1
Susana permaneció echada sobre la cama en espera de que el sueño cerrara sus párpados. Estaba segura de que se iba a dormir en seguida. Nunca tuvo dificultad en ello, y no obstante, allí estuvo, hora tras hora, completamente despierta mientras volaba su pensamiento. Había dicho que no le importaba dormir en aquella habitación… en aquella cama. La cama donde Cora Abernethie…
No, debía apartarlo de su mente. Siempre se preció de no dejarse llevar de sus nervios. ¿Para qué volver sobre algo ocurrido casi una semana atrás? Era mejor pensar en el futuro… Su futuro y el de Greg. Aquellos locales de la calle Cardigan… precisamente lo que andaban buscando. El negocio en la planta baja y encima un piso encantador. En la habitación posterior montarían el laboratorio; Greg volvería a ser el de antes. Ya no le atormentarían aquellas crisis cerebrales, cuando la miraba como si no la conociera. Una o dos veces llegó a asustarse mucho… Y el viejo señor Cole había anunciado amenazador: «Si esto vuelve a suceder…». Y hubiera podido volver a ocurrir… Hubiera vuelto a ocurrir si tío Ricardo no hubiese muerto precisamente ahora…
Tío Ricardo… Pero ¿por qué considerarlo así? No tenía por qué vivir… Viejo, cansado…, enfermo. Su hijo, muerto. La verdad, fue casi una gracia el morir tranquilamente, durante su sueño. Tranquilamente… dormido… ¡Si ella consiguiera dormir! Era una estupidez permanecer despierta hora tras hora… oyendo el crujir de los muebles, y el rumor del viento en las ramas de los árboles y entre los arbustos, y algún que otro lamento melodramático de… los mochuelos. En cierto modo, qué siniestro era el campo. Tan distinto de la ciudad, ruidosa e indiferente. Uno se siente tan seguro allí… rodeado de gente… nunca solo. Mientras que aquí…
Las casas donde se ha cometido un crimen, algunas veces están encantadas. Tal vez aquella casita llegara a ser conocida como la Casa Encantada. Encantada por el espíritu de Cora Lansquenet… tía Cora. Realmente era extraño… desde que había llegado se sentía como si tía Cora estuviese muy cerca de ella… a su alcance. Todo aquello era producto de sus nervios y su fantasía. Cora Lansquenet había muerto e iba a ser enterrada al día siguiente. En la casa no había nadie más que ella y la señorita Gilchrist. Entonces… ¿por qué sentía como si hubiera otra persona en aquella habitación… y muy cerca de ella?
Estaba tendida en la cama cuando cayó el hacha… Durmiendo confiada… Sin darse cuenta de nada hasta que cayó el hacha… Y ahora no dejaba dormir a Susana…
Volvió a crujir un mueble… ¿Habría sido una pisada? Susana encendió la luz. Nada. Nervios, nada más que nervios. Descansa… cierra los ojos.
Seguro que aquello era un lamento… un lamento o un gemido ahogado. Alguien que sufría… alguien que se estaba muriendo…
«No debo imaginar esas cosas, no debo hacerlo, no debo hacerlo», murmuró Susana.
La muerte era el fin… Bajo ninguna circunstancia era posible regresar. ¿O es que estaba reviviendo una escena del pasado? Los lamentos de una mujer agonizante…
Volvió a oírlo… más fuerte… Alguien gemía, presa de un dolor intenso.
Pero… aquello era real. Otra vez volvió a encender la luz, sentóse en la cama para escuchar. Los gemidos eran auténticos y procedían de la habitación contigua.
Susana saltó de la cama, se echó la bata, y saliendo al pasillo llamó con los nudillos en la puerta de la señorita Gilchrist antes de entrar. La luz de la habitación estaba encendida, y la solterona sentada sobre la cama. Su rostro estaba contraído por el dolor.
—Señorita Gilchrist, ¿qué le ocurre? ¿Está usted enferma?
—Sí. No sé lo que tengo… yo… —Intentó bajar de la cama, pero le acometió un vómito y volvió a caer sobre las almohadas murmurando—: Por favor… llame al médico. Debo haber comido algo…
—Le traeré un poco de bicarbonato. Mañana por la mañana, si no está mejor, le llamaremos.
—No, no, avísele ahora. Me… encuentro muy mal.
—¿Sabe qué número tiene? ¿O quiere que lo busque en la guía?
La señorita Gilchrist le dio el número.
Le respondió una voz masculina y somnolienta.
—¿Quién? ¿Gilchrist? En Mead’s Lane. Sí, ya sé. Iré en seguida.
Y fue fiel a su palabra. Diez minutos más tarde su automóvil se detenía ante la puerta y Susana le abrió la puerta.
Mientras subían la escalera le explicó lo ocurrido.
—Yo creo que debe haber comido algo que le ha sentado mal —le dijo—. Pero tiene muy mal aspecto.
El doctor la escuchaba con el aire de quien sabe reprimir su mal humor y tiene la experiencia de haber sido llamado inútilmente más de una vez; pero tan pronto hubo examinado a la señorita Gilchrist cambió de expresión. Dio varias órdenes terminantes a Susana y bajó a telefonear; luego se reunió con la joven en la salita.
—He pedido una ambulancia. Debo trasladarla al hospital.
—¿Entonces está grave?
—Sí. Le he puesto una inyección de morfina para calmarle el dolor, pero me parece… —Se interrumpió—. ¿Qué ha comido?
—Tomamos macarrones au gratin para cenar y pudding. Después café.
—¿Usted tomó lo mismo?
—Sí.
—¿Y se encuentra bien? ¿No siente dolor ni molestias?
—No.
—¿Ella no ha tomado alguna otra cosa?
—No. Comimos en «Las Armas del Rey»… después de la vista.
—Sí, claro. ¿Usted es la sobrina de la señorita Lansquenet?
—Sí.
—Fue un asunto muy desagradable. Espero que cojan al culpable.
—Sí, desde luego.
Llegó la ambulancia. Sacaron a la señorita Gilchrist y el médico la acompañó, luego de decirle a Susana que le telefonearía por la mañana. Cuando se hubieron marchado subió a acostarse, y esta vez quedóse dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada.
2
El funeral se vio muy concurrido. Asistió a él casi todo el pueblo. Susana y el señor Entwhistle eran los únicos representantes del duelo; pero varios miembros de la familia habían enviado coronas. El señor Entwhistle preguntó por la señorita Gilchrist y la joven le explicó lo ocurrido, en un susurro apresurado. El abogado alzó las cejas.
—Es bastante extraño.
—Oh, esta mañana estaba mejor. Me telefonearon desde el hospital. Hay personas que sufren estos trastornos, y algunas arman más alboroto que otras.
El señor Entwhistle no dijo nada. Iba a regresar a Londres inmediatamente después de que se hubiese celebrado el funeral.
Susana volvió a la casita. Encontró unos huevos y se preparó una tortilla. Luego fue a la habitación de Cora y comenzó a repasar detenidamente los efectos personales de la difunta.
Fue interrumpida por la llegada del médico.
Estaba muy preocupado, y contestó a las preguntas de Susana diciendo que la señorita Gilchrist estaba mucho mejor.
—Dentro de un par de días ya podrá salir, pero fue una suerte que me llamaran tan pronto. De otro modo… pudiera no haberse salvado.
Susana se sorprendió. ¿Tan grave estaba?
—Señora Banks, vuélvame a decir exactamente lo que la señorita Gilchrist comió y bebió ayer. Todo, es muy importante.
Susana reflexionó antes de hacerle un resumen detallado. El doctor meneó la cabeza con un gesto descontento.
—Debe haber algo que ella tomara y usted no.
—No lo creo… Pasteles, bollitos, mermelada, té… y luego la cena. No, no recuerdo nada más.
El médico comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.
—¿Es que tiene que haber sido algo que comió? ¿Algo que estaba envenenado?
El doctor le dirigió una inquisitiva mirada y luego tomó una decisión.
—Era arsénico —le dijo.
—¿Arsénico? ¿Quiere decir que alguien le dio arsénico?
—¿Eso es lo que parece?
—¿No podría haberlo tomado ella? Quiero decir, deliberadamente.
—¿Suicidio? Ella dice que no. Además, si hubiera querido suicidarse no es probable que hubiera escogido ese medio. Tenía píldoras para dormir. Pudo haber tomado una dosis extra de ellas.
—¿Y no podría ser que hubiera caído arsénico por accidente en alguna cosa?
—Eso es lo que me estaba preguntando. Pero si las dos comieron las mismas cosas…
—Parece imposible… —de pronto exclamó—: ¡Pues claro, el pastel de boda!
—¿Qué es eso? ¿Pastel de boda?
Susana se lo explicó, mientras el doctor la escuchaba con suma atención.
—Qué extraño. ¿Y dice usted que no estaba segura de quién lo enviaba? ¿No ha quedado nada? ¿O por lo menos la caja en que venía?
—No lo sé. Miraré.
Buscaron juntos y por fin encontraron sobre la mesa de la cocina la cajita blanca de cartón en la que quedaban algunas migajas de pastel. El doctor las recogió con gran cuidado.
—Yo me haré cargo de esto. ¿Tiene usted idea en dónde puede estar el papel que envolvía la caja?
En eso no tuvieron suerte y Susana dijo que debía haberlo quemado en el horno.
—Usted no se marchará todavía, ¿verdad, señora Banks?
Su tono era jovial, pero hizo que Susana se sintiera intranquila.
—No, tengo que recoger las cosas de mi tía. Estaré aquí unos días.
—Bien. Comprenda. Es probable que la policía quiera hacerle algunas preguntas. ¿No conoce a nadie que… bueno… que pudiera haberle enviado esto a la señorita Gilchrist?
—La verdad, apenas la conozco desde ayer. Estuvo varios años con mi tía… Eso es todo lo que sé.
—Bien, bien. Siempre me había parecido una mujer sin importancia… completamente corriente. No de esas que tienen enemigos, por así decir…, ni nada parecido. Un pedazo de pastel de boda enviado por correo. Parece como si alguna mujer celosa… Pero ¿quién iba a sentir celos de la señorita Gilchrist? No encaja.
—No.
—Bueno, tengo que marcharme. No sé lo que le ha pasado a nuestro tranquilo Lychett Saint Mary. Primero un crimen brutal y ahora un intento de envenenamiento por correo. Es extraño que hayan sido tan seguidos.
El doctor cruzó el patio en dirección a su automóvil. La casa tenía el aire enrarecido y Susana dejó la puerta abierta, y se dispuso a volver al piso superior.
Cora Lansquenet no había sido una mujer cuidadosa o metódica. Sus cajones eran un revoltijo de las más diversas cosas: productos de belleza, cartas y pañuelos viejos, y pinceles para pintar. En uno de los cajones de ropa blanca había además algunas cartas antiguas y facturas. En otro, debajo de algunos jerseys de lana, una caja de tarjetas conteniendo dos flequillos postizos. Y otra llena de fotografías y libretas con apuntes. Susana contempló una de aquellas fotos, en la que aparecía un grupo, y que al parecer fue tomada en algún lugar de Francia varios años atrás y en la que Cora, mucho más joven y delgada, daba el brazo a un hombre larguirucho de enmarañada barba y vestido con una especie de chaqueta de pana, y que Susana tomó por Pedro Lansquenet.
Las fotografías interesaron a la joven, que las puso aparte. Luego, reuniendo todos los papeles que había encontrado, hizo con ellos un montón y comenzó a repasarlos cuidadosamente. Al cabo de un cuarto de hora tropezó con una carta. Volvía a leerla por segunda vez cuando una voz a sus espaldas le hizo proferir un grito de alarma.
—¿Qué estás haciendo aquí, Susana? Hola, ¿qué te ocurre?
Susana enrojeció, contrariada. Su grito había sido completamente involuntario y sentíase avergonzada y ansiosa de explicarse.
—¡Jorge! ¡Cómo me has asustado!
Su primo sonrió.
—Eso parece.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Pues la puerta estaba abierta y entré. Al parecer no había nadie en la planta baja, así que vine aquí. Si te refieres a cómo he venido a esta parte del mundo, te diré que llegué esta mañana para asistir al funeral.
—No te vi.
—Ese viejo autobús me jugó una mala pasada. Se le obturó el conducto de gasolina. Estuvimos luchando un rato con él, y al final pareció arreglarse solo. Entonces era ya demasiado tarde para el funeral, pero quise llegarme lo mismo. Sabía que tú estabas aquí.
Hizo una pausa y prosiguió:
—A decir verdad, te llamé por teléfono y Greg me dijo que habíais venido a tomar posesión. Pensé que tal vez pudiera echarte una mano.
—¿Es que no te necesitan en la oficina? ¿O puedes faltar siempre que quieras?
—Un funeral siempre ha sido una excusa para faltar al trabajo, y este es auténtico. Además, un asesinato siempre fascina a la gente. De todas maneras, no voy a ir mucho por la oficina en lo sucesivo… Ahora soy un hombre de recursos. Tendré otras cosas mejores que hacer.
Se detuvo y sonrió.
—Lo mismo que Greg —concluyó.
Susana le miraba pensativa. No había tratado mucho con su primo, y cuando se encontraban siempre le pareció muy difícil de manejar.
—¿Para qué has venido en realidad, Jorge? —le preguntó.
—Tal vez para hacer un poco el detective. He estado pensando mucho acerca del último funeral al que asistimos. Ciertamente, tía Cora aquel día nos sorprendió a todos. Me he estado preguntando si fue su irreflexión y joie de vivre lo que le impulsó a hablar de aquella forma o si tenía algo en qué basarse. ¿Qué es eso que leías cuando entré?
—Es una carta que tío Ricardo escribió a Cora después de haber venido a verla.
Qué negros eran los ojos de Jorge. Creía que los tenía castaños, pero no eran pardos… y había algo impenetrable y extraño en los ojos negros… No dejaban adivinar los pensamientos que se esconden tras ellos.
—¿Dice algo interesante? —preguntó Jorge, despacio.
—No…, no es eso exactamente.
—¿Puedo leerla?
Vaciló unos momentos, pero al fin depositó la carta en su mano extendida.
Celebro haberte visto después de tantos años… Estás muy bien… Tuve un buen viaje de regreso y no llegué demasiado cansado…
Su voz cambió de pronto, se hizo más aguda:
Por favor, no digas nada a nadie de lo que te dije. Puede ser un error. Tu hermano que te quiere, Ricardo.
—¿Qué significa esto? —dijo, mirando a Susana.
—Puede significar cualquier cosa… Puede que se refiera a su salud, o tal vez a cualquier chisme sobre un amigo común.
—Sí; puede querer decir muchas cosas. No es definitivo… pero sí sugestivo… ¿Qué le dijo a Cora? ¿Lo sabe alguien?
—La señorita Gilchrist puede que lo sepa —repuso Susana pensativa—. Creo que les escuchó.
—¡Oh, sí!, su compañera. A propósito, ¿dónde está?
—En el hospital. Sufre envenenamiento producido por haber ingerido arsénico.
—¿Hablas en serio?
—Sí. Alguien le envió un trozo de pastel de boda envenenado.
Jorge se sentó en una de las butacas del dormitorio.
—Parece —dijo— que tío Ricardo no andaba, por lo visto, equivocado.
3
A la mañana siguiente el inspector Morton se presentó en la casita.
Era un hombre de mediana edad, con ligero acento pueblerino. Sus ademanes eran lentos y apacibles, pero en sus ojos brillaba la astucia.
—¿Comprende de lo que se trata, señora Banks? —le dijo—. El doctor Proctor me ha contado lo de la señorita Gilchrist. Las migas del pastel de boda que se llevó para analizar contenían arsénico.
—¿De modo que alguien quiso envenenarla intencionadamente?
—Eso parece. La propia señorita Gilchrist no nos ha ayudado mucho. No cesa de repetir que es imposible… que nadie haría una cosa semejante. Pero alguien lo hizo. ¿Usted no podría darnos alguna luz sobre este asunto?
—No. Estoy completamente asombrada —dijo Susana—. ¿No se ha podido averiguar algo por el matasellos o la caligrafía?
—Olvida usted que el papel que envolvía la caja debió ser quemado. Y dudamos de que hubiera llegado por correo. El joven Andrés, el conductor de la camioneta de Correos, no recuerda haberlo llevado. Tiene un largo trayecto, y no puede asegurarlo…
—¿Cómo pudo ser?
—Lo más seguro, señora Banks, es que utilizaran un pedazo de papel viejo, color rojizo, que ya estuviera el nombre y la dirección de la señorita Gilchrist, y pusieran un sello usado. Luego lo depositarían en el buzón de las cartas, o detrás de la puerta para dar la impresión de que había llegado por correo. Ha sido muy buena idea la de escoger el pastel de boda. Las solteronas son sentimentales y les gusta que las recuerden. Una caja de bombones o algo parecido pudiera haber despertado sospechas.
—La señorita Gilchrist estuvo un buen rato tratando de adivinar quién se lo enviaba, pero no con recelo… como usted dice, estaba satisfecha y sí… halagada.
Agregó:
—¿Había suficiente veneno para… matarla?
—Es difícil de precisar hasta que reconozcamos el análisis definitivo. Eso depende bastante de si se lo comió todo. Parece ser que no. ¿Lo recuerda usted?
—No… no, no estoy segura. Me ofreció, pero yo no acepté. Comió algo y me dijo qué era muy bueno, pero no recuerdo si llegaría a terminarlo.
—Si no le importa, señora Banks, quisiera inspeccionar arriba.
—Suba usted.
Le siguió hasta la habitación de la señorita Gilchrist, diciendo a modo de disculpa:
—Me temo que esté todo revuelto, pero no tuve tiempo de hacer nada, con el funeral de mi tía, y luego cuando vino el doctor Proctor pensé que tal vez fuera mejor dejarlo como estaba.
—Ha hecho usted muy bien, señora Banks. No todo el mundo hubiera sido tan inteligente.
Se aproximó a la cama y metió una mano bajo la almohada. Una expresiva y triunfal sonrisa apareció en su rostro.
—Aquí está —dijo.
Un pedazo de pastel de boda apareció debajo de la almohada.
—¡Qué extraordinario! —exclamó Susana.
—¡Oh, no! No lo es. Tal vez las jóvenes de su generación no lo hagan ya. Ahora no necesitan hacer tantas cosas para casarse, pero es una antigua costumbre. Se pone un pedazo de pastel de boda debajo de la almohada y se sueña con el futuro esposo…
—Pero seguramente la señorita Gilchrist…
—No habrá querido decírnoslo, porque le dará vergüenza que se sepa que a su edad hace estas cosas; pero yo tenía el presentimiento de que lo había hecho —su rostro se ensombreció—. Y si no hubiera sido por su tontería sentimental, la señorita Gilchrist ahora no estaría con vida.
—¿Pero quién pudo haber querido matarla?
Sus ojos se encontraron con los de la joven con una mirada que la llenó de inquietud.
—¿Usted no lo sabe? —le preguntó.
—No… claro que no.
—Entonces tendremos que averiguarlo —repuso el inspector Morton.