—¿Ya empezó la guerra?

—Todavía no, señor Tach.

—Pero empezará alguna vez, ¿no?

—Cualquiera diría que lo está deseando.

—Odio las promesas incumplidas. Una pandilla de payasos nos ha prometido una guerra para la medianoche del día 15. Estamos a 16 y aún no ha pasado nada. ¿Por quién nos toman? Millones de telespectadores están sobre ascuas.

—¿Está a favor de esta guerra, señor Tach?

—¡A favor de una guerra! ¡Qué barbaridad! ¿Cómo se puede estar a favor de una guerra? ¡Qué pregunta más estúpida! ¿Conoce usted a alguien que esté a favor de la guerra? Ya puestos, ¿por qué no me pregunta si me desayuno con napalm?

—Sobre el capítulo de su alimentación, ya sabemos a qué atenernos.

—¿Ah? ¿Por que, además, se espían unos a otros? Dejan que unos infelices hagan el trabajo sucio y ustedes se regodean, ¿no es cierto? Muy bonito. Y quizá se consideren más inteligentes porque me hacen preguntas brillantes, como por ejemplo: «¿Está usted a favor de la guerra?». ¡Y yo, habré sido un escritor de genio, universalmente admirado, habré recibido el premio Nobel de Literatura, todo para que un mocoso me venga a lacerar con preguntas casi tautológicas, a las que el último de los imbéciles daría la misma respuesta que yo!

—De acuerdo. No le gusta la guerra, pero ¿desea que tenga lugar?

—En el actual estado de cosas, se trata de una necesidad. Todos esos idiotas de soldados están con el arma a punto. Hay que darles la oportunidad de eyacular, si no les saldrán granos y regresarán llorando a casa de sus mamás. Decepcionar a los jóvenes es feo.

—¿Le gustan los jóvenes, señor Tach?

—¡Hay que admitir que tiene un talento especial para hacer preguntas brillantes e inéditas! Sí, mire usted, me encantan los jóvenes.

—No me lo esperaba. Conociéndole, imaginaba que no podía verlos ni en pintura.

—¡«Conociéndole»! ¿Por quién me toma?

—En fin, conociendo su reputación…

—¿Mi reputación de qué?

—Bueno… es difícil decirlo.

—Sí. Por indulgencia hacia usted, no insistiré.

—¿Así que le gustan los jóvenes? ¿Por qué?

—Me gustan los jóvenes porque son todo lo que yo no soy. En este sentido, merecen ternura y admiración.

—Es una respuesta conmovedora, señor Tach.

—¿Quiere un pañuelo?

—¿Por qué se burla de los nobles impulsos de su corazón?

—¿Los nobles impulsos de mi corazón? ¿De dónde saca semejantes chorradas?

—Lo siento, señor, usted me las inspira: lo que ha dicho sobre los jóvenes era realmente conmovedor.

—Profundice y verá cuán conmovedor era.

—Profundicemos, pues.

—Me gustan los jóvenes porque son todo lo que yo no soy, eso he dicho. Efectivamente, los jóvenes son guapos, ágiles, estúpidos y malvados.

—¿…?

—¿No le parece? Una respuesta conmovedora, para decirlo en sus términos.

—¿Bromea, supongo?

—¿Tengo aspecto de estar bromeando? Y, además, ¿ve la broma por algún lado? ¿Puede rebatir cualquiera de estos adjetivos?

—Incluso admitiendo que esos calificativos fueran fundados, ¿se sitúa realmente en las antípodas?

—¿Cómo? ¿Le parezco guapo, ágil, estúpido y malvado?

—Ni hermoso, ni ágil, ni estúpido…

—Me tranquiliza.

—Pero malvado, ya lo creo.

—¿Malvado, yo?

—Absolutamente.

—¿Malvado? Está usted enfermo. En ochenta y tres años de existencia, nunca he encontrado a una persona tan increíblemente buena como yo. Soy monstruosamente bueno, tan bueno que, si me conociera, vomitaría.

—No habla usted en serio.

—Esto es el colmo. Nómbreme a un solo individuo que sea, ya no más bueno que yo (eso sería imposible), sino tan bueno como yo.

—Bueno… cualquiera.

—¿Cualquiera? ¿Usted mismo, si no he entendido mal? Menudo bromista es usted.

—Yo o cualquiera.

—No hable de cualquiera, a ése no lo conoce. Hábleme de usted. ¿En nombre de qué se atreve a considerarse tan bueno como yo?

—En nombre de las evidencias más flagrantes.

—Ya. Lo que me temía, no tiene ningún argumento.

—Vamos, señor Tach, deje de delirar, ¿quiere? He oído las dos entrevistas de los periodistas que me han precedido. Aunque sólo le conociera a través de estas muestras, ya sabría a qué atenerme con usted. ¿Niega que martirizó a esos dos infelices?

—¡Qué mala fe! Me martirizaron ellos a mí.

—Por si no lo sabe, ambos están hechos polvo desde que tuvieron que vérselas con usted.

Post hoc, ergo propter hoc, ¿no es cierto? Establece relaciones de causalidad totalmente peregrinas, jovencito. El primero cayó enfermo por haber bebido demasiados porto flip. Espero que no me diga que yo le obligué a que se los tragara. El segundo me dio la lata, de mala gana, para que le hablara de mi alimentación. Si luego no fue capaz de soportar esta exposición, no es culpa mía, ¿no le parece? Añadiría que ambos individuos se mostraron arrogantes conmigo. Oh, los soporté con la docilidad del cordero sobre el altar del sacrificio. Aunque ellos fueron los que sufrieron. ¿Se da cuenta? Siempre se acaba por volver a los Evangelios: Cristo lo dijo muy bien, a quiénes más perjudican los malvados y los rencorosos es a sí mismos. De allí los tormentos que soportaron sus colegas.

—Señor Tach, le ruego que me responda con absoluta sinceridad a esta pregunta: ¿me toma usted por imbécil?

—Claro.

—Gracias por su sinceridad.

—No me dé las gracias, soy incapaz de mentir. Además, no entiendo por qué me hace una pregunta cuya respuesta ya conoce: usted es joven, y no le he escondido lo que opino de los jóvenes.

—A propósito, ¿no le parece que debería matizar más? No se puede meter a todos los jóvenes en el mismo saco.

—De acuerdo. Algunos jóvenes no son ni guapos, ni ágiles. Usted, sin ir más lejos, no sé si será ágil, pero de guapo no tiene nada.

—Gracias. Y la maldad y la estupidez, ¿ningún joven se libra de ellas?

—Sólo he conocido una excepción: yo.

—¿Cómo era usted cuando tenía veinte años?

—Igual que ahora. Aún podía andar. A parte de eso, no he cambiado en absoluto. Ya era imberbe, obeso, místico, genial, demasiado bueno, feo, sumamente inteligente, solitario, ya me encantaba comer y fumar.

—¿O sea, que no tuvo juventud?

—Me encanta escucharle hablar, parece un repertorio de tópicos. Acepto afirmar «No, no tuve juventud», con la siguiente condición: en su artículo, precise que la expresión es suya. Si no, la gente podría pensar que Prétextat Tach utiliza una terminología de novelas de quiosco.

—No dejaré de hacerlo. Ahora, si no tiene inconveniente, ¿en qué sentido se considera bueno? A ser posible, poniendo ejemplos.

—Me encanta el «a ser posible». ¿No cree en mi bondad, verdad?

—Creer no es el verbo apropiado. Digamos concebir.

—Lo que hay que oír. Pues, jovencito, conciba lo que fue mi vida: un sacrificio de ochenta y tres años. ¿Qué es el sacrificio de Cristo comparado con eso? Mi pasión duró cincuenta años más que la suya. Y pronto experimentaré una apoteosis infinitamente más extraordinaria, más prolongada, más elitista y quizá más dolorosa incluso: una agonía que dejará sobre mi carne los gloriosos estigmas del síndrome de Elzenveiverplatz. Nuestro Señor me inspira los mejores sentimientos, pero con toda su buena voluntad, Él no habría podido morir de cáncer de cartílagos.

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué? Morir de una crucifixión —en aquel entonces vulgar como la lluvia—, o de un síndrome rarísimo, ¿le parece a usted lo mismo?

—Morir siempre es morir.

—¡Dios mío! ¿Se da cuenta de la ineptitud que su magnetófono acaba de grabar? ¡Y pensar que sus colegas tendrán que escuchar eso! Mi pobre amigo, no me gustaría estar en su pellejo. ¡«Morir siempre es morir»! Seré tan generoso que le autorizaré a que lo borre.

—Ni hablar, señor Tach: ésa es exactamente mi opinión.

—¿Sabe que empieza a parecerme usted fascinante? Tanta falta de discernimiento resulta extraordinaria. Debería pedir el traslado a la sección de «Perros atropellados», aprender el lenguaje canino y preguntar a los pobres animales agonizantes si no habrían preferido morir de alguna enfermedad excepcional.

—Señor Tach, ¿es capaz de dirigirse a los demás sin insultarles?

—Yo nunca insulto, caballero, diagnostico. De hecho, supongo que no habrá leído nada mío.

—Error.

—¿Cómo? No es posible. No tiene ni el aspecto ni el aplomo del lector tachtiano. Miente usted.

—Es la pura verdad. Sólo he leído una de sus novelas, que leí a fondo, que releí y que subrayé.

—Debe confundirse con otro.

—¿Cómo podría confundir con otro un libro como Violaciones gratuitas entre dos guerras? Créame, es una lectura que me estremeció profundamente.

—¿Estremeció? ¡Estremeció! ¡Como si yo escribiera para estremecer a la gente! Si no hubiera leído ese libro en diagonal, caballero, como probablemente hizo, si lo hubiera leído como merece ser leído, con las tripas, por muchas que usted tenga, habría vomitado.

—Efectivamente, hay en su obra una estética del vómito…

—¡Una estética del vómito! ¡Va usted a hacerme llorar!

—En fin, volviendo a lo que decíamos antes, afirmo no haber leído nunca ninguna obra tan llena de maldad.

—Precisamente. Quería pruebas de mi bondad: aquí tiene una evidente. Céline lo comprendió, cuando en sus prólogos afirmaba haber escrito sus libros más venenosos por desinteresada generosidad, por irreprimible ternura hacia sus detractores. Ése es el verdadero amor.

—¿Un poco fuerte, no le parece?

—¿Céline, un poco fuerte? Procure borrar eso.

—Pero, vamos a ver, esa escena insoportablemente malvada con la mujer sordomuda, el lector nota que disfrutó usted de lo lindo al escribirla.

—Es cierto. No puede imaginar el placer que se siente llevando agua al molino de sus detractores.

—¡Ah! En este caso no es por generosidad, señor Tach, es una oscura mezcolanza de masoquismo y paranoia.

—¡Ta, ta, ta! Deje de utilizar palabras cuyo sentido ignora. ¡Pura bondad, jovencito! En su opinión, ¿cuáles son los libros que fueron escritos por pura bondad? ¿La cabaña del tío Tom? ¿Los miserables? Claro que no. Esos libros se escriben para ser admitido en las tertulias literarias. No, créame, los libros escritos por pura bondad son rarísimos. Esas obras se crean en la abyección y la soledad, sabiendo que, al lanzarlas a la cara del mundo, uno se sentirá todavía más solo y abyecto. Es normal, la principal característica de la generosidad desinteresada consiste en que sea imposible de reconocer, incognoscible, invisible, insospechable, ya que un benefactor que se identifica nunca es desinteresado. Ya ve como soy bueno.

—Lo que acaba de decir resulta paradójico. Dice que la auténtica bondad se esconde, y proclama a voz en grito que es usted bueno.

—Oh, puedo permitírmelo tanto como quiera, ya que, de todos modos, nadie me va a creer.

El periodista se echó a reír.

—Tiene usted argumentos fascinantes, señor Tach. ¿Así que pretende haber dedicado su vida a la escritura por pura bondad?

—Hay muchas otras cosas que he practicado por pura bondad.

—¿Cómo por ejemplo?

—La lista es larga: el celibato, jalar, etc.

—Explíqueme eso.

—Claro, la bondad no ha sido siempre mi única motivación. El celibato, por ejemplo: es público y notorio que no siento ningún interés por el sexo. Pero habría podido casarme de todos modos, aunque sólo hubiera sido por el placer de fastidiar a mi esposa. Pues no lo hice, porque intervino mi bondad: no me casé para ahorrarle sufrimientos a una infeliz.

—Ya. ¿Y la manduca?

—Salta a la vista: soy el mesías de la obesidad. Cuando muera, me llevaré sobre los hombros todos los kilos que le sobran a la humanidad.

—Querrá decir que, simbólicamente…

—¡Cuidado! No pronuncie jamás la palabra «símbolo» delante de mí, salvo que se trate de una cuestión de química, por la cuenta que le trae.

—Lamento ser estúpido y obtuso, pero la verdad es que no le comprendo.

—No es grave, no es usted el único.

—¿Podría explicármelo?

—Detesto perder mi tiempo.

—Señor Tach, admitiendo que soy estúpido y obtuso, ¿no puede imaginar que existe, detrás de mí, un futuro lector de este artículo, un lector inteligente y abierto que, él sí, merecería comprenderle? ¿Y al que su respuesta decepcionaría?

—Admitiendo que exista ese lector, si es realmente inteligente y abierto, no necesitará ningún tipo de explicaciones.

—Discrepo. Incluso un ser inteligente necesita explicaciones cuando se ve confrontado a un pensamiento nuevo y desconocido.

—¿Y usted qué sabe? Nunca ha sido inteligente.

—Es cierto, pero intento humildemente imaginarlo.

—Pobrecito.

—Vamos, demuestre su proverbial bondad y explíquese.

—¿Quiere que se lo diga? Las personas realmente inteligentes y abiertas no implorarían estas explicaciones. Es propio de personas vulgares querer explicarlo todo, incluso aquello que no tiene explicación. Entonces, ¿para qué iba a darle explicaciones que los idiotas no comprenderían y que los seres más refinados no desean?

—Hasta ahora era feo, estúpido y obtuso, ¿ahora debo añadir vulgar, si no he entendido mal?

—Veo que no puedo tener secretos para usted.

—Si me permite decirlo, señor Tach, no por comportarse así caerá más simpático.

—¿Simpático, yo? Sólo faltaría eso. Además, ¿quién es usted para sermonearme dos meses antes de mi gloriosa muerte? ¿Quién se cree que es? Empezaba su frase con «si me permite decirlo», ¡pues no se lo permito! Venga, márchese, me incomoda.

—…

—¿Está usted sordo?

El periodista, avergonzado, se reunió con sus colegas en el bar de enfrente. No sabía si había salido bien librado o no.

Al escuchar la cinta, los colegas no dijeron nada, pero seguro que sus sonrisas condescendientes no iban dirigidas a Tach.

—Este tío es un caso —contaba la última víctima—. ¡A ver quién lo entiende! Nunca sabes cómo va a reaccionar. A veces, parece que puede escuchar cualquier cosa, que nada le molesta y que incluso disfruta con los pequeños matices impertinentes de ciertas preguntas. Y, de pronto, sin previo aviso, explota por un detalle insignificante o te echa si has tenido la desgracia de hacerle un comentario ínfimo y legítimo.

—El genio no sufre por tus observaciones —objetó un colega con la misma arrogancia que si del mismo Tach se tratara.

—Entonces ¿qué? ¿Debería haberme dejado insultar?

—Lo ideal habría sido no inspirarle esos insultos.

—¡Muy listo! El mundo no le inspira otra cosa que insultos.

—¡Pobre Tach! ¡Pobre titán exiliado!

—¿Pobre Tach? Eso es el colmo. Pobres de nosotros, ¡eso sí!

—¿No te das cuenta de que le molestamos?

—Sí, he podido darme cuenta. Pero, vamos a ver, alguien tiene que hacer ese trabajo, ¿no?

—¿Para qué? —dijo el prepotente malasombra creyéndose inspirado.

—¿Y entonces para qué elegiste ser periodista, mariconazo?

—Porque no podía ser Prétextat Tach.

—¿Te habría gustado ser un enorme eunuco grafómano?

Sí, le habría gustado, y no era el único que lo pensaba. La raza humana está hecha de tal modo que seres mentalmente sanos estarían dispuestos a sacrificar su juventud, su cuerpo, sus amores, sus amigos, su felicidad y mucho más todavía en aras de un fantasma llamado eternidad.