—Antes que nada, señor Tach, y en nombre de la profesión, me gustaría presentarle mis excusas por lo ocurrido ayer.
—¿Qué ocurrió ayer?
—Bueno, ese periodista que, al importunarlo, nos ha deshonrado.
—Ah, ya me acuerdo. Un chico muy simpático. ¿Cuándo podré volver a verle?
—Nunca más, estése tranquilo. Si le sirve de consuelo, hoy está hecho polvo.
—¡Pobrecito! ¿Qué le ha ocurrido?
—Demasiado porto flip.
—Siempre he sabido que el porto flip era una porquería. Si hubiera tenido conocimiento de su afición a los brebajes vigorizantes, le habría preparado un buen alexander: nada mejor para el metabolismo. ¿Quiere usted un alexander, joven?
—Nunca estando de servicio, gracias.
El periodista no pudo apreciar la mirada de intenso recelo que le valió su negativa.
—Señor Tach, no esté resentido con nuestro colega de ayer. Raros son los periodistas —hay que decirlo—, a los que se ha preparado para encontrarse con personas como usted…
—Lo que faltaba. ¡Preparar a pobres tipos para encontrarse conmigo! ¡Una asignatura que debería llamarse «el arte de abordar a los genios»! ¡Qué espanto!
—¿Verdad que sí? Deduzco de sus palabras que no está resentido con nuestro colega. Gracias por su indulgencia.
—¿Ha venido a hablarme de su colega o a hablarme de mí?
—De usted, claro, tan sólo era un preámbulo.
—Lástima. La verdad, esta perspectiva me agobia tanto que necesito un alexander. Le ruego espere unos minutos… después de todo, es culpa suya, no haberme hablado de alexander, con sus historias, me han entrado ganas de tomarme uno.
—Yo no le hablado de alexanders.
—No obre con mala fe, joven. No soporto la mala fe. ¿Sigue sin querer uno de mis brebajes?
No se dio cuenta de que Tach le ofrecía la última oportunidad, y la dejó pasar. Encogiendo sus enormes hombros, el novelista dirigió su silla de ruedas hacia una especie de ataúd cuya tapa levantó, descubriendo botellas, latas y copas.
—Es un ataúd merovingio —explicó el obeso—, que he habilitado como bar.
Se apoderó de una de las grandes copas metálicas, echó en su interior una generosa dosis de crema de cacao y otra de coñac. Luego, le dedicó una mirada pícara al periodista.
—Y ahora, va usted a conocer el secreto del chef. El común de los mortales suele añadir un último tercio de nata líquida. A mí me parece un poco pesado, por eso sustituyo la crema por una dosis equivalente de… (agarró una lata) leche condensada azucarada (unió el gesto con la palabra).
—¡Pero eso debe de ser espantosamente repugnante! —exclamó el periodista empeorando todavía más su situación.
—Este año, el invierno es benigno. Cuando es duro, adorno mi alexander con una cucharada de mantequilla fundida.
—¿Cómo dice?
—Sí. La leche condensada es menos grasa que la nata, por lo que es necesario compensar. De hecho —y ya que, de todos modos, estamos a 15 de enero— podría añadir la mantequilla tranquilamente, pero tendría que desplazarme hasta la cocina y dejarle solo, y eso no estaría bien. Pasaré, pues, sin mantequilla.
—Por mí no se moleste, se lo ruego.
—No, no importa. En honor al ultimátum que expira esta misma noche, me privaré de mantequilla.
—¿Se siente afectado por la guerra del Golfo?
—Hasta el punto de no añadir mantequilla en mi alexander.
—¿Sigue las noticias de televisión?
—Entre dos secuencias de publicidad, a veces ocurre que soy víctima de algunas noticias.
—¿Qué opina de la crisis del Golfo?
—Nada.
—¿Nada de nada?
—Nada.
—¿Le es indiferente?
—En absoluto. Pero lo que pueda opinar no tiene ningún interés. No es a un obeso impotente a quien hay que pedirle opinión sobre esta crisis. No soy ni general, ni pacifista, ni tengo una gasolinera, ni soy iraquí. En cambio, si me pregunta usted sobre el alexander, seré brillante.
Para concluir este ataque de lirismo, el novelista se llevó la copa a los labios y se tragó unos codiciados sorbos.
—¿Por qué bebe en copa de metal?
—No me gusta la transparencia. Es otra de las razones por las que soy gordo: me gusta que nadie pueda ver a través de mí.
—A propósito, señor Tach, me gustaría hacerle la pregunta que todos los periodistas quisieran hacerle pero no se atreven.
—¿Cuánto peso?
—No, qué come. Sabemos que esto ocupa un lugar primordial en su vida. La gastronomía y su consecuencia natural, la digestión, aparecen en el centro de sus novelas recientes como Apología de la dispepsia, una obra que, en mi opinión, contiene un compendio de sus preocupaciones metafísicas.
—Es cierto. Considero que la metafísica es el modo de expresión privilegiado del metabolismo. En ese sentido —y dado que el metabolismo se compone de anabolismo y catabolismo—, divido la metafísica en anafísica y en catafísica. No debe verse en ello una tensión dualista, sino dos fases obligatorias y —lo que resulta más incómodo— simultáneas de un proceso de pensamiento condenado a la trivialidad.
—¿No debe interpretarse también como una alusión a Jarry y a la patafísica?
—No, señor. Yo soy un escritor serio —respondió el anciano con un tono glacial antes de sumergirse de nuevo en su alexander.
—Si le parece bien, señor Tach, ¿podría esbozar las etapas digestivas de una de sus jornadas habituales?
Se hizo un silencio solemne, durante el cual el novelista parecía estar reflexionando. Luego empezó a hablar, en un tono muy grave, como si revelara un dogma secreto:
—Por la mañana, me levanto a las ocho. Antes que nada, voy al retrete a vaciar mi vejiga y mis intestinos. ¿Desea que le dé detalles?
—No, creo que será suficiente.
—Mejor, porque se trata sin duda de una etapa indispensable del proceso digestivo, pero absolutamente asquerosa, créame.
—Le creo.
—Bienaventurados los que creen sin haber visto. Tras espolvorearme con talco, me visto.
—¿Siempre lleva este albornoz de estar por casa?
—Sí, menos cuando salgo a comprar.
—¿Su invalidez no le molesta para realizar todas estas operaciones?
—He tenido tiempo para acostumbrarme. A continuación, me dirijo a la cocina y me preparo el desayuno. Antes, cuando me pasaba el día escribiendo, no cocinaba, comía alimentos vulgares, como callos fríos…
—¿Callos fríos por la mañana?
—Comprendo su sorpresa. Debo decirle que, en aquella época, escribir era lo único que me preocupaba. Pero actualmente me repugnaría desayunar callos fríos. Desde hace veinte años, tengo por costumbre tostarlos durante media hora en grasa de oca.
—¿Callos con grasa de oca para desayunar?
—Están riquísimos.
—¿Regados con un alexander?
—No, nunca con las comidas. Cuando escribía, me tomaba un café cargado. Actualmente, prefiero yema mejida. Luego, salgo a hacer recados y paso la mañana cocinando alimentos refinados para el almuerzo: buñuelos de seso, riñones estofados…
—¿Postres complicados?
—Muy pocas veces. Sólo bebo cosas dulces, así que no tengo tanta necesidad de postres. Y, entre comidas, suelo comer caramelos. Cuando era joven, prefería los caramelos escoceses, extraordinariamente duros. Por desgracia, con la edad he tenido que resignarme a los caramelos blandos, que siguen siendo excelentes. En mi opinión, nada puede reemplazar esa impresión de estancamiento sensual que acompaña la parálisis de las mandíbulas producida por la masticación de los «English toffees»… Apunte lo que acabo de decir, creo que sonaba bien.
—No se preocupe, todo queda grabado.
—¿Cómo dice? ¡Pero eso es deshonesto! Entonces, ¿no puedo decir tonterías?
—Usted nunca las dice, señor Tach.
—Más que un adulador, es usted un sicofante, caballero.
—Se lo ruego, volvamos a su vía crucis digestivo.
—¿Mi vía crucis digestivo? Esto suena bien. ¿No lo habrá robado de alguna de mis novelas?
—No, es mío.
—Ya me extrañaría. Parece de Prétextat Tach. Hubo un tiempo en que me sabía mis obras de memoria… Por desgracia, uno tiene la edad que tiene su memoria, ¿no es cierto? Y no de sus arterias, como dicen los imbéciles. Veamos, «vía crucis digestivo», ¿dónde habré escrito yo eso?
—Señor Tach, aunque lo hubiera escrito usted, mi mérito seguiría siendo el mismo ya que…
El periodista se detuvo mordiéndose los labios.
—… ya que nunca ha leído nada mío, ¿no es eso? Gracias, jovencito, es todo lo que quería saber. ¿Quién es usted para tragarse una trola tan grande? ¿Yo, inventar una expresión tan mediocre, tan barata como «vía crucis digestivo»? Es del nivel de un teólogo de segunda división, como usted. En fin, constato con alivio algo senil que el mundo literario no ha cambiado en absoluto: sigue siendo el triunfo de los que se las dan de haber leído a Mengano. Sólo que, en su época, eso ya no tiene mérito: hoy existen folletos que permiten a los analfabetos hablar de los más grandes autores con la apariencia de toda una cultura media. Allí es donde usted se equivoca: considero un mérito el hecho de que no me haya leído. Sentiría una calurosa admiración por el periodista que viniera a entrevistarme sin apenas saber quién soy, y que no disimulara su ignorancia. Pero no saber nada de mí salvo esas especies de sopas instantáneas deshidratadas, de sobre —«Añada agua y obtendrá una sopa lista para tomar»— ¿existe algo más mediocre?
—Intente comprenderlo. Estamos a día 15 y la noticia de su cáncer saltó el 10. Tiene veintidós novelas editadas, en tan poco tiempo habría sido materialmente imposible leerlas, sobre todo en este período tormentoso en el que todos estamos pendientes de la más mínima noticia de Oriente Medio.
—La crisis del Golfo es más interesante que mi cadáver, lo admito. Pero el tiempo que ha dedicado a empollar los folletos que me resumen, habría resultado más provechoso si lo hubiera dedicado a leer aunque sólo fueran diez páginas de uno sólo de mis veintidós libros.
—Voy a confesarle algo.
—No hace falta, ya lo he entendido: lo intentó, pero tuvo que dejarlo antes siquiera de llegar a la página 10, ¿no es cierto? Lo adiviné con tan sólo verle. Reconozco a la gente que me ha leído a primera vista: se lee en su rostro. Usted no parecía ni angustiado, ni alegre, ni gordo, ni flaco, ni extasiado: parecía sano. Así pues, me había leído tanto como su colega de ayer. Ésa es, por otra parte, la razón por la cual, a pesar de todo, todavía siento alguna simpatía por usted. Y más aún, si cabe, por haber abandonado antes de la página 10: eso demuestra una fuerza de carácter de la que no le consideraba capaz. Además, el intento de confesión —superfluo— le honra. De hecho, le habría tomado ojeriza si, habiéndome leído, fuera tal y como yo le veo. Pero basta ya de subjuntivos ridículos. Si mal no recuerdo, estábamos con mi digestión.
—Eso es. Con los caramelos, para ser exactos.
—Bien, pues una vez terminado mi desayuno, me dirijo hacia el fumadero. Es uno de los momentos culminantes de la jornada. Sólo concedo entrevistas por la mañana debido a que, por la tarde, fumo hasta las cinco.
—¿Por qué hasta las cinco?
—A las cinco llega esa estúpida enfermera que considera necesario lavarme de pies a cabeza: otra idea de Gravelin. Un baño diario, ¿se da cuenta? Vanitas vanitatum sed omnia vanitas. Entonces, procuro vengarme de la mejor manera, y me las apaño para oler lo peor posible y para incomodar a esa oca blanca, atiborro mi desayuno con dientes de ajo con la excusa de falsas complicaciones circulatorias, y fumo como un turco hasta la intrusión de mi lavandera.
Soltó una risa vil.
—¿No me dirá que fuma tanto con el único objetivo de asfixiar a esa infeliz?
—Sería un motivo suficiente, pero la verdad es que me encanta fumar puros. Si no escogiera fumar a esas horas, no habría nada pernicioso en esa actividad, y digo bien actividad, ya que, para mí, fumar es una ocupación de dedicación plena, durante la cual no tolero ninguna visita, ninguna distracción.
—Muy interesante, señor Tach, pero no perdamos el hilo: sus puros no afectan a su digestión.
—¿Eso cree usted? Yo no estoy tan seguro. En fin, si no le interesa… Y mi baño, ¿le interesa?
—No, a no ser que se coma el jabón o que se beba el agua de la bañera.
—¿No se da cuenta de que esa mala pécora me deja en pelotas, frota mis michelines, ducha mi parte trasera? Estoy seguro de que eso le proporciona placer; dejar en remojo a un obeso indefenso, desnudo e imberbe. Esas enfermeras son todas unas obsesas. Por eso eligen ese asqueroso oficio.
—Señor Tach, creo que estamos perdiendo el hilo otra vez…
—No estoy de acuerdo. Este episodio cotidiano es tan perverso que perturba mi digestión. ¡Hágase cargo! Estoy solo y desnudo como un gusano en el agua, humillado, monstruosamente adiposo ante aquella criatura vestida, que cada día me desnuda con esa expresión hipócritamente profesional que pretende disimular la excitación que late bajo sus bragas —si es que esa perra lleva bragas—, y cuando regresa al hospital, estoy seguro de que les cuenta los detalles a sus amigas —otras malas pécoras, ésas—, y quizá ellas también…
—Señor Tach, ¡se lo ruego!
—Esto, querido, le pasa por grabarme. Si tomara notas, como hacen los periodistas honestos, podría censurar las atrocidades seniles que le cuento. Con su máquina, en cambio, no hay modo de diferenciar mis perlas de mis porquerías.
—¿Y después de que la enfermera se haya marchado?
—¿Después? ¿Ya? Sí que despacha usted deprisa su trabajo. Después, ya son las seis. La mala pécora me ha puesto el pijama, como a los bebés a los que se baña y enfunda en un pelele antes de darles el último biberón. A esa hora, me siento tan infantil que me pongo a jugar.
—¿Juega? ¿A qué?
—A lo que sea. Hago recorridos con mi silla de ruedas, organizo un slalom, juego a los dardos —mire la pared, detrás de usted, verá qué destrozos— o, entonces, supremo placer, arranco las páginas malas de los clásicos.
—¿Cómo dice?
—Sí, expurgo. La princesa de Clèves, por ejemplo: he aquí una novela excelente pero demasiado larga. Supongo que no la habrá leído, así que le recomiendo la versión que me he tomado la molestia de abreviar: una obra maestra, el súmmum.
—Señor Tach, ¿qué le parecería si, dentro de tres siglos, arrancaran páginas consideradas superfluas de sus novelas?
—Le reto a que encuentre una sola página superflua en mis libros.
—Madame de La Fayette también habría dicho lo mismo.
—¿No irá usted a compararme con esa modistilla?
—Pero, vamos a ver, señor Tach…
—¿Quiere saber cuál es mi sueño secreto? Un auto de fe. ¡Un hermoso auto de fe de toda mi obra! Se ha quedado sin habla, ¿verdad?
—De acuerdo. ¿Y después de estos divertimentos?
—¡Está obsesionado con la comida, por Dios! A la que le hablo de otra cosa, insiste en volver a la comida.
—No me obsesiona en absoluto, pero habíamos empezado con este tema y hay que llegar hasta el final.
—¿No le obsesiona? Me decepciona usted, joven. Hablemos de comida, ya que no le obsesiona. Cuando he expurgado a gusto, tirado mis dardos a gusto, hecho mi slalom a gusto, jugado a gusto, cuando esas actividades educativas me han hecho olvidar los horrores del baño, enciendo el televisor, como los niños que miran sus programas para atrasados antes de la papilla o de la sopa de letras. Esa hora es muy interesante. Hay un sinfín de anuncios, sobre todo anuncios de alimentos. Hago zapping con el fin de construirme la secuencia publicitaria más larga del mundo: con las dieciséis cadenas europeas; y si se hace zapping con inteligencia, es perfectamente posible lograr media hora de anuncios sin interrupción. El resultado es una maravillosa ópera multilingüe: el champú holandés, las galletas italianas, el detergente biológico alemán, la mantequilla francesa, etc. Disfruto de lo lindo. Cuando los programas empiezan a ser estúpidos, apago. A causa del apetito que me han despertado los centenares de anuncios, me dispongo a alimentarme. Está contento, ¿verdad? Debería haber visto qué cara ha puesto mientras yo fingía volver a perder el hilo. No se preocupe, ya la tendrá, su exclusiva. Aunque por la noche ceno bastante ligero. Me conformo con cosas frías, como unos chicharrones, cuajada de cerdo, tocino crudo, el aceite de una lata de sardinas (las sardinas no me gustan demasiado, pero perfuman el aceite: tiro las sardinas, guardo el jugo y me lo tomo tal cual). Dios mío, ¿qué le ocurre?
—Nada. Siga, por favor.
—No tiene buen aspecto, se lo aseguro. Con eso, me tomo un caldo muy grasoso que he preparado antes: durante dos horas, pongo a hervir unas cortezas de tocino, pies de cerdo, unas rabadillas de pollo, huesos con mucho tuétano y una zanahoria. Le añado un cucharón de manteca de cerdo, quito la zanahoria y lo dejo enfriar durante veinticuatro horas. Sí, me gusta beberme este caldo cuando está frío, cuando la grasa se ha endurecido y forma una tapa que lustra los labios. Pero no tema, no desperdicio nada, no crea que tiro a la basura unas carnes tan delicadas. Tras esa larga ebullición, han ganado en untuosidad, en proporción a lo que han perdido en jugo: estas rabadillas de pollo cuya grasa amarilla ha adquirido una consistencia esponjosa son una delicia… ¿Pero qué le ocurre?
—No… no lo sé. Claustrofobia, quizá. ¿Podría abrir una ventana?
—¿Abrir una ventana un 15 de enero? Ni se le ocurra. El oxígeno le mataría. No, ya sé lo que usted necesita.
—Permítame salir un momento.
—Ni hablar, quédese aquí calentito. Le prepararé un alexander a mi manera, con mantequilla fundida.
Al oír estas palabras, la tez lívida del periodista se volvió verde: salió pitando, doblado, la mano sobre la boca.
Tach rodó a todo gas hasta la ventana que daba sobre la calle y tuvo la intensa satisfacción de contemplar al infeliz vomitar de rodillas, fulminado.
El obeso, lleno de júbilo, murmuró entre los cuatro pliegues de su papada:
—Cuando uno es un blandengue, no debe medirse con Prétextat Tach.
Escondido tras los visillos, podía entregarse al placer de ver sin ser visto, y vio cómo dos hombres salían disparados del bar y se precipitaban sobre su colega que, con las entrañas vacías, yacía allí mismo, sobre la acera, junto a su magnetófono que seguía funcionando: había grabado el estruendo del vómito.
Tendido sobre un banco del bar, el periodista se recuperaba a duras penas. A veces, repetía con mirada siniestra:
—No comer… No comer nunca más…
Le dieron de beber agua tibia, que examinó con recelo. Los colegas quisieron escuchar la cinta; él se interpuso:
—No en mi presencia, os lo ruego.
Telefonearon a la esposa de la víctima, que vino a buscarle en coche; cuando hubo desertado, pudieron finalmente poner en marcha el magnetófono. Las palabras del escritor despertaron asco, risa y entusiasmo:
—Este tipo es una mina. A eso le llamo yo personalidad.
—Resulta maravillosamente abyecto.
—Éste, por lo menos, se sale de la ideología blanda.
—¡Y de la ideología light!
—¡Qué manera de desmontar al adversario!
—Es fortísimo. No puedo opinar lo mismo de nuestro amigo. Realmente, ha caído en todas las trampas.
—No quisiera hablar mal de alguien que no está presente, ¿pero qué necesidad tenía de hacerle estas preguntas alimentarias? Comprendo que el gordo no se haya dejado. Cuando tienes la suerte de entrevistar a un genio así, no es para hablar de comida.
En su fuero interno, los periodistas estaban encantados de no haber tenido que ser los primeros o los segundos. En el secreto de su buena fe, eran conscientes de que, si hubieran estado en el lugar de los otros dos infelices, habrían hablado de los mismos temas, estúpidos sin duda, pero obligados, y estaban encantados de no tener que ocuparse de aquel trabajo sucio: a ellos les dejaban la parte agradable del papel e iban a aprovecharlo, lo que no impedía que se divirtieran un poco a costa de las víctimas.
Así, en aquel día terrible en el que el mundo entero temblaba ante la idea de una inminente guerra, un anciano adiposo, paralítico y desarmado, había logrado desviar la atención del Golfo de un puñado de sacerdotes mediáticos. Incluso hubo uno que, aquella noche de todos los insomnios, se acostó en ayunas y durmió el sueño pesado y agotador de los hepáticos, sin el más mínimo pensamiento hacia los que iban a morir.
Tach explotaba a fondo las desconocidas fuentes del asco. La grasa le servía de napalm, el alexander de arma química. Aquella noche, se frotó las manos como un estratega feliz.