1
EL señor Entwhistle pasó la noche muy intranquilo. A la mañana siguiente se sentía tan cansado que no se levantó.
Su hermana, que le llevaba la casa, le subió el desayuno en una bandeja, amonestándole severamente por haber ido al Norte de Inglaterra a su edad y en su delicado estado de salud.
El señor Entwhistle limitóse a decir que Ricardo Abernethie había sido un viejo amigo suyo.
—¡Un funeral! —decía su hermana con desaprobación—. ¡Los funerales son funestos para un hombre de tu edad! Te morirás tan de repente como tu precioso señor Abernethie si no te cuidas un poco más.
Las palabras «tan de repente» le hicieron dar un respingo. Y no tuvo ánimos para discutir.
Sabía perfectamente por qué le habían sobresaltado.
¡Cora Lansquenet! Lo que insinuó era completamente imposible, pero al mismo tiempo le hubiera gustado saber con exactitud lo que la impulsó a pronunciar aquellas palabras. Sí, iría a Lychett Saint Mary para verla. Podía pretextar que iba por algo relacionado con el testamento: Que necesitaba su firma… No era necesario dejarle adivinar que había prestado atención a su estúpido comentario. Pero estaba decidido a ir a verla y pronto.
Terminó su desayuno, y recostándose contra las almohadas se dispuso a leer el Times, que encontró muy aburrido.
Eran cerca de las seis menos cuarto de aquella tarde cuando en la sala sonó el teléfono.
Él mismo descolgó el auricular. La voz que le llegaba desde el otro extremo del hilo era la de un tal señor Jaime Parrott, uno de los socios de Bollard, Entwhistle.
—Óigame, Entwhistle —dijo mister Parrott—. Acaba de llamarme la policía de un lugar llamado Lychett Saint Mary.
—¿Lychett Saint Mary?
—Sí. Al parecer… —El señor Parrott se detuvo con cierto embarazo—. Es acerca de la señora Cora Lansquenet; ¿no era una de las herederas de Abernethie?
—Sí, claro. Ayer la vi en el funeral.
—¡Oh! ¿Estuvo en los funerales?
—Si. ¿Qué ocurre?
—Pues… está… es algo extraordinario… ha sido… bueno… ha sido asesinada.
El señor Parrott pronunció la última palabra casi en un susurro. No creía que pudiera significar nada para la firma Bollard, Entwhistle.
—¿Asesinada?
—Sí…, sí…, me temo que sí. Bueno, quiero decir que no existe sobre ello la menor duda.
—¿Y por qué nos han llamado a nosotros?
—Vivía con una amiga, o un ama de llaves, o lo que sea, una tal señorita Gilchrist. La policía le preguntó el nombre de sus parientes más próximos, o de sus abogados. Esa señorita Gilchrist no estaba muy segura de las direcciones de los familiares, pero nos conocía a nosotros. Por eso llamaron aquí en seguida.
—¿Por qué creen que ha sido asesinada? —quiso saber el señor Entwhistle.
—Oh, parece ser que no existe la menor duda… quiero decir que emplearon un hacha o algo parecido… Ha sido un crimen muy violento.
—¿Por robo?
—Eso parece. Encontraron una ventana rota. Faltan algunas chucherías, los cajones estaban abiertos… pero parece ser que la policía opina que pudiera haber algo… bueno… raro en todo ello.
—¿A qué hora ocurrió?
—Entre las dos y las cuatro y media de esta tarde.
—¿Dónde estaba el ama de llaves?
—Cambiando algunos libros en la Biblioteca Pública. Regresó a eso de las cinco y encontró muerta a la señora Lansquenet. La policía desea saber si tenemos alguna idea de quién pudo matarla. Yo dije que no creía que pudiera suceder semejante cosa.
—Sí, claro.
—Debe haber sido algún perturbado de la localidad… que creería poder robar algo, y luego debió perder la cabeza y la mató. Así debió ser… eh… ¿no le parece, Entwhistle?
—Sí… sí… —aceptó ausente.
Parrott tenía razón. Eso fue lo que debió ocurrir…
Pero había oído la voz de Cora diciendo con desenfado:
—Pero fue asesinado, ¿verdad?
¡Qué tonta era Cora! Siempre lo había sido. Diciendo inconveniencias… y las verdades más desagradables…
¡Verdades!
Otra vez aquella maldita palabra…
2
El señor Entwhistle y el inspector Morton se miraron apreciativamente.
Con su estilo claro y preciso, el señor Entwhistle había puesto en conocimiento del inspector todo lo que afectaba a Cora Lansquenet. Su juventud, matrimonio, viudedad, la posición económica y familiar.
—El señor Timoteo Abernethie es su único hermano superviviente y por lo tanto su pariente más cercano, pero está inválido y no puede abandonar su casa. Me ha dado poderes para actuar en su nombre y realizar todas las gestiones que sean necesarias.
El inspector asentía con la cabeza. Era un alivio tratar con un abogado tan capaz. Además esperaba que tal vez pudiera ayudarle a desentrañar lo que empezaba a parecerle un complicado problema.
—Me he enterado por la señora Gilchrist de que la señora Lansquenet había ido al Norte el día antes de su muerte para asistir a los funerales de su hermano mayor Ricardo Abernethie.
—Eso es, inspector. Yo también estuve allí.
—¿No observó nada anormal en sus modales… algo extraño… o sospechoso?
El señor Entwhistle alzó las cejas con bien simulada sorpresa.
—¿Es costumbre que haya algo de extraño en los modales de una persona que no ha de tardar en morir asesinada? —preguntó.
El inspector sonrió levemente.
—No me refiero a que tuviera ese pensamiento. No, lo que ando buscando es algo… bueno, algo que se saliera de lo corriente.
—Creo que no le comprendo del todo, inspector.
—Este no es un caso fácil de comprender, señor Entwhistle. Digamos que alguien observara a la señorita Gilchrist cuando salió de la casa a eso de las dos en dirección al pueblo y a la parada del autobús. Este alguien deliberadamente coge el hacha que estaba junto a la leñera, destroza la ventana, entra en la casa, sube la escalera y ataca a la señora Lansquenet salvajemente. Le propinaron seis u ocho hachazos. —El señor Entwhistle se estremeció—. ¡Oh, sí!, ha sido un crimen brutal. Luego el intruso revuelve los cajones, se lleva algunas chucherías… que no valdrían ni diez libras en total y desaparece.
—¿Ella estaba acostada?
—Sí. Parece ser que la noche anterior había regresado tarde de su viaje al Norte, y muy cansada y excitada. Creo que había heredado algo.
—Sí.
—Durmió muy mal y despertó con un terrible dolor de cabeza. Tomó varias tazas de té y alguna pastilla de analgésico, y luego dijo a la señorita Gilchrist que no la molestase hasta la hora de comer. En vista de que no se encontraba mejor decidió tomar un par de píldoras para dormir. Envió a la señorita Gilchrist a que fuera a la Biblioteca Pública en el autobús para cambiar algunos libros. Cuando entró ese hombre debía estar adormilada si no dormida del todo. Pudo haber conseguido lo que quería amenazándola o amordazándola; pero coger el hacha fuera de la casa premeditadamente, parece excesivo.
—Puede que sólo tuviera intención de amenazarla —sugirió el señor Entwhistle—. Y al ofrecerle resistencia…
—Según la opinión del forense, no hay señales de que se resistiera. Todo parece indicar que estaba tendida en la cama durmiendo tranquilamente cuando fue atacada.
El señor Entwhistle se removió inquieto en su silla.
—Y pensar que existen asesinos tan brutales e insensibles —murmuró.
—¡Oh, sí! Eso es lo que debe ser en realidad. Es un toque de alarma para los caracteres recelosos. No ha sido nadie de la localidad, estamos casi seguros de ello. Todos tienen buenas coartadas. La mayoría trabajan a esa hora del día. Claro que la casa está situada en las afueras del pueblo. Cualquiera pudo llegar hasta allí sin ser visto. Existe un laberinto de callejuelas alrededor de la misma. Era una mañana espléndida y hacía muchos días que no había llovido, por eso no pudimos descubrir señales de los neumáticos de los coches que pasaron por allí… en caso de que el asesino llegara en automóvil.
—¿Usted cree que llegaría en automóvil? —preguntó el señor Entwhistle.
El inspector encogióse de hombros.
—No lo sé. Lo que digo es que en este caso hay algunas características muy particulares. Estas, por ejemplo… —Y puso sobre su escritorio un puñado de cosas: un broche de pequeñas perlas en forma de trébol, otro de amatistas, una pequeña sarta de perlas cultivadas y una pulsera de granates.
—Estas cosas fueron sustraídas de su joyero. Las hallaron fuera de la casa, entre unos arbustos.
—Sí… sí, es bastante curioso. Es posible que el asaltante, atemorizado por lo que acababa de hacer…
—Exacto. Pero en ese caso lo hubiera dejado arriba, en la habitación… Claro que el pánico pudo invadirle mientras iba del dormitorio a la verja de entrada.
—Tal vez, como usted ha sugerido, pudo haberlas cogido únicamente para despistar.
—Sí, hay varias posibilidades… Pero también pudo hacerlo esa mujer… la señorita Gilchrist. Dos mujeres viviendo solas… nunca se sabe la de peleas, resentimientos u odios que pudo haber entre ellas. ¡Oh, sí!, también hemos tomado en consideración esa posibilidad, aunque no es muy probable. De todos los ángulos parece que estaban en buenas relaciones —hizo una pausa antes de proseguir—. Según usted… ¿nadie iba a ganar con la muerte de la señora Lansquenet?
El abobado removióse en su asiento.
—Yo no dije eso precisamente.
El inspector Morton le miró de hito en hito.
—Creí que había dicho que su medio de vida era una pensión que le pasaba su hermano y que usted desconoce que tuviera propiedades o medios propios.
—Eso es. Su esposo murió arruinado, y puesto que la conozco desde niña, me sorprendería que hubiera ahorrado o acumulado algún dinero.
—La casita la tenía alquilada, no era suya y los pocos muebles no valen nada, ni siquiera hoy en día. Unos cuantos muebles de madera mala y algunas pinturas. Quienquiera que lo herede no ganará gran cosa… es decir, si ha hecho testamento.
—No sé nada de su testamento —repuso Entwhistle meneando la cabeza—. Comprenda usted, no la había visto hacía años.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere dar a entender? Creo que algo bulle en su cerebro.
—Sí. Sí, es cierto. Quisiera realmente ser estrictamente exacto.
—¿Se refiere a la herencia que antes mencionó? ¿La que le dejó su hermano? ¿Tenía facilidad para disponer libremente de ella en su testamento?
—No, en el sentido a que usted alude. No podía disponer del capital. Ahora que ha muerto, será repartida entre los cinco beneficiarios de los bienes de Ricardo Abernethie. Eso es lo que quise decir. Que los cinco se benefician automáticamente con su muerte.
El inspector parecía desconcertado.
—¡Oh!, yo creí que llegaríamos a alguna parte. Bien, entonces al parecer no existe motivo alguno para que nadie viniera a matarla con un hacha. Parece obra de algún perturbado… tal vez uno de esos jóvenes delincuentes… hay muchos que pululan por ahí. Luego, perdiendo el control de sus nervios, arrojaría estas chucherías entre los arbustos, y huiría… Sí, eso debió ser. A menos que fuese la respetable señorita Gilchrist, y debo confesar que ello no parece probable.
—¿Cuándo se descubrió el cadáver?
—A eso de las cinco. Volvía de la Biblioteca en el ómnibus de las cuatro cincuenta. Llegó por la parte posterior de la casa, dio la vuelta para entrar por la puerta principal y fue a la cocina, donde puso a calentar la tetera. No se oía ruido en la habitación de la señora Lansquenet, pero se figuró que continuaba dormida. Entonces observó que el cristal de la ventana de la cocina estaba roto y todos los vidrios esparcidos por el suelo. Incluso entonces supuso que lo habría hecho algún niño con una pelota o un tirador. Subió al dormitorio de la señora Lansquenet para ver si estaba dormida o si quería tomar un poco de té. Entonces, naturalmente, se puso a gritar, y corrió a avisar a los vecinos más próximos. Su historia parece verosímil y no había rastro de sangre en su habitación, en el lavabo, ni en sus vestidos. No, no creo que la señorita Gilchrist haya tenido nada que ver en esto. El médico llegó a las cinco y media. Calcula que la muerte debió producirse no mucho después de las cuatro y media… probablemente más bien hacia eso de las dos, así que, fuera quien fuese, el asesino parece haber estado aguardando a que la señorita Gilchrist saliera de la casa.
Y el inspector Morton agregó:
—Supongo qué irá usted a ver a la señorita Gilchrist.
—Eso pensaba hacer.
—Me alegraré de que lo haga. Creo que nos ha dicho todo lo que ha podido, pero nunca se sabe. Algunas veces, durante una conversación puede surgir algo inesperado. Es una solterona insustancial…, pero al mismo tiempo una mujer práctica y sensible. Se ha mostrado muy amable, y ha sido una valiosa ayuda.
Hizo una pausa antes de decir:
—El cadáver está en el depósito. Si quiere usted verlo…
El señor Entwhistle hizo un gesto de asentimiento sin ningún entusiasmo.
Minutos más tarde contemplaba los restos mortales de Cora Lansquenet. Había sido ferozmente maltratada y ahora la sangre que la cubría estaba seca. El señor Entwhistle apretó los labios apresurándose a mirar a otra parte.
¡Pobrecita Cora! Con lo ansiosa que estuvo el día anterior por saber si su hermano le dejaba algo. ¡Cuántos sueños de color de rosa habría hecho para el porvenir! ¡Cuántas tonterías hubiera podido hacer… con aquel dinero!
¡Pobre Cora! ¡Qué poco tiempo duraron sus sueños!
Nadie había ganado nada con su muerte… ni siquiera aquel brutal asesino que había arrojado aquellas joyas en su huida. Cinco personas tendrían unos cuantos miles más en su capital…, pero el dinero que acababan de recibir era más que suficiente para ellos. No, no tenían motivos.
Es curioso que la idea del asesinato acudiera a su mente el día antes de ser asesinada.
«Pero fue asesinado, ¿verdad?».
Qué cosa tan ridícula. ¡Ridícula! ¡Completamente absurda! ¡Demasiado para mencionarla ante el inspector Morton!
Claro que después de haber hablado con la señorita Gilchrist…
Suponiendo que esa señorita, cosa improbable, pudiera arrojar alguna luz sobre lo que Ricardo dijera a Cora…
«Yo pensé, por lo que él me dijo…».
¿Qué es lo que Ricardo había dicho?
«Debo ver a la señorita Gilchrist inmediatamente», decidió el señor Entwhistle para sus adentros.
3
La señorita Gilchrist era una mujer delgada de rostro marchito y cabellos cortos y grises. Tenía una de esas caras indeterminadas que suelen poseer las mujeres cincuentonas.
Recibió calurosamente al señor Entwhistle.
—¡Cuánta celebro que haya venido! La verdad es que sé tan poco de la familia de la señora Lansquenet… y nunca, nunca tuve nada que ver con un crimen. ¡Es horrible!
El señor Entwhistle estaba seguro de que eran sinceras sus palabras, y su reacción era bien parecida a la de su socio.
—Claro, son cosas que se leen en el periódico —dijo la señorita Gilchrist—, pero ni siquiera así me atraen.
La siguió hasta la salita, mirando a su alrededor. Se olía fuertemente a pintura antigua. El chalet estaba lleno, no de muebles sino de cuadros. Las paredes estaban cubiertas de ellos, pinturas al óleo, oscuras y sucias. También había algunas acuarelas y uno o dos bodegones. Otros cuadros de menor tamaño estaban amontonados bajo la ventana.
—La señora Lansquenet solía comprarlos en las subastas —explicó la señorita Gilchrist—. Le interesaban mucho a la pobre. Iba a todas las subastas de los alrededores. Hoy día están tan baratos… Nunca pagaba más de una libra por un cuadro y algunas veces sólo unos chelines y siempre cabía la maravillosa posibilidad de adquirir algo que realmente fuese una ganga. Solía decir que este era de la Escuela Primitiva Italiana y que bien pudiera valer un montón de dinero.
El señor Entwhistle contempló el cuadro indicado con expresión dudosa. Cora nunca entendió nada de pintura. Si cualquiera de aquellas telas llegaba a valer cinco libras él… ¡se comería su sombrero!
—La verdad es que yo no entiendo gran cosa de pintura aunque mi padre era pintor —dijo la señorita Gilchrist notando su expresión—, pero no famoso. Cuando niña también yo pinté algunas acuarelas y oí hablar mucho sobre pintura. A la señora Lansquenet le gustaba tener alguien con quien hablar de este tema y que la comprendiera. Pobre, se preocupaba mucho por todo cuanto se relacionase con las obras de arte.
—¿La apreciaba usted?
Era una pregunta tonta. ¿Cómo iba a contestarle que no? Cora debió resultar una mujer muy agradable para vivir con ella.
—¡Oh, sí! —repuso la señorita Gilchrist—. Nos llevábamos muy bien. Ya sabe usted que en algunos aspectos era como una niña. Decía todo lo que se le ocurría. Y su opinión no siempre era muy apropiada…
Nunca se dice de una persona fallecida: «Era tonto de remate», por eso el señor Entwhistle dijo:
—No era una mujer intelectual.
—No… no, puede que no, pero era muy lista; muy lista. Algunas veces me sorprendía ver cómo se las arreglaba para dar siempre en el clavo.
El señor Entwhistle contempló a la señorita Gilchrist con creciente interés. Tampoco la creía tonta.
—Ha estado usted varios años con la señora Lansquenet, según tengo entendido.
—Tres y medio.
—Usted, eh… le hacía compañía y además, eh… llevaba la casa.
Era evidente que había tocado un punto delicadísimo. La señorita Gilchrist enrojeció.
—¡Oh, sí! Desde luego. Yo hacía la comida… me encanta cocinar, limpiar el polvo y realizar, en fin, algunos trabajos ligeros. Claro que ninguna faena ruda —el señor Entwhistle no tenía la menor idea de lo que eran las faenas rudas y se limitó a exhalar un murmullo ahogado—. Para ello venía del pueblo la señora Panter dos veces a la semana. Comprenda, señor Entwhistle, yo no hubiera podido soportar ser la criada de nadie. Mi salón de té se vino abajo… durante la guerra. Era un lugar delicioso. Se llamaba «El Sauce», y toda la porcelana era de color azul… muy bonita… y los pasteles, buenos de verdad. Siempre he tenido muy buena mano para los pasteles y tortas. Sí, me iba divinamente. Cuando vino la guerra, todo se racionó y el negocio quebró… Cosas de la vida, es lo que siempre dije, trato de consolarme así. Perdí el poco dinero que me había dejado mi padre y que invertí en mi tienda, y tuve que buscar alguna ocupación. No sabía hacer nada. Así que me empleé como dama de compañía de una señora… pero era muy áspera y cargante. Luego hice algunos trabajos de oficina; no me gustaban, y al fin di con la señora Lansquenet. Desde el principio estuvimos de acuerdo en todo. Su esposo había sido un artista, como mi padre —la señorita Gilchrist se detuvo para tomar aliento y agregó con tono triste—: Pero ¡cómo quería yo a mi saloncito de té! ¡Con un público tan distinguido como tenía!
Contemplándola, Entwhistle la imaginó dando órdenes a un grupo de camareras vestidas de azul, rosa o naranja, que servían el té a una clientela exclusivamente femenina. Debía haber muchas señoritas Gilchrist por el país, todas parecidas, de rostro marchito, boca obstinada y cabellos grises.
La solterona proseguía:
—Pero no debo hablar tanto de mí misma. Los policías han sido muy amables y considerados. Muy amables, ya lo creo. El inspector Morton vino de Jefatura y ha sido muy comprensivo. Incluso lo arregló todo para que fuese a pasar la noche al pueblo con la señora Lake, pero yo dije: «No. Considero mi deber quedarme aquí al cuidado de todas las cosas de la señora Lansquenet». Se llevaron… el… —la señorita Gilchrist tragó saliva— el cadáver, claro, y han cerrado su habitación, y el inspector me dijo que dejaría un agente toda la noche, en la cocina… a causa de la ventana rota… aunque ya la arreglaron esta mañana…, ¿dónde estaba? ¡Oh, sí!, le dije que estaría perfectamente en mi habitación, aunque confieso que puse la cómoda contra la puerta y un jarro de agua en el alféizar de la ventana. Nunca se sabe… y si por casualidad se trataba de un maniático… ¡Se oye decir tantas cosas!
Aquí se interrumpió y Entwhistle apresuróse a decir:
—Conozco los datos principales. El inspector Morton me ha puesto al corriente; pero si no le molestara demasiado darme su opinión…
—Pues claro que no, señor Entwhistle, Sé lo que siente. Los policías son tan impersonales, ¿no es cierto? Pregunte lo que quiera. Estoy dispuesta.
—La señora Lansquenet regresó del funeral la noche antepasada —comenzó el señor Entwhistle.
—Sí, su tren no llegó hasta bastante tarde. Yo había ordenado que fuera un taxi a esperarla, tal como me dijo. Estaba muy cansada, pobrecilla… como es natural…, pero de muy buen humor.
—Sí… sí. ¿Habló de los funerales?
—Poco. Le di una taza de leche caliente… no quiso tomar nada más… y me dijo que la iglesia estaba completamente llena y que había montones y montones de flores… ¡Ah!, y también que sentía no haber visto a su otro hermano… Timoteo… ¿No se llama así?
—Sí, Timoteo.
—Dijo que hacía cerca de veinte años que no le veía y que esperaba haberle encontrado allí, aunque se hizo cargo de que no hubiera ido, debido a las circunstancias, pero que su esposa sí estaba y que nunca pudo soportar a Maude. ¡Oh, Dios mío!, le ruego que perdone, señor Entwhistle, si no es eso a lo que se refiere. Estoy segura. Estaba de muy buen humor… aparte de su cansancio y de… del triste suceso. Me preguntó si me gustaría ir a Capri. ¡A Capri! Naturalmente, me pareció maravilloso… es algo que nunca soñé poder hacer… y me dijo: «Pues iremos». Así mismo. Me imaginé… aunque entonces no lo mencionara… que su hermano le habría dejado una pensión o algo por el estilo.
El señor Entwhistle asentía con la cabeza.
—¡Pobrecilla! Bueno, celebro que pudiera disfrutar haciendo planes… a pesar de todo —la señorita Gilchrist suspiró murmurando tristemente—: Me figuro que ahora nunca podrá ir a Capri…
—¿Y a la mañana siguiente? —apremióla Entwhistle, cortando sus lamentaciones.
—A la mañana siguiente la señora Lansquenet no se encontraba bien. La verdad, tenía muy mal aspecto. Me dijo que apenas había dormido y que tuvo muchas pesadillas. «Eso es porque estaba muy fatigada», le dije, y ella repuso que tal vez fuera por eso. Se desayunó en la cama, y estuvo acostada toda la mañana, pero a la hora de comer me dijo que todavía no había conseguido dormir. «Estoy tan inquieta. No hago más que dar vueltas, pensando en esto y en aquello». Luego quiso tomarse un par de tabletas para dormir, para ver si lograba descansar por la tarde. Me pidió que fuera a la Biblioteca Pública en autobús y que le cambiara un par de libros porque los había terminado en el tren durante el viaje y no tenía nada que leer. Por lo general, dos libros le duraban casi una semana. Así que me marché poco después de las dos y aquella… aquella fue la última vez… —la señorita Gilchrist comenzó a sollozar—. ¿Sabe?, debía estar dormida. No oiría nada y el inspector me ha asegurado que no sufrió… Creen que la mataron al primer golpe. ¡Oh, Dios mío!, me pongo mala sólo de pensarlo. ¡Esto es atroz!
—Por favor. No tengo intención de hacerle recordar lo sucedido. Sólo deseo que usted me hable de la señora Lansquenet antes de ocurrir la tragedia.
—Es muy natural. Dígale a sus familiares que aparte de pasar una mala noche, estaba muy contenta.
El señor Entwhistle guardó silencio unos instantes antes de hacer la pregunta siguiente:
—¿No mencionó a ninguno de sus parientes, en particular?
—No, me parece que no —la señorita Gilchrist meditó unos momentos—. Sólo dijo que había sentido no haber visto a su hermano Timoteo.
—¿No habló de la enfermedad de su hermano? ¿De… de la causa de su muerte? ¿O algo así?
—No.
No había sombra de recelo en el rostro de la solterona, como debiera haberla si Cora le hubiera comunicado su veredicto de asesinato.
—Creo que llevaba enfermo algún tiempo —dijo la señora Gilchrist—, aunque debo confesar que me sorprendió la noticia de su muerte. ¡Parecía tan vigoroso!
—¿Usted lo vio…? ¿Cuándo?
—Cuando vino aquí para ver a la señora Lansquenet. Déjeme pensar… hará unas tres semanas.
—¿Se quedó algún tiempo?
—¡Oh, no! Vino sólo a comer. Fue una verdadera sorpresa. La señora no lo esperaba. Me figuro que había habido algún desacuerdo familiar. Me dijo que hacía años que no se veían.
—Sí, es cierto.
—La trastornó mucho el verle… y probablemente el comprender lo enfermo que estaba.
—¿Ella sabía que estaba enfermo?
—¡Oh, sí!, lo recuerdo muy bien. Porque yo me pregunté interiormente si el señor Abernethie sufriría reblandecimiento del cerebro. Una tía mía…
El señor Entwhistle procuró que no se apartara de la cuestión.
—¿Dijo algo la señora Lansquenet que le hiciera pensar en esa enfermedad?
—Sí. La señora Lansquenet dijo algo así: «¡Pobre Ricardo! La muerte de Mortimer le ha envejecido mucho. Me parece que ya chochea. Todas esas imaginaciones y manías persecutorias… creyendo que alguien trata de envenenarle. Los viejos se vuelven así». Y naturalmente, yo sé bien que es muy cierto. Esa tía mía de quien le hablaba, estaba convencida de que los criados trataban de envenenarla y al final sólo comía huevos hervidos, porque decía que es imposible poner veneno dentro de un huevo cocido. Nosotros nos reíamos de ella, pero si hubiera sucedido ahora no sé lo que hubiéramos hecho, con lo escasos que andan los huevos, la mayoría importados, por lo que hervirlos es correr un riesgo.
El señor Entwhistle no escuchaba las divagaciones de la señorita Gilchrist sobre su tía. Estaba hondamente preocupado.
Al fin, cuando la solterona se hubo callado:
—Me figuro que la señora Lansquenet no lo tomaría en serio.
—¡Oh, no!, señor Entwhistle, lo comprendió perfectamente.
Entwhistle quedó desconcertado ante aquella observación, sin saber en qué sentido tomarla.
¿Había comprendido Cora Lansquenet? Entonces tal vez no, pero ¿y más tarde? ¿No lo habría comprendido demasiado bien?
El señor Entwhistle sabía que Ricardo Abernethie no chocheaba, sino que estaba en plena posesión de sus facultades mentales. Ni era de esos hombres que sufren manías persecutorias. Era, como siempre lo fuera, un duro hombre de negocios… y su enfermedad no le había alterado.
Era extraordinario que hubiera hablado a su hermana en aquellos términos. Pero era posible que Cora, con su extraña perspicacia infantil, hubiera leído entre líneas, y puesto los puntos sobre las íes en lo que dijera Ricardo Abernethie.
En muchos aspectos, pensó el abogado, Cora había sido tonta de remate. Carecía de juicio, equilibrio, y tenía un cinismo sorprendente, pero al mismo tiempo poseía la clarividencia de los niños para dar en el clavo de las cosas.
Entwhistle lo dejó así por el momento. La señorita Gilchrist no debía saber más de lo que había dicho. Le preguntó si Cora Lansquenet había dejado testamento, a lo que respondió sin vacilar que la señora Lansquenet lo tenía depositado en el Banco.
Con esto, y tras disponer algunas cosas, se levantó para marcharse. Insistió para que la señorita Gilchrist aceptara una pequeña cantidad con que hacer frente a los gastos que se presentaran, diciéndole que se pondría en contacto con ella, pero que entretanto le agradecería se quedara en la casita mientras buscaba otro empleo. La solterona estuvo de acuerdo con él, y agregó que estaba tranquila.
NO le fue posible escaparse sin que la señorita Gilchrist le enseñara toda la casa y varias pinturas del finado Pedro Lansquenet, que se hallaban en el reducido comedor y que le hicieron estremecerse. También tuvo que admirar algunas al óleo de pintorescos pueblecitos pesqueros, hechos por la propia Cora.
—Eso es Polperro —le dijo la señorita Gilchrist con orgullo—. Estuvimos allí el año pasado y a la señora Lansquenet le encantó por lo pintoresco.
El abogado, que contemplaba Polperro desde el sudoeste, desde el noroeste y desde otros varios puntos cardinales, comprendió su entusiasmo.
—La señora Lansquenet prometió dejarme sus bocetos —dijo la señorita Gilchrist—. Parece como si las olas rompieran realmente en este cuadro. Aunque lo haya olvidado en su testamento, tal vez pudiera quedarme con uno como recuerdo, ¿no le parece?
—Estoy seguro de que podrá arreglarse.
Le dio algunas instrucciones y luego fue a entrevistarse con el director del Banco y a hacer algunas consultas al inspector Morton.