Cuando fue público y notorio que el grandísimo escritor Prétextat Tach moriría en los dos próximos meses, periodistas de todo el mundo solicitaron entrevistas privadas con el octogenario. El anciano gozaba, sin lugar a dudas, de un considerable prestigio; no por ello resultó menos sorprendente ver cómo acudían, hasta el pie de la cama del novelista francófono, emisarios de periódicos tan conocidos como Los Rumores de Nankin (que nos hemos tomado la libertad de traducir) y The Bangladesh Observer. De este modo, dos meses antes de su fallecimiento, el señor Tach tuvo la oportunidad de hacerse una idea de la amplitud de su fama.
Su secretario se encargó de realizar una drástica selección entre los solicitantes: descartó todos los periódicos en lengua extranjera, ya que el moribundo sólo hablaba francés y no se fiaba de ningún intérprete; rechazó a los reporteros de color debido a que, con la edad, el escritor había empezado a adoptar puntos de vista racistas que no se correspondían con sus opiniones profundas —avergonzados, los especialistas tachtianos lo interpretaban como la expresión de un deseo senil de escandalizar—; por último, el secretario disuadió educadamente a los solicitantes de las cadenas de televisión, revistas femeninas, periódicos considerados excesivamente políticos y, sobre todo, publicaciones médicas que hubieran querido saber de qué modo había contraído el gran hombre un cáncer tan raro.
No sin orgullo, el señor Tach recibió la noticia de que padecía el temible síndrome de Elzenveiverplatz, conocido vulgarmente como «cáncer de los cartílagos», que el sabio epónimo había diagnosticado en el siglo XIX, en Cayenne, en una decena de presidiarios encarcelados por violencia sexual seguida de homicidio y que, desde entonces, nunca más había sido detectado. Recibió aquel diagnóstico como un honor inesperado: con su físico de obeso imberbe que, salvo la voz, lo tenía todo de un eunuco, temía morir a causa de una estúpida enfermedad cardiovascular. Al redactar su epitafio, no olvidó mencionar el nombre sublime del médico teutón gracias al cual iba a fallecer elegantemente.
A decir verdad, que aquel sedentario adiposo hubiera sobrevivido hasta la edad de ochenta y tres años llenaba de perplejidad a la medicina moderna. El hombre estaba tan gordo que, desde hacía años, confesaba ser incapaz de andar; había mandado a freír espárragos los consejos de los dietistas y se alimentaba de un modo abominable. Por si eso fuera poco, no dejaba de fumarse sus veinte puros diarios. Pero bebía con gran moderación y practicaba la castidad desde tiempos inmemoriales: los médicos no encontraban otra explicación para justificar el buen funcionamiento de su corazón ahogado por la grasa. Su supervivencia resultaba tan misteriosa como el origen del síndrome que iba a ponerle fin.
No hubo ni un sólo órgano de prensa del mundo que no se escandalizara por la mediatización de aquella próxima muerte. Las secciones de cartas de los lectores se hicieron eco de estas autocríticas con amplitud. Los reportajes de los pocos periodistas seleccionados despertaron, precisamente por ello, más expectación todavía, conforme a las leyes de información moderna.
Los biógrafos se mantenían atentos. Los editores preparaban sus baterías. También hubo, claro está, algunos intelectuales que se preguntaron si aquel éxito prodigioso no era sobrevalorado: ¿había sido realmente Tach un innovador? ¿O tan sólo era el ingenioso heredero de creadores desconocidos? Y venga citar a algunos autores de nombre esotérico —cuyas obras ni siquiera habían leído—, lo que les permitía hablar con profundidad.
Todos estos factores concurrieron para asegurarle a aquella agonía un eco excepcional. Era un éxito, sin duda.
El autor, que contaba en su activo con veintidós novelas, vivía en los bajos de un edificio modesto: necesitaba una vivienda en la que todo estuviera en la planta baja, ya que se desplazaba en silla de ruedas. Vivía solo y sin ningún animal de compañía. Cada día, una valerosa enfermera pasaba hacia las cinco de la tarde para lavarle. No habría soportado que nadie hiciera la compra en su lugar: él mismo compraba sus provisiones en las tiendas del barrio. Su secretario, Ernest Gravelin, vivía cuatro pisos más arriba, pero evitaba verle en la medida de lo posible; le telefoneaba regularmente, y Tach nunca perdía la oportunidad de iniciar la conversación con un: «Lo siento, querido Ernest, aún no me he muerto».
Sin embargo, Gravelin repetía a los periodistas seleccionados lo bueno que, en el fondo, era el anciano: ¿acaso no donaba cada año la mitad de sus ingresos a obras benéficas? ¿Acaso no afloraba esta secreta generosidad en algunos de los personajes de sus novelas? «Claro que nos aterroriza a todos, empezando por mí, pero estoy convencido de que esta máscara agresiva es una coquetería: le gusta interpretar el papel de obeso plácido y cruel para esconder una sensibilidad a flor de piel». Estas palabras no tranquilizaron a los reporteros que, por otra parte, no deseaban curarse de un miedo que provocaba la envidia de los demás: les confería un aura de corresponsal de guerra.
La noticia del inminente fallecimiento cayó un 10 de enero. Hasta el día 14, el primer periodista no pudo ser recibido por el escritor. Penetró en el corazón del apartamento en el que todo estaba muy oscuro, por lo que tardó unos instantes en distinguir, en medio del salón, la enorme silueta sentada en la silla de ruedas. La voz sepulcral del octogenario se limitó a un inexpresivo «Buenos días, caballero» para que se sintiera cómodo, lo que crispó aún más al infeliz.
—Encantado de conocerle, señor Tach. Es un gran honor para mí.
El magnetófono estaba conectado, vigilando las palabras del anciano, que callaba.
—Perdone, señor Tach, ¿podría encender la luz? No consigo distinguir su rostro.
—Son las diez de la mañana, caballero, a esta hora no suelo encender la luz. Además, no tardará en verme perfectamente, tan pronto como sus ojos se hayan acostumbrado a la penumbra. Así pues, aproveche esta tregua que le es concedida y confórmese con mi voz, que es lo más hermoso que tengo.
—En efecto, tiene usted una voz muy hermosa.
—Sí.
Silencio incómodo para el intruso, que anotó en su libreta: «T. practica un silencio acerbo. Procurar evitarlo en la medida de lo posible».
—Señor Tach, el mundo entero ha admirado la determinación con la que, a pesar de los consejos de los médicos, se ha negado a ingresar en un hospital. Así pues, la primera pregunta que se me ocurre es la siguiente: ¿cómo se siente?
—Me siento igual que me vengo sintiendo desde hace veinte años.
—¿Es decir?
—Me siento poco.
—¿Poco qué?
—Poco.
—Ya, comprendo.
—Le admiro.
Ninguna ironía en la voz implacablemente neutra del enfermo. El periodista soltó una risita cetrina antes de proseguir:
—Señor Tach, con un hombre como usted no utilizaré las perífrasis habituales en mi profesión. Así que me permito preguntarle cuáles son los pensamientos y el estado de ánimo de un gran escritor consciente de que está a punto de morir.
Silencio. Suspiro.
—No lo sé, caballero.
—¿No lo sabe?
—Si supiera cuáles son mis pensamientos, supongo que no me habría hecho escritor.
—¿Insinúa que escribe para saber finalmente cuáles son sus pensamientos?
—Es posible. No estoy muy seguro, hace mucho tiempo que no escribo.
—¿Cómo? Pero si su última novela se publicó hace dos años…
—Vaciado de cajones, caballero. Mis cajones están tan llenos que se podría editar una nueva novela cada año durante el decenio que seguirá a mi muerte.
—¡Pero esto es extraordinario! ¿Cuando dejó de escribir?
—A los cincuenta y nueve años.
—Entonces, ¿todas sus novelas publicadas en los últimos veinticuatro años correspondían a ese vaciado de cajones?
—Ha calculado usted bien.
—¿A qué edad empezó a escribir?
—Es difícil de precisar: empecé y lo dejé en muchas ocasiones. La primera vez tenía seis años, escribía tragedias.
—¿Tragedias a los seis años?
—Sí, en verso. Flojas. Lo dejé a los siete años. A los nueve, tuve una recaída que me costó algunas elegías, siempre en verso. Despreciaba la prosa.
—Sorprendente, sobre todo viniendo de uno de los mayores prosistas de nuestra época.
—A los once años volví a dejarlo y no escribí ni una línea hasta los dieciocho.
El periodista anotó en su libreta: «T. acoge los cumplidos sin irritarse».
—¿Y a los dieciocho?
—Volví a empezar. Primero escribía poco, luego cada vez más. A los veintitrés alcancé mi velocidad de crucero, que mantuve durante treinta y seis años.
—¿A qué se refiere con «velocidad de crucero»?
—No hacía nada más. Escribía constantemente; aparte de comer, fumar y dormir, no tenía ninguna otra actividad.
—¿No salía nunca?
—Sólo cuando no me quedaba otro remedio.
—De hecho, nadie ha sabido nunca qué hizo durante la guerra.
—Yo tampoco.
—¿No pretenderá que le crea?
—Es la verdad. De los veintitrés a los cincuenta y nueve años, los días se parecieron mucho. De aquellos treinta y seis años, guardo un largo recuerdo homogéneo y casi desprovisto de cronología: me levantaba para escribir, me acostaba cuando terminaba de escribir.
—Pero, sin embargo, padeció usted la guerra, como todo el mundo. Por ejemplo, ¿qué hacía para conseguir provisiones?
El periodista sabía que abordaba una parte esencial en la vida del obeso.
—Sí, recuerdo que en aquellos años comí mal.
—¿Lo ve?
—Pero no sufrí por ello. En aquella época, era un tragón pero no un gourmet. Y tenía unas provisiones de puros extraordinarias.
—¿Cuando se convirtió en un gourmet?
—Cuando dejé de escribir. Antes, no tenía tiempo.
—¿Y por qué dejó de escribir?
—El día que cumplí cincuenta y nueve años, sentí que se había terminado.
—¿De qué manera lo sintió?
—No lo sé. Llegó como una menopausia. Dejé una novela a medias. Ya me convenía: en una carrera de éxito, es necesario contar con una novela inacabada para tener credibilidad. De no ser así, pueden tomarle a uno por un escritor de tercera división.
—¿Me está diciendo que se pasó treinta y seis años escribiendo constantemente y que, de la noche a la mañana, no escribió ni una línea más?
—Sí.
—¿Y qué ha estado haciendo durante los veinticuatro años posteriores?
—Ya se lo he dicho, me convertí en un gourmet.
—¿De dedicación exclusiva?
—Digamos que de régimen exclusivo.
—¿Y aparte de eso?
—Eso ocupa su tiempo, no crea. Aparte de eso, casi nada. Releí a los clásicos. Ah, y se me olvidaba, compré un televisor.
—¿Cómo, a usted le gusta la televisión?
—Los anuncios, sólo los anuncios, me encantan.
—¿Nada más?
—No, aparte de los anuncios, no me gusta la televisión.
—Es extraordinario: ¿ha pasado veinticuatro años comiendo y mirando la televisión?
—No, también dormía y fumaba. Y leía un poco.
—Sin embargo, no se ha dejado de hablar de usted.
—Eso es culpa de mi secretario, ese encanto de Ernest Gravelin. Él se ocupa de vaciar mis cajones, de entrevistarse con mis editores, de construir una leyenda y, sobre todo, de transmitirme las teorías de los médicos con la esperanza de que me ponga a régimen.
—En vano.
—Afortunadamente. Habría sido estúpido por mi parte privarme de la comida si, a fin de cuentas, el origen de mi cáncer no es alimentario.
—¿Cuál es el origen, entonces?
—Misterioso, pero no alimentario. Según Elzenveiverplatz (el obeso pronunciaba aquel patronímico con deleitación), deberíamos contemplar la posibilidad de un accidente genético programado antes del nacimiento. Hice bien, pues, comiendo de todo.
—¿Nació usted condenado?
—Sí, señor, como un auténtico héroe trágico. Que no me vengan a hablar ahora de la libertad humana.
—De todos modos, ha gozado de un indulto de ochenta y tres años.
—De un indulto, exacto.
—¿No me negará que durante esos ochenta y tres años se habrá sentido libre alguna vez? Por ejemplo, no hubiera podido escribir…
—¿Por casualidad no me estará reprochando el hecho de haber escrito?
—No quería decir eso.
—Ah. Lástima, estaba a punto de sentir aprecio por usted.
—¿No me irá a decir que se arrepiente de haber escrito?
—¿Arrepentirme? Soy incapaz de arrepentirme. ¿Quiere un caramelo?
—No, gracias.
El novelista engulló un caramelo y lo mascó ruidosamente.
—Señor Tach, ¿le asusta la muerte?
—Para nada. La muerte no debe de ser un cambio demasiado grande. Me asusta el dolor, eso sí. Me he aprovisionado de morfina que podré inyectarme yo mismo. Con eso, ya no tengo miedo.
—¿Cree que hay vida después de la muerte?
—No.
—¿Entonces cree que la muerte es un aniquilamiento?
—¿Cómo se puede aniquilar lo que ya está aniquilado?
—Qué respuesta más terrible.
—No es una respuesta.
—Comprendo.
—Le admiro.
—Me refiero a que… —el periodista intentó inventar lo que había querido decir, fingiendo sentirse contrariado por algún problema de formulación—… un novelista es una persona que plantea preguntas, no que las responde.
Silencio mortal.
—Bueno, no quería decir exactamente eso…
—¿No? Lástima. Precisamente me parecía que sonaba bien.
—¿Y si hablásemos de su obra?
—Si insiste.
—No le gusta hablar de su obra, ¿verdad?
—Veo que no puedo tener secretos para usted.
—Como todos los grandes escritores, siente un enorme pudor cuando se trata de hablar de sus libros.
—¿Pudor, yo? Se equivoca.
—Parece disfrutar descalificándose. ¿Por qué niega que es púdico?
—Porque no lo soy, caballero.
—Si es así, ¿por qué le desagrada hablar de sus novelas?
—Porque hablar de una novela no tiene ningún sentido.
—Sin embargo, resulta apasionante escuchar a un escritor hablar de su creación, explicar cómo, por qué y contra quién escribe.
—Si un escritor consigue ser apasionante al respecto, entonces sólo hay dos posibilidades: o repite en voz alta lo que ya ha escrito en su libro, en cuyo caso es un loro; o cuenta cosas interesantes de las que no ha hablado en su libro, en cuyo, caso el susodicho libro es un fiasco, pues no se vale por sí mismo.
—Sin embargo, muchos grandes escritores han logrado hablar de sus libros sorteando esos escollos.
—Se contradice usted: hace un momento dijo que todos los grandes escritores sentían un enorme pudor cuando se trataba de hablar de sus libros.
—Pero se puede hablar de una obra sin desvelar su secreto.
—¿Ah, sí? ¿Acaso lo ha intentado alguna vez?
—No, pero yo no soy escritor.
—¿Entonces, a santo de qué me viene con esas chorradas?
—No es usted el primer escritor al que entrevisto.
—¿Por casualidad no me estará comparando con los plumíferos a los que suele entrevistar?
—¡No son plumíferos!
—Si logran ser apasionantes y púdicos al hablar de su obra, no hay duda de que se trata de plumíferos. ¿Cómo quiere que un escritor sea púdico? Es el oficio más impúdico del mundo: a través del estilo, de las ideas, de la historia, de las investigaciones, los escritores no hacen otra cosa que hablar de sí mismos, y además con palabras. Los pintores y los músicos también hablan de sí mismos, pero lo hacen con un lenguaje mucho menos crudo que nosotros. No, señor, los escritores son obscenos; si no lo fueran, serían contables, conductores de tren, telefonistas, serían gente respetable.
—De acuerdo. Entonces explíqueme por qué es usted tan púdico.
—¿Pero con qué me sale ahora?
—Claro. Hace sesenta años que es escritor a tiempo completo y ésta es la primera entrevista que concede. Nunca aparece en los periódicos, no frecuenta ningún círculo literario o no literario; a decir verdad, sólo abandona este apartamento para ir de compras. No se le conoce ningún amigo. Si eso no es pudor ya me dirá usted qué es.
—¿Sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad? ¿Puede ver mi rostro ahora?
—Sí, vagamente.
—Mejor para usted. Sepa, caballero, que si fuera guapo, no viviría recluido aquí. De hecho, si hubiera sido guapo, nunca me habría convertido en escritor. Habría sido aventurero, tratante de esclavos, camarero, cazador de dotes.
—¿Establece una relación entre su físico y su vocación?
—No es una vocación. Apareció cuando me di cuenta de lo feo que era.
—¿Cuando se dio cuenta?
—Enseguida. Siempre he sido feo.
—Pero no es usted tan feo.
—Veo que, por lo menos, es usted delicado.
—Quiero decir que es gordo, pero no feo.
—¿Qué más quiere? Una papada cuádruple, ojos de cerdo, nariz de patata, tanto pelo sobre la cabeza como sobre las mejillas, un acordeón de michelines en la nuca, mejillas colgantes, y, por respeto a usted, me limito al rostro.
—¿Siempre ha sido tan gordo?
—A los dieciocho años ya era así —puede llamarme obeso, no me molesta.
—De acuerdo, obeso, pero uno puede mirarle sin estremecerse.
—Estoy de acuerdo con usted en que aún podría ser más repugnante: podría tener la cara rosada y llena de verrugas…
—No obstante, tiene una piel muy hermosa, blanca, pálida, que se adivina suave al tacto.
—Una tez de eunuco, querido amigo. Hay algo grotesco en tener una piel así sobre la cara, particularmente sobre una cara mofletuda e imberbe: de hecho, mi cabeza se parece a un par de nalgas, lisas y blandas. Es una cabeza que se presta más a la risa que al vómito; a veces, me hubiera gustado más provocar el vómito. Resulta más tonificante.
—Nunca me hubiera imaginado que pudiera sufrir por su aspecto.
—No sufro. El sufrimiento es para los que me ven. Yo no me veo. Jamás me miro al espejo. Sufriría si hubiera elegido otro tipo de vida; para la vida que llevo, este cuerpo ya me conviene.
—¿Le hubiera gustado tener otra vida?
—No lo sé. A veces pienso que todas las vidas se parecen. De lo que estoy seguro es de que no me arrepiento de nada. Si volviera a tener dieciocho años y el mismo cuerpo, volvería a empezar, reproduciría exactamente todo lo que he vivido, por mucho que haya vivido.
—¿Escribir no es vivir?
—No soy el más indicado para responder a está pregunta. No he conocido nada más.
—Lleva publicadas veintidós novelas y, según me dice, aún se publicarán más. Entre la masa de personajes que animan esta inmensa obra, ¿hay alguno que se le parezca especialmente?
—Ninguno.
—¿Está seguro? Voy a confesarle algo: hay uno de sus personajes que me parece su sosias.
—Ah.
—Sí, el misterioso vendedor de cera, en La crucifixión sin pena.
—¿Él? Qué idea más absurda.
—Le diré por qué: cuando él habla, siempre escribe «crucificción».
—¿Y qué?
—No se deja engañar. Sabe que es una ficción.
—El lector también lo sabe. Y no por ello se parece a mí.
—¿Y esa manía que tiene de hacer moldes de cera de los rostros de los crucificados? ¿Es usted, verdad?
—Nunca he hecho moldes de crucificados, se lo aseguro.
—Claro que no, pero es la metáfora que usted utiliza.
—¿Qué sabe usted de las metáforas, joven?
—Pues… lo que sabe todo el mundo.
—Excelente respuesta. La gente no sabe nada de las metáforas. Es una palabra que se vende bien, porque tiene buena presencia. «Metáfora»: cualquier analfabeto puede darse cuenta de que viene del griego. Algo alocadas, esas etimologías de pacotilla; pura pacotilla, la verdad: cuando uno conoce la espantosa polisemia de la preposición meta y las neutralidades factótum del verbo phero, deberíamos, si actuamos de buena fe, concluir que la palabra «metáfora» significa cualquier cosa. De hecho, y viendo el uso que se le da, uno llega a la misma conclusión.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que digo, nada más. Yo no hablo con metáforas.
—Pero ¿y los moldes de cera, entonces?
—Los moldes de cera son moldes de cera, caballero.
—Ahora soy yo el que se siente decepcionado, señor Tach, ya que si excluye cualquier interpretación metafórica, lo único que permanece de sus obras es su mal gusto.
—Hay malos gustos y malos gustos: existe el mal gusto sano y regenerador, que consiste en crear atrocidades con fines saludables, purgantes, alegres y enérgicos como un vómito bien administrado; y luego está el otro mal gusto, apostólico, que, ofuscado por ese otro hermoso vómito, necesita un traje impermeable para abrirse paso. Esa escafandra es la metáfora que permite al metafórico aliviado exclamar: «¡He atravesado la obra de Tach de cabo a rabo sin mancharme!».
—Eso también es una metáfora.
—A la fuerza: intento combatir la metáfora con sus propias armas. Si hubiera querido dármelas de mesías, si hubiera tenido que galvanizar a las masas, habría gritado: «Reclutas, uníos a mi oficio de redentor; metaforicemos las metáforas, amalgamemos las metáforas, elevémoslas, hinchémoslas a placer, que asciendan; y que, al fin, exploten, reclutas, que vuelvan a caer y se hundan y decepcionen a los invitados, para nuestro gran regocijo».
—Un escritor que odia las metáforas resulta tan absurdo como un banquero que odie el dinero.
—Estoy convencido de que los grandes banqueros odian el dinero. No hay nada absurdo en ello, al contrario.
—¿Y, no obstante, le gustan las palabras?
—Ah, me encantan las palabras, pero eso no tiene nada que ver. Las palabras son un material hermoso, los sagrados ingredientes.
—Entonces, la metáfora es la cocina (a usted le gusta la cocina).
—No, caballero, la metáfora no es la cocina, la cocina es la sintaxis. La metáfora es la mala fe; es morder un tomate y afirmar que ese tomate tiene sabor a miel, luego comer miel y afirmar que esa miel tiene sabor a jengibre, luego comer jengibre y afirmar que el jengibre sabe a zarzaparrilla, tras lo cual…
—Ya le he entendido, no hace falta que siga.
—No, usted no me ha entendido: para hacerle comprender qué es realmente una metáfora, debería continuar con ese jueguecito durante horas, porque ellos, los metafóricos, jamás se detienen, continúan así hasta que un benefactor les rompe la cara.
—Y el benefactor es usted, ¿verdad?
—No. Siempre he sido demasiado blando y demasiado bueno.
—¿Bueno, usted?
—Espantosamente. No conozco a nadie tan bueno como yo. Se trata de una bondad espantosa porque nunca la ejerzo por bondad sino por hastío y, sobre todo, por miedo a la exasperación. Tengo tendencia a exasperarme y vivo muy mal estas exasperaciones, así que huyo de ellas como de la peste.
—¿Desprecia la bondad?
—No entiende nada de lo que le estoy diciendo. Admiro la bondad que tiene como origen la bondad o el amor. Pero ¿conoce usted a mucha gente que practique esa clase de bondad? En la inmensa mayoría de los casos, los humanos son buenos para que les dejen en paz.
—Admitamos que lo que dice sea cierto. Eso no explica por qué el vendedor de cera hace moldes de crucificados.
—¿Por qué no? Todos los oficios son respetables. Usted es periodista, ¿no es cierto? ¿Le pregunto yo por qué?
—Puede hacerlo. Soy periodista porque existe una demanda, porque la gente se interesa por mis artículos, porque me los compran, porque eso me permite comunicar una información.
—Yo de usted no presumiría de eso.
—¡Bueno, señor Tach, de algo tengo que vivir!
—¿Usted cree?
—Es lo que hace usted, ¿no?
—Habría que verlo.
—Es lo que hace su vendedor de cera, en todo caso.
—¡Y dale, con el pobre vendedor de cera! ¿Por qué hace moldes de crucificados? Por unos motivos que imagino inversos a los suyos: porque no hay demanda, porque no le interesa a la gente, porque no se los compran, porque no le permite comunicar ninguna información.
—¿Se trata de una expresión del absurdo, entonces?
—No más absurdo que lo que hace usted, si le interesa conocer mi opinión, pero ¿le interesa?
—Claro, soy periodista.
—Por eso lo digo.
—¿Por qué esa agresividad hacia los periodistas?
—Hacia los periodistas, no; hacia usted.
—¿Qué he hecho yo para merecer esto?
—Esto es el colmo. No ha dejado de insultarme, de tratarme de metafórico, de tacharme de mal gusto, de decir que no era «tan» feo, de importunarme con el vendedor de cera y, peor aún que todo eso, de pretender comprenderme.
—¿Y qué quería que dijera?
—Éste es su trabajo, no el mío. Cuando uno es tan estúpido como usted, no debería presentarse para hostigar a Prétextat Tach.
—Usted me autorizó a hacerlo.
—De ningún modo. Será otra idea de ese imbécil de Gravelin, que no tiene ningún sentido del discernimiento.
—Antes dijo que era una persona excelente.
—Eso no excluye la estupidez.
—Vamos, señor Tach, no quiera parecer aún más desagradable de lo que ya es en realidad.
—¡Qué tipo más grosero! ¡Salga ahora mismo!
—Pero si la entrevista apenas ha comenzado…
—Ya ha durado demasiado, ¡maleducado! ¡Esfúmese! ¡Y dígale a sus colegas que Prétextat Tach se merece un respeto!
El periodista salió pitando, con el rabo entre las piernas.
Sus colegas tomaban una copa en el bar de enfrente y no esperaban verle salir tan pronto; le hicieron una señal. El infeliz, verdoso, se unió a ellos y se vino abajo.
Tras pedir un porto flip triple, reunió las fuerzas necesarias para contarles su desventura. A causa del miedo, desprendía un olor insoportable, que debió de ser el que desprendía Jonás tras emerger de su estancia cetácea. Debido a ello, sus interlocutores se sentían incómodos. ¿Era consciente de aquel olor? Él mismo evocó a Jonás:
—¡El vientre de la ballena! ¡Os juro que aquello era idéntico! La oscuridad, la fealdad, el miedo, la claustrofobia…
—¿La peste? —se arriesgó un colega.
—Es lo único que faltaba. ¡Pero él! ¡Él! ¡Vaya tipo! ¡Menudo montón de vísceras! ¡Liso como un hígado, hinchado como debe de estarlo su estómago! ¡Pérfido como un bazo, amargo como una vesícula biliar! ¡Sentía que me digería sólo con su mirada, que me disolvía entre los jugos de su metabolismo totalitario!
—¡Vamos, no exageres!
—Al contrario, nunca encontraría expresiones lo suficientemente fuertes. ¡Si hubierais visto su cólera final! Nunca vi una cólera tan espantosa: a la vez súbita y perfectamente dominada. De aquel enorme bulto, yo habría esperado que reaccionara enrojeciéndose, que se hinchara, que tuviera dificultades para respirar, que transpirase odiosamente. Nada de eso: el fulgor de aquella rabia tan sólo podía compararse con su frigidez. ¡La voz con la que me ordenó que me fuera! En mis peores pesadillas, así hablaban los emperadores chinos cuando ordenaban una decapitación inmediata.
—En todo caso, te ha permitido hacerte el héroe.
—¿Vosotros creéis? Nunca me he sentido tan mal.
Se tragó el porto flip y rompió a llorar.
—Vamos, no es la primera vez que tratan a un periodista de imbécil.
—Oh, me han dicho cosas peores. Pero hoy —la forma en que lo dijo, su rostro liso y glacial de desprecio— ¡resultaban tan convincentes!
—¿Nos permites que escuchemos la grabación?
En medio de un silencio religioso, el magnetófono desplegó su verdad, parcial a la fuerza, pues aparecía amputada del semblante plácido, de la oscuridad, de las enormes manos inexpresivas, de la inmovilidad general, de todos aquellos elementos que habían contribuido a que aquel pobre hombre se cagara de miedo. Cuando terminaron de escuchar, los colegas, miserables como humanos, no dejaron de darle la razón al novelista, de mostrar su admiración por él, y cada uno tuvo su pequeña comentario para sermonear a la víctima.
—¡La verdad, tío, es que te lo has buscado! Le has hablado de literatura con un lenguaje de manual escolar. Comprendo su reacción.
—¿Por qué has insistido en identificarlo con uno de sus personajes? Resulta tan primario.
—¿Y qué me dices de estas preguntas biográficas? Ya no interesan a nadie. ¿Acaso no has leído a Proust, Contra Sainte-Beuve?
—¡Y qué metedura de pata decirle que estás acostumbrado a entrevistar a escritores!
—¡Y qué falta de delicadeza, salirle con que no es tan feo! ¡Un poco de mundología, colega!
—¿Y la metáfora? ¡Allí sí que te ha pillado! No quisiera deprimirte más de lo que ya estás, pero te lo has buscado.
—Francamente, ¡hablar del absurdo con un genio como Tach! ¡Menuda tontería!
—En todo caso, una cosa salta a la vista de tu frustrada entrevista: ¡este tipo es fantástico! ¡Menuda inteligencia!
—¡Qué elocuencia!
—¡Qué obeso más listo!
—¡Qué concisión en la maldad!
—¿Admitís como mínimo que es malvado? —exclamó el infeliz agarrándose a eso como a una última tabla de salvación.
—No demasiado, si quieres que te diga.
—Incluso creo que ha sido generoso contigo.
—Y divertido. Cuando has sido —me perdonarás— tan necio para decirle que le comprendías, habría podido, con todo el derecho del mundo, despacharte con un insulto sonado. En cambio, se limitó a replicarte con humor y unas segundas intenciones que ni siquiera pareces haber sido capaz de captar.
—Margaritas ante porcos.
Aquello era una masacre. La víctima pidió otro porto flip triple.
Prétextat Tach, en cambio, prefería los alexanders. Bebía poco, pero cuando quería empaparse un poco, siempre lo hacía con un alexander. Insistía en preparárselo él mismo, ya que no se fiaba de las proporciones de los demás. Aquel obeso intransigente solía repetir, disfrutando de rabia, un adagio de su cosecha: «Se mide la mala fe de un individuo por su manera de dosificar un alexander».
Si este axioma se hubiera aplicado al propio Tach, uno se habría visto en la obligación de concluir que era la encarnación de la buena fe. Un sorbo de su alexander habría bastado para dejar fuera de combate al ganador de un concurso de absorción de yemas de huevo crudas o de leche condensada azucarada. El novelista digería las copas sin la más mínima señal de indisposición. A Gravelin, que se maravillaba por ello, le había dicho: «Soy el Mitrídates del alexander». «¿Pero se puede hablar aún de alexander?», había respondido Ernest. «Es el súmmum del alexander, del que la chusma sólo conocerá indignas disoluciones».
Nada que añadir a tan augustas sentencias.