Capítulo III

1

Mientras se dirigía a Londres en un vagón de primera clase, el señor Entwhistle dio en pensar con inquietud en la extraordinaria observación formulada por Cora Lansquenet. Claro que Cora era una mujer estúpida y desequilibrada, y desde niña se había significado por su modo de decir sin empacho las verdades más desagradables, y no precisamente las verdades, había equivocado la palabra, sino comentarios sorprendentes…

Y repasó en su mente las consecuencias inmediatas de su desgraciada observación. Las desaprobadoras y asombradas miradas de muchos ojos se concentraron en Cora ante la enormidad de lo que acababa de decir.

Maude había exclamado:

—¡Por Dios, Cora!

Y Jorge:

—¡Querida tía Cora!

Alguien exclamó:

—¿Qué quieres decir?

E inmediatamente Cora Lansquenet, avergonzada y consciente de la enormidad de su aserto, comenzó a murmurar frases incoherentes.

—Oh, lo siento… no quise decir… Oh, claro; he sido una estúpida; pero yo creí, por lo que él dijo… Desde luego que todo está perfectamente. Pero su muerte fue tan repentina… Por favor, olviden lo que he dicho… No quise ser tan estúpida… Ya sé que siempre digo lo que no debo decir.

Desapareció, pues, la momentánea inquietud para dar paso a una discusión práctica sobre cómo disponer de los efectos personales del finado. La casa, y todos los enseres y mobiliario, serían vendidos.

El impolítico comentario había sido olvidado. Después de todo, Cora siempre había sido, si no anormal, por lo menos de una ingenuidad desconcertante. Nunca tuvo la menor idea de lo que no debía decir. Cuando tenía diecinueve años no le dieron a ello mucha importancia; podían ser los resabios de un enfant terrible; pero un enfant terrible de cincuenta años resulta embarazoso. Soltar las verdades más desagradables a troche y moche…

El curso de los pensamientos de mister Entwhistle sufrió una brusca detención. Era la segunda vez que acudía a su mente aquella palabra turbadora: Verdades. ¿Y por qué le turbaba? Porque, naturalmente, los ingenuos, comentarios de Cora siempre produjeron esa violencia, por ser ciertos, o por contener un granito de verdad. Por eso resultaban generalmente turbadores.

A pesar de que Cora era ya una rolliza mujer de cuarenta y nueve años, el señor Entwhistle pudo apreciar en ella cierto parecido con aquella muchacha desgarbada que fue en su infancia; y ciertas características de su persona no habían cambiado… el modo de ladear la cabeza con cierto aire de expectación cuando decía alguna inconveniencia… De ese modo había comentado una vez acerca de la cocinera:

—Mollie apenas puede arrimarse a la mesa de la cocina de lo gorda que se está poniendo. ¡Tiene una cintura! Hace uno o dos meses no estaba así. No sé por qué estará engordando tanto.

Todos se apresuraron a hacerla callar. Al día siguiente la cocinera había desaparecido, y después de las debidas averiguaciones hicieron que el jardinero se casara con ella, para lograr lo cual le regalaron una casita.

Recuerdos lejanos de cosas que ocurrieron y pasaron a la historia.

Mister Entwhistle examinó su inquietud con más detenimiento.

¿Cuál de sus absurdas observaciones fue la que le produjo aquella turbación en su subconsciente? Aquellas dos frases: «Lo creí por lo que él dijo…», y… «su muerte fue tan repentina…».

Se dispuso a estudiar primero esta última frase. Sí, la muerte de Ricardo podía considerarse, en cierto modo, repentina. Él mismo había hablado de la salud de Ricardo con este y su médico. El cual indicó sin ambages que podía vivir aún mucho tiempo. Si se cuidaba y era razonable tal vez pudiera vivir dos o incluso tres años. Quién sabe si más… Pero en cualquiera de los casos, el doctor no había pronosticado ningún colapso en un futuro próximo.

Bien, el médico pudo equivocarse… pues los médicos, como ellos mismos son los primeros en admitir, no pueden nunca asegurar la reacción de cada paciente ante la misma enfermedad. Pacientes dados por perdidos se han curado inesperadamente, mientras que otros en vías de curación, recaen y acaban fatalmente. Depende mucho de la vitalidad del enfermo, de sus defensas y de sus ansias de vivir.

Y Ricardo Abernethie, aunque fuerte y vigoroso, no sentía grandes deseos de seguir viviendo y en cierto modo esto era comprensible.

Pues seis meses antes, Mortimer, el único hijo que le quedaba, contrajo una parálisis infantil y murió en menos de una semana. Su muerte fue un gran golpe para Ricardo, acrecentado por el hecho de haber sido siempre un joven extraordinariamente fuerte y lleno de vida. Deportista consumado, era también un buen atleta, y una de esas personas de las que se dice que no estuvieron enfermas nunca. Estaba a punto de prometerse con una muchacha encantadora, y todas las esperanzas de su padre para el futuro se centraban en aquel hijo querido que sólo le proporcionaba satisfacciones.

Y entonces ocurrió la tragedia. Además, el porvenir ya no ofrecía atractivo alguno para Ricardo Abernethie. Otro de sus hijos murió en la infancia, y el segundo sin sucesión. No tenía nietos. En resumen, el nombre de Abernethie iba a extinguirse con él, que era poseedor de una gran fortuna y amplios negocios e intereses que todavía fiscalizaba hasta cierto punto. ¿Quién iba a sucederle en la dirección de aquellos negocios y a posesionarse de su fortuna?

Entwhistle sabía que esto había preocupado mucho a Ricardo. Su único hermano era casi un inválido. Y ahí quedaba la joven generación. Era intención de Ricardo, aunque nunca lo dijo, escoger a su sucesor entre ellos, a pesar de que sus bienes los repartiera por igual. Durante los seis últimos meses invitó a pasar unos días en su compañía, uno tras otro, a su sobrino Jorge, su sobrina Susana y su esposo, Rosamunda también acompañada de su marido, y su hermana política la viuda de Leo Abernethie. Según opinión del abogado, Abernethie, había buscado a su sucesor entre los tres primeros. Elena Abernethie había sido consultada acerca de este particular, pues Ricardo siempre tuvo muy buena opinión de su buen sentido y juicio práctico. El señor Entwhistle recordaba asimismo que durante este período Ricardo hizo una corta visita a su hermano Timoteo.

El resultado era el testamento que el abogado llevaba ahora en su cartera. Un reparto equitativo de las propiedades. La única conclusión que podía deducirse era que se había desilusionado ante su sobrino y sus sobrinas… o tal vez a causa de los esposos de estas.

Por lo que sabía el señor Entwhistle, no había invitado a su hermana Cora a visitarle… y eso trajo a la mente del abogado aquella primera frase que Cora dejó escapar entre incoherencias: «… pero yo creí, por lo que me dijo…».

¿Qué había dicho Ricardo Abernethie? ¿Y cuándo? Si Cora no fue a Enderby, entonces Ricardo debió visitarla en el pintoresco pueblecito donde tenía una casita. ¿O se refería a algo que le comunicara por carta?

El abogado frunció el ceño. Cora, desde luego, era una mujer estúpida. Pudo haber interpretado mal una frase, pero a él le hubiera gustado saber qué frase fue aquella.

Sentía la suficiente curiosidad para pensar en la posibilidad de interrogar a la señora Lansquenet sobre el particular; pero no, era demasiado pronto. Era mejor no darle importancia. No obstante, hubiera querido saber lo que Ricardo Abernethie le había dicho, y que la condujo a pronunciar con tal desenfado aquella extraña frase:

¿Pero no murió asesinado?

2

En el mismo tren y en un departamento de tercera clase Gregorio Banks le decía a su esposa:

—¡Esa tía tuya debe estar completamente loca!

—¿Tía Cora? —Susana habló sin gran convicción—. Oh, sí, creo que siempre ha sido un poco tonta.

Jorge Crossfield, sentado ante ellos, dijo con sequedad:

—La verdad es que debieran impedirle decir cosas como esa. Puede hacer pensar mal a la gente.

Rosamunda Shane, que intentaba retocar el arco de Cupido de sus labios con la barrita de carmín, murmuró distraída:

—No creo que nadie preste atención a lo que diga una vieja regañona como esa. Con esos vestidos tan extraños adornados con metros y metros de sartas de azabache…

—Bien, pero creo que debieran hacerla callar —dijo Jorge.

—Conforme, cariño —rio Rosamunda, contemplando con satisfacción sus labios en el espejo—. Hazla callar.

Su esposo habló de improviso.

—Creo que Jorge tiene razón. ¡Es tan fácil que la gente comience a murmurar!

—Bueno, ¿y qué importa? —Rosamunda sonrió—. Pudiera resultar divertido.

—¿Divertido? —preguntaron a la vez cuatro voces.

—Sí, el tener un asesino en la familia —repuso Rosamunda—. ¡Qué emocionante!

Al nervioso y desgraciado joven Jorge Crossfield se le ocurrió pensar que la prima de Susana, dejando a un lado su atractivo exterior, pudiera tener cierto parecido con su tía Cora, y sus palabras confirmaron esta impresión.

—Si hubiera sido asesinado —dijo Rosamunda—, ¿quién creéis que pudo hacerlo?

Paseó su mirada por todo el compartimiento.

Su muerte resultaba demasiado conveniente para todos nosotros —agregó, pensativa—. Miguel y yo estamos prácticamente en las últimas. A Mick le han ofrecido un buen papel en un teatro de Sanborne, si puede permitirse el lujo de esperar. Ahora viviremos en la abundancia. Seremos capaces de formar compañía propia, si queremos. A decir verdad, hay una obra con un papel sencillamente maravilloso…

Nadie la escuchaba. Todos pensaban en sus respectivos asuntos.

«Ahora podré reponer ese dinero y nadie sabrá nunca… —decíase Jorge para sus adentros—. Me he librado por un pelo».

Gregorio se apoyó en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Era un hombre libre.

Susana dijo con voz clara, aunque algo dura:

—Yo lo siento mucho, claro, por el pobre tío Ricardo: pero era muy viejo. Mortimer había muerto, no tenía interés por la vida y hubiera sido horrible para él seguir inválido año tras año. Ha sido mucho mejor que muriera de repente, sin alboroto.

La mirada de sus ojos se suavizó al contemplar, el rostro absorto de su esposo. Adoraba a Greg. Tenía la vaga impresión de que él no la quería tanto como ella… pero eso sólo conseguía robustecer su pasión. Greg era suyo, y hubiera hecho cualquier cosa por él. Lo que fuese…

3

Maude Abernethie, mientras se cambiaba de traje para cenar en Enderby (donde se quedaría a pasar la noche) se preguntaba si no debiera haberse ofrecido a permanecer allí más tiempo para ayudar a Elena a ordenar y disponer las cosas de la casa, los efectos personales de Ricardo… cartas… Era de suponer que todos los papeles importantes ya hubieran sido recogidos por el señor Entwhistle. Y la verdad es que debía regresar junto a Timoteo tan pronto como le fuera posible. ¡Se enojaba tanto cuando ella no estaba! Ojalá no le defraudase el testamento. Él esperaba que casi toda la fortuna de Ricardo pasase a sus manos. Después de todo era el único Abernethie superviviente. Ricardo debiera haber confiado en él para que cuidara de la joven generación. Sí, tenía miedo de que se disgustase… y ello le resultaba tan perjudicial para su digestión… Cuando se enfadaba no atendía a razones. Algunas veces era como si perdiera el sentido de la proporción… No sabía si decírselo al doctor Barton… Aquellas píldoras para dormir… Timoteo estaba tomando demasiadas últimamente, y podían resultar perjudiciales… el doctor Barton se lo dijo… uno llega a acostumbrarse y se olvida de que ya las ha tomado… toma más, y puede suceder cualquier cosa. No quedaban muchas en la botellita… Timoteo era muy terco en cuanto a medicinas. No lo escucharía… Suspiró… y se le animó el semblante. Ahora todo iba a ser más fácil. El jardín, por ejemplo…

4

Elena Abernethie, sentada ante la chimenea del salón verde, aguardaba a que Maude bajara a cenar.

Miró a su alrededor recordando los viejos tiempos cuando estuvo allí con Leo y los demás. Había sido un hogar feliz. Pero una casa como aquella necesitaba gente: niños, criados, grandes recepciones y en invierno un buen fuego en las chimeneas. Le había parecido muy triste cuando vivió en ella con aquel anciano que acababa de perder a su hijo.

¿Quién la compraría? ¿La convertirían en hotel, instituto, o tal vez en una de esas casas de huéspedes para jóvenes estudiantes? Eso es lo que suele ocurrir con las grandes casas en las actualidad. Nadie las compra para vivir en ellas. Quizá la echaran abajo, para volverla a construir de nuevo. Este pensamiento la entristeció, pero lo apartó con resolución. De nada serviría pensar en el pasado. Aquella casa, los días felices vividos, Ricardo, Leo… todo fue magnífico, pero había terminado. Ahora tenía sus propias actividades, amigos e intereses. Sí, sus intereses… Y en lo sucesivo, con la renta que Ricardo le había dejado, podría conservar su vida en Chipre y llevar a cabo todos sus planes.

Con lo ocupada que había estado últimamente por la cuestión económica… casas… aquellas malas inversiones… Ahora, gracias al dinero de Ricardo, todo había concluido…

¡Pobre Ricardo! Morir durante el sueño, había sido un don del cielo… Falleció de repente el 22… Debió ser esto lo que metió aquellas ideas en la cabeza de Cora. ¡La verdad que era absurda! Siempre lo había sido. Elena recordaba haberla encontrado una vez en el extranjero, poco después de haber contraído matrimonio con Pedro Lansquenet. Aquel día estuvo particularmente tonta y fatua, ladeando la cabeza, y haciendo comentarios sobre pintura, sobre todo con respecto a la de su esposo, cosa que a él debió resultarle poco agradable. A ningún hombre le agrada que su esposa haga el ridículo. ¡Y Cora era tan tonta!… Oh, bueno, la pobre no podía remediarlo, y su marido no la había tratado aún lo bastante para estar al cabo de la calle.

Los ojos de Elena se posaron en un ramo de flores de cera colocado sobre una mesa de malaquita. Cora estuvo sentada junto a aquella mesa cuando volvieron de la iglesia. Se mostró llena de recuerdos y encantada al reconocer viejos objetos; y era evidente que estaba contentísima de haber vuelto a su antigua casa olvidando por completo la razón por la que se hallaban allí reunidos.

«Pero tal vez —pensaba Elena— haya sido menos hipócrita que nosotros…».

Cora nunca supo ajustarse a convencionalismos. Bastaba ver el modo que exclamó ante todos: «Pero fue asesinado, ¿verdad?».

¡Todos los rostros se volvieron a mirarla asombrados, perplejos! Cuan variadas expresiones debieron reflejarse en aquellas caras…

Y de pronto, al evocar la escena, Elena frunció el ceño. Allí hubo algo extraño…

¿Algo…?

¿Alguien?

¿La expresión de algún rostro? ¿Era eso? ¿Algo que… cómo diría… no debiera haber estado allí…?

Lo ignoraba… no conseguiría aclararlo… Pero allí hubo algo… algo… raro.

5

Entretanto, en un restaurante de Swindon, una señora vestida de negro, con sartas de abalorios, estaba tomando té con bollos mientras iba pensando en su porvenir. No estaba triste por la desgracia acaecida. Era feliz.

Aquellos viajes a través del campo resultaban agotadores. Hubiera sido más sencillo regresar a Lychett Saint Mary por la vía de Londres… Y no le hubiese resultado mucho más caro. Ah, ahora eso no importaba. No obstante, ello significaría tener que viajar con la familia… probablemente charlando todo el trayecto. Demasiado esfuerzo.

Sí, era mejor regresar a casa por el campo. Aquellos bollitos eran excelentes. Es extraordinario el apetito que abren los funerales. La sopa de Enderby estaba deliciosa, lo mismo que el soufflé.

¡Qué gente más presuntuosa… e hipócrita! La cara que pusieron… cuando dijo lo del asesinato. ¡Cómo la miraron!

Bueno, había hecho bien en decirlo. Movió la cabeza con gesto de aprobación. Sí, hizo muy bien.

Miró el reloj. Faltaban cinco minutos para que saliera su tren. Sorbió el té, que no era demasiado bueno. Hizo una mueca.

Durante un par de segundos siguió soñando. Soñando con el porvenir que se abría ante ella. Sonrió como una niña feliz.

Al fin iba a divertirse de verdad… Dirigióse apresuradamente al tren de vía estrecha, haciendo planes…