Capítulo II

Después del delicioso caldo de pollo y de multitud de viandas frías, acompañado de un excelente chablis, el ambiente animóse un tanto. Nadie había sentido realmente el fallecimiento de Ricardo Abernethie, puesto que no les unía con él parentesco cercano. El comportamiento de todos había sido decoroso y discreto (si se exceptúa a Cora, que evidentemente se estaba divirtiendo), pero en aquel momento se dieron cuenta de que ya habían cubierto las apariencias y era hora de volver a entablar una conversación normal. El señor Entwhistle contribuyó con ello. Tenía mucha experiencia en estos casos y sabía exactamente cómo disipar la frialdad del ambiente después de un funeral.

Una vez terminada la comida, Lanscombe los invitó a pasar a la biblioteca, para tomar el café. Había llegado el momento en que los negocios… en otras palabras, el testamento… iban a ser discutidos. La biblioteca era el lugar más adecuado, con sus estanterías llenas de libros y las pesadas cortinas de terciopelo rojo. Cuando hubo servido el café, Lanscombe salió de la estancia cerrando la puerta.

Después de intercambiar algunas frases triviales, todos dirigieron sus miradas hacia el señor Entwhistle, quien miró su reloj.

—Tengo que coger el tren de las tres y media —comenzó.

Al parecer también alguien más iba a coger el mismo tren.

—Como ustedes ya saben —añadió el señor Entwhistle, soy el albacea testamentario de la voluntad de Ricardo Abernethie…

—Yo no lo sabía —le interrumpió Cora Lansquenet—. ¿De veras lo es usted? ¿Me deja algo a mí?

No era la primera vez que el señor Entwhistle observaba que Cora solía hablar viniera o no a cuento el hacerlo.

Tras dirigirle una mirada de reproche, continuó:

—Hasta hará cosa de un año el testamento de Ricardo dejaba todo a su hijo Mortimer.

—Pobre Mortimer —repuso Cora—. Eso de la parálisis infantil es horrible.

—La muerte de Mortimer, trágica e inesperada, fue un gran golpe para Ricardo. Le costó varios meses el reponerse. Yo le hice observar que era conveniente redactar un nuevo testamento.

Maude Abernethie preguntó con voz profunda:

—¿Qué hubiera sucedido de no haberlo hecho? ¿Hubiera ido todo… hubiera ido todo a manos de Timoteo… quiero decir como pariente más próximo?

El señor Entwhistle abrió la boca como para discutir la calidad del parentesco, pero pensándolo mejor, dijo crispado:

—Bajo mi consejo, Ricardo decidió hacer un nuevo testamento. No obstante, primero decidió conocer mejor a la joven generación.

—Y nos probó a todos —dijo Susana con una franca carcajada—. Primero Jorge, luego Greg y yo, después Rosamunda y Miguel.

Gregorio Banks dijo con acritud, mientras enrojecía:

—No creo que debas hablar así, Susana. ¡Probarnos!

—¿Me ha dejado algo? —repitió Cora.

El señor Entwhistle carraspeó y se expresó con frialdad manifiesta.

—Tengo intención de enviarles a todos ustedes una copia del testamento. Ahora puedo leérselo todo, si lo desean; pero la fraseología legal puede que les resultara poco comprensible. Resumiendo, viene a ser esto: aparte de cierto legado que hace a Lanscombe, que le proporcionará una renta vitalicia, el total de los bienes… muy considerable… debe ser dividido en seis partes iguales. Cuatro de las cuales una vez pagados los derechos irán a manos del hermano de Ricardo, Timoteo, de su sobrino Jorge Crossfield y de sus sobrinas Susana Banks y Rosamunda Shane. Las otras dos partes quedarán en depósito y las rentas deberán pagarse a la señora Elena Abernethie, la viuda de su hermano Leo, y a su hermana la señora Cora Lansquenet, durante toda su vida. El capital, después de su muerte, deberá ser repartido entre los cuatro beneficiarios de sus bienes.

—¡Qué bien! —dijo Cora Lansquenet con verdadera alegría—. ¡Una fortuna! ¿Y a cuánto asciende?

—Pues… ahora no puedo precisarlo con exactitud. Los gastos del entierro subirán bastante y…

—¿No puede usted darme alguna idea aproximada?

El señor Entwhistle comprendió que debía tranquilizarla.

—Posiblemente cerca de tres o cuatro mil libras al año.

Elena Abernethie comentó sosegadamente:

—Qué amable y generoso ha sido Ricardo. Ahora me doy cuenta de que me apreciaba.

—La quería mucho —repuso el señor Entwhistle—. Leo era su hermano predilecto y estimaba mucho que usted viniera a verle después de morir aquel.

—Ojalá me hubiera dado cuenta de lo enfermo que estaba —dijo Elena pesarosa—. Vine a verle poco antes de su fallecimiento, pero a pesar de saber que había estado enfermo, no creí que fuera nada grave.

—Siempre estuvo delicado —dijo el señor Entwhistle—, pero no quería que se hablase de ello y no creo que nadie imaginase que el fin llegaría tan pronto. Sé que incluso el médico quedó sorprendido.

Murió de repente en su residencia, eso es lo que dijeron los periódicos —comentó Cora moviendo la cabeza.

—Fue un doloroso golpe para todos nosotros —la interrumpió Maude Abernethie—. El pobre Timoteo se trastornó mucho: «Tan de repente». No dejaba de repetirlo: «Tan de repente».

—Sin embargo, se ha guardado muy bien el secreto, ¿verdad? —dijo Cora.

Todos la miraron extrañados y pareció ruborizarse.

—Creo que habéis hecho muy bien —dijo apresuradamente—. Muy bien. Quiero decir… que no hubiera acarreado ningún bien el hacerlo público. Hubiese sido muy desagradable para todos. Debe quedar estrictamente guardado en la familia.

Los rostros que la contemplaban estaban cada vez más sorprendidos.

El señor Entwhistle inclinóse hacia delante.

—La verdad, Cora; me temo que no comprendo lo que quiere decir.

Cora Lansquenet los miró a todos con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y ladeando la cabeza con un gesto muy peculiar parecido al de un pajarito, dejó ir:

—Pero fue asesinado, ¿verdad?