1
No fue hasta casi una hora más tarde, cuando el señor Entwhistle, después de muchas conversaciones con inspectores y demás, pudo al fin hablar con Hércules Poirot.
—¡Gracias a Dios! —le dijo con perdonable exasperación—. Parece que la oficina central de teléfonos ha encontrado dificultad en encontrar el número.
—No es de extrañar. El aparato estaba descolgado.
—¿Es que ha ocurrido algo? —preguntó irritado Entwhistle.
—Sí. La viuda de Leo Abernethie fue encontrada por la doncella unos veinte minutos más tarde tendida junto al teléfono del despacho. Estaba inconsciente. Sufre una fuerte conmoción.
—¿Quiere decir que la golpearon en la cabeza?
—Eso creo. Es posible que se cayera simplemente dándose con algún saliente, pero yo no lo creo así y el médico tampoco.
—Estaba hablando conmigo por teléfono. Me extrañaba que hubieran cortado la comunicación…
—¿Así que era usted con quien hablaba? ¿Qué quería?
—En cierta ocasión me dijo que cuando Cora Lansquenet sugirió la posibilidad de que su hermano hubiera muerto asesinado, tuvo la sensación de que había algo raro… extraño… no supo en qué consistía… y desgraciadamente no le fue posible recordar el porqué de aquella impresión.
—¿Y lo recordó de pronto?
—Sí.
—¿Y le telefoneó para decírselo?
—Sí.
—¿Eh bien?
—No hay eh bien que valga —repuso el señor Entwhistle—. Estoy seguro que iba a decírmelo, cuando fue interrumpida.
—¿Pudo decirle algo?
—Nada de importancia.
—Usted me perdonará, amigo mío, pero soy yo quien debe juzgar, no usted. ¿Qué fue lo que le dijo exactamente?
—Me recordó que le había pedido me comunicara en seguida si se acordaba de lo que entonces consideró como extraño. Me dijo que ya sabía lo que era… pero que «no tenía sentido». Al preguntarle si tenía relación con alguna de las personas que estuvieron presentes aquel día, me contestó que sí. Y que se le había ocurrido mientras se miraba en el espejo…
—¿Sí?
—Eso fue todo.
—¿No le insinuó… de quién podía tratarse?
—Si me lo hubiera dicho, no dejaría de comunicárselo a usted —repuso Entwhistle, dando a sus palabras un tono mordaz.
—Le ruego me disculpe, amigo mío. Claro que me lo hubiera dicho.
—Tendremos que esperar a que recobre el conocimiento para saberlo.
—Entonces no podrá ser hasta dentro de mucho tiempo —dijo Poirot con gravedad—. Tal vez nunca.
—¿Tan grave ha sido?
—Sí.
—Pero eso es terrible, señor Poirot.
—Sí, es terrible. Y por eso no podemos esperar, porque demuestra que tenemos que habérnoslas con alguien completamente insensible o atemorizado que viene a ser lo mismo.
—Pero escuche, señor Poirot. ¿Qué hay de Elena? Estoy preocupado. ¿Está seguro de que estará a salvo en Enderby?
—No, allí no estaría a salvo, por eso la han trasladado en una ambulancia a una clínica donde tendrá enfermeras especiales y nadie, familiar o no familiar, podrá bajo ningún pretexto visitarla.
El señor Entwhistle suspiró.
—¡Me quita usted un peso de encima! Podía correr peligro.
—¡Seguro!
El señor Entwhistle habló con voz conmovida.
—Siento un gran aprecio por Elena Abernethie. Siempre ha sido así. Es una mujer con un carácter excepcional. Es posible que haya tenido…, ¿cómo diría yo…?, cierta reserva en su vida.
—¡Ah!
—Siempre pensé que debía ser así.
—De aquí esa villa en Chipre. Sí, eso explica muchas cosas…
—No quisiera que usted pensara…
—No puede impedirme que piense, pero ahora hay un pequeño encargo que quiero que haga. Aguarde un momento.
Hubo una pausa, y luego el señor Entwhistle volvió a oír la voz del detective.
—Tenía que asegurarme de que no escuchaba nadie. Está bien. Ahora voy a decirle lo que quiero que haga. Debe prepararse para emprender un viaje.
—¿Un viaje? Oh, ya comprendo… ¿Quiere que vuelva a Enderby?
—No. Yo soy el que me encargo de todo. No, no va a tener que ir tan lejos… no tendrá que alejarse mucho de Londres. Irá a Entierro de San Edmundo… (Ma foi!, qué nombre tienen esos pueblos ingleses), y allí alquilará un automóvil para que le lleve a Fordyke. Es una Clínica Mental. Pregunte por el doctor Penrith y averigüe los antecedentes de un paciente recién dado de alta.
—¿Qué paciente? De todas formas, seguramente…
Poirot le interrumpió:
—El nombre del paciente es Gregorio Banks. Averigüe de qué enfermedad fue curado.
—¿Quiere usted decir que Gregorio Banks está perturbado?
—¡Shsss! Tenga cuidado con lo que dice. Y ahora… todavía no me he desayunado, y usted tampoco, supongo…
—Todavía no. Estaba demasiado preocupado…
—Desde luego. Entonces, le ruego que se desayune y descanse. Hay un tren para Entierro de San Edmundo a las doce. Si tuviera alguna noticia más, le llamaría antes de que se marchara.
—Tenga cuidado, señor Poirot —dijo el señor Entwhistle con cierto temor.
—¡Ah, sí! No quiero que me den en la cabeza con un pisapapeles de mármol. Puede estar seguro de que tomaré toda clase de precauciones. Y ahora… nada más por el momento… Adiós.
Poirot oyó el ruido del aparato al ser colgado y luego otro ligero clic, más cercano. Sonrió. Alguien había vuelto a dejar en su sitio, con sumo cuidado, el teléfono del vestíbulo.
Fue a comprobarlo, pero no halló a nadie. De puntillas dirigióse al armario que había debajo de la escalera y lo abrió. En aquel momento Lanscombe entraba por la puerta de servicio llevando una bandeja con tostadas y una cafetera de plata. Pareció algo sorprendido al ver a Poirot salir del armario.
—El desayuno está servido en el comedor, señor —le dijo.
Poirot le observó pensativo.
El viejo mayordomo estaba pálido y tembloroso.
—Valor. —Poirot quiso animarle dándole unas palmaditas en el hombro—. Todo se arreglará pronto. ¿Le sería mucha molestia servirme una taza de café en mi habitación?
—No faltaba más, señor. En seguida le diré a Juanita que se la suba, señor.
Lanscombe miró desaprobadoramente a Hércules Poirot cuando este le volvió la espalda para subir la escalera. El detective vestía un exótico batín con un estampado de cuadros y triángulos.
—¡Extranjeros! —pensó Lanscombe amargamente—. ¡Extranjeros en esta casa! ¡Y la esposa del señorito Leo con conmoción! No sé a dónde vamos a parar. Todo ha cambiado desde la muerte de mi señor.
Cuando Juanita fue a llevarle el café, Hércules Poirot ya se había vestido. Expresó su simpatía por el golpe que debía haber sido para ella semejante descubrimiento.
—Sí, señor, vaya si lo fue. Nunca olvidaré lo que sentí al abrir la puerta del despacho, y ver a la esposa del señorito Leo tendida en el suelo. Estaba segura de que debía estar muerta. Debió darle un vahído mientras estaba hablando por teléfono… ¡Imagínese levantarse a esas horas de la mañana! Nunca lo había hecho.
—¡Ya, ya, desde luego! —y agregó como por casualidad—: Me figuro que no habría nadie más levantado a esa hora.
—Pues sí, la esposa de don Timoteo andaba ya por la casa. Siempre madruga mucho… y a menudo sale a dar un paseo antes de desayunarse.
—Pertenece a la generación de los madrugadores. Y los jóvenes… ¿no se levantaron tan temprano?
—Desde luego que no, señor. Todos estaban bien dormidos cuando les llevé el té… y eso que era bastante tarde, porque con el trastorno de llamar al médico… el susto y todo lo demás… tuve que tomarme una copita para reanimarme.
Se marchó dejando a Poirot entregado a sus meditaciones sobre lo que acababa de oír.
Maude Abernethie había estado levantada a aquella hora, mientras los jóvenes seguían acostados… pero aquello no significaba nada. Cualquiera pudo haber oído salir a Elena de su habitación y haberla seguido… y después simular hallarse profundamente dormido.
—Pero si estoy en lo cierto —pensaba Poirot—, y después de todo es natural que lo esté… pues eso es un hábito en mí… no hay necesidad de indagar quién estuvo aquí y quién allí. Primero debo buscar la prueba donde ha deducido que puede estar. Y después… haré un pequeño discurso y me sentaré a esperar el transcurso de los acontecimientos…
Cuando Juanita hubo salido de su dormitorio, Poirot bebió su taza de café, se puso el abrigo y el sombrero, y tras bajar la escalera salió de la casa por la puerta lateral. Anduvo rápidamente el cuarto de milla de camino hasta la oficina de teléfonos, donde pidió una conferencia. A los pocos minutos volvía a hablar con el señor Entwhistle.
—¡Sí, soy yo otra vez! No haga caso de la misión que le había encomendado. C’était une blague[4]. Alguien nos estaba escuchando. Ahora, mon vieux, voy a decirle lo que quiero que haga. Como le dije, debe tomar un tren, pero no para ir a Entierro de San Edmundo, sino a la casa de Timoteo Abernethie.
—¡Pero si Timoteo y Maude están en Enderby!
—Exacto. No hay nadie en la casa, excepto una mujer llamada Jones, que ha sido persuadida con la promesa de recompensarla con considerable largesse[5] para cuidarla mientras ellos están ausentes. ¡Lo que quiero es que me traiga algo que hay en esta casa!
—¡Mi querido Poirot! ¡No puedo convertirme en un vulgar ladrón!
—No va a parecer que se trata de un robo. Usted le dirá a la excelente señora Jones que el señor y la señora Abernethie le envían a buscar ese objeto para llevarlo a Londres. Ella no sospechará nada.
—No, no, probablemente, no; pero no me gusta. ¿Por qué no va usted mismo y coge lo que sea? También usted podrá hacerlo.
—Porque yo, amigo mío, sería un extraño con apariencia de extranjero y un carácter receloso como la señora Jones habría de poner dificultades. Con usted es totalmente distinto.
—Sí, sí, comprendo. Pero ¿qué van a pensar Timoteo y Maude cuando lo sepan? Los conozco desde hace cuarenta años.
—¡Y también hace cuarenta años que conocía a Ricardo Abernethie! ¡Y a Cora Lansquenet desde que era una chiquilla!
Con voz de mártir, el señor Entwhistle le preguntó:
—¿Está convencido de que es absolutamente necesario, Poirot?
—Es la misma pregunta que hacían en las fronteras durante la guerra. ¿Su viaje es absolutamente necesario? Y yo le digo: es muchísimo más que necesario. ¡Es de importancia vital!
—¿Y cuál es el objeto que debo traer?
El detective se lo dijo:
—Pero, la verdad, Poirot, yo no veo…
—No es necesario que vea usted nada. Yo soy el que debe ver.
—¿Y qué es lo que quiere que haga con ese condenado chisme?
—Lo llevará a Londres, a una dirección de los Jardines de Elm Park. Si tiene un lápiz, tome nota.
Una vez le hubo obedecido, el señor Entwhistle insistió:
—Espero que sepa lo que hace, Poirot.
—Pues claro que lo sé. Nos estamos aproximando al fin.
—Si pudiéramos adivinar lo que iba a decirme Elena…
—No hay necesidad de adivinar. Lo sé.
—¿Lo sabe? Pero, mi querido señor Poirot…
—Las explicaciones pueden esperar, pero puedo asegurarle una cosa: Sé lo que Elena Abernethie vio cuando se miraba al espejo.
2
La comida había transcurrido en una atmósfera de violencia. Rosamunda y Timoteo no aparecieron, y los demás hablaron en voz baja y comieron menos de lo general.
Jorge fue el primero en recobrar su buen humor. Su temperamento era jovial y optimista.
—Espero que tía Elena se cure pronto —dijo—. Los médicos siempre gustan de poner caras largas. Al fin y al cabo, ¿qué es una contusión? A los dos días está uno perfectamente.
—Una conocida mía sufrió una conmoción cerebral durante la guerra —informó la señorita Gilchrist—. Le cayó un ladrillo encima cuando paseaba por la calle Tottenham Court; fue durante la época de bombardeos… y no sintió nada en absoluto. Siguió haciendo vida normal… y doce horas después perdió el conocimiento en un tren que iba a Liverpool. ¿Y quieren ustedes creerlo? No recordaba haber ido a la estación ni subido al tren, ni nada. No sabía cómo explicárselo al despertar en el hospital. Permaneció en él cerca de tres semanas.
—Lo que no puedo comprender —repuso Susana— es por qué Elena tuvo que hablar por teléfono a esa hora tan intempestiva y con quién.
—Se sentiría mal —intervino Maude con decisión—. Probablemente se despertaría encontrándose indispuesta y bajaría a llamar al médico. Entonces debió sufrir un desvanecimiento. Es la única explicación que puede considerarse lógica.
—¡Qué mala suerte que fuera a darse con el tope de mármol que se pone para detener la puerta! —dijo Miguel—. De haber caído sobre la alfombra, con lo gruesa que esta es, por fuerte que fuese el golpe, no le hubiera pasado nada.
Se abrió la puerta dando paso a Rosamunda, que llegaba con el ceño fruncido.
—No puedo encontrar esas flores de cera —dijo—. Me refiero a las que estaban sobre la mesa de malaquita el día de los funerales de tío Ricardo. —Miró a Susana acusadoramente—. ¿Las has cogido tú?
—¡Pues claro que no! La verdad, Rosamunda, ¿todavía estás pensando en mesas de malaquita cuando la pobre Elena está en el hospital?
—No veo por qué no. Cuando se sufre conmoción cerebral uno no se entera de lo que ocurre ni le importa. No podemos hacer nada por tía Elena, y Miguel y yo regresamos a Londres mañana a mediodía, porque queremos ver a Jackie Lygo para concretar la fecha del estreno de El progreso del Barón. Por eso quiero resolver definitivamente el asunto de la mesa; pero me gustaría echar un vistazo a esas flores. Ahora hay un jarrón chino sobre la mesa… bonito… pero no corresponde a la época. ¿Dónde deben estar…? Tal vez lo sepa Lanscombe. Tendré que preguntárselo cuando venga.
El mayordomo acababa de entrar para ver si habían terminado de comer.
—Ya estamos listos, Lanscombe —le dijo Jorge poniéndose en pie—. ¿Qué le ha ocurrido a nuestro amigo extranjero?
—Ha pedido que le sirviéramos el café en su habitación.
—Petit déjeuner para A. N. U. O. R.
—Lanscombe, ¿sabe usted dónde paran aquellas flores de cera que solían estar sobre la mesa verde del salón? —le preguntó Rosamunda.
—Tengo entendido que la esposa del señorito Leo tuvo un pequeño accidente con ellas, señora. Iba a encargar que hicieran una nueva urna de cristal, pero no creo que se haya preocupado de ello todavía.
—¿Entonces dónde están?
—Seguramente en el armario que hay debajo de la escalera, señora. Ahí es donde se acostumbra guardar las cosas que hay que arreglar. ¿Quiere que vaya a mirarlo?
—Iré yo misma. Ven conmigo, Miguel, cariñito. Es un sitio muy oscuro y no quiero ir sola después de lo que le ha ocurrido a tía Elena.
Todos demostraron su asombro. Maude preguntó con voz grave:
—¿Qué ha querido decir, Rosamunda?
—Bueno, alguien le dio un golpe, ¿no?
Gregorio Banks dijo con acritud:
—Sufrió un repentino desvanecimiento y cayó.
—¿Es que te lo ha dicho ella? —rio Rosamunda—. No seas tonto, Greg; claro que la golpearon.
—No debieras decir esas cosas, Rosamunda —intervino Jorge.
—Tonterías. Tuvieron que golpearla. Quiero decir que todo concuerda. Un detective en la casa en busca de una pista, tío Ricardo muere envenenado, tía Cora es asesinada con un hacha, la señorita Gilchrist está a punto de ser envenenada con un pedazo de pastel de boda y ahora tía Elena sufre las consecuencias de un golpe propinado con un objeto contundente. Y se irán sucediendo otras cosas. Uno tras otro seremos asesinados y el único que quede será… el asesino. Pero no voy a ser yo… quien se deje asesinar así como así.
—¿Y por qué iban a querer asesinarte, hermosa, Rosamunda? —quiso saber Jorge, de buen humor.
—¡Oh! —repuso ella—, porque sé demasiado y eso siempre es peligroso.
—¿Qué es lo que sabes? —Maude Abernethie y Gregorio Banks habían hablado casi al unísono.
Rosamunda les dedicó una de sus angelicales sonrisas.
—¿Verdad que os gustaría saberlo? —dijo con intención—. Vamos, Miguel.