INTRODUCCION

Khayyam y su filosofía

Omar Ibn Ibrahim El Khayyam nació hacia el año 1040 de la era cristiana, en el Khorassan, cerca de la ciudad de Nichapur, donde debía morir ochenta y cinco años más tarde, tras una vida consagrada al estudio, la meditación, y, al menos en apariencia, a los placeres sensuales.

Matemático y astrónomo, destacó también en ramas de la ciencia tan diversas como el Derecho y la Ética, las Ciencias Naturales y la Metafísica.

En la universidad de su ciudad natal, trabó amistad con otros dos grandes hombres que habían de alcanzar duradera fama, aunque por muy diversos conceptos: uno de ellos, Hassan Sabbah, que años después llegaría a ser el jefe de la misteriosa secta de los «ahassassins» (de cuya voz deriva la palabra «asesino», tanto destacaron aquellos sectarios por sus crueles hábitos); el otro, Nezam-ol-Molk, que alcanzó la categoría de visir del sultán seldjúcida Alp Arslan.

Protegido por Nezam, Khayyam consiguió del sultán una pensión que había de permitirle dedicarse exclusivamente al estudio de la astronomía y las matemáticas, sus ciencias predilectas, en cuyas especialidades llegó a ser el sabio más famoso de su época.

Khayyam escribió varias obras de carácter científico, especialmente unas Tablas astronómicas, un Método para la extracción de raíces cuadradas y cúbicas, una Demostración de problemas de álgebra, y un Tratado sobre algunas dificultades de las definiciones de Euclídes, de las que sólo sé han conservado las dos citadas en último término.

En su calidad de astrónomo, y por encargo de Malek Chah, fue llamado a Mero para colaborar en la confección del nuevo calendario musulmán reformado, tarea que simultaneó con su labor de director del Observatorio astronómico de esta localidad.

Su vida discurrió en una perpetua paradoja: hombre de ciencia, que había estudiado a fondo las principales materias y disciplinas conocidas en su época, predicó en sus versos el desprecio por los conocimientos científicos y el estudio, abogó por un agnosticismo absoluto, y se mostró ardiente partidario de la entrega a los placeres corporales, como única realidad tangible de la vida.

¿Un materialista empedernido o un místico?

¿Existe realmente una oposición irreductible entre las dos características de Omar Khayyam? ¿Fue realmente el poeta de Nichapur un epicúreo materialista y ateo como más de una vez se le ha calificado?

Si el hombre religioso es el que siente la preocupación del más allá, del origen de la vida y de su destino, de la explicación filosófica del dolor y la muerte, bien puede afirmarse que Omar Khayyam fue uno de los hombres más religiosos de su tiempo.

A través de la lectura de sus breves estrofas, y al trasluz del aparente hedonismo que en ellas se ensalza, no es difícil captar la profunda preocupación, la obsesión, diríamos, del poeta, ante los problemas fundamentales de la existencia terrena y ultraterrena. Khayyam es religioso en el sentido de que tiene plena, vivísima conciencia de la transitoriedad de la vida, de la vanidad de la ciencia y el saber, y de la existencia del Misterio. En este aspecto, su filosofía entronca directamente con la más elevada mística. En efecto, ¡cuan lejos está su actitud de la del materialista puro, esencial, que pasa por la vida sin formularse jamás una sola pregunta trascendente, que acepta el paso de los días sin siquiera advertirlo, y no adopta decisiones ante el Problema, simplemente porque, cegado por su visión material de la existencia, llega a ignorarlo!

Khayyam discrepa del místico, desde luego, en que no acierta a encontrar la respuesta a su propia pregunta. «¡Señor, oh Señor, contéstanos!», implora en uno de sus raros momentos de invocación al Supremo. Su insistencia en extraer de la vida, hasta el máximo, el goce de los placeres sensuales, no es, ciertamente una respuesta definitiva, sino más bien una actitud adoptada ante la imposibilidad de resolver el enigma que el poeta lleva clavado en sus entrañas.

Sus desplantes, sus aparentes irreverencias contra Alá y el Corán, revelan en Khayyam una íntima desesperación, un furor casi infantil, parecido al del niño que juega al escondite, y, viéndose incapaz de descubrir al que permanece oculto, acaba insultándole unas veces y otras fingiendo que prefiere dejar de buscarle por voluntad propia, que ya no le interesa, que ni siquiera cree que exista, y, de manera espectacular, exhibicionista, se dedica a otro juego, alborotadamente, para desahogar a un tiempo su rabia y dar a entender al otro que lo está pasando muy bien sin él.

Hay por otra parte en el exhibicionismo orgiástico de Khayyam, un acusado matiz de rebeldía, de inconformismo ante la hipocresía de que se siente rodeado, y un deseo de épatar, de escandalizar a los mediocres, a los cortos de vista, a los mojigatos, a los fanáticos e intolerantes.

Como ha dicho Alí No-Ruze, «Khayyam es un desesperado que se oculta tras una sonrisa en cuanto siente que le ahoga un sollozo». Esta tensión dramática se hace patente en numerosas estrofas del poeta, y en algunas de ellas llega a ser tan intensa que la sonrisa no aflora y el sollozo llega casi a hacerse audible:

«El vasto mundo: un grano de polvo en el espacio. Toda la ciencia de los hombres: palabras. Los pueblos, los animales y las flores: sombras. El resultado de la meditación perpetua: nada».

Astrónomo destacado, Khayyam es consciente como ninguno de sus contemporáneos de la pequeñez material de nuestro planeta, «el vasto mundo», grano de polvo perdido en el cosmos; científico por vocación, ha penetrado lo suficientemente en el misterio de las cosas para captar la vanidad de las apariencias, único material sobre el cual trabaja el hombre de ciencia; naturalista, no ha podido menos de advertir que las formas de vida, «los pueblos, los animales y las flores», entrañan la existencia necesaria de algo más, de algo previo, de algo situado más allá de este mundo de formas, de algo de lo cual éstas son sólo sombras. Filósofo honesto, preocupado por los problemas fundamentales de la existencia, ha aprendido la difícil lección de humildad que permite al sabio sopesar el fruto de su trabajo y definirlo con la trágica palabra negativa: «Nada», esa nada total, definitiva, que obsesiona a Khayyam:

«Sueño sobre la tierra. Sueño bajo la tierra. Sobre la tierra y bajo tierra, cuerpos extendidos. La nada en todas partes. Desierto de la nada. Llegan hombres. Otros se van».

Ante el abismo de esta nada insondable, Khayyam siente vértigos e intenta vencerlos por los medios más alejados del intelectualismo: la bebida, el amor carnal.

Obsesionado por el doloroso enigma existencial, emprende una campaña «misional», dirigida aparentemente a sus hermanos, los hombres, en la que les aconseja beber, vivir el momento presente, despreocuparse del mañana, del bien y del mal, y no fiar en la ciencia.

Pero su insistencia en estos temas nos revela que es a sí mismo a quien predica Khayyam, a su irreductible e insobornable sed de conocimiento y de verdad, que, a pesar de su escepticismo y de sus desengaños, sigue acuciándole y atormentándole, incapaz de sentirse satisfecha con el olímpico encogimiento de hombros que el poeta intenta adoptar como actitud-respuesta.

Los robaiyat

La poesía de Omar Khayyam ha hecho fortuna en Occidente, acaso, de manera especial, porque, a diferencia de los demás poetas persas, Khayyam prescinde de modo casi absoluto de la complicada retórica, las metáforas alambicadas y los símbolos frondosos que proliferan en la literatura iraniana.

Espíritu sincero y directo, preocupado objetivamente por los problemas concretos de la vida, adopta la forma poética conocida con el nombre de robaiyat, plural de robai, cuarteta, cuya brevedad no consiente floreos retóricos cuando se trata de «decir algo».

Sin embargo, Khayyam no prescinde de algunos adornos propios de la poesía oriental, tales como juegos de palabras, empleo de conceptos paralelos y símiles de elevado valor lírico.

Así cuando, en una de sus estrofas, emplea la palabra gour, que en persa significa a la vez «onagro» y «tumba», y dice:

«Bahram, que cazaba los onagros (gour) con lazo… ¿Has visto como la tumba (gour) lo ha cazado a él?».

En otras ocasiones consigue hábilmente incluir en un solo verso o en un dístico los cuatro elementos de la naturaleza, estableciendo una relación entre el fuego del corazón, el agua del torrente, el viento que pasa, y la tierra que un día habrá de cubrirnos, o aprovecha en otra estrofa la analogía de conceptos como «arder», «humo» y «cenizas».

Su poesía fue introducida con éxito en Occidente a través del poeta irlandés Fitzgerald, a pesar de las variaciones por él introducidas en la versión inglesa. Pronto se sucedieron las traducciones a todos los idiomas cultos, basadas en colecciones de robaiyat más o menos atribuibles a Omar Khayyam.

El manuscrito más antiguo que se conserva es el llamado bodleyano, de Bodley, su descubridor y adquisidor, que contiene doscientas cincuenta y una estrofas, aunque muchas de ellas parecen versiones diversas de otra original.

La misma popularidad alcanzada por la poesía de Khayyam indujo sin duda a muchos discípulos y admiradores suyos a componer estrofas dentro del estilo del maestro, hasta el punto de que en la actualidad se hace casi imposible identificar con seguridad las composiciones originalmente escritas por el solitario de Merv.

Los 169 robaiyat que se incluyen aquí parecen ser los más indubitablemente atribuibles a Khayyam, de acuerdo con el criterio del orientalista francés Franz Toussaint, y bastan por sí solos, evidentemente, para ofrecer una visión total del pensamiento de su autor.

Los admiradores de Omar Khayyam

Entre los poetas máximos de la literatura persa, Khayyam ocupa un lugar especial. Ni Saadi, ni Ferdosi ni Hafez pueden compararsele por ningún concepto. El «Jardín de las Rosas» del primero es quizás más popular que ningún otro libro de poesía iraniana, al menos en cuanto a la extensión y variedad de su público. El «Libros de los Reyes» de Ferdosi ofrece material abundante a los narradores de las plazas públicas orientales, que sin cesar lo transmiten de generación en generación. «Las odas» de Hafez constituyen aun hoy un breviario de amor para los jóvenes persas.

Los «Robaiyat» de Omar Khayyam han sufrido otro destino. Perseguidos por los fanáticos musulmanes, desnaturalizados y deformados por los sufíes que querían adueñarse de ellos, los Robaiyat sólo han logrado, en Oriente, la perenne admiración de una minoría de mentalidad libre e independiente, y, como es lógico, el aprecio de los libertinos y los bebedores.

Público dispar, al que hay que agregar, en Occidente, una ingente multitud de catadores de buena poesía, que encuentran en la obra sincera de Khayyam un sabor inédito.

En el corazón y en la mente de todos permanece la figura emocionante del viejo sabio transido de dolor, que quizás el propio Khayyam quiso retratar en su trágico y bello robai:

«Sobre la Tierra abigarrada, camina alguien que no es ni musulmán ni infiel, ni rico ni pobre. No venera a Alá ni las leyes. No cree en la verdad, jamás afirma nada. Sobre la tierra abigarrada, ¿quién es este hombre valeroso y triste?».