que no exista ninguna correlación misteriosa entre sus personajes. Los novelistas auténticos son unos genealogistas que se ignoran mutuamente. Siento decepcionarle: para usted soy una extraña.

—No hay duda de que se equivoca. Quizá desconozca el vínculo familiar, histórico, geográfico o genético que nos une, pero seguro que existe. Veamos… ¿Alguno de sus antepasados ha muerto ahogado? ¿No se han producido estrangulamientos en su entorno más próximo?

—Deje de delirar, señor Tach. Buscaría en vano similitudes entre nuestros dos casos, suponiendo que esas similitudes tuvieran algún significado. En cambio, lo que me parece significativo es su necesidad de establecer una similitud.

—¿Significativo de qué?

—Ésta es la auténtica pregunta, y se la hago yo a usted.

—Si no he entendido mal, otra vez seré yo quien tenga que hacerlo todo. En el fondo, los teóricos del Nouveau Roman eran unos grandes farsantes: la verdad es que nada ha cambiado en la creación. Frente a un universo informe e insensato, el escritor se ve obligado a interpretar el papel de demiurgo. Sin la extraordinaria aptitud de su pluma, el mundo jamás habría sido capaz de darle forma a las cosas, y las historias de los hombres habrían desembocado en nada, como esas espantosas tabernas en las que uno sólo encuentra lo que trae consigo. Y, de acuerdo con esta tradición multimilenaria, ahora resulta que usted me suplica que actúe como apuntador, que escriba su propio texto, que puntúe sus réplicas.

—Pues venga, adelante, apunte.

—No hago otra cosa, hija mía. ¿No ve que yo también le estoy suplicando? Ayúdeme a dar un sentido a esta historia, y no cometa la mala fe de decirme que no necesita un sentido: lo necesitamos más que nada en el mundo. ¡Dése cuenta! Llevo sesenta y seis años esperando encontrarme con alguien como usted, así que no intente hacerme creer que es usted una cualquiera. No niegue que un extraño denominador ha tenido que orquestar esta entrevista. Le haré la pregunta por última vez —digo bien por última vez, ya que la paciencia no es una de mis virtudes— y se lo suplico, dígame la verdad: ¿quién es usted?

—Lo siento, señor Tach.

—¿Lo siento, qué? ¿No tiene nada más que responderme?

—Sí, ¿pero es usted capaz de escuchar la respuesta?

—Prefiero la peor de las respuestas a la ausencia de respuesta.

—Precisamente. Mi respuesta es una ausencia de respuesta.

—Sea clara, se lo ruego.

—Me pregunta usted quién soy. Sin embargo, ya lo sabe, no porque se lo haya confesado, sino porque usted mismo lo ha dicho. ¿Acaso lo ha olvidado? Antes, entre el centenar de insultos que me dedicó, dio usted en el blanco.

—Venga, estoy preparado.

—Señor Tach, soy una carroñera de mierda. No hay nada más que añadir al respecto, puede creerme. Lo siento. Puede estar seguro de que me habría encantado tener otra respuesta, pero usted quería la verdad, y ésta es mi única verdad.

—Nunca podré creerla.

—Pues hace mal. Respecto a mi vida y a mi genealogía, sólo podría contarle banalidades. Si no hubiera sido periodista, nunca habría tratado de dar con usted. Puede buscar tanto como quiera, siempre acabará en la misma conclusión: soy una carroñera de mierda.

—No sé si se da usted cuenta de las atrocidades que sugiere semejante respuesta.

—Por desgracia, me doy cuenta.

—No, no se da cuenta, o no lo suficiente. Déjeme describirle las atrocidades que ha cometido: imagínese a un anciano moribundo, absolutamente solo y sin esperanza. Imagine que, tras una espera de sesenta y seis años, bruscamente, una persona joven viene a devolverle la esperanza a este anciano resucitando un pasado enterrado. Una de dos: o esta persona es un arcángel misteriosamente próximo al anciano, en cuyo caso el resultado es apoteósico; o esta persona es una perfecta desconocida motivada por la más malsana de las curiosidades, en cuyo caso —permítame que le diga— el resultado es inmundo: es una violación de sepultura a la par que un abuso de confianza, es arrancarle al moribundo su tesoro más valioso atrayéndole con el señuelo de alguna retribución milagrosa y darle sólo a cambio un enorme montón de mierda. Cuando usted llegó aquí, se encontró con un anciano agonizante entre sus hermosos recuerdos, resignado a no tener presente. Cuando se marche, dejará usted a un anciano agonizante entre la podredumbre de sus recuerdos, y desesperado por no tener ya presente. Si tuviera un poco de corazón o de decencia, me habría mentido, habría inventado algún vínculo entre nosotros. Ahora es demasiado tarde, así que si tiene un poco de corazón o de decencia, remáteme, ponga fin a la repugnancia que siento, ya que se trata de un sufrimiento insoportable.

—Exagera. No veo cómo he podido desnaturalizar sus recuerdos hasta este punto.

—Mi novela necesitaba un final. Con sus patrañas, usted me hizo creer que me traía este final. Ya no me atrevía a esperarlo, volvía a la vida tras una interminable hibernación, y, sin vergüenza alguna, me enseña usted las manos vacías, no me traía nada más que un ilusorio renacimiento. A mi edad, esas cosas ya no pueden soportarse. Sin usted, habría muerto dejando una novela inacabada. Por su culpa, será mi propia muerte la que resulte inacabada.

—Basta de figuras retóricas, ¿quiere?

—¡Se trata precisamente de figuras retóricas! ¿Acaso olvida usted que me ha desprovisto de mi sustancia? ¡Voy a decirle algo, señorita: el asesino no soy yo, es usted!

—¿Cómo dice?

—Me ha oído perfectamente. La asesina es usted, y ha matado a dos personas. Mientras Léopoldine vivía en mi memoria, su muerte era una abstracción. Pero usted, con su intrusión de carroñera, ha matado su recuerdo y, matando ese recuerdo, ha matado lo que quedaba de mí.

—Sofisma.

—Sabría que no se trata de un sofisma si tuviera el más mínimo conocimiento de lo que es el amor. Pero ¿cómo iba a comprender lo que es el amor una carroñera de mierda? Es usted la persona más ajena al amor que ha tenido el gusto de conocer.

—Si el amor es como usted lo define, me alegro de serle ajena.

—Decididamente, no ha comprendido nada.

—Me pregunto qué podría enseñarme usted, aparte de a estrangular a la gente.

—Me habría gustado enseñarle que, estrangulando a Léopoldine, le había ahorrado la única muerte de verdad, que es el olvido. Usted me considera un asesino, cuando soy uno de los pocos seres humanos que no ha matado a nadie. Mire a su alrededor y mírese a sí misma: el mundo está lleno de asesinos, es decir, de personas que se permiten olvidar a los que pretenden haber amado. Olvidar a alguien: ¿ha pensado alguna vez en lo que eso significa? El olvido es un océano gigantesco en el que tan sólo navega un buque, que es la memoria. Para la inmensa mayoría de los hombres, este buque se reduce a una miserable barca que se cala a la menor ocasión y cuyo capitán, personaje sin escrúpulos, sólo piensa en ahorrar. ¿Sabe en qué consiste esta despreciable palabra? En sacrificar diariamente, entre los miembros del pasaje, a aquellos que son considerados superfluos. ¿Y sabe quiénes son considerados superfluos? ¿Los cabrones, los pesados, los cretinos? En absoluto: se tira por la borda a los inútiles, los que ya han sido utilizados. Éstos ya han dado lo mejor de sí mismos, entonces, ¿qué más podrían aportar? Vamos, sin piedad, limpieza general y ¡alehop! Se les expede por encima de la borda, y el océano se los traga, implacable. Así es, querida señorita, como, con absoluta impunidad, se practica el más banal de los asesinatos. Nunca he estado de acuerdo con esta espantosa masacre, y en nombre de esta misma inocencia usted me acusa hoy, conforme a lo que los humanos llaman justicia, y que es una especie de modo de empleo de la delación.

—¿Quién ha hablado de delación? No tengo la intención de denunciarle.

—¿De verdad? Entonces es usted todavía peor de lo que imaginaba. En general, las carroñeras tienen la decencia de inventarse una causa. Usted, en cambio, remueve la mierda gratuitamente sin otro placer que el de apestar la atmósfera. Cuando se marche de aquí, se frotará las manos pensando que ha aprovechado bien el día, ya que ha profanado el universo ajeno. Hermoso trabajo, el suyo, señorita.

—Si no he entendido mal, ¿prefiere que le lleve a los tribunales?

—Claro. Después de lo que me ha hecho, ¿ha pensado usted en lo que supondrá mi agonía, si no me denuncia, si me deja usted solo y vacío en este apartamento? Mientras que, si me lleva ante la justicia, me divertiré.

—Lo siento, señor Tach, sólo tiene que denunciarse usted mismo; por ahí no paso.

—Usted está por encima de estas cosas, ¿verdad? Pertenece a la peor de las calañas, los que prefieren ensuciar a destruir. ¿Puede explicarme qué le pasó por la cabeza el día que decidió venir a torturarme? ¿A qué instinto gratuitamente inmundo cedió usted?

—Lo sabe desde el principio, estimado señor: ¿no habrá olvidado el envite de nuestra apuesta? Quería verle arrastrarse ante mí. Después de lo que me ha contado, lo sigo deseando. Así que, ya que ha perdido, arrástrese.

—He perdido, en efecto, pero prefiero mi suerte a la suya.

—Mejor para usted. Arrástrese.

—¿Es por vanidad femenina por lo que desea ver cómo me arrastro?

—Es por deseo de venganza. Arrástrese.

—No ha comprendido usted nada.

—Mis criterios no serán nunca los suyos, y he comprendido perfectamente. Creo que la vida es la más preciosa de las recompensas, y ninguno de sus discursos va a cambiar en nada esta opinión. Sin usted, Léopoldine habría vivido, con lo que la vida comporta de atrocidades, pero también con lo que tiene de hermosura. Nada que añadir. Arrástrese.

—Después de todo, no estoy resentido con usted.

—Faltaría más. Arrástrese.

—Vive en una esfera ajena a la mía. Es normal que no sea capaz de comprenderme.

—Su condescendencia me conmueve. Arrástrese.

—De hecho, soy mucho más tolerante que usted: soy capaz de admitir que vivía con otros criterios. Usted no. Para usted, sólo existe una manera de ver las cosas. Tiene la mente estrecha.

—Señor Tach, puede estar seguro de que sus consideraciones existenciales no me interesan en absoluto. Le ordeno que se arrastre, y punto.

—De acuerdo. ¿Pero cómo quiere que me arrastre? ¿Acaso ha olvidado que soy un inválido?

—Es verdad. Le ayudaré.

La periodista se levantó, sujetó al anciano por las axilas y, a costa de un gran esfuerzo, lo dejo caer sobre la alfombra, de cara al suelo.

—¡Socorro! ¡Ayuda!

Pero, en aquella posición, la hermosa voz del novelista era sofocada y, aparte de la joven mujer, nadie podía oírle.

—Arrástrese.

—No soporto estar tendido sobre la tripa. El médico me lo ha prohibido.

—Arrástrese.

—¡Mierda! Corro el riesgo de asfixiarme de un momento a otro.

—Así sabrá lo que es la asfixia que infligió a aquella niña. Arrástrese.

—Lo hice para salvarla.

—Y yo también estoy a punto de asfixiarle por su bien. Es usted un detestable anciano al que deseo salvar de la decadencia. Así que estamos en paz. Arrástrese.

—¡Pero si yo ya estoy acabado! Hace sesenta y cinco años y medio que no hago otra cosa que decaer.

—En ese caso, contribuiré a que su decadencia sea aún mayor. Venga, decaiga.

—No puede usted decir eso, es un verbo defectivo.

—Si supiera lo poco que me importa. Pero si ese verbo defectivo le molesta, conozco otro que no lo es: arrástrese.

—Es horrible, me ahogo, ¡voy a morir!

—Vaya, vaya. Creía que pensaba que la muerte es una recompensa.

—Lo es, pero todavía no quiero morirme.

—¿Ah, no? ¿Por qué retrasar un acontecimiento tan feliz?

—Porque acabo de darme cuenta de algo y quisiera decírselo antes de morir.

—De acuerdo. Acepto darle la vuelta, pero con una condición: tiene usted que arrastrarse.

—Le prometo intentarlo.

—No le pido que lo intente, le ordeno que se arrastre. Si no lo consigue, le dejaré morir.

—Está bien, ya me arrastro.

Y, resoplando como una locomotora, la enorme masa sudorosa se arrastró un par de metros sobre la alfombra.

—¿Está disfrutando, verdad?

—Sí, estoy disfrutando. Pero disfruto más todavía pensando que estoy vengando a alguien. A través de su cuerpo hipertrofiado, me parece ver recortarse una fina silueta a la que su sufrimiento consuela.

—Teatralmente ridículo.

—¿Aún no ha tenido bastante? ¿Le apetece arrastrarse un poco más?

—Le aseguro que ya es hora de que me dé la vuelta. Estoy entregando mi alma, si es que tengo alma.

—Me sorprende. Puestos a morir, ¿un hermoso asesinato no resulta más hermoso que una lenta agonía cancerosa?

—¿A esto le llama un hermoso asesinato?

—A los ojos del asesino, el asesinato siempre es hermoso. Es la víctima quien tiene algo que objetar. ¿Sería usted capaz, ahora mismo, de interesarse por el valor artístico de su muerte? Confiese que no.

—Confieso que no. Deme la vuelta, por favor.

La periodista cogió aquella masa por la cadera y la axila, y, lanzando un grito por el esfuerzo, la hizo bascular sobre la espalda. El obeso respiraba convulsivamente. Tuvieron que pasar algunos minutos antes de que su rostro aterrorizado recobrara un poco de serenidad.

—¿Qué era eso tan importante que acababa de descubrir y que necesitaba confesarme?

—Quería decirle que he pasado un mal rato.

—¿Y qué más?

—¿No le parece suficiente?

—¿Cómo? ¿Eso es lo único que tiene que decirme? ¿Ha necesitado usted ochenta y tres años para saber lo que todo el mundo sabe desde que nace?

—Pues mire usted, no, no lo sabía. He tenido que estar a punto de palmarla para comprender el horror, no ya de la muerte —que todos ignoramos—, sino del instante de morir. Se pasa un auténtico mal rato. Si los otros humanos tienen esta presciencia, yo no lo sabía.

—¿Se cachondea usted de mí?

—No. Hasta hoy, para mí la muerte era la muerte, y punto. No me daba cuenta de que existía una diferencia entre esta muerte y el instante de la muerte, que resulta insoportable. Sí, es muy extraño: la muerte sigue sin asustarme, pero, a partir de ahora, sudaré de angustia ante la idea del momento del traspaso, aunque sólo dure un segundo.

—¿Así que se siente avergonzado?

—Sí y no.

—¡Mierda! ¿Es que tengo que hacer que se arrastre de nuevo?

—Permítame que se lo explique. Sí, me siento avergonzado ante la idea de haberle infligido un momento semejante a Léopoldine. Pero, por otro lado, sigo creyendo —o por lo menos deseando—, que ha gozado de una excepción. El hecho es que, durante su breve agonía, observé su rostro y no leí en él ningún signo de angustia.

—Me encantan las ilusiones con las que se consuela para preservar su buena conciencia.

—Me importa un bledo mi conciencia. La pregunta que usted me planteaba se sitúa a un nivel superior.

—Dios mío.

—Usted lo ha dicho: sí, quizá Dios concede, a algunos humanos excepcionales, un traspaso desprovisto de sufrimiento y de angustia, un traspaso extático. Pienso que Léopoldine debió de experimentar este milagro.

—Escuche, su historia es lo suficientemente odiosa tal cual; ¿quiere hacerla todavía más grotesca invocando a Dios, el éxtasis y los milagros? ¿No irá usted a pensar que ha perpetrado un asesinato místico?

—Claro.

—Está usted loco de remate. ¿Quiere conocer la realidad de este crimen místico, especie de enfermo? ¿Sabe lo primero que hace un cadáver, tras su tránsito? Se mea, señor mío, y caga todo lo que le queda en los intestinos.

—Es usted repugnante. Detenga esta comedia, me incomoda.

—¿Le incomodo, eh? Asesinar a la gente, eso no le incomoda, pero la idea de que sus víctimas se meen y caguen, eso le resulta insoportable, ¿verdad? El agua de su lago debía de ser muy turbia si, al sacar el cadáver de su prima, no se percató usted de que el contenido de sus intestinos ascendía a la superficie.

—¡Cállese, tenga piedad!

—¿Piedad de qué? ¿De un asesino que ni siquiera es capaz de asumir las consecuencias orgánicas de su crimen?

—Le juro, le juro que las cosas no ocurrieron como usted dice.

—¿Ah, no? ¿Acaso Léopoldine no tenía una vejiga y unos intestinos?

—Sí… pero las cosas no ocurrieron como usted dice.

—Diga más bien que esta idea le resulta insoportable.

—Esta idea me resulta insoportable, de acuerdo, pero de todos modos las cosas no ocurrieron como usted dice.

—¿Piensa repetir esta frase hasta que se muera? Haría mejor en explicarse.

—Por desgracia, no logro explicar esta convicción y, sin embargo, sé que las cosas no ocurrieron como usted dice.

—¿Sabe cómo se llaman este tipo de convicciones? Se llaman autosugestiones.

—Señorita, dado que no logro hacerme comprender, ¿me permite que aborde esta cuestión bajo otro ángulo?

—¿De verdad cree que existe otro ángulo?

—Tengo la debilidad de creerlo.

—Entonces, adelante, ¡ya puestos!

—Señorita, ¿ha amado usted alguna vez?

—¡Esto es el colmo! Ahora entramos en el «consultorio sentimental».

—No, señorita. Si hubiera amado alguna vez, sabría que no tiene nada que ver. Pobre Nina, nunca ha amado.

—Conmigo nada de eso, ¿de acuerdo? Y, además, deje de llamarme Nina, me hace sentir incómoda.

—¿Por qué?

—No lo sé. Escuchar mi nombre pronunciado por un asesino, y para colmo obeso, tiene algo de despreciable.

—Lástima. Me apetecería mucho llamarla Nina. ¿De qué tiene miedo, Nina?

—No tengo miedo de nada. Me da usted asco, eso es todo. Y no me llame Nina.

—Lástima. Necesito llamarla de algún modo.

—¿Para qué?

—Pobre pequeña, usted, tan aguerrida, tan madura, es aún, en algunos aspectos, como el corderito recién nacido. ¿Acaso ignora lo que significa la necesidad de nombrar a algunas personas? ¿Cree usted que el común de los mortales me inspira esta misma necesidad? Ni hablar, hija mía. Si, en lo más profundo de su ser, uno siente la necesidad de invocar el nombre de un individuo, es porque lo ama…

—¿…?

—Sí, Nina. La amo, Nina.

—¿Ya ha terminado de decir estupideces?

—Es la verdad, Nina. Hace un rato, lo intuí, y luego creí equivocarme, pero no me había equivocado. Era sobre todo eso lo que necesitaba decirle cuando me estaba muriendo. Creo que ya no podré vivir sin usted, Nina. La amo.

—Despierte, imbécil.

—Nunca me había sentido más lúcido.

—La lucidez no le sienta demasiado bien.

—No importa. Yo ya no cuento, soy todo suyo.

—Deje de delirar, señor Tach. Sé perfectamente que no me ama. No hay nada en mí que pueda gustarle.

—Yo también pensaba eso, Nina, pero este amor se sitúa muy por encima de todas estas cosas.

—Se lo suplico, no me diga que me ama, por lo que más quiera, o lloraré de risa.

—No, ese amor se sitúa en un plano aún más superior.

—De repente, me parece usted muy etéreo.

—¿No comprende que se puede amar a un ser más allá de toda referencia conocida?

—No.

—Lástima, Nina, y sin embargo la amo, con todo el misterio que este verbo sugiere.

—¡Basta! De acuerdo: busca usted un final decente para su novela, ¿no es eso?

—¡Si supiera hasta qué punto me es indiferente esta novela desde hace unos minutos!

—No me creo nada. Esa falta de final le obsesiona. Sintió repugnancia al enterarse de que no tenía ningún vínculo personal con usted, y ahora intenta crear como sea ese vínculo personal, inventándose una historia de amor en el último minuto. Siente usted tal odio hacia la insignificancia, que sería capaz de las peores mentiras para dar sentido a algo que nunca lo tendrá.

—¡Qué error más grande, Nina! El amor no tiene ningún sentido, y por eso mismo es sagrado.

—No intente camelarme con su retórica. Usted no ama a nadie aparte del cadáver de Léopoldine. Además debería darle vergüenza profanar el único amor de su vida diciendo palabras tan poco creíbles.

—No lo profano, al contrario. Al amarla a usted, demuestro que Léopoldine me enseñó a amar.

—Sofisma.

—Sería un sofisma si el amor no obedeciera a leyes ajenas a las de la lógica.

—Escuche, señor Tach, escriba estas estupideces en su novela, si eso le divierte, pero deje de utilizarme como conejito de Indias.

—Nina, esto no me divierte. El amor no sirve para divertirse. El amor sólo sirve para amar.

—Exaltador.

—Claro. Si pudiera comprender el sentido del verbo, se sentiría usted tan exaltada como me siento yo ahora mismo, Nina.

—Ahórreme su exaltación, ¿quiere? Y deje de llamarme Nina, o no respondo de mis actos.

—No responda de sus actos, Nina. Y déjese amar, ya que usted no es capaz de corresponderme.

—¿Corresponderle? Faltaría más. Habría que ser realmente perverso para amarle.

—Entonces sea perversa, Nina, me sentiré tan feliz.

—Me repugnaría hacerle feliz. Nadie es más indigno que usted.

—No estoy de acuerdo.

—Claro.

—Soy asqueroso, feo, malvado, puedo ser la persona más vil de este mundo y, sin embargo, poseo una rarísima virtud, tan hermosa que no creo que no merezca ser amado.

—Déjeme adivinar: ¿la modestia?

—No. Mi virtud es que soy capaz de amar.

—¿Y en nombre de esta virtud sublime querría que le bañara los pies con mis lágrimas y le dijera: «Prétextat, le amo»?

—Repita mi nombre otra vez, es agradable.

—Cállese, me da ganas de vomitar.

—Es usted maravillosa, Nina. Tiene un carácter extraordinario, un temperamento de fuego además de una dureza glacial. Es usted orgullosa y temeraria. Lo tiene todo para ser una amante magnífica, si fuera capaz de amar.

—Permítame que le avise de que se equivoca si me toma por la reencarnación de Léopoldine. No tengo nada que ver con esa niña extática.

—Lo sé. ¿Ha conocido usted el éxtasis, Nina?

—Esta pregunta me parece absolutamente fuera de lugar.

—Lo es. En esta historia, todo está fuera de lugar, empezando por el amor que usted me inspira. Así que, llegados a este punto, Nina, no dude en responder a mi pregunta, que es más casta de lo que usted imagina: ¿ha conocido el éxtasis, Nina?

—No lo sé. Lo que es seguro es que, en estos momentos, no experimento ningún éxtasis.

—Usted no conoce el amor, no conoce el éxtasis: no conoce nada. Mi pequeña Nina, ¿cómo puede soportar la vida cuando ni siquiera la conoce?

—¿Por qué me dice esas cosas? ¿Para que me deje matar dócilmente?

—No la mataré, Nina. Hace un rato, pensé en hacerlo, pero desde que me he arrastrado ante usted, ese deseo ha desaparecido.

—Es para morirse de risa. ¿De verdad creía que era capaz de asesinarme, usted, viejo e inválido? Creía que era usted repugnante, pero ahora me doy cuenta de que, en el fondo, es simplemente estúpido.

—El amor hace que la gente se vuelva estúpida, lo sabe todo el mundo, Nina.

—Por favor, no me hable más de su amor, siento crecer dentro de mí deseos homicidas.

—¿Será posible? Pero, Nina, así es como empieza.

—¿El qué?

—El amor. ¿Habré logrado despertar el éxtasis en usted? Siento un orgullo inenarrable, Nina. El deseo de matar acaba de morir en mí y ahora resulta que renace en usted. Usted empieza a vivir en este instante: ¿se da cuenta?

—Sólo me doy cuenta de lo profundo de mi exasperación.

—Estoy asistiendo a un espectáculo extraordinario: al igual que el común de los mortales, creía que la reencarnación era un fenómeno post mortem. ¡Y ahora compruebo, con mis propios ojos, que usted se convierte en mí!

—Nunca he recibido un insulto tan ofensivo.

—La profundidad de su irritación certifica el inicio de su vida, Nina. A partir de ahora, siempre se sentirá tan furiosa como me he sentido yo, será usted alérgica a la mala fe, explotará en imprecaciones y éxtasis, será genial como la cólera, no le temerá a nadie.

—¿Ha terminado ya, pedazo de cabrón?

—Sabe muy bien que tengo razón.

—¡Es falso! Yo no soy usted.

—Aún no, pero todo se andará.

—¿Qué quiere decir?

—Pronto lo sabrá. Es fantástico. Digo cosas que ocurren ante mis ojos a medida que las voy formulando. Aquí me tiene, convertido en el pitoniso del presente, no del futuro, del presente, ¿se da cuenta?

—Me doy cuenta de que ha perdido la razón.

—Es usted quien la ha recobrado, como recobrará el resto. ¡Nina, nunca había experimentado un éxtasis como el que siento en estos momentos!

—¿Dónde están sus calmantes?

—Nina, tendré toda la eternidad para estar calmado, tan pronto como me haya matado.

—¿Pero qué dice?

—Déjeme hablar. Lo que tengo que decirle es demasiado importante. Lo quiera o no, se está usted convirtiendo en mi avatar. En cada metamorfosis de mi ser me esperaba un individuo digno de amor: la primera vez fue Léopoldine, y fui yo quien la mató; la segunda vez es usted, y es usted quien me matará. El que a hierro mata, a hierro muere, ¿no le parece? Me siento tan feliz de que sea usted: gracias a mí, está a punto de descubrir lo que es el amor.

—Gracias a usted, estoy aprendiendo lo que es la consternación.

—¿Lo ve? Usted lo ha dicho. El amor empieza con la consternación.

—Hace un rato, decía que empezaba con el deseo de matar.

—Es lo mismo. Escuche lo que crece dentro de usted, Nina: sienta ese inmenso estupor. ¿Oyó alguna vez una sinfonía tan bien armonizada? Se trata de un engranaje demasiado logrado y demasiado sutil para que los demás puedan percibirlo. ¿Se da cuenta de la pasmosa diversidad de instrumentos? De su acorde incongruente sólo podría nacer una cacofonía, y sin embargo, Nina, ¿oyó alguna vez algo más hermoso? Esas decenas de movimientos que se sobreponen a través de usted, y que convierten su cráneo en una catedral, y que convierten su cuerpo en una caja de resonancia inmensa e infinita, y que convierten en trance su delgada carne, y en relajamiento sus cartílagos; está siendo poseída por lo innombrable.

Silencio. La periodista giró la cabeza hacia atrás.

—Le pesa la cabeza, ¿verdad? Sé lo que se siente. Verá usted como no se acostumbra nunca.

—A qué.

—A lo innombrable. Intente levantar la cabeza, Nina, con todo lo que pesa el cráneo, y míreme.

La criatura lo hizo con esfuerzo.

—Admita que, a pesar de los inconvenientes, resulta divinamente agradable. Me siento tan feliz de que finalmente comprenda. Ahora imagine lo que fue la muerte de Léopoldine. Hace un rato, el instante de morir me pareció insoportable porque me arrastraba, en los dos sentidos de la palabra. Pero pasar de la vida a la muerte en pleno éxtasis, es una simple formalidad. ¿Por qué? Porque en instantes semejantes, uno no sabe si está vivo o muerto. Resultaría inexacto decir que mi prima murió sin sufrir o sin darse cuenta, como los que mueren mientras duermen: la verdad es que ella murió sin morir, porque ya no estaba viva.

—Cuidado, lo que acaba de decir apesta a retórica tachtiana.

—Y lo que usted está sintiendo, ¿también es retórica tachtiana, Nina? Míreme, querido y encantador avatar. A partir de ahora, tendrá que acostumbrarse a despreciar la lógica de los demás. Tendrá, por consiguiente, que acostumbrarse a estar sola; no lo lamente.

—Le echaré de menos.

—Cómo le agradezco que me diga eso.

—Sabe perfectamente que la bondad no interviene para nada en esta historia.

—No se preocupe, me reencontrará en cada éxtasis.

—¿Me ocurrirá a menudo?

—A decir verdad, hacía sesenta y cinco años y medio que no experimentaba el éxtasis, pero el que siento en estos momentos borra el tiempo perdido como si jamás hubiera existido. También tendrá que acostumbrarse a ignorar el calendario.

—Pues vaya.

—No se ponga triste, querido avatar. No olvide que la amo. Y el amor es eterno, lo sabe muy bien.

—¿Sabe que los tópicos adquieren, en boca de un premio Nobel de Literatura, un irresistible sabor?

—No sabe cuánta razón tiene. Cuando uno alcanza un grado de sofisticación como el mío, no sabría pronunciar una banalidad sin desfigurarla, sin darle los acentos de las paradojas más extrañas. ¿Cuántos escritores habrán abrazado esta carrera con el único objetivo de acceder, algún día, al más allá de las explicaciones, especie de tierra de nadie donde la palabra es siempre virgen? Quizá sea eso la Inmaculada Concepción: decir las cosas más próximas al mal gusto manteniéndose en una especie de milagroso estado de gracia, siempre por encima de los demás, encima del insignificante griterío. Soy el último individuo del mundo que puede decir «La amo» sin resultar obsceno. Una suerte para usted.

—¿Una suerte? ¿No será una maldición?

—Una suerte, Nina. Dése cuenta: ¡sin mí, su vida habría sido de lo más aburrida!

—¿Y usted qué sabe?

—Salta a la vista. ¿No decía usted misma que era una carroñera de mierda? A la larga, se habría cansado de serlo. Tarde o temprano, uno debe dejar de interesarse por la mierda de los demás y debe empezar a crear la propia. Sin mí, nunca habría sido capaz de hacerlo. A partir de ahora, oh avatar, tendrá usted acceso a las divinas iniciativas de los creadores.

—Es cierto que siento crecer en mí una iniciativa que me confunde.

—Es normal. La duda y el miedo son los auxiliares de las grandes iniciativas. Lentamente comprenderá que esa ansiedad forma parte del placer. Y usted necesita placer, Nina, ¿no es cierto? Decididamente, le habré enseñado y dado todo. Empezando por el amor: querido avatar, me estremezco con sólo pensar que, sin mí, nunca habría conocido el amor. Hace unos minutos, hablábamos de los verbos defectivos: ¿sabía usted que el verbo amar es el más defectivo de los verbos?

—¿Qué demonios está diciendo?

—Sólo se conjuga en singular. Sus formas plurales no son sino singulares disfrazados.

—Una visión muy espiritual, la suya.

—Nada de eso: ¿acaso no he demostrado que, cuando dos personas se amaban, una de ellas tenía que desaparecer para restablecer el singular?

—¿No me irá a decir que mató a Léopoldine para respetar su ideología gramatical?

—¿Le parece una causa fútil? ¿Acaso se le ocurre una necesidad más imperiosa que la conjugación? Sepa, pequeño avatar, que si no existiera la conjugación, ni siquiera tendríamos conciencia de ser individuos distintos, y esta sublime conversación resultaría imposible.

—Qué más quisiera.

—Vamos, no disimule su placer.

—¿Mi placer? No hay rastro de placer dentro de mí, no siento nada, tan sólo un terrible deseo de estrangularle.

—Pues no es usted muy rápida, avatar de mi corazón. Hace por lo menos diez minutos que me esfuerzo en que lo haga, con una transparencia sin precedentes. He logrado que se exaspere, la he llevado al límite para arrancarle sus últimos escrúpulos, y todavía sigue sin pasar a la acción. ¿A qué espera, mi tierno amor?

—Me cuesta creer que lo desee de verdad.

—Le doy mi palabra.

—Además, no estoy acostumbrada.

—Todo se andará.

—Tengo miedo.

—Mejor.

—¿Y si no lo hiciera?

—La atmósfera se volvería insostenible. Créame, tal y como se han puesto las cosas, no tiene usted elección. Además, me ofrece la única posibilidad de morir en las mismas condiciones que Léopoldine: por fin sabré lo que ella experimentó. Vamos, avatar, estoy preparado.

La periodista ejecutó su faena a la perfección. Fue un trabajo rápido y limpio. El clasicismo nunca comete una falta de mal gusto.

Cuando todo hubo terminado, Nina detuvo el magnetófono y se sentó en el sofá. Estaba muy tranquila. Empezó a hablar sola, pero no se debió a ningún desarreglo mental. Habló como se le habla a una amiga íntima, con una ternura levemente jovial:

—Querido y viejo chiflado, casi logra engañarme. No puedo expresar hasta qué punto sus discursos me ponían nerviosa; estaba a punto de volverme loca. Ahora me siento mucho mejor. Debo confesar que tenía usted razón: el estrangulamiento es un oficio muy agradable.

Y el avatar contempló sus manos con admiración. Los caminos que llevan al Señor son inescrutables. Y los que llevan al éxito son todavía más inescrutables. Tras aquel incidente, se produjo una auténtica avalancha sobre las obras de Prétextat Tach. Diez años más tarde, se había convertido en un clásico.