Capítulo XXIV

1

El telegrama llegó cerca de las seis de aquella tarde. Se había solicitado que fuera entregado a domicilio y no leído por teléfono, y Hércules Poirot, que estuvo merodeando por los alrededores de la puerta principal, pudo recibirlo de manos de Lanscombe cuando este lo recibió de las del repartidor.

Lo abrió con más precipitación de lo acostumbrado. Contenía tres palabras y la firma.

Poirot exhaló un profundo suspiro de alivio.

Luego sacó de su bolsillo un billete de una libra que entregó como propina al sorprendido repartidor.

—En ciertas ocasiones —dijo al mayordomo—, hay que dejar de lado la economía.

—Es muy posible, señor —repuso Lanscombe.

—¿Dónde está el inspector Morton?

—Uno de los señores policías se ha marchado —Lanscombe habló con disgusto… dando a entender que los nombres de los policías eran imposibles de recordar—. El otro, creo que está en el despacho.

—Espléndido; iré a reunirme con él inmediatamente.

Y una vez más diole unas palmaditas en el hombro.

—Valor, Lanscombe, estamos a punto de llegar al fin.

—Entonces, ¿no se marchará en el tren de las nueve y media, señor? Por lo visto le preocupaban más las salidas que las llegadas.

—No pierda la esperanza —le dijo Poirot. Y cuando ya se marchaba le preguntó—: ¿Recuerda, por casualidad, cuáles fueron las primeras palabras que dijo la señora Lansquenet cuando llegó aquí el día del funeral del señor?

—Lo recuerdo muy bien, señor —dijo Lanscombe con el rostro iluminado—. La señorita Cora… perdón, la señora Lansquenet… siempre la recuerdo como la señorita Cora.

—Es muy natural.

—Pues me dijo: «Hola, Lanscombe. Ha pasado mucho tiempo desde que nos traías merengues a las cabañas». Todos los niños solían tener una cabaña de su propiedad… junto a la cerca del parque. En verano, cuando había alguna comida importante, yo les llevaba a los señoritos, los más pequeños, se entiende, algunos merengues. A la señorita Cora le gustaban mucho, señor.

—Sí —le dijo Poirot—, lo que había pensado. Si, era muy típico.

Dirigióse al despacho para reunirse con el inspector Morton y sin pronunciar palabra le tendió el telegrama.

—No entiendo ni una palabra —dijo Morton cuando lo hubo leído.

—Ha llegado el momento de contárselo todo.

—Parece usted una joven de las que aparecen en los melodramas victorianos. Pero ya es hora de que aclare algo. No puedo mantener esta situación mucho más tiempo. Ese individuo, Banks, sigue insistiendo en que fue él quien envenenó a Ricardo Abernethie y alardeando de que no somos capaces de descubrir cómo lo hizo. ¡Lo que no comprendo es que siempre tenga que haber alguien que se declara culpable cuando se trata de un criminal! ¿Qué es lo que creen que les espera? Es algo que no he sido capaz de penetrar.

—En ese caso, es probable que busque zafarse de las dificultades de cuidar de sí mismo… en otras palabras… el Sanatorio de Forsdyke.

—Es más probable que fuese enviado a Broadmoor.

—Eso sería igualmente satisfactorio para él.

—¿Pero fue él, Poirot? Esa señorita Gilchrist vino con esa historia que ya le había contado a usted y que concuerda con lo que Ricardo Abernethie dijera sobre su sobrina. Si el culpable fuese su marido, también le atañe a ella. De todas formas, no puedo imaginar a esa muchacha cometiendo tantos crímenes. Pero no hay nada que no intentara por encubrir a su marido.

—Se lo contaré todo…

—¡Sí, sí, cuéntemelo! ¡Y por el amor de Dios, dése prisa!

2

Esta vez fue en el salón donde Hércules Poirot presidió la reunión.

Todos los rostros vueltos hacia él mostraban más diversión que nerviosismo. La amenaza para ellos se había polarizado en las personas del inspector Morton y el superintendente Parwell. Con tantos policías, interrogatorios, declaraciones, etc., Hércules Poirot, detective particular, resultaba algo cómico.

Timoteo expresó el sentimiento general al decirle sotto voce a su esposa:

—¡Condenado charlatán! ¡Entwhistle debe estar loco!

Al parecer, Hércules Poirot tendría que trabajar de firme para causarles efecto.

—¡Por segunda vez les anuncio mi marcha! Esta mañana les dije que me iba en el tren de las doce. Esta tarde digo que me iré en el de las nueve y media… es decir, inmediatamente, después de cenar. Y me marcho porque no tengo nada más que hacer aquí.

—Eso ya lo sabíamos —comentó Timoteo por lo bajo—. Nunca tuvo nada que hacer aquí. ¡Qué cara dura tienen esos individuos!

—Vine a descifrar un enigma. Y el enigma está resuelto. Permítanme, primero, que repase los puntos expuestos a mi atención por el señor Entwhistle. Son los siguientes:

»Primero, el señor Ricardo Abernethie muere repentinamente. Segundo, después de los funerales, su hermana Cora Lansquenet dice: “Pero fue asesinado, ¿verdad?”. Tercero, la señora Lansquenet es asesinada. La pregunta es: ¿Existe relación entre estos tres hechos? Observemos lo que ocurrió después. La señorita Gilchrist, compañera de la difunta, sufre una intoxicación después de comer un pedazo de pastel de boda que contiene arsénico. Ese es el suceso siguiente de la serie.

»Como ya les dije esta mañana, durante el curso de mis pesquisas he llegado a la conclusión de que no hay nada… nada en absoluto que dé pie a la creencia de que el señor Abernethie muriera envenenado. Igualmente debo confesar que tampoco encontré ninguna prueba concluyente para probar que no fuera envenenado. Pero luego las cosas se fueron haciendo más fáciles. Cora Lansquenet hace su sensacional pregunta después del funeral. Todos están de acuerdo en eso. Y al día siguiente la señora Lansquenet es asesinada… siendo un hacha el instrumento empleado. Ahora pasemos a examinar el cuarto acontecimiento. El cartero de la localidad se muestra bastante seguro, aunque no puede jurarlo, de que no llevó a la casa de Cora Lansquenet el paquete conteniendo el trozo de pastel de boda envenenado. Y de ser así, entonces el paquete fue llevado privadamente y aunque no podemos excluir a “una persona desconocida…” debemos tener en cuenta a aquellas personas que tuvieron ocasión o posibilidad de depositar el paquete donde fue encontrado. Las cuales fueron: la señorita Gilchrist, naturalmente; Susana Banks; el señor Crossfield, que fue para asistir a la vista; Entwhistle, sí, también hemos de pensar en el señor Entwhistle, que también estuvo presente cuando Cora hizo su sorprendente observación. Y también otras dos personas: un caballero que dijo ser un tal señor Guthrie, crítico de arte, y una religiosa o religiosas que llegaron por la mañana temprano para pedir una limosna.

»Ahora comenzaré por la suposición de que lo declarado por el repartidor es correcto. Además, el pequeño grupo de sospechosos será estudiado cuidadosamente. La señorita Gilchrist no se beneficiaba bajo ningún concepto con la muerte del señor Abernethie y muy poco con la de la señora Lansquenet… más bien, de hecho, la muerte de esta última la colocaba en una situación difícil para conseguir nuevo empleo. Además tuvo que ser asistida en un hospital a causa de haber ingerido el pastel conteniendo arsénico.

»Susana Banks se beneficiaba con la muerte de Ricardo Abernethie y también algo con la de la señora Lansquenet… aunque para esta el móvil más bien pudo ser la seguridad. Podría tener sus buenas razones para creer que la señorita Gilchrist había oído la conversación que sostuvieron Cora Lansquenet y su hermano, en la que se refirieron a ella, y luego tal vez decidiera hacerla callar también. Recuerden que se negó a participar del pastel y también quiso esperar a llamar al médico hasta la mañana siguiente cuando la señorita Gilchrist se puso mala durante la noche.

»El señor Entwhistle no se beneficiaba con ninguna de las dos muertes… pero tenía bastante ascendiente y controlaba los asuntos del señor Abernethie y los fondos del trust y pudo tener alguna razón para desear que no viviera mucho tiempo. Pero… consideremos… si fuera el señor Entwhistle el culpable, ¿por qué habría acudido a mí?

»Y a eso puedo responder… que no es la primera vez que un delincuente se haya considera demasiado seguro de sí mismo.

»Ahora llegamos a lo que pudiéramos llamar extraños. El señor Guthrie y la religiosa. Si realmente se trata del señor Guthrie, el crítico de arte, eso le elimina. Lo mismo ocurre con la monjita, si lo era en realidad. La pregunta es, ¿serían ambos lo que representaban?

Considero que es imposible que una religiosa esté mezclada en un asunto así. Una monja llega a la puerta de la esposa de Timoteo Abernethie y la señorita Gilchrist cree que es la misma que viera en Lychett Saint Mary. Y también una religiosa o religiosas, fueron a Enderby el día antes del fallecimiento del señor Abernethie…

Jorge Crossfield murmuró:

—Apuesto tres contra uno: fue la religiosa.

Poirot continuó:

—Así que aquí tenemos varias piezas de nuestro rompecabezas… la muerte del señor Abernethie, el asesinato de Cora Lansquenet, el pastel de boda envenenado y «la coincidencia» de las religiosas.

»Quiero añadir algunos otros datos sobre este caso que llamaron mi atención:

»La visita del crítico de arte, el olor de las viejas pinturas al óleo, un cuadro que da la impresión de una postal representando el puerto de Polflexan, y por último un ramo de flores de cera que estaba sobre la mesa de malaquita donde ahora hay un jarrón chino.

»Reflexionando sobre estas cosas, fue como llegué a descubrir la verdad… Y ahora voy a comunicársela a todos ustedes.

»La primera parte ya la conté esta mañana, Ricardo Abernethie murió repentinamente… pero no hubiera habido razón para sospechar que su fallecimiento no fuera natural de no ser por las palabras de Cora Lansquenet después del funeral. Todo el caso del asesinato de Ricardo Abernethie se basa en esas palabras. Y como resultado, todos ustedes creyeron en ese asesinato, no por las palabras en sí, sino por el carácter de Cora Lansquenet, pues siempre había sido célebre por decir la verdad, provocando situaciones violentas. Así que el caso del asesinato de Ricardo descansaba en las palabras de Cora… pero más que nada en ella misma.

»Y ahora viene la pregunta que me hice a mí mismo: “¿Conocían ustedes bien a Cora Lansquenet?”.

Hubo un silencio, al cabo del cual Susana preguntó con acritud:

—¿Qué quiere usted decir?

—No la conocían en absoluto… esa es la respuesta —dijo el detective—. La joven generación no la había visto nunca, sólo cuando eran muy pequeños. Sólo había aquel día tres personas presentes que la conocieran: Lanscombe, el mayordomo, que es muy viejo y medio ciego; la esposa de Timoteo Abernethie, que la había visto en contadas ocasiones desde la fecha de su boda, y la viuda de Leo Abernethie, que si bien la conoció mucho, no la había visto en veinte años.

«Así que me dije: Supongamos que no fuera Cora Lansquenet la que asistió al funeral».

—¿Quiere usted decir que tía Cora… no era tía Cora? —preguntó Susana incrédulamente—. ¿Y que no fue asesinada tía Cora, sino otra persona?

—No, no; fue a Cora Lansquenet a la que asesinaron. Pero no era Cora Lansquenet la que llegó aquel día antes para asistir a los funerales de su hermano. La mujer que estuvo aquí aquel día vino con un solo propósito: el de estallar, por así decir, el hecho de que Ricardo hubiera muerto repentinamente, y para crear en las mentes de sus familiares la creencia de que había sido asesinado. ¡Cosa que consiguió ampliamente!

—¡Tonterías! ¿Por qué? ¿Cuál era su intención? —exclamó Maude.

—¿Por qué? Para apartar la atención del otro crimen. Del asesinato de la propia Cora Lansquenet. Porque si Cora dice que Ricardo ha sido asesinado y al día siguiente ella, también es asesinada, ambas muertes están destinadas por lo menos a ser consideradas como posible causa y efecto. Pero si Cora es asesinada en su casita, y el robo simulado no convence a la policía… ¿Dónde mirarían? En la misma casa, ¿no es cierto? Las sospechas tenderían a recaer en la mujer que vivía con ella.

La señorita Gilchrist protestó en tono casi jovial:

—¡Oh!, vamos… señor Pontarlier… no querrá usted insinuar que yo iba a cometer un crimen por un broche de amatistas y unos bocetos sin valor.

—No —dijo Poirot—. Por algo más que eso. Uno de los cuadros, señorita Gilchrist, representa el puerto de Polflexan, y como supo adivinar la señora Banks, había sido copiado de una postal en que aparecía la escollera intacta. Pero la señora Lansquenet pintaba siempre del natural. Recordé que el señor Entwhistle había mencionado que cuando estuvo en la casa se olía a pintura vieja. Usted pinta, ¿no es cierto, señorita Gilchrist? Su padre era un artista y usted entiende mucho de pintura. Supongamos que uno de los cuadros que Cora adquirió por poco dinero en una subasta fuese una obra de valor, y que ella no supiera reconocerla, pero usted sí. Usted sabía que esperaba, muy en breve, la visita de un viejo amigo suyo, muy conocido como crítico de arte. Entonces el hermano de la señora Lansquenet fallece repentinamente… y a usted se le ocurre un plan. Le fue fácil administrarle un soporífero en la taza de té de su desayuno que la mantuviera inconsciente durante todo el día del funeral, mientras usted representaba su papel en Enderby. Usted conocía Enderby perfectamente de tanto oír hablar a Cora de su casa… pues como todas las personas de cierta edad hablaba mucho de su niñez. No le fue difícil hablar a Lanscombe de los merengues y las cabañas, para que estuviera seguro de su identidad en caso de que se sintiera inclinado a dudar. Sí, utilizó muy bien sus conocimientos, haciendo alusiones a esto o aquello, y recordando cosas. Nadie sospechó que usted no fuera Cora. Llevaba sus ropas, ligeramente reformadas, y puesto que Cora llevaba flequillo postizo, le fue fácil peinarse igual. Ninguno de ustedes había visto a Cora durante veinte años… y en veinte años las personas cambian tanto que a menudo se oye decir: «No la hubiera reconocido». Pero la manera de ser no se olvida, y la de Cora era ciertamente bien definida, con sus gestos característicos, que usted había ensayado ante el espejo.

»Y por extraño que parezca, ahí fue donde cometió su primer error. Se olvidó de que el espejo refleja la imagen invertida. Cuando usted ensayó ante el espejo el modo de ladear la cabeza como hacen los pájaros, típico en ella, no se dio cuenta de que lo hacía hacia el otro lado. Digamos, usted veía que Cora inclinaba la cabeza hacia la derecha… pero olvidó que usted tenía que ladearla hacia la izquierda para que dicha inclinación produjera el mismo efecto en el espejo.

»Eso es lo que extrañó a Elena Abernethie en el momento en que usted hizo su famoso comentario. Le pareció ver algo “extraño”. Yo mismo lo comprendí la otra noche, cuando Rosamunda Shane hizo un comentario inesperado sobre lo qué ocurrió con tal ocasión. Todo el mundo, inevitablemente, mira al que ha hablado. Por consiguiente, si Elena Abernethie creyó ver algo raro, debía ser en la persona de Cora Lansquenet. La otra noche, después de una conversación que sostuvimos sobre las imágenes reflejadas en el espejo y en cómo sé ve uno mismo, creo que Elena debió ensayarlo delante del suyo. Es posible que pensara en Cora y en el modo que solía inclinar la cabeza a la derecha. Lo hizo mirándose al espejo… y, claro, la imagen reflejada lo hizo a la izquierda, dándole una impresión extraña, y en aquel instante comprendió que aquello fue lo que encontró extraño el día del funeral… Pensó… que o bien Cora había torcido la cabeza en dirección contraria a la acostumbrada… cosa poco probable… o que, de otro modo, Cora no podía ser Cora. Ambas cosas le parecieron absurdas, pero determinó comunicar inmediatamente su descubrimiento al señor Entwhistle. Alguien que solía levantarse temprano la siguió, y temeroso de las revelaciones que pudiera hacer, la golpeó con un pisapapeles de mármol.

Poirot hizo una pausa y agregó:

—Puedo decirle, señorita Gilchrist, que la contusión que sufre la señora Abernethie no es grave, y que pronto podrá contarnos lo ocurrido.

—Yo no hice nada de eso —repuso la solterona—. Todo son mentiras.

—Era usted —dijo de pronto Miguel Shane, que había estado estudiando el rostro de la señorita Gilchrist—. Debí haberme dado cuenta antes… me daba la vaga impresión de que la había visto en alguna parte… pero, claro, uno no se fija mucho en… —se detuvo.

—No, uno no se fija mucho en una simple señorita de compañía —concluyó la solterona con voz que temblaba un tanto—. ¡Una asalariada! ¡Casi una criada! Pero continúe, señor Poirot, continúe con su fantástico y absurdo relato.

—La sugerencia de asesinato que usted lanzó después del funeral fue su primer paso —dijo Poirot—. Tenía otros en reserva. En cualquier momento estaba dispuesta a admitir que había escuchado la conversación que sostuvieron Ricardo y su hermana. Pero sin duda él debió decirle que ya no iba a vivir mucho, lo que explica la frase de la carta que le escribiera antes de ir a verla. La religiosa era otra de sus invenciones. La que fue, o mejor dicho, las que fueron a la casita aquel día le sugirieron la idea de decir que una monja la estaba persiguiendo, y que utilizó cuando deseaba enterarse de lo que Maude Abernethie decía por teléfono a su cuñada… y también porque deseaba acompañarla a Enderby y descubrir por dónde se encaminaban las sospechas. Luego, el envenenarse usted misma con arsénico, sin llegar a intoxicarse gravemente, es un truco muy antiguo… y sirvió para despertar las sospechas del inspector Morton.

—Pero ¿y el cuadro? —dijo Rosamunda—. ¿Qué clase de pintura era?

Poirot desdobló lentamente el telegrama.

—Esta mañana telefoneé al señor Entwhistle, persona muy responsable, para pedirle que fuera a Stansfield Grange y actuando en nombre del señor Abernethie… —aquí Poirot miró a Timoteo— buscara entre las pinturas de la habitación de la señorita Gilchrist la que representaba el puerto de Polflexan, con el pretexto de que iban a ponerle un marco para darle una sorpresa a la señorita Gilchrist, y luego llevarla a Londres para que la viese el señor Guthrie, a quien ya había advertido por telegrama. El boceto del puerto de Polflexan fue rascado para dar paso a la pintura original.

«Un Vermeer auténtico. Guthrie».

De improviso, la señorita Gilchrist comenzó a hablar.

—Yo sabía que era un Vermeer. ¡Lo sabía! ¡Ella no! Mucho hablar de Rembrandts y Primitivos Italianos, y fue incapaz de reconocer un Vermeer cuando lo tuvo bajo sus narices. ¡Siempre alardeando de entender de cosas de arte… sin saber ni una palabra! Era una estúpida. Siempre refunfuñando por este lugar… Enderby, por lo que hacía cuando era pequeña, por Ricardo, Timoteo, Laura y todos los demás. ¡Siempre nadando en la abundancia! Esos niños siempre tuvieron lo mejor. No saben lo molesto que resulta estar oyendo las mismas cosas día tras día, hora tras hora, y tener que decir: «Oh, sí, señora Lansquenet», y «¿De veras, señora Lansquenet?». Fingiendo interés y en realidad estando furiosa… furiosa… furiosa… y sin ningún porvenir… y de pronto… ¡un Vermeer! ¡Leí en los periódicos que un Vermeer fue vendido el otro día por unas cinco mil libras!

—¿Y la mató… de ese modo tan brutal… por cinco mil libras? —Susana parecía no dar crédito a sus palabras.

—Con cinco mil libras —dijo Poirot— hubiera podido alquilar y montar un salón de té.

La señorita Gilchrist volvióse hacia él.

—En fin. Tiene que comprender. Era la única oportunidad que tenía de poder hacerlo… de conseguir un capital —su voz vibraba con la fuerza de su obsesión—. Iba a llamarle «La Palmera»… y hubiera puesto unos camellos pequeñitos para sostener las minutas. Ahora puede conseguirse porcelana china… Tenía intención de comenzar en alguna barriada donde hubiera gente elegante. Había pensado en Rye… o tal vez Chichester… Estoy segura de que hubiera tenido éxito —hizo una pausa y luego agregó sonriendo—: Mesitas de madera de roble… sillas de mimbre… con almohadones rayados en rojo y blanco…

Por unos instantes, aquel salón de té que nunca iba a existir pareció más real que la victoriana solidez del salón de Enderby…

Fue el inspector Morton quien rompió el encanto con un gesto.

La señorita Gilchrist volvióse hacia él cortésmente.

—Oh, desde luego —le dijo—. En seguida. No quiero darles más preocupaciones. Después de todo, ya que no puedo tener «La Palmera», lo demás no me importa mucho…, desde luego.

Salió de la estancia con el inspector, y Susana dijo con voz alterada:

—Nunca hubiera podido imaginarme que una mujer así fuera una asesina. Es horrible.