Capítulo V

1

—Cansado, eso es lo que estás —decía la señorita Entwhistle con el tono indignado y superior que adoptan las hermanas para dirigirse a sus queridos hermanos a los que llevan la casa—. No debieras haberlo hecho… a tu edad. ¿Y qué tiene que ver contigo? Me gustaría saberlo. ¿No estás retirado?

El señor Entwhistle dijo a modo de disculpa que Ricardo Abernethie había sido uno de sus más viejos amigos.

—Valiente cosa. Pero Ricardo ha muerto, ¿verdad? Así que no veo razón alguna para que tengas que meterte en asuntos que no te atañen y morirte de frío en esos condenados trenes. ¡Y en un asesinato además! No comprendo por qué te han enviado a buscar.

—Se pusieron en comunicación conmigo porque encontraron una carta firmada por mí, en la que daba cuenta a Cora del día del funeral.

—¡Funerales! Uno tras otro… eso me recuerda que otro de esos preciosos Abernethie te ha estado llamando… Timoteo, creo que dijo. Desde… no sé qué parte de Yorkshire… y también por un funeral. Dijo que volvería a llamarte más tarde.

Aquella noche hubo otra llamada personal para el señor Entwhistle. La voz era de Maude Abernethie.

—¡Gracias a Dios que le encuentro! Timoteo está de un humor terrible. La noticia de la muerte de Cora le ha trastornado muchísimo.

—Es muy comprensible —repuso el abogado.

—¿Qué dice?

—Digo que es muy comprensible.

—Me figuro que sí. ¿Quiere decir que se trata realmente de un asesinato?

«Pero ¿no fue asesinado?», había dicho Cora; mas esa vez no había dudas en cuanto a la respuesta.

—Sí, un asesinato —dijo el señor Entwhistle.

—¿Y con un hacha, como dicen los periódicos?

—Sí.

—Es increíble… la hermana de Timoteo… su propia hermana… ¡asesinada con un hacha!

Al señor Entwhistle no le parecía menos increíble. La vida de Timoteo era tan pacífica que incluso sus familiares parecían quedar al margen de violencias.

—Me temo que hay que hacer frente a la desagradable realidad.

—Estoy seriamente preocupada por Timoteo. ¡Todo esto le hace tanto daño! He conseguido que se acostara, pero insiste en que le persuada a usted para que venga a verle. Quiere saber mil cosas… si se celebrará un juicio, quién se encargará de la defensa… y la acusación, y si tendrá lugar inmediatamente después del funeral, y dónde, si Cora expresó el deseo de que incinerasen su cadáver, si deja testamento…

El señor Entwhistle la interrumpió antes de que la lista fuera demasiado larga.

—Sí, hizo testamento. Y nombra a Timoteo albacea testamentario.

—¡Oh!, me temo que Timoteo no podrá encargarse de todo…

—La firma cuidará de todo lo necesario. El testamento es muy sencillo. Lega sus pinturas y su broche de amatista a su compañera, la señorita Gilchrist, y todo lo demás a Susana.

—¿A Susana? ¿Y por qué a Susana? No creo que la hubiera visto… Si acaso de niña.

—Me figuro que será porque Susana tampoco se casó a gusto de la familia.

—Incluso Gregorio es mucho mejor que ese Pedro Lansquenet. Claro que el casarse con un dependiente no hubiera sido bien visto en mis tiempos… pero una droguería es mucho mejor que una mercería… y por lo menos, Gregorio parece un hombre respetable —hizo una pausa y agregó—: ¿Quiere eso decir que Susana hereda la renta que Ricardo dejó a Cora?

—¡Oh, no! Ese capital será dividido, según las condiciones del testamento de Ricardo. No. La pobre Cora sólo tenía unos cientos de libras y los muebles de su casita. Una vez pagadas todas las deudas y vendido el mobiliario dudo que queden unas quinientas libras. Pero se celebrará un juicio. Se ha señalado para el próximo jueves. Si Timoteo está de acuerdo enviaremos al joven Lloyd para que represente a la familia —y terminó disculpándose—: Temo que esto produzca cierta publicidad debido a las circunstancias.

—¡Qué cosa tan desagradable! ¿Han cogido ya al miserable que la mató?

—Todavía no.

—Debe ser uno de esos jóvenes medio desnudos que andan por el campo robando y matando. ¡Es tan poco competente la policía!

—No, no —repuso el abogado—. La policía no es incompetente.

—Bueno, todo esto me parece muy extraordinario. ¿No le sería posible venir aquí, señor Entwhistle? Se lo agradecería muchísimo. Creo que Timoteo se tranquilizaría si estuviera usted aquí.

El señor Entwhistle guardó silencio unos instantes. La invitación no era tentadora.

—Es posible que tenga usted algo de razón —admitió—. Y necesitaré la firma de Timoteo, como albacea testamentario, para ciertos documentos. Sí, creo que será lo más apropiado.

—¡Espléndido! ¡Qué alivio! ¿Vendrá usted mañana? ¿Se quedará a pasar la noche? El mejor tren es el de las once y veinte.

—Tendré que tomar el tren de la tarde… Por la mañana me esperan otros asuntos…

2

Jorge Crossfield saludó al señor Entwhistle calurosamente, pero tal vez con un ligero matiz de sorpresa.

El abogado le dijo, queriendo explicarse, aunque no explicaba nada:

—Acabo de llegar de Lychett Saint Mary.

—¿Entonces, se trata realmente de tía Cora? Lo leí en los periódicos y no pude creerlo. Pensé que debía tratarse de alguna otra persona con el mismo apellido.

—Lansquenet no es un apellido corriente.

—No, claro que no. Me imagino que ello fue debido a la natural aversión a creer que alguien de nuestra propia familia pudiera morir asesinado. Me recuerda bastante el caso del mes pasado ocurrido en Dartmoor.

—¿De veras?

—Sí. Las mismas circunstancias. Una casita solitaria, dos mujeres solas y una cantidad de dinero robado, completamente ridícula.

—El valor del dinero siempre es relativo —dijo el señor Entwhistle—. Es la necesidad la que cuenta.

—Sí…, sí, me figuro que tiene usted razón.

—Cuando se necesitan desesperadamente diez libras… quince son más que suficientes. Y a la inversa lo mismo. Para quien precisa cien libras, cuarenta y cinco son lo mismo que nada. Y si necesita varios miles, los cientos no bastan.

—Yo diría que cualquier cantidad es útil hoy en día —replicó Jorge con ojos brillantes—. Todo el mundo anda muy justo de dinero.

—Pero no desesperado —le hizo observar el abogado—. Y es la desesperación lo que cuenta.

—¿Se refiere a algo en particular?

—¡Oh, no, en absoluto! —-hizo una pausa y al cabo dijo—: Se tardará todavía un poco en arreglar lo de la herencia. ¿Le convendría que le hiciera un anticipo?

—A decir verdad, ahora iba a referirme a ese punto. No obstante, esta mañana estuve en el banco, les hablé de usted y se mostraron muy amables, a pesar de que ya se terminaron mis fondos.

De nuevo volvieron a brillar los ojos de Jorge, y el señor Entwhistle, con su gran experiencia, reconoció el significado de aquel brillo. Jorge, estaba convencido, debía haber estado si no desesperado, sí bastante falto de dinero. Y desde aquel momento supo que no confiaría en él para asuntos de dinero. Se preguntó si el viejo Ricardo Abernethie, también con gran experiencia para juzgar a los hombres, habría sentido lo mismo. Estaba casi seguro de que después de la muerte de Mortimer tuvo intenciones de nombrarle heredero. Jorge no era un Abernethie, pero sí el único varón de la joven generación, y el sucesor natural de Mortimer. Ricardo Abernethie envió a buscar a Jorge, que pasó algunos días en la casa. Por lo visto, al final de su visita el anciano no le consideró bastante digno. ¿Habría descubierto que Jorge no era honrado? Según opinión de la familia, el padre de Jorge fue lo peor que pudo haber escogido Laura. Un corredor de bolsa con otras actividades bastante misteriosas. Y Jorge se parecía más a su padre que a los Abernethie.

Tal vez interpretando el silencio del anciano abogado, Jorge dijo con una risa nerviosa:

—La verdad es que no he sido muy afortunado en mis inversiones últimamente. Me arriesgué un tanto y no me salió bien. Más o menos me liquidaron, pero ahora podré recuperarme. Todo lo que uno necesita es algo de capital. Las acciones de la sociedad Ardens son bastante buenas, ¿no le parece?

El señor Entwhistle no dijo ni que sí ni que no. Pensaba: «¿Habrá especulado con dinero de sus clientes y no con el suyo? Si Jorge hubiera estado en peligro de ser perseguido judicialmente…».

El abogado precisó:

—Traté de localizarle al día siguiente del funeral, pero me figuro que no estaba en su despacho.

—¿Ah, sí? No me lo dijeron. A decir verdad, creí que tenía derecho a tomarme un día de descanso en vista de las noticias.

—¿Buenas noticias?

Jorge enrojeció.

—¡Oh, no! Me refería a la muerte de tío Ricardo. Pero el saber que uno va a entrar en posesión de algún dinero proporciona cierto optimismo. Uno se siente inclinado a celebrarlo. A decir verdad, fui a Hurts Park. Acerté dos ganadores. Nunca llueve, pero cuando cae agua, cae a cántaros. ¡Cuando llega la suerte, llega en todo! Sólo fueron unas cincuenta libras; pero todo ayuda.

—¡Oh, sí! —repuso el señor Entwhistle—. Todo ayuda. Y ahora tendrá además una suma adicional como resultado del fallecimiento de su tía Cora.

Jorge pareció entristecerse.

—¡Pobrecilla! ¡Qué mala suerte! Y posiblemente cuando lo estaría preparando todo para divertirse.

—Esperemos que la policía descubra al responsable de su muerte.

—Ojalá lo cojan pronto. Tenemos una buena policía. Pasarán por un tamiz a todos los indeseables de los alrededores… les harán pagar sus delitos sin duda alguna a su debido tiempo.

—No es tan fácil cuando ha transcurrido cierto tiempo —dijo el señor Entwhistle con una sonrisa que indicaba su intención de bromear—. Yo mismo estuve en la librería de Hatchard el día de autos, pero ¿me acordaría de tal detalle si me lo preguntara la policía dentro de diez días? Lo dudo mucho. Y usted, Jorge, estaba en Hurst Park. ¿Recordaría qué día fue a las carreras… digamos… dentro de un mes?

—Oh, podría acordarme relacionándolo con el funeral… Fui al día siguiente.

—Cierto, cierto. Y además acertó un par de ganadores, otra cosa que ayuda a recordar. Porque rara vez se olvida el nombre de un caballo con el que se ha ganado dinero. A propósito. ¿Cuáles fueron?

—Déjeme pensar. «Gaymarck» y «Frogg II». Sí, no me olvidaré de ellos así como así.

El señor Entwhistle soltó su risita característica y se despidió.

3

—Claro que me alegro de verle —dijo Rosamunda sin ningún entusiasmo—. Pero es muy temprano.

—Son las ocho de la mañana —replicó el señor Entwhistle.

Rosamunda, tras un enorme bostezo, dijo para disculparse:

—Ayer noche tuvimos una endiablada reunión. Bebimos demasiado. Miguel todavía tiene resaca.

Miguel apareció en aquel preciso momento también bostezando, con una taza de café en la mano y vistiendo un elegante batín. Estaba ojeroso e interesante… y su sonrisa conservaba su encanto habitual. Rosamunda llevaba una falda negra y un jersey amarillo bastante sucio, según pudo apreciar el señor Entwhistle.

El metódico y escrupuloso abogado no aprobaba en absoluto el modo de vivir de los jóvenes Shane, ni su piso destartalado, en Chelsea, donde las botellas, vasos y colillas se amontonaban en profusión… el aire enrarecido y su aspecto polvoriento y desarreglado.

En aquel escenario descorazonador, Rosamunda y Miguel resaltaban por su maravillosa belleza física. Eran, en verdad, una pareja perfecta, y parecían muy enamorados. Rosamunda, desde luego, adoraba a Miguel.

—¿Querido? —dijo—, ¿no crees que nos iría bien un traguito de champaña? Sólo para entonarnos y brindar por el futuro. ¡Oh, señor Entwhistle!, ha sido una suerte maravillosa que tío Ricardo nos dejara ese precioso dinero precisamente ahora…

El señor Entwhistle observó el repentino fruncimiento de cejas de Miguel, pero Rosamunda prosiguió:

—Porque tenemos ocasión de estrenar una obra estupenda. Miguel ha conseguido el permiso. Tiene un papel maravilloso, y yo también. Se trata de uno de esos jóvenes delincuentes, que en realidad son unos santos… Está llena de las ideas más modernas.

—Eso parece —dijo el señor Entwhistle, aspirando con fuerza.

—Roba y mata y es perseguido por la policía y la sociedad… y luego, al final, hace un milagro.

El abogado seguía sentado sin decir palabra. ¡Cuántas tonterías perniciosas decían aquellos jóvenes! Y escribían.

No es que Miguel Shane hablase mucho; todavía tenía fruncido el ceño.

—El señor Entwhistle no ha venido para oír el argumento de nuestra obra, Rosamunda. Cállate un poco y deja que nos diga el objeto de su visita.

—Hay que arreglar uno o dos pequeños asuntos —repuso el abogado sin gran entusiasmo—. Acabo de regresar de Lychett Saint Mary.

—¿Entonces fue tía Cora la que murió asesinada? Lo leímos en el periódico. Yo dije que debía ser ella, pues el nombre no es muy corriente. ¡Pobre tía Cora! El otro día, después del funeral, la estuve mirando, y consideré que era mejor morir que convertirse en una vieja gruñona como ella… Y ahora está muerta. No quisieron creerme cuando les dije anoche que la persona que habían asesinado con un hacha era mi tía. Se echaron a reír, ¿no es cierto, Miguel?

Miguel Shane no respondió, y Rosamunda, dando muestras de regocijo, exclamó:

—Dos asesinatos, uno tras otro. Es casi demasiado, ¿no le parece?

—No seas tonta, Rosamunda. Tu tío Ricardo no fue asesinado.

—Pues Cora creía que sí.

El anciano intervino para preguntar:

—¿Regresaron a Londres después del funeral?

—Sí, veníamos en el mismo tren que usted.

—Claro…, claro. Lo pregunto porque intenté ponerme en contacto con ustedes al día siguiente —dirigió una mirada al teléfono— varias veces y no obtuve respuesta.

—¡Oh, cuánto lo siento! ¿Qué hicimos aquel día? ¿Anteayer? Estuvimos aquí hasta las doce, ¿verdad? Luego tú fuiste a ver si encontrabas a Rosenheim, después comiste con Oscar y yo salí a comprarme unas medias y dar una vuelta por las tiendas. Tenía que ver a Juanita, pero no nos encontramos. Sí, pasé una agradable tarde de compras… y luego fuimos a cenar al Castillo. Me parece que regresamos a eso de las diez.

—Aproximadamente —dijo Miguel, que miraba pensativo al anciano—. ¿Qué es lo que quiere de nosotros, señor?

—¡Oh! Es posible que les moleste por algunas cosas referentes a la herencia de Ricardo Abernethie… firmar algunos papeles… todo eso.

—¿Tendremos el dinero ahora o tardaremos años? —quiso saber Rosamunda.

—Me temo que la Ley es pródiga en retrasos.

—Pero podemos pedir un adelanto, ¿verdad? —Rosamunda parecía alarmada—. Miguel dijo que sí. Es muy importante. Por la obra, ¿sabe?

Miguel habló en tono complacido:

—¡Oh!, no hay gran prisa. Es sólo para decidir si nos quedamos o no con ella.

—No habrá dificultad en adelantarles algún dinero —dijo el señor Entwhistle—. Todo el que necesiten.

—Entonces, todo arreglado —Rosamunda exhaló un suspiro de alivio y agregó como por casualidad—: ¿Ha dejado algún dinero tía Cora?

—Un poco. A su prima Susana.

—¿Por qué a Susana? ¡Me gustaría saberlo! ¿Mucho?

—Unos cientos de libras y algunos muebles.

—¿Bonitos?

No repuso el anciano.

Rosamunda pareció perder todo interés.

—Todo esto es muy extraño —-dijo—. Ahí tenemos a Cora, después de los funerales, diciendo de repente: ¡Fue asesinado!, y luego, al día siguiente, es ella la que muere asesinada. Quiero decir que es extraño, ¿no le parece?

Se produjo un embarazoso silencio, al cabo del cual el señor Entwhistle dijo con calma:

—Sí, desde luego; es muy extraño.

4

El señor Entwhistle estudió a Susana Banks mientras esta se inclinaba sobre la mesa hablando con su habitual locuacidad.

Carecía de la belleza de Rosamunda, pero su rostro era atractivo y su encanto consistía principalmente en su vitalidad. La línea de sus labios carnosos formaba una suave ondulación. Era una boca esencialmente femenina, lo mismo que su figura. No obstante, en muchos aspectos se parecía a su tío Ricardo Abernethie. La forma de la cabeza, de la mandíbula y los ojos profundos y reflexivos; tenía la misma personalidad dominante que Ricardo, la misma energía, intuición y recto juicio. De los tres miembros de la joven generación sólo ella parecía estar hecha del metal que había acrecentado la vasta riqueza de los Abernethie. ¿Habría reconocido Ricardo en su sobrina su propio espíritu? El señor Entwhistle opinaba que sí. Ricardo siempre fue un hábil conocedor de caracteres. Allí, sin duda, se hallaban las cualidades precisas que anduvo buscando. Y, sin embargo, en su testamento no hizo distinción alguna en su favor. Desconfiando de Jorge, según opinaba el abogado, y pasando por alto la encantadora inutilidad que era Rosamunda, ¿no habría encontrado en Susana lo que andaba buscando… una heredera de su propio temple?

Si no fue así, debía ser a causa de… Sí, era lógico… de su marido.

Los ojos del señor Entwhistle miraron por encima del hombro de Susana a Gregorio Banks, que, de pie, tras ella, estaba sacándole punta a un lápiz.

Era un joven delgado, pálido, insignificante, con el cabello rojizo. Quedaba tan apagado junto a la personalidad brillante de Susana que era difícil precisar cómo era en realidad. Ningún rasgo sobresaliente… Tranquilo, dispuesto a agradar, y, no obstante, no sabría describirle satisfactoriamente. Había un algo intranquilizador en su insignificancia. Fue una unión desigual…, pero Susana se empeñó en casarse con él… arrollando toda oposición… ¿Por qué? ¿Qué es lo que vería en él?

Y ahora, a los seis meses después de su matrimonio… «Está loca por él», díjose el abogado. Conocía los síntomas. Una larga serie de esposas con conflictos matrimoniales habían pasado por la oficina de Bollard, Entwhistle, Entwhistle y Bollard. Mujeres locamente enamoradas de maridos deficientes y carentes de atractivos; otras, desdeñosas hacia sus esposos aparentemente impecables y apuestos. Lo que las mujeres ven en un hombre en particular, está más allá de la comprensión de la limitada inteligencia masculina. Es así. Una mujer inteligente puede convertirse en una tonta por cierto hombre. Susana era de estas. Para ella el mundo giraba alrededor de Greg. Y esto encierra un peligro.

Susana hablaba con énfasis e indignación.

—Es una desgracia. ¿Recuerda aquella mujer que asesinaron el año pasado en Yorkshire? No han arrestado a nadie. Y aquella anciana de aquella dulcería, que fue asesinada con una barra de hierro. Detuvieron a unos cuantos y luego los pusieron en libertad.

—Hay que tener pruebas —repuso el señor Entwhistle.

Susana no le prestó atención.

—Y aquel otro caso… una enfermera retirada… la mataron con un hacha como a tía Cora.

—¡Válgame Dios, Susana! Parece haber hecho usted un profundo estudio de esos crímenes —dijo Entwhistle.

—Es natural recordar esas cosas… y cuando uno de la familia es asesinado… y del mismo modo…, pues demuestra que debe haber muchos criminales sueltos por el país, asaltando y atacando a mujeres solitarias… ¡Y la policía ni se preocupa!

—No desacredite a la policía, Susana. Es un cuerpo de hombres muy inteligentes y pacientes… y también constantes. Porque no se diga nada en los periódicos, ello no quiere decir que se haya abandonado un caso.

—Y, sin embargo, cada año cientos de crímenes quedan impunes.

—¿Cientos? —el señor Entwhistle pareció poco convencido—. Un cierto número sí. Hay muchas ocasiones en que la policía sabe quién ha cometido el crimen, pero no existen pruebas suficientes para poder detener al culpable.

—No lo creo —dijo Susana—. Y opino que si se sabe con certeza quién ha cometido el crimen, siempre pueden encontrar pruebas.

—Me pregunto… —el señor Entwhistle parecía preocupado—. No dejo de preguntarme…

—¿Tiene alguna idea… en el caso de tía Cora, de quién pudo ser?

—Eso no podría decirlo. Que yo sepa, no. Pero no tiene por qué confiar en mí. Además han pasado muy pocos días. El asesinato se cometió anteayer.

—Tiene que haber sido un determinado tipo de criminal. Un bruto, tal vez un perturbado… un soldado desertor o un escapado de presidio… Porque para haber empleado el hacha…

Con entonación guasona, el señor Entwhistle alzó las cejas y recitó:

Lizzie Borden con un hacha

dio a su padre cincuenta hachazos,

y al ver lo que había hecho

hizo a su madre en cincuenta y un pedazos.

—¡Oh! —Susana enrojeció disgustada—. Cora no vivía con ningún familiar… a menos que se refiera a su señorita de compañía. Y de todos modos Lizzie Borden fue absuelta. Nadie tiene la certeza de que matara a su padre y a su madrastra.

—El versito es completamente difamatorio —convino el señor Entwhistle.

—¿Quiere decir que fue su señorita de compañía quien la mató? ¿Es que Cora le ha dejado algo?

—Un broche de amatistas de escaso valor y algunos bocetos al óleo de un pueblecito pesquero de un valor meramente sentimental.

—Hay que tener un motivo para asesinar. Salvo que se esté perturbado.

El abogado soltó una risita.

—Al parecer, la única persona que tiene un motivo es usted, mi querida Susana.

—¿Qué? —Gregorio se acercó de improviso. Era como un sonámbulo que acabara de despertar, Una luz extraña brillaba en sus ojos. Ya no resultaba el suyo un rostro inexpresivo—. ¿Qué es lo que Susana tiene que ver en esto? ¿Qué es lo que usted insinúa… al decir semejante cosa?

—Cállate, Greg —dijo Susana con aspereza—. El señor Entwhistle no ha querido decir nada…

—Ha sido sólo una broma —dijo el abogado, disculpándose—. Y me temo que no del mejor gusto. Cora ha dejado todos sus bienes a usted, Susana; pero para una mujer joven que acaba de heredar varios cientos de miles de libras, este legado, que a lo más sumarán unos cientos, no puede representar un móvil de asesinato.

—¿Me ha dejado su dinero? —Susana pareció extrañada—. ¡Qué extraordinario! ¡Si ni siquiera me conocía! ¿Por qué cree usted que lo hizo?

—Pues creo que había oído rumores acerca de las dificultades que encontró… para su matrimonio.

Greg, que había vuelto a su tarea de afilar el lápiz, frunció el ceño.

—Ella también las tuvo —continuó el anciano—, y creo que debió experimentar un profundo sentimiento de compañerismo.

Susana preguntó con cierto interés:

—¿Se casó con un artista a disgusto de toda la familia, verdad? ¿Era un buen artista?

El señor Entwhistle meneó la cabeza con energía.

—¿Hay algunas pinturas suyas en la casita?

—Sí.

—Entonces iré a juzgar por mí misma —replicó Susana.

El anciano sonrió ampliamente ante el gesto obstinado de Susana.

—Haga lo que quiera. Sin duda soy muy viejo y anticuado en asuntos de arte, pero la verdad, no creo que discrepe de mi veredicto.

—Me figuro que, de todas formas, tendré que ir a ver lo que hay. ¿Vive alguien allí ahora?

—Lo he arreglado para que la señorita Gilchrist permanezca en la casa hasta nuevo aviso.

—Debe tener unos nervios muy templados para permanecer tranquila en una casa donde acaba de cometerse un crimen —dijo Greg.

—La señorita Gilchrist es una mujer muy razonable. Además —agregó el abogado secamente—, no creo que tenga otro sitio a donde ir hasta que encuentre nuevo empleo.

—¿Así que la muerte de tía Cora la ha dejado en la calle? ¿Estaban… tía Cora y ella… en términos amistosos?

El anciano la miró con curiosidad, preguntándose qué es lo que estaba pensando.

—Más o menos —repuso—. Nunca trató a la señorita Gilchrist como a una asalariada.

—Yo diría que mucho peor —replicó Susana—. Esas mal llamadas «señoras» son las que más las explotan hoy en día. Veré de encontrarle alguna ocupación decente. No será difícil. Cualquiera que esté dispuesta a cuidar un poco de la casa y a guisar vale lo que pesa en oro… Sabe cocinar, ¿verdad?

—¡Oh, sí! Me parece que es algo que se llama «tareas rudas» lo que no quiere hacer. Temo no saber con exactitud lo que eso significa.

Susana pareció divertida.

—Su tía ha nombrado a Timoteo su albacea testamentario —dijo Entwhistle después de mirar su reloj.

—¿Timoteo? —dijo Susana con rencor—. ¡Si tío Timoteo es prácticamente un mito! No se le ve nunca.

—Cierto —el abogado volvió a mirar el reloj—. Esta tarde tengo que ir a verle, Le comunicaré su decisión de ir a la casita.

—Me figuro que eso no me entretendrá más de uno o dos días. No quiero estar fuera de Londres mucho tiempo. Tengo algunos planes. Voy a dedicarme a los negocios.

El señor Entwhistle paseó su mirada por el reducido salón de aquel pisito. Era evidente que Greg y Susana lo pasaban mal. El padre de ella había acabado con casi todo su dinero y dejó a su hija en muy mala situación económica.

—¿Cuáles son sus planes para el futuro?

—Tengo puestos los ojos en algunos locales de la calle Cardigan. Me figuro que en caso necesario podrá adelantarme algún dinero, ¿verdad? Tengo que pagar un depósito.

—Eso puede arreglarse —dijo el abogado—. La llamé varias veces al día siguiente de los funerales…, pero no me contestaron. Pensé que tal vez pudiera usted necesitar un anticipo. Me pregunté si se habría marchado de la ciudad.

—¡Oh, no! —repuso en el acto Susana—. Estuvimos en casa todo el día. Los dos. No salimos para nada.

Greg dijo, sin darle importancia:

—Ya sabes, Susana, que nuestro teléfono estuvo estropeado ese día. Recuerda que no pude hablar con Hard y Compañía aquella tarde. Quise dar aviso, pero a la mañana siguiente volvía a funcionar perfectamente.

—Los teléfonos son a veces algo informales —dijo Entwhistle.

—¿Cómo se enteró tía Cora de nuestra boda? —preguntó Susana de pronto—. Nos casamos en un Registro Civil y no lo dijimos a nadie hasta un tiempo después.

—Me figuro que Ricardo debió decírselo. Rehizo su testamento hará cosa de tres semanas; antes estaba a favor de una Sociedad Teosófica. Precisamente cuando él debió ir a verla.

—¿Tío Ricardo fue a verla? —Susana parecía sorprendida—. No tenía la menor idea.

—Ni yo tampoco —dijo el abogado.

—Así que fue entonces cuando…

—¿Cuando qué?

—Nada, no haga caso —dijo Susana.