Las cejas de Hércules Poirot se alzaron cuando le presentaron la tarjeta del inspector Morton, de Berkshire.
—Hazle pasar, Jorge, hazle pasar, y trae… ¿qué es lo que prefieren los policías?
—Creo que cerveza, señor.
—¡Qué horrible! Pero muy británico. Trae cerveza.
El inspector Morton fue derecho al asunto.
—Tuve que venir a Londres —dijo— y he conseguido hacerme con su dirección, señor Poirot. Tenía interés en hablar con usted sobre la vista del jueves.
—Entonces, ¿me vio usted allí?
—Sí. Me sorprendió, y como le digo, me sentí interesado. Usted no se acordará de mí, pero yo le recuerdo muy bien… El caso Pangbourne…
—¿Tuvo alguna relación con ese caso?
—Muy poca. Hace ya mucho tiempo de eso, pero no le he olvidado.
—¿Y me reconoció en seguida el otro día?
—No era difícil, señor —el inspector Morton reprimió una sonrisa—. Su aspecto resulta… poco corriente.
Sus ojos consideraron la perfecta pulcritud de Poirot y finalmente se detuvieron en las guías de su bigote.
—Usted estaba en una población campesina —dijo.
—Es posible, es posible —repuso Poirot, complacido.
—Me interesó saber por qué estaba usted allí. Esta clase de crímenes… robo y asalto… no suelen interesarle.
—Eso es lo que me he estado preguntando desde el principio. ¿Es que este crimen pertenece al tipo corriente?
—Sí, señor Poirot. Hay algunos factores desacostumbrados. Desde entonces hemos trabajado siguiendo la rutina. Interrogando a un par de personas, pero todo el mundo ha podido probar satisfactoriamente dónde se encontraba aquella tarde. No se trata de lo que llamamos «un crimen corriente», señor Poirot. Estamos seguros de ello. El inspector jefe está de acuerdo conmigo. Fue cometido por alguien que quiso darle esa apariencia. Pudo haber sido esa mujer llamada Gilchrist, pero no parece que existan motivos… ni razones sentimentales… —Hizo una pausa.
—Así que parece que hay que mirar algo más lejos. He venido a pedirle que si puede ayudarnos. Algo debió llevarle a usted allí, señor Poirot.
—Sí, desde luego: un magnífico automóvil «Daimler», pero no fue eso sólo.
—¿Le hicieron alguna… denuncia?
—No fue precisamente eso, ni nada que pudiera considerar como prueba.
—¿Pero sí algo que pudiera constituir un indicio?
—Sí.
—Ha habido algunas revelaciones, señor Poirot.
Y con todo detalle, le contó el hallazgo del veneno en las migajas del pastel de boda.
—Ingenioso… sí, muy ingenioso —dijo Poirot tras un suspiro—. Ya le advertí al señor Entwhistle que vigilara a la señorita Gilchrist. Siempre existía la posibilidad de que la atacaran, pero debo confesar que no esperaba que utilizaran veneno; había anticipado una repetición del tema hacha. Y creí peligroso el que paseara sola por caminos poco frecuentados después de anochecido.
—¿Pero por qué supuso usted que iban a atacarla?
—El señor Entwhistle no se lo dirá, porque es abogado, y los abogados no gustan de hablar de suposiciones o deducciones construidas sobre el modo de ser de una mujer, ya muerta, o unas palabras irresponsables. Pero no le molestará que yo se lo diga… no, sino más bien se sentirá aliviado. No quiere parecer un tonto fantasioso, pero desea que usted sepa lo que pudieran, sólo pudieran, ser los hechos.
Poirot hizo una pausa mientras Jorge entraba portando un gran vaso de cerveza.
—Un refresco, inspector.
—¿No me acompaña?
—Yo no bebo cerveza, pero tomaré un vaso de jarabe cassis. Los ingleses no lo aprecian mucho, ya lo sé.
El inspector Morton miró su cerveza agradecido.
Poirot sorbió delicadamente el oscuro líquido purpurino de su copa y dijo:
—Todo esto comenzó en un funeral, o mejor dicho, para ser exacto, después del funeral.
Y gráficamente, con muchos ademanes, comenzó a relatarle la historia tal como se la contara el señor Entwhistle con todos los adornos que le sugería su naturaleza exuberante. Casi podía creerse que Hércules Poirot había sido testigo presencial de aquella escena.
El inspector Morton poseía una clara inteligencia y en seguida se hizo cargo de los detalles sobresalientes.
—¿Entonces el señor Abernethie pudo haber sido envenenado?
—Cabe esa posibilidad.
—Y el cuerpo ha sido incinerado y no existen pruebas.
—-Exacto.
—Interesante. Nosotros no podemos hacer nada. Nada, es decir, para abrir una investigación sobre la muerte de Ricardo Abernethie. Sería perder el tiempo.
—Sí.
—Pero queda esa gente, los que estaban allí… los que oyeron las palabras de Cora Lansquenet, uno de los cuales pudo haber pensado que era posible que las repitiera y con más detalles.
—Como sin duda lo hubiera hecho. Como usted dice, inspector, quedan esas personas. Y ahora, ya sabe por qué estaba yo presenciando el juicio, y por qué me intereso por este caso… Porque siempre son las personas quienes me interesan.
—Entonces el ataque a la señorita Gilchrist…
—Era de esperar. Ricardo Abernethie estuvo en la casita, habló con Cora y tal vez le indicó algún nombre. La única persona que pudo enterarse, u oír algo, fue la señorita Gilchrist. Una vez muerta Cora, el asesino es posible que volviera a sentir inquietud. ¿La otra mujer sabría algo… o todo? Claro que si el asesino es inteligente lo deja así; pero los criminales, inspector, afortunadamente para nosotros, rara vez lo son. Empiezan a pensar, se sienten intranquilos y quieren asegurarse… del todo. Están convencidos de su clarividencia, Y por eso, al final, ellos mismos se ahorcan, como usted dice.
El inspector Morton sonrió mientras Poirot proseguía:
—Este intento de hacer callar para siempre a la señorita Gilchrist es una equivocación. Porque ahora tenemos dos cosas sobre las que poder investigar. Y además la escritura de la tarjeta que acompañaba el pastel. Es una lástima que quemarán el papel.
—Sí. Pues estaríamos seguros de si llegó o no por correo.
—¿Usted tiene razones para inclinarse por esto último?
—Es sólo la opinión del cartero… que no está muy seguro. Si el paquete hubiera pasado por la estafeta de Correos del pueblo, es casi seguro de que la encargada lo hubiera visto, pero actualmente el correo llega directamente en una camioneta desde Market Keymes y el muchacho hace un gran recorrido y entrega montones de cosas. Cree que sólo llevó una carta a la casita y ningún paquete… pero no está seguro. A decir verdad, tiene algunos conflictos sentimentales y no puede pensar en otra cosa. Le he sometido a un test para comprobar su memoria, y no es de fiar. Si de verdad lo llevó él, me parece muy extraño que no lo encentrasen hasta después de la visita del señor… ¿cómo se llama…?
—Guthrie.
—¡Ah!, el señor Guthrie —el inspector sonrió—. Sí, señor Poirot. Estamos haciendo las averiguaciones pertinentes. Después de todo sería muy sencillo llegar con el cuento de haber sido amigo de la señora Lansquenet. La señora Banks no podía saber si lo era o no, y pudo haber dejado el paquetito. No es difícil simular que un paquete ha sido enviado por correo. Con un corcho quemado puede conseguirse un buen matasellos. —Se detuvo antes de agregar—: Y existen otras posibilidades.
Poirot asentía.
—¿Usted cree…?
—Jorge Crossfield estuvo por esta parte del país… pero al día siguiente. Dijo que quiso asistir al funeral, pero que tuvieron una avería por el camino. ¿Sabe usted algo de él, señor Poirot?
—Un poco. Pero no tanto como usted supone.
—Como todos, ¿verdad? Interesado por el testamento del señor Abernethie, según tengo entendido. Espero que eso no signifique tenerlos que perseguir a todos.
—Tengo recogidos algunos informes. Están a su disposición. Naturalmente, yo carezco de autoridad para interrogar a esas personas. En resumen, no daría muestras de inteligencia si lo hiciera.
—Yo también iré despacio. No quiero confundir a su pájaro tan pronto; para cuando lo haga, hacerlo bien.
—Una técnica muy eficaz. Para usted entonces la rutina… con toda la maquinaria que tiene a su disposición. Es lenta… pero segura. En cuanto a mí…
—¿Qué, señor Poirot?
—Pienso ir al Norte. Como le dije, son las personas lo que me interesa. Sí… un pequeño camouflage preparatorio… y al Norte a mi gestión. Fingiré que voy a comprar una casa en el campo para refugiados extranjeros. Seré un representante de la A. N. U. O. C. R.
—¿Y qué es la A. N. U. O. C. R.?
—La ayuda de Naciones para la Organización de Centros para Refugiados. ¿Qué le parece? No está mal, ¿verdad?
El inspector Morton sonrió.