1
A las once de la mañana Hércules Poirot convocó una reunión en la biblioteca. Todos estaban allí y el detective miró pensativo el semicírculo de rostros pendientes de él.
—Ayer noche —les dijo—, la señora Shane les reveló que yo era un detective particular. Por mi gusto, hubiera querido mantener… ¿cómo diría…?, el camouflage un poco más. Pero no importa. Y ahora les ruego que escuchen atentamente lo que tengo que decirles. Yo soy una persona célebre dentro de mi profesión… puedo decir la más celebre. Y de hecho, mis cualidades son inigualables.
—Eso es darse bombo, ¿no, señor Poirot… Es Poirot, verdad? Es extraño que nunca haya oído hablar de usted —dijo Jorge Crossfield con sorna.
—No es extraño —repuso Poirot, severo—. ¡Es lamentable! Cielos, hoy día ya no hay educación. Aparentemente, no se aprende más que economía política… y cómo responder a los cuestionarios que comprueban la inteligencia. Pero continuemos con lo de antes. Hace muchos años que conozco al señor Entwhistle…
—¿Ah, sí? ¡Por lo tanto él es culpable!
—Si usted quiere considerarlo así… señor Crossfield. El señor Entwhistle tuvo un gran disgusto con la muerte de su viejo amigo Ricardo Abernethie, y preocupado por ciertas palabras dichas por la señora Lansquenet, hermana del señor Abernethie, que fueron pronunciadas en esta misma habitación al día siguiente del funeral…
—Muy tontas y muy propias de Cora —dijo Maude—. ¡El señor Entwhistle hubiera hecho mejor en no prestarles atención!
Poirot continuó sin hacerle caso:
—El señor Entwhistle sintióse todavía más preocupado ante… ¿cómo diría…?, la coincidencia de la muerte de la señora Lansquenet. Él sólo deseaba una cosa… asegurarse de que aquella muerte fue sólo eso… pura coincidencia. En otras palabras, quiso tener la certeza de que Ricardo Abernethie había fallecido de muerte natural, y para este fin me encargó que hiciera las averiguaciones pertinentes.
Hubo otro silencio.
—Y las hice.
Hubo un silencio.
—Eh bien —dijo Poirot echando la cabeza hacia atrás—. Les agradará saber el resultado de mis investigaciones… no existe razón alguna para creer que el fallecimiento del señor Abernethie fuese debido a otras causas que las naturales. ¡Ni motivo para creer que hubiera sido asesinado! —Sonrió con ademán triunfante—. Es una noticia, ¿no les parece?
No lo parecía, por el modo como la recibieron. Con una sola excepción, en todos los ojos leíase la misma expresión de duda.
La excepción fue Timoteo Abernethie, que movía la cabeza con gesto de asentimiento.
—Pues claro que Ricardo no fue asesinado —dijo contrariado—. Nunca pude comprender cómo se le ocurrió a nadie pensarlo ni por un momento. Cora quiso hacer una de las suyas. Su intención era asustarnos. Ese era su modo de divertirse. Aunque fuese mi hermana, tengo que reconocer que la pobre siempre fue algo tonta. Bien, señor «Como se llame», celebro que haya llegado a esa conclusión, aunque si quiere saber mi opinión, considero al señor Entwhistle muy entrometido al encargarle que viniera a espiarnos. ¡Y si cree que va a pagar a Entwhistle para meterse en nuestras cosas! Si la familia está satisfecha…
—Pero la familia tampoco lo estaba, tío Timoteo —intervino Rosamunda.
—¡Eh…! ¿Qué es eso? —Timoteo la miró frunciendo sus pobladas cejas.
—No estábamos satisfechos. ¿Y qué me dices de lo que le ha ocurrido a tía Elena esta mañana?
—Elena está en la edad en que puede sufrir cualquier ataque repentino. Eso es lo que ha ocurrido —dijo Maude irritada.
—Ya —repuso Rosamunda—. ¿Otra coincidencia, según tú?
Miró a Poirot y, blandamente, preguntó:
—¿No son demasiadas coincidencias?
—Pero son cosas que pueden ocurrir —repuso el detective.
—Tonterías —dijo Maude—. Elena se sintió mal, bajó a telefonear al médico y entonces…
—Pero no telefoneó al médico —replicó Rosamunda—. Yo se lo pregunté a él…
—¿Pues a quién llamó? —quiso saber Susana.
—No lo sé —dijo Rosamunda con disgusto—. Pero me atrevo a asegurar que podré averiguarlo.
2
Hércules Poirot hallábase sentado en la glorieta de estilo victoriano. Sacó de su bolsillo un enorme reloj y lo puso sobre la mesa que tenía al lado.
Había anunciado que iba a marcharse en el tren de las doce. Todavía le quedaba media hora… media hora durante la cual puede que alguien se decidiera a hablar con él. Tal vez más de una persona…
La glorieta era bien visible desde todas las ventanas de la casa. Pronto acudirían, sin duda, pues de lo contrario tendría que admitir que su conocimiento de la humana naturaleza era muy deficiente y sus sospechas erróneas.
Aguardó… Sobre su cabeza, una araña esperaba pacientemente a que se enredase alguna mosca en su tela.
Fue la señorita Gilchrist la primera en aparecer en la glorieta, ruborizada, preocupada y bastante incoherente.
—Oh, señor Pontarlier… no me acuerdo de su otro nombre —le dijo—. He tenido que venir a hablar con usted, aunque no me agrada hacerlo… pero, la verdad, creo que es mi deber. Quiero decir, que después de lo que ha ocurrido esta mañana a la pobre viuda del señorito Leo… yo creo que la señora Shane tiene razón… que no se trata de una coincidencia, ni de un ataque repentino como sugirió la esposa del señor Abernethie, porque mi padre sufrió un ataque de esos y fue bien diferente, y de todas formas el doctor dijo bien claro que se trataba de conmoción cerebral.
Hizo una pausa para mirar a Poirot con ojos suplicantes.
—Sí —repuso el detective con amabilidad—. ¿Y quiere contarme algo?
—Como le digo, no me gusta tener que hacerlo… porque ha sido tan amable conmigo. Me encontró acomodo en casa del señor Abernethie… Verdaderamente, es muy amable. Por eso me siento desgraciada… Incluso, me regaló una chaqueta de piel de la señora Lansquenet muy bonita… y que me sienta estupendamente, porque las prendas de piel no importa que sean un poco largas; y cuando quise devolverle el broche de amatistas, no quiso ni oír hablar de ello.
—¿Se refiere a la señora Banks?
—Sí, ¿sabe…? —La señorita Gilchrist bajó los ojos mientras retorcía las manos nerviosamente—. Yo escuché.
—Quiere decir que oyó alguna conversación por casualidad…
—No. —La solterona movió la cabeza con resolución heroica—. Prefiero decir la verdad. Y con usted no me resulta tan difícil porque no es inglés.
Hércules Poirot la comprendió al instante sin tomarlo a mal.
—¿Quiere usted decir que para un extranjero resulta natural que las personas escuchen detrás de las puertas, abran la correspondencia o lean las cartas que encuentran a mano?
—Oh, nunca he abierto ninguna carta que no fuera dirigida a mí —repuso la señorita Gilchrist dignamente ofendida—. Eso no. Pero aquel día escuché… el día que el señor Ricardo Abernethie fue a ver a su hermana. Sentía curiosidad por conocer el porqué de que fuera a verla al cabo de tantos años. Cuando no se tienen muchos amigos y se hace una vida tan sencilla… pues se siente interés… por la vida de las personas con las que se convive.
—Es lo más natural.
—Sí, creo que lo es… Aunque, claro, no está nada bien. ¡Pero lo hice! ¡Y oí lo que él dijo!
—¿Oyó lo que el señor Abernethie dijo a la señora Lansquenet?
—Sí. Fue algo así: «De nada serviría hablar con Timoteo. No hace caso. Ni siquiera escucha, pero creí que debía desahogarme contigo, Cora. Nosotros tres somos los únicos que quedamos. Y aunque siempre te ha gustado hacerte la simple, tienes mucho sentido común. Así que, ¿qué harías tú si te encontrases en mi caso?». No pude oír lo que le respondió la señora Lansquenet, pero capté la palabra policía… y entonces el señor Abernethie alzó la voz, diciendo: «No puedo hacer eso… cuando se trata de mi propia sobrina». Entonces tuve que ir a la cocina porque había dejado algo sobre la lumbre, y cuando volví el señor Abernethie decía: «Aunque muriese de muerte violenta no quiero, de poder evitarlo, que se llame a la policía. ¿Verdad que tú lo comprendes, pequeña? Pero no te preocupes. Ahora que lo sé tomaré las precauciones posibles». Luego añadió que iba a hacer nuevo testamento, y que no se olvidaría de Cora. Después hablaron de lo feliz que esta había sido con su esposo y él reconoció que estuvo equivocado.
El detective comentó:
—Ya… ya comprendo.
—Pero yo nunca quise decirlo. Ni creo que la señora Lansquenet lo hubiera querido tampoco… Pero ahora, después de que la señora ha sido atacada esta mañana… y usted dijo tan tranquilo que había sido mera coincidencia… Pero, señor Pontarlier, ¡no ha sido mera coincidencia!
—No, no lo fue —dijo Poirot sonriendo—. Gracias, señorita Gilchrist, por haber venido a decírmelo. Era muy necesario que lo hiciera.
3
Tuvo alguna dificultad en librarse de la solterona, y era preciso que esta se alejase, pues esperaba más confidencias.
Su instinto no le engañó. Apenas se había marchado la señorita Gilchrist cuando vio a Gregorio Banks que avanzaba por el jardín en dirección a la glorieta. Estaba muy pálido y su frente perlada de sudor. Sus ojos demostraban bien a las claras su excitación.
—¡Por fin! —exclamó—. Pensé que no se marcharía nunca esa estúpida mujer. Todos ustedes estaban equivocados esta mañana. Ricardo Abernethie fue asesinado. Yo lo maté.
Hércules Poirot dejó que sus ojos miraran al joven de arriba abajo sin demostrar la menor sorpresa.
—¿Así que usted le mató? ¿Cómo?
—No me fue fácil. —Gregorio sonreía—. Puede estar seguro. Hay quince o veinte drogas distintas que pasan por mis manos capaces de matar a cualquiera. La manera de administrarlas fue lo que más me preocupó, pero al fin di con una idea ingeniosa. Y su mayor encanto residía en que yo no necesitaba estar presente en el momento crítico.
—Muy inteligente —dijo Poirot.
—Sí. —Gregorio Banks bajó los ojos con modestia—. Sí, creo que fue muy ingeniosa.
—¿Por qué lo mató? ¿Para que el dinero fuese a manos de su esposa?
—No, claro que no. —Greg se indignó—. No soy un cazador de dotes. ¡Yo no me casé con Susana por disfrutar de su dinero!
—¿No, señor Banks?
—Esto es lo que él pensó —dijo Greg con encono—. ¡Ricardo Abernethie! ¡Le gustaba Susana, la admiraba, estaba orgulloso de ella, considerándola un ejemplar digno de la sangre de los Abernethie! Pero creyó que se había casado con un ser inferior… que yo no era bueno… me despreciaba. Decía que mi acento era diferente, que no sabía vestir. Era un extravagante… un estúpido extravagante.
—Yo no lo veo —repuso Poirot—. Por todo lo que he oído decir no considero que fuese extravagante.
—Lo era. Vaya si lo era. —El joven hablaba casi con histerismo—. Me despreciaba… Siempre me trató con cortesía… pero yo podía comprender que interiormente le desagradaba.
—Es posible.
—¡La gente no puede tratarme así y quedarse tan fresca! ¡Ya lo intentaron en otra ocasión! Una mujer que solía venir a encargar que le preparásemos medicinas… Me trató con rudeza. ¿Sabe lo que hice?
—Sí.
Gregorio pareció sobresaltarse.
—¿Así que ya lo sabe?
—Sí.
—Casi se muere —habló en tono satisfecho—. ¡Eso demuestra que conmigo no se puede bromear! Ricardo Abernethie me despreció… ¿y qué le ha ocurrido? Ha muerto.
—Ha sido un crimen perfecto —dijo Poirot felicitándole—. Pero ¿por qué viene a delatarse?
—¡Porque usted dijo que había acabado con todo! Dijo que no había sido asesinato. Tenía que demostrarle que no es tan listo como se cree y además… además…
—Sí… ¿y además?
Greg dejóse caer sobre el banco. Su rostro cambió por completo, adquiriendo una expresión estática.
—Hice mal… muy mal… debo ser castigado, debo volver allí… al lugar de castigo… a purgar mis delitos. Sí, a expiar mi falta. ¡Arrepentirme! ¡Justo castigo!
Su rostro parecía ahora en pleno éxtasis. Poirot le estudió unos instantes con curiosidad.
—Es una pena que quiera separarse de su esposa —le dijo.
—¿De Susana? —La expresión de Gregorio había cambiado completamente—. Susana es maravillosa… ¡maravillosa!
—Sí, Susana es maravillosa. Eso es una carga pesada. Susana le quiere con locura. ¿Esto también es una carga?
Gregorio le miraba fijamente y como un niño malcriado dijo:
—¿Por qué no puede dejarme en paz?
Se puso en pie.
—Ahora viene… por el jardín. Me iré. ¿Querrá decirle lo que acabo de confesarle? Dígale que he ido a la comisaría… a declarar.
4
Susana llegó sin aliento.
—¿Dónde está Greg? ¡Estaba aquí! Le he visto.
—Sí. —Poirot hizo una pausa antes de agregar—: Vino a decirme que fue él quien asesinó a Ricardo Abernethie.
—¡Qué cosa más absurda! Supongo que no le habrá creído. Ni siquiera estuvo aquí cuando falleció tío Ricardo.
—Tal vez no. ¿Dónde estaba cuando murió Cora Lansquenet?
—En Londres. Los dos estábamos allí.
Hércules Poirot movió la cabeza.
—No, no; usted, por ejemplo, salió en su automóvil y pasó fuera toda la tarde. Creo saber dónde estuvo. Fue a Lychett Saint Mary.
—¡No hice nada de eso!
—Cuando la encontré aquí, madame, no era la primera vez que la veía, como le dije. Después de la vista de la causa por el asesinato de la señora Lansquenet, estuvo usted en el garaje de «Las Armas del Rey». Estuvo hablando con un mecánico y junto a ustedes había un automóvil con un anciano extranjero. Usted no se fijó en él, pero él sí en usted.
—No sé lo que quiere decir. Eso fue el día en que se celebró la vista.
—¡Ah, pero recuerde lo que le dijo el mecánico! Le preguntó si era pariente de la víctima y usted dijo que era su sobrina.
—Era un vampiro. Todos lo son.
—Y sus palabras siguientes fueron: «Ah, me preguntaba dónde la había visto antes». ¿Dónde la vio a usted antes, madame? Tuvo que ser en Lychett Saint Mary, puesto que se acordó de usted al saber que era la sobrina de la señora Lansquenet. ¿La vio cerca de la casita? ¿Cuándo? Y el resultado de estas averiguaciones que usted estuvo allí… en Lychett Saint Mary… la tarde en que murió Cora Lansquenet. Aparcó el coche en la misma cantera donde lo dejara el día siguiente. El automóvil fue visto allí… y se tomó nota de la matrícula. Ahora el inspector Morton debe saber de qué coche se trataba.
Susana le miró de hito en hito. Su respiración se había hecho más agitada, pero no daba muestras de inquietud.
—Está diciendo tonterías, señor Poirot, y va a lograr que olvide lo que vine a decirle… a solas…
—¿Vino a confesarme que era usted y no su esposo quien cometió el crimen?
—No, claro que no. ¿Cree que soy una tonta? Y ya le he dicho que Gregorio no salió de Londres aquel día.
—Un hecho que no es posible que sepa, puesto que usted misma tampoco estuvo allí. ¿Para qué fue a Lychett Saint Mary, señora Banks?
Susana respiró el aire con fuerza.
—Está bien. ¡Si es que tiene que saberlo! Lo que Cora dijo cuando los funerales me preocupó. No dejé de pensar en ello. Al fin resolví ir a verla en mi automóvil y preguntarle qué era lo que le impulsó a hablar así. Greg lo hubiera considerado una tontería, y por eso ni siquiera, le dije adonde iba. Llegué allí a eso de las tres, llamé al timbre y golpeé la puerta, pero nadie contestó, y pensé que debía haber salido. Eso es todo. No di la vuelta a la casa, de otro modo hubiera visto la ventana rota. Volví a Londres sin la menor sospecha de que pudiera haber ocurrido algo anormal.
El rostro de Poirot resultaba inescrutable.
—¿Por qué se acusó del crimen su esposo?
—Porque está… —una palabra tembló en los labios de Susana.
—Iba usted a decir: porque está loco, como se dice en broma…, pero esta vez demasiado cerca de la verdad, ¿no es cierto?
—Greg está perfectamente.
—Conozco algo su historia. Estuvo algunos meses en la clínica mental de Forsdyke, antes de conocerla a usted.
—No le enviaron allí. Fue un paciente voluntario.
—Eso es cierto. Convengo en que no puede considerársele perturbado, pero lo cierto es que estuvo algo «desequilibrado». Tenía un complejo de culpabilidad… supongo que lo tendría desde la infancia.
Susana habló rápida y ansiosamente:
—Usted no comprende, señor Poirot. Greg nunca tuvo una oportunidad. Por eso deseaba tanto el dinero de tío Ricardo. Greg necesitaba ser alguien… no sólo un ayudante en una farmacia, a quien todos mandaban de un lado a otro. Ahora será distinto. Tendrá su laboratorio, donde podrá desarrollar sus propias fórmulas.
—Sí, sí… usted le daría todo el mundo… porque le quiere. Le quiere demasiado, pero usted no puede dar a la gente lo que son incapaces de recibir. A pesar de todo esto, seguirá siendo algo que no quiere ser…
—¿Qué?
—El marido de Susana.
—¡Qué cruel es usted! ¡Y qué tonterías está diciendo!
—En lo tocante a Gregorio Banks, no tiene usted escrúpulos. Usted quería el dinero de su tío… no para usted misma… sino para su marido. ¿Tan desesperadamente lo deseaba?
Susana, muy enojada, dio media vuelta y se marchó.
5
—Pensé que debía venir a despedirme de usted —dijo Miguel Shane alegremente. Su sonrisa resultaba contagiosa.
Poirot pudo darse cuenta del atractivo que emanaba de su persona. Le estudió unos minutos en silencio con la sensación de que era el habitante de aquella casa que menos conocía, ya que Miguel sólo mostraba un lado de su personalidad.
—Su esposa —le dijo Poirot para inclinar la conversación— es una mujer poco corriente.
Miguel alzó las cejas.
—¿Usted cree? Es encantadora, de acuerdo, pero no la considero, o por lo menos no se lo he notado, en posesión de una inteligencia extraordinaria.
—Nunca intentará ser demasiado lista —convino Poirot—, pero sabe lo que quiere. —Suspiró—. Cosa que bien pocas personas saben.
—¡Ah! —Miguel volvió a exhibir su sonrisa—. ¿Se refiere a la mesa de malaquita?
—Tal vez. —Poirot hizo una pausa y agregó—: Y a lo que había encima.
—¿Se refiere a las flores de cera?
—Sí.
—Algunas veces no le comprendo, señor Poirot. No obstante, le estoy más que agradecido por habernos sacado ya de dudas. Es muy desagradable, por no decir otra cosa, vivir con la sospecha de que alguno de nosotros hubiera asesinado al pobre Ricardo.
—¿Es esa la impresión que le dio al verle por última vez? —quiso saber el detective—. ¿«Pobre Ricardo»?
—Claro que estaba muy bien conservado y…
—¿Y en plena posesión de sus facultades…?
—¡Oh, sí!
—Y de hecho, ¿muy perspicaz?
—Yo diría que sí.
—Un buen conocedor del carácter y defectos de las personas.
La sonrisa de Miguel persistió inalterable.
—No esperará que esté de acuerdo con usted. Él no me aprobaba.
—Tal vez lo considerase del tipo infiel —sugirió Poirot.
Miguel se echó a reír.
—¡Qué idea tan ridícula!
—Pero es cierto, ¿verdad?
—Quisiera saber lo que quiere usted decir.
Poirot juntó sus manos por las puntas de los dedos.
—Ya sabe que se han hecho ciertas averiguaciones —murmuró.
—¿Las hizo usted?
—No sólo yo.
Miguel Shane le dirigió una rápida mirada inquisitiva. Sus reacciones eran rápidas. Miguel no era tonto.
—¿Quiere usted decir… que se interesó la policía?
—No se dieron por satisfechos del todo para considerar el asesinato de Cora Lansquenet como un crimen casual.
—¿Y estuvieron haciendo averiguaciones sobre mi persona?
—Estaban interesados en conocer los movimientos de los parientes de la señora Lansquenet durante el día en que fue asesinada.
—Eso es muy embarazoso —Miguel habló en tono confidencial.
—¿De veras, señor Shane?
—¡Más de lo que usted puede imaginarse! Ya sabe que le dije a Rosamunda que aquel día iba a comer con un tal Oscar Lewis.
—¿Lo cual no era cierto?
—No. Fui a ver a una mujer llamada Sorrel Dainton… una actriz muy conocida. Trabajé con ella en mi última obra. Es bastante violento, comprenda… porque aunque sea una explicación satisfactoria por lo que se refiere a la policía, no lo sería tanto en cuanto a Rosamunda.
—¡Ah! —Poirot parecía discreto—. ¿Tuvo alguna complicación por causa de su amistad con esa mujer?
—Sí… A decir verdad, Rosamunda me hizo prometer que no volvería a verla más.
—Sí, comprendo que le resulte embarazoso. Entre nous, ¿se trata de una aventurilla?
—¡Oh, es una de esas…! No es que me importe esa mujer.
—Pero ¿a ella sí le importa usted?
—Bueno, se puso bastante pesada… Las mujeres son pegajosas. No obstante, como ya le dije, confío en que la policía se dará por satisfecha.
—¿Usted cree?
—Pues… es difícil que pudiera matar a Cora con un hacha si estaba con Sorrel a varias millas de distancia. Tiene una casa en Kent.
—Ya… ya… esa miss Dainton, ¿podría atestiguarlo?
—No le hará mucha gracia…, pero como se trata de un asesinato me imagino que tendrá que hacerlo.
—¿Y lo haría, tal vez, aunque usted no hubiera estado con ella?
—¿Qué quiere decir?
—Esa mujer está enamorada de usted, y las mujeres son capaces, cuando se enamoran, de jurar lo que es cierto… y también lo que no lo es.
—¿Quiere usted decir que no me cree?
—Da lo mismo que yo le crea o no. No es a mí a quien tiene que dar explicaciones y convencer.
—¿A quién entonces?
—Al inspector Morton… que acaba de salir a la terraza de la puerta lateral.
Miguel Shane, asustado, giró en redondo.