En noviembre de 1998, los autores de estas líneas emprendíamos una investigación que ya se había llevado a cabo en numerosos países pero que, inexplicablemente, estaba aún por hacer en el nuestro. El objetivo que perseguíamos no era otro que demostrar que en la sociedad española contemporánea seguía existiendo algo así como un «folclore moderno», es decir, un repertorio de tradiciones y creencias populares, formado a imagen y semejanza de las de antaño, pero adaptado sutilmente a las exigencias de nuestra época.
Los especímenes que más nos interesaba recoger durante esta dificultosa travesía por las aguas inestables del folclore, se inscribían en una familia de relatos denominados a veces «migratorios», por la rapidez con que cambiaban de residencia, o en ocasiones «rumores», debido a su origen inescrutable, contenido chocante y ardua verificación. Nos referimos a las así llamadas «leyendas urbanas». Estos relatos, como los chistes o algunos cuentos de terror, y a diferencia de los rumores, simples noticias «improvisadas» e informes, se apoyan en una trama urdida meticulosamente en función del desenlace, que se condensa en una viñeta violentamente gráfica, a veces redondeada por un pequeño epílogo. En circunstancias ideales, suelen contarse como si fueran «sucesos verdaderos», o en su defecto, como noticias ambiguas que muy bien podrían haber ocurrido alguna vez. He aquí su diferencia esencial respecto a los cuentos literarios y la razón de su éxito perdurable. Ello exige que los personajes sean meros arquetipos anónimos («un hombre», «una mujer», «una pareja») aunque situados siempre en escenarios bien concretos (ciudad tal, calle cual), para reforzar el realismo de un argumento que depende íntegramente del grado de verosimilitud de los detalles. La acción se sitúa en un pasado impreciso pero inmediato, y el narrador suele aludir a fuentes de información «fiables» para conferir una aparente solidez a los puntos débiles de su historia. La más socorrida de dichas fuentes es el quimérico «amigo de un amigo», inevitable protagonista de la historia y último eslabón de una cadena sin fin.
Los contornos de estas historias son imprecisos, como los de los mitos, y su lógica, vinculada a la del inconsciente y sus equivalencias, próxima a la del sueño —reflexionan Véronique Campion-Vincent y Jean-Bruno Renard en el epílogo de su obra Légendes urbaines: rumeurs d’aujourd’hui—. Lo que cuentan estos relatos combina nuestros miedos y deseos. Estos últimos se suelen ver satisfechos gracias a los resultados imprevisibles de la justicia inmanente, que ajusta las cuentas a los malhechores mutilándolos. En ellas abundan los miedos, múltiples y contradictorios: miedo a la técnica y al salvajismo, a la violencia urbana, a las drogas, a los poderes ocultos y a los complots, las ideas angustiosas relacionadas con la salud y los niños. Las leyendas contemporáneas dan nombre a estos miedos difusos y los encierran en un caparazón literario. Nombrar y designar son prácticas saludables, pues permiten definir el peligro además de exorcizarlo mediante actos simbólicos.
Las leyendas urbanas se hallan tan arraigadas entre nosotros que sus motivos básicos, como los de un cuento tradicional («el lobo devora a la abuela», «Cenicienta pierde el zapato», «los cuarenta ladrones se esconden en las tinajas»), permiten identificarlas en el acto. Hagamos la prueba: una autoestopista desaparece; a un joven le roban un riñón; una mujer blanca da a luz a un bebé negro; una chica es sorprendida en cierta situación embarazosa; el rey viaja de incógnito y ayuda a los conductores que han sufrido avería o es recogido mientras hace autoestop; un buzo aparece en un bosque quemado; una pareja queda «enganchada» haciendo el amor; un maníaco golpea la ventanilla de un coche con una cabeza cortada; alguien encuentra un diente de ratón en una hamburguesa… Estamos seguros de que esta rápida enumeración habrá suscitado recuerdos —entrañables o no— a más de un lector. Nos hallamos, pues, ante un fenómeno que goza de una existencia múltiple y universal, lo mismo que otros géneros del folclore como las fábulas, los cuentos de hadas y los mitos.
Puede que alguien haya fruncido el ceño al toparse por tercera vez con el término «folclore», anglicismo de apariencia vetusta, cargado de connotaciones populacheras y utilizado muchas veces con cierto retintín, cuando no en un sentido abiertamente burlón. Antes de seguir, por tanto, convendría abrir un paréntesis momentáneo para despejar un pertinaz interrogante: ¿De qué hablamos cuando hablamos de folclore?
El estudio del «saber del pueblo», que así suele traducirse el vocablo, nació oficialmente a mediados del siglo XIX, con el objetivo de preservar los «tesoros populares» del pasado —composiciones poéticas, cantos, refranes, mitos, leyendas, tradiciones literarias— ante el avance de la industria y la técnica, dos fuerzas corrosivas que amenazaban con disolver el medio rural y sus habitantes. A los hombres y mujeres que vivían en el campo se les veía como privilegiados depositarios de este idealizado patrimonio, gracias a su alejamiento del mundanal ruido y de la contaminante sociedad urbana, por lo que era preciso extraerles hasta la última gota de su sabiduría silvestre antes de que el progreso la desecara para siempre. Partiendo de tales premisas, el filólogo y anticuario inglés W J. Thoms acuñó el término «folclore» —corría el mes de agosto de 1846— en una carta a la prestigiosa revista The Athenaeum. La denominación vigente hasta entonces era la de «antigüedades populares», preciados vestigios del pasado (ruinas, costumbres insólitas, creencias extravagantes) a cuya denodada búsqueda se venían librando generaciones de anticuarios desde los albores del siglo XVII. Al subrayar en su carta la importancia de «conservar las escasas huellas existentes» de una cultura rural moribunda, W. J. Thoms obraba movido por una mezcla de nostalgia romántica y nacionalismo, sentimiento parecido al que animara a otros ilustres precursores de los estudios folclóricos. Entre ellos figuraban Johann Gottfried Herder, quien publicó en 1773, junto con Goethe, una colección pionera de «canciones populares», así como Jacob y Wilhelm Grimm, compiladores de un gran número de versiones de narrativa oral impresas bajo el título de Cuentos infantiles y del hogar (1812-1822).
Como apunta Gillian Bennet en su obra Traditions of Belief, la idea popular sobre la naturaleza del folclore se vio decisivamente moldeada por cuatro teorías surgidas en las últimas décadas del siglo XIX y que condensaban el pensamiento de otras tantas escuelas: la primera, herencia de los anticuarios, reducía el folclore a lo «pintoresco» «arcaico» y «curioso»; la segunda, inspirada en las hipótesis del mitólogo alemán Max Múller, sostenía que las costumbres, creencias y cuentos de los pueblos eran vestigios de mitos inmemoriales; la tercera, debida al estudioso británico Andrew Lang y los «evolucionistas culturales», afirmaba que eran supervivencias del pasado más primitivo de un país; y la última, nacida de las elucubraciones de James Frazer, atribuía su origen a los cultos paganos de fertilidad.
A pesar de su imponente fachada, estas teorías monumentales se apoyaban en una base muy endeble, puesto que sus artífices jamás recopilaron personalmente los textos cuyo origen remoto pretendían explicar con ellas. Sus más acérrimos detractores, los «difusionistas», contribuyeron a desacreditarlas definitivamente en las primeras décadas del siglo XX, empleando para ello un método austeramente científico: la recogida, comparación y clasificación de ingentes cantidades de variantes para estudiar la historia y difusión geográfica de un poema o una leyenda concretos. Sus laboriosos procedimientos dieron lugar a la llamada «escuela finesa», de enorme influencia en la posterior evolución del folclore e impulsora de los utilísimos «índices tipológicos y de motivos», a los que los autores del presente trabajo han recurrido en más de una ocasión. Estas imprescindibles obras de referencia, deudoras todas ellas de los trabajos precursores de Antti Aarne y Stith Thompson, son un intento de reducir los relatos tradicionales de todo el mundo a sus temas o «motivos» esenciales. Con ello se pretende ahorrar al estudioso del folclore o la literatura el esfuerzo sobrehumano de leerse los miles de volúmenes de narrativa tradicional publicados en todos los rincones del planeta, para lo cual necesitaría una vida entera e incluso más.
Algunos especialistas, como el antropólogo norteamericano William Bascom, opinaban que el método «histórico-geográfico» pecaba de aridez y omitía algunas de las cuestiones más fascinantes del folclore. Así pues, los folcloristas se fueron alejando de la puntillosa inspección de la historia de miles de variantes de un mismo texto y optaron por analizar su función y psicología. Se trataba, en suma, de responder a dos preguntas fundamentales: ¿Para qué servía el folclore? ¿Qué clase de mecanismo psicológico encerraban un cuento o una creencia determinados para que reaparecieran periódicamente en la tradición popular?
Este cambio de rumbo en el estudio del folclore se vería fortalecido por un método que ha resultado ser el más experimental y solvente hasta la fecha: el análisis del «contexto». Ello vendría a significar, como lo señalaba Alan Dundes por primera vez en un ensayo de 1964, que al recoger textos folclóricos era indispensable describir detalladamente la situación particular en que se utilizaban a fin de poder interpretarlos como es debido.
Examinado bajo esta nueva luz, el concepto de «folclore» se alteraba radicalmente. Estudios posteriores fueron poniendo de manifiesto la importancia del contexto, así como del «estilo» y la «presentación» en toda muestra de la cultura tradicional, por lo que se llegó a la conclusión de que el contenido y el significado de ésta variaban continuamente, de tal modo que su origen jamás podría llegar a dilucidarse.
Así pues, los folcloristas de nuestros días ya no creen, como los de antaño, que exista un «saber» popular inmutable, petrificado y al borde siempre de la extinción, sino más bien una serie de procesos de carácter comunicativo, como los que intervienen en cualquier relación humana, y por tanto sujetos a las mismas leyes evolutivas. A su entender, el folclore podría definirse como una sucesión de creencias, actividades y modos de hacer o decir las cosas que se adquieren «por contagio» mediante el trato informal con los demás. Algo así como una especie de «cultura» espontánea que no se aprende en la escuela. El mismo Alan Dundes lo expresaba elocuentemente en el título de un ensayo publicado en 1977: Who Are the Folk? Es decir, ¿quiénes son el pueblo? Según Dundes, el término «pueblo» puede referirse a cualquier grupo de personas que tengan al menos un rasgo cultural en común: sea la profesión, la religión o la lengua. Lo importante del caso es que un grupo formado por cualquier motivo habrá de tener algunas tradiciones que pueda llamar propias. Así pues, la respuesta más lógica parecía condensarse en una frase sencilla pero profunda: «el pueblo somos nosotros».
De todo ello se desprende que no es preciso irse en busca de campesinos nonagenarios para sonsacarles alguna conseja inmemorial sobre las andanzas de «La descarnada». No hay más que acudir a un moderno dispensario y hablar con alguna ATS, como lo demuestra el testimonio de Ernestina García:
En distintos hospitales de Málaga se cuenta la historia de una mujer vieja vestida de negro que se aparece a los enfermos que van a morir. Éstos, cuando la ven, suelen chillar de miedo. También ha sido vista por algunas enfermeras, a veces, en el ascensor. Me lo contó mi hermana, que es ATS.
Los alumnos y profesores de las autoescuelas también han hecho circular una leyenda que refleja la perniciosa desidia que atribuyen las malas lenguas a ciertos examinadores. Nos la cuenta Jordi Barrera:
Un examinador, sentado en el asiento trasero, se pasó todo el examen de conducir leyendo el periódico, de tal manera que tapaba la visión al examinado. Finalmente, haciendo oídos sordos a sus quejas, le suspendió sin piedad.
En el mundo castrense, la proverbial agresividad de ciertos militares ha cuajado en un relato particulamente siniestro. Nos lo remite Felix René Juberías:
Existe un teniente que en su uniforme está obligado a lucir tres cruces negras. Se cuenta que había sido comandante pero lo degradaron «por matar de una patada en los testículos a un soldado». Se cuenta que cada cruz negra que lleva en el uniforme significa que se ha matado a un soldado y está obligado a llevarla en todo momento para que todos lo sepan.
Fuera de los ámbitos gremiales, la legendaria astucia del pueblo gitano ha inspirado una estratagema picaresca (y apócrifa) que, curiosamente, parecen haber hecho suya algunos futbolistas. Teresa Mas nos la detalla con las siguientes palabras:
Los gitanos, ante un accidente de tráfico provocado por ellos o ante un control policial, intentan evitar toda responsabilidad mediante la siguiente artimaña: el conductor del vehículo se coloca precipitadamente en el asiento del copiloto o en el de atrás. Cuando la policía se acerca y pregunta por el conductor, todos los gitanos afirman que éste ha salido corriendo. Algunos futbolistas famosos, ebrios a la salida de una discoteca, también se han valido de este método.
Una simple inscripción en un vaso de plástico de ciertas cadenas de restaurantes es capaz de inspirar toda una «etimología» fabulosa entre sus clientes, siempre que se trate, naturalmente, de establecimientos con una larga tradición legendaria en su haber. Joel Soriano nos lo demuestra con un ejemplo que le contó un amigo canadiense:
Un cliente de un restaurante MacDonald’s sufrió quemaduras al caérsele encima el café. Atribuyendo el percance a la mala fabricación de los vasos, no dudó en demandarles y recibió una indemnización de varios miles de dólares. A partir de aquel incidente, todos los vasos para bebidas calientes de los MacDonald’s llevan una inscripción advirtiendo de las altas temperaturas del líquido que contienen.
Los ejemplos anteriores constituyen una pequeña muestra de los casi mil relatos que habíamos logrado recoger al término de nuestra investigación.
Desde el primer momento tuvimos claro que un estudio fundado en un concepto tan inaprensible como las «leyendas urbanas» debía basarse en un trabajo sobre el terreno de cierta envergadura. Nos parecía éste el modo más objetivo de documentar un fenómeno que sólo conocíamos «de oídas» (nunca mejor dicho), puesto que no existía ningún estudio publicado que describiera sus manifestaciones en nuestro país.
A tal efecto redactamos un cuestionario abierto en el que solicitábamos, ni más ni menos, cualquier relato que tuviera el menor asomo de «leyenda urbana». Para no influir demasiado en las respuestas de nuestros futuros corresponsales, y confiando en su perspicacia, nos limitamos a incluir en él una breve declaración de intenciones y tres ejemplos paradigmáticos del género: el fantasma que hace autoestop; el joven a quien extirpan un riñón sin su consentimiento y la desconocida que deja escrito en un espejo que ha contagiado el sida al hombre con quien acaba de acostarse. Acto seguido remitimos unas cuatro mil copias de dicho cuestionario a varias universidades españolas y, simultáneamente, distribuimos algunos centenares más entre personas próximas a nosotros, rogándoles que a su vez hicieran lo propio con quien les pareciera oportuno. Lo primero obedecía a razones estratégicas: algunos profesores y profesoras amigos nuestros se prestaron a colaborar en el proyecto y nos pusieron en contacto con colegas suyos de diversas facultades del territorio español, quienes a su vez nos ofrecieron de buena gana su inestimable ayuda. Gracias a todos ellos fue posible coordinar sin sobresaltos la distribución de los cuestionarios entre un gran número de estudiantes y su posterior recogida una vez cumplimentados.
La razón principal que nos indujo a pensar en los estudiantes como informadores idóneos fue su condición de grupo homogéneo, comunicativo, bien relacionado e inquieto intelectualmente, y por ello proclive al intercambio de toda clase de información (y desinformación). Por encima de todo, sin embargo, confiábamos en la competencia de sus profesores y profesoras. A todos sin excepción les debemos los buenos resultados obtenidos, ya que fueron ellos quienes lograron la entusiástica participación de los alumnos en nuestro proyecto, e incluso nos ofrecieron sus aulas para dar alguna que otra charla. Sus nombres ocupan un lugar preferente en la lista de agradecimientos.
Creemos que el predominio de informadores del mundo universitario no imprime ningún sesgo especial en el contenido de las versiones recogidas. La ubicuidad de las leyendas urbanas nos lleva a pensar que de haber optado por otros grupos sociales, habríamos obtenido relatos semejantes. Asimismo, tampoco creemos que nuestro interés por realizar un sondeo a escala nacional haya redundado en una mayor diversidad temática ni en la posibilidad de llegar a conclusiones sociológicas respecto a la distribución territorial de las tradiciones legendarias. Si nos decidimos por este planteamiento fue más que nada para comprobar personalmente un rasgo apasionante del folclore: la capacidad de adaptación de las leyendas universales. Un ejemplo emblemático, entre otros muchos que analizamos en las páginas de este libro, seria la historia del fantasma que hace autoestop: a pesar de tratarse de una leyenda internacional, cada municipio dispone de una autoestopista autóctona, cuyas apariciones se vinculan siempre a una «curva de la muerte» de las cercanías.
A fin de complementar el material recopilado mediante los cuestionarios, creímos conveniente entrevistar a una serie de personas versadas en diferentes materias: antropólogos, historiadores, filósofos, medievalistas, cirujanos, químicos, policías, etc. Con ello pretendíamos confirmar la circulación de ciertas leyendas por España, obtener algún dato respecto a su verosimilitud o, simplemente, conocer su opinión particular acerca del significado o la persistencia de algunas de ellas. El lector también encontrará sus nombres en la lista de agradecimientos, y sus impresiones reproducidas en los lugares pertinentes.
Al cabo de diez meses de intenso trabajo sobre el terreno, abundantes lecturas y encendidos debates, dimos por terminada la recopilación de textos.
Se imponía entonces realizar una selección de las casi mil versiones que teníamos entre manos. El criterio que adoptamos fue el siguiente: dar preponderancia a las leyendas que hubieran identificado previamente otros investigadores y que, por tanto, figurasen ya en recopilaciones extranjeras publicadas en los últimos veinte años. Nos proponíamos demostrar así que la mayoría de leyendas aparentemente «españolas» no eran sino variantes de otras que llevaban largo tiempo circulando por todo el mundo; nos interesaba también analizar sus similitudes o diferencias, tratar de seguir su trayectoria en nuestro país y compararlas con relatos formalmente distintos pero que contuvieran motivos parecidos. Una vez clasificadas las leyendas «internacionales», nos quedaron dos relatos que, como señala Jan Brunvand en su prólogo, ningún investigador extranjero había recopilado anteriormente. En vista de su estructura modélica, que analizamos en los capítulos correspondientes, se trataba de verdaderas leyendas urbanas con quince años largos de rodaje por nuestro país, de donde acaso fueran oriundas y reacias a emigrar. Ello —hemos de decirlo— nos produjo una modesta satisfacción. Así pues, arrogándonos el derecho de todo descubridor, procedimos a bautizarlas como La mujer pálida y el ladrón y La corbata del novio y la sierra mecánica.
Concluida la selección, no tuvimos más remedio que dejar de lado un surtido relativamente amplio de leyendas que no encajaban exactamente en nuestra clasificación. Entre ellas (algo más de un veinte por ciento), figuraban numerosas historias relativas a fenómenos paranormales, a lo sobrenatural o bien a la casuística ovni. En suma, otra serie de relatos de indudable valor para el estudioso del folclore, cuyo gran interés habría requerido darles el tratamiento que merecían, pero que por la consabida falta de espacio-tiempo, y en beneficio de la uniformidad temática, tuvimos que omitir. El lector encontrará, eso sí, tres capítulos que se ocupan de leyendas propiamente «fantásticas». Dos de ellas son de obligada inclusión por su larga y afamada trayectoria: Aparecidos itinerantes y Teletransportados adonde Vidal. La tercera es una pequeña rareza —la guinda de esta antología— titulada El rey de los gatos.
El último dilema que se nos presentó concernía al modo de reproducir los textos. Teníamos dos opciones: «embellecerlos» literariamente para que sonaran «mejor», o publicarlos tal cual, respetando el estilo de nuestros informadores. La primera posibilidad no nos interesaba en absoluto, puesto que habría implicado uniformizar, con pretensiones dudosamente artísticas, unos relatos cuya vitalidad (como la de todo «folclore» que se precie) reside precisamente en el uso personal e intransferible que le da cada uno. Así pues, decidimos ejercer el papel de «médiums» y transcribir literalmente las versiones que nos habían llegado, limitándonos a pulir la sintaxis cuando fuera necesario, al objeto de facilitar la lectura, y a corregir, eso sí, las faltas de ortografía.
A estas alturas tal vez convendría embarcarse en algunas digresiones teóricas en torno a la naturaleza de las «leyendas urbanas», concepto de origen anglosajón que hemos venido manejando alegremente a riesgo de provocar extrañeza a más de un lector «castizo». En efecto, si nos atenemos a la definición de «leyenda» que da María Moliner, o sea, la «narración de sucesos fabulosos que se transmite por tradición como si fuesen históricos», casi todos los relatos compilados en este libro palidecerán de golpe, reducidos a meras anécdotas fútiles. Esta tendencia reduccionista, dicho sea de paso, parece ser la norma por la que se rigen los medios de comunicación nacionales cuando sacan a relucir el asunto. En tales ocasiones, más bien escasas y circunstanciales, siempre hemos oído tildar las leyendas urbanas, con ostentosa indiferencia o notable sarcasmo, de «bulos», «patrañas», «monsergas» o «rumores», a menos que se difundieran como sucesos verídicos, con lo que entonces pasaban a ser «noticias chocantes» o «insólitas». Esta desgana intelectual sólo puede atribuirse, como apunta el antropólogo L. Díaz Viana, a la inexplicable «mala fortuna» que parece perseguir al estudio del folclore en España, cosa que no ocurre en Estados Unidos, por ejemplo, donde es asignatura en varias universidades desde los años sesenta. Ello ha redundado en su falta de reconocimiento académico y en un alarmante vacío en cuanto a bibliografía se refiere. Mientras que en casi todo el mundo existen abundantes obras que analizan el fenómeno de las leyendas urbanas, así como especialistas de distintos campos y asociaciones dedicados a su estudio permanente (véase bibliografía), en España tan sólo hemos localizado, tras remover cielo y tierra, al profesor Josep Maria Pujol, autor de un índice tipológico de narrativa tradicional catalana, quien junto con algunos colaboradores, está realizando una investigación similar a la nuestra, y dos míseras referencias que despachan el tema en pocas líneas (Agradeceremos cualquier rectificación que puedan hacemos los lectores).
La primera se encuentra en un estudio clásico de Julio Caro Baroja: Ensayos sobre la cultura popular española. El eminente antropólogo roza de pasada el tema en tres párrafos titulados Bulo y arquetipo. El capítulo se inicia con una breve definición que bien podría aplicarse a las leyendas urbanas: Esta clase de relatos cortos, que a veces no se expresan más que con un «se dice», Acto seguido, tras indicar que «bulo» significa noticia falsa propagada con algún fin, añade: Pero fácil es demostrar que la circulación del «bulo» se hace a base de utilizar «arquetipos» o «temas» que, de modo periódico, se ajustan a circunstancias varias, con signo o fin incluso contrario. El ejemplo que sigue lo encontrará también el lector en el capitulo Calcomanías con LSD: Aún recordamos muchos cómo en tiempos de la República corrió por varias capitales de España la noticia de que gente de Religión había dado unos caramelos envenenados a unos niños, no recuerdo bien con qué malévolos fines. El caso es que el «bulo» del veneno es igual a sí mismo desde antiguo, aunque cambien los acusados o el designio del mismo.
Nada que objetar. El lector encontrará dos ejemplos concretos de este lúcido dictamen en los capítulos titulados Secuestradas en el probador y Sobre el riñón que nos falta, donde se analizan una serie de relatos que parecen haber absorbido algunos motivos de antiguas «leyendas negras». Lamentablemente, Caro Baroja se detiene en este punto, por lo que sus valoraciones sólo afectarían a un número muy limitado de leyendas urbanas.
Una descripción algo más extensa, en la que ya se alude sin circunloquios a las «leyendas contemporáneas o urbanas», aparece en fecha tan tardía como 1997 en la compilación La casa encantada: Estudios sobre cuentos, mitos y leyendas de España y Portugal, editada con motivo del seminario interuniversitario de estudios sobre la tradición y coordinada por los doctores Eloy Martos Núñez y Vitor Manuel de Sousa Trinidade. Sin embargo, la visión que se da del asunto resulta un tanto esquemática y atropellada:
La ciudad genera otro cúmulo de leyendas y consejas, que van a tener un nuevo cauce de expresión: la prensa local, las hojas volantes, los romances de ciego… Es decir, los rumores orales pasan al papel mediante la prensa local, sucesos, crímenes, misterios… Se producen así nuevos temas: despersonalización, carácter anónimo, el hombre que acecha (delincuente, avatar del siniestro «hombre del saco»), el mal en forma de azar (leyenda urbana difundida en Madrid: la chica que hace el amor con un chico al que encuentra en una discoteca, van al hotel, y al día siguiente desaparece dejando este mensaje en el espejo: «Bienvenido al club del sida») (…). Los accidentes son un nuevo foco de generación de leyendas (el fantasma de la autopista [sic], la mujer que cambió el billete del avión que luego se estrella…). La ciudad es un laberinto, un espacio mítico, donde se superponen planos y actividades (…). Es, a veces, un símbolo del mal, del caos. Lo contrario a leyendas hospitalarias, y más cerca de visiones apocalípticas (catástrofes).
Este tono deshilvanado e impreciso genera cierta confusión, por lo que es de agradecer que los autores incluyan algunos ejemplos, pues de lo contrario sería más bien difícil saber de lo que están hablando. Por otra parte, resulta imperdonable que lo den todo por sentado y no se molesten en citar la procedencia de ninguna de sus afirmaciones.
Para zanjar el tema, al cabo de media página, enumeran lo que ellos entienden por «leyendas urbanas modernas», con resultados más esclarecedores pero igualmente expeditivos. En su opinión, podrían considerarse como tales las que
están vinculadas a una ciudad y/o al modo de vida urbano (…). Damos cabida a las que tienen que ver con la delincuencia organizada, actividades crípticas (burdeles, sectas…), los accidentes, incidencias de viajes, fenómenos paranormales… Incluimos las que puedan referirse a pueblos (Niñas de Alcásser), pero revelan problemas y formas de vida urbanas. Excluimos las advocaciones tradicionales (Virgen de la Paloma), pero sí se podrían incluir sus prolongaciones y adaptaciones al nuevo marco (milagros, exvotos…). En especial, las relacionadas con ovnis, sucesos paranormales, visiones, etc.
Hemos de señalar que aún no existe una definición universalmente admitida de lo que se entiende por «leyenda urbana». Describir satisfactoriamente las características de un género tan ambiguo y resbaladizo ha sido uno de los principales empeños de la Sociedad Internacional para el Estudio de la Leyenda Contemporánea (ISCLR). Con su fundación, en 1987, culminaban una serie de conferencias destinadas a analizar el asunto que se venían celebrando anualmente, desde 1982, en la facultad de filología y tradición cultural inglesa de la Universidad de Sheffield (Gran Bretaña). Aunque no se llegara a una conciliación definitiva de las diferentes maneras de abordar el fenómeno, estos cinco años de debates cuajaron en un buen número de valiosos trabajos que lo examinaban desde múltiples perspectivas: psicológica, lingüística, histórica, periodística, etcétera.
Así pues, guiándonos por algunas de las intuiciones de los miembros de la ISCLR y tomando lo más aprovechable de los apuntes reproducidos más arriba, intentaremos analizar las «constantes» de las leyendas urbanas.
Antes que nada, ¿podemos llamarles «leyendas» sin forzar el sentido que tiene esta palabra en castellano? Revisemos la definición de María Moliner: «narración de sucesos fabulosos que se transmite por tradición como si fuesen históricos [o sea, “sucedidos realmente”]»:
A simple vista, el adjetivo «fabulosos» sería apto para algunos «sucesos» que desafían claramente la razón (el fantasma de la autoestopista, el viaje inexplicable del matrimonio Vidal); en cambio, no resultaría muy adecuado para calificar otros que entran en el ámbito de las experiencias «factibles», por muy singulares o grotescas que parezcan (una pareja queda enganchada haciendo el amor, alguien encuentra un diente de ratón en una hamburguesa). Sin embargo, a poco que examinemos desapasionadamente estos relatos en teoría «posibles», empezaremos a percibir en ellos inconsistencias que terminarán revelando su carácter igualmente «fabuloso». Veremos que contienen, en palabras de la folclorista Linda Dégh, «ilusiones que generalmente se dan por ciertas». Ilusiones tales como que un buzo sea absorbido por un avión apagafuegos o que un animal estalle en el interior de un horno microondas; coincidencias increíbles, accidentes absurdos, confusiones inimaginables, delitos rocambolescos y ejemplos asombrosos de «justicia poética». Ilusiones tanto más creíbles cuanto mayor sea la confianza que nos merezca el narrador o la fuente de donde procedan (medios de comunicación, etc.), y cuanto más apasionado sea el debate público que generen (robo de órganos, drogas ocultas en objetos «inocentes», conspiraciones estatales…).
Admitiendo como legítimo llamar «leyendas» a estos relatos, ¿hasta qué punto les conviene el remoquete de «urbanas»? Si bien es verdad que muchas de ellas «están vinculadas a una ciudad y/o al modo de vida urbano» (grandes almacenes, cadenas de restaurantes, «despersonalización», sectas y delincuencia organizada), tomar este adjetivo en un sentido absoluto y excluyente sería lo mismo que «amurallar» la ciudad y negar la existencia de los medios de comunicación —o de la comunicación en toda su amplitud— en un mundo rural cada vez más supeditado al urbano: donde puedan llegar noticias «verdaderas», fácil será que penetren otras «falsas». Podríamos decir que estas leyendas se hallan en un estado migratorio permanente. Ahora bien, ¿cuál es el punto de partida y el de llegada de este flujo ininterrumpido? En la práctica, como se desprende de los relatos de nuestros informadores, vemos que un gran número de variantes se sitúan en pueblos, zonas residenciales, urbanizaciones, etc., por lo que su grado de «urbanidad» resulta discutible.
Popularizado por las obras de Jan Brunvand, el término «leyendas urbanas» tiene sus partidarios y sus detractores. La ISCLR lo utiliza en combinación con el de «leyendas contemporáneas», quizá más altisonante pero más ajustado a la realidad. Nosotros preferimos alternarlos.
Hechas estas precisiones, pasemos a otros razonamientos más sustanciosos. Como argumentaba Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas, la función de la narrativa «maravillosa» ha sido tradicionalmente la de «entretener y educar». Otro tanto podría decirse de las leyendas urbanas. Si nos atenemos a este principio, advertiremos que la postura del escéptico, interesado solamente en remachar la falsedad de las mismas, resulta cuando menos reduccionista. Aplicar a las leyendas contemporáneas adjetivos tan rotundos como «bulos» o «patrañas» implica no ver más allá de su envoltura, de su carácter de puro entretenimiento, y por tanto cerrarse en banda a toda especulación relativa a su significado psicólogico y social. El folclorista, en cambio, procura evitar las actitudes extremas representadas por el escepticismo militante y la credulidad incondicional. Para ello debe rehuir a toda costa cualquier idea preconcebida y registrar con la máxima objetividad posible las diversas manifestaciones del folclore, llámense leyendas urbanas, fenómenos paranormales o experiencias de «abducciones» extraterrestres. Su método se fundamenta en la hipótesis de que estos relatos sirven a su narrador para comunicar preocupaciones psicosociales latentes, difícilmente expresables por otros medios, y que los «temas» y «motivos» empleados para ello no han surgido de la nada, sino que han sido tomados «inconscientemente» de la tradición y recombinados para conferirles un nuevo significado.
Sin embargo, antes de arriesgarse a explorar los múltiples significados de una leyenda urbana, los folcloristas deben acometer una empresa quijotesca que Bill Ellis define como la «búsqueda imposible del texto literal». Ello significa que para poder estudiar a fondo una leyenda urbana, es preciso oírla de boca de una persona que ignore que lo es, y por tanto actúe espontáneamente convencida de que está narrando un suceso verídico. Sólo así, estudiada «en su contexto», observando atentamente la involuntaria «puesta en escena» del narrador, conociendo detalles de su vida, podrán obtenerse los datos imprescindibles para llegar a conclusiones fiables acerca de su significado. En pocas palabras: mientras cuenta la leyenda, el narrador estará explicándola.
Desgraciadamente, este momento privilegiado se da raras veces y los folcloristas no tienen más remedio que dedicarse a reconstruir ese texto «ideal» pidiendo a sucesivos narradores que lo «reciten». Así pues, en palabras de Bill Ellis, casi siempre deben conformarse con escuchar a «personas que se interpretan interpretando una leyenda».
Cuando una leyenda urbana ha perdido su capacidad de sorprender, por agotamiento del público entre el cual ha circulado (como un cuento fantástico del que ya conocemos el final), sobreviene un periodo de atonía hasta que aparece otra para sustituirla. Durante este intervalo, sin embargo, la leyenda antigua no muere en el acto, sino que suele transformarse en una serie de variantes a causa de la persistente recreación colectiva que ha sufrido poco antes, y luego entra en una fase de declive durante la cual adopta formas «menores». En el capítulo titulado Sorpresa, sorpresa describimos un proceso de este tipo, relacionado con un pequeño escándalo que conmocionó brevemente el país y que sin duda recordará el lector. Nos referimos a la supuesta secuencia zoofílica, protagonizada por una adolescente y un perro ficticios, emitida por cierta cadena de televisión. Antes de llegar a su clímax social (ese momento privilegiado en que una leyenda se convierte en la «noticia del día» e innumerables «textos literales» corren de boca en boca), el relato de «la muchacha sorprendida en directo» llevaba algún tiempo circulando de manera «subterránea» hasta que diversos medios de comunicación se hicieron eco de él y lo convirtieron en un seudoacontecimiento, en un suceso virtual. Acto seguido, agotada su novedad, la leyenda entró en declive y reapareció en forma de chiste, de «metonimia» (un simple comentario evocaba el episodio entero) o de parodia, como la publicada en el número 1137 (10 a 16 de marzo de 1999) de la revista de humor El jueves, donde, dicho sea de paso, también se parodiaban otras leyendas.
El proceso descrito puede aplicarse a casi todas las leyendas urbanas, y en él desempeñan un papel decisivo los medios de información, no sólo los difusores de noticias, sino también los nuevos dispositivos de envío de datos —fax y correo electrónico—, así como el cine, la literatura y otros canales de transmisión de «productos culturales», grandes fagocitadores de material legendario. Disponemos, pues, de una red de medios de comunicación conectados inextricablemente unos con otros y por ello interdependientes. Asimismo, vivimos en una sociedad dividida y subdividida en grupos «unidos por cualquier rasgo cultural en común», entre los cuales, según la teoría de Linda Dégh, circula toda clase de información a través de un cúmulo de «conductos» cuyo «cuerpo» nunca permanece estable, sino que va ramificándose cada vez que un individuo comunica algo a otro, alcanzando de este modo a más personas del mismo grupo (por ejemplo, alumnos) y a las de fuera de él (por ejemplo, padres). Si la información comunicada tiene algún valor —claramente perceptible o sólo intuido—, ésta no dejará nunca de circular, avanzando en progresión geométrica de un conducto a otro hasta distancias insospechadas. Entretanto, irá sufriendo por el camino toda clase de añadidos, pérdidas, desgastes, retoques y mutaciones debidos al «estilo personal» de cada «comunicador», a las inevitables jugarretas de su memoria y a las exigencias de cada momento histórico. El mismo símil de los conductos cabría aplicarlo a los medios de comunicación: los periodistas, cineastas y escritores disponen de conductos aún más poderosos para encauzar una información que, ordenadores y teletipos aparte, siempre se origina en un cerebro humano, hostigado por preocupaciones semejantes y expuesto a creer lo que Bill Ellis denomina «mentiras nobles». Eso serían, en cierto modo, las leyendas urbanas: cuentos ejemplares de nuestro tiempo, relatos que narran la «historia secreta» de la humanidad, vinculada estrechamente a una tradición que jamás morirá, porque, como el río de Heráclito, siempre es y no es la Misma.
Cabría sugerir entonces que las leyendas urbanas, más que relatos perfectamente «acabados», son procesos ininterrumpidos nacidos de la fusión perpetua y el movimiento continuo de este abrumador laberinto de conductos y subconductos, por el que corren las voces del mundo y se propagan sus ecos. Son las chispas que saltan a causa del roce de esta maquinaria gigantesca y mal ajustada, pero sumamente eficaz en su propósito de unir a la humanidad en un fin común e inconsciente: perpetuar la tradición y expresar a través de ella sus temores y anhelos más urgentes.
Lo que encontrará el lector en este trabajo no será el súbito fogonazo que provocan las leyendas contemporáneas al venir al mundo, sino la tenue estela que han dejado antes de extinguirse: una compilación de sinopsis o bosquejos de relatos que en algún momento provocaron emociones intensas en sus oyentes —risas, asombro, repulsión, angustia, miedo, congoja, lástima, incredulidad—, pero que han terminado sus días atrapadas en un bucle temporal —las páginas de este libro— del que ya no podrán emigrar para crecer y multiplicarse. Encontrará una colección de fotogramas cortados que insinúan su relación con el resto de una escena que nunca sabremos cómo empezaba ni concluía. Encontrará, en suma, el primer inventario de leyendas urbanas que se realiza en este país para dar testimonio de su existencia.
No por ello, sin embargo, nos hemos limitado a clasificar estos relatos por un mero afán de coleccionismo, como los insectos de una vitrina de entomólogo, sino que intentamos reconstruir algunos de sus posibles significados y funciones examinando sus motivos «estables», sus antecedentes históricos, sus huellas en la literatura y el cine, y las teorías de otros investigadores.
Esta labor «arqueológica», nos ha llevado a intuir que algunas leyendas urbanas, como la que titulamos La mujer pálida y el ladrón ilustran las maneras insólitas en que un malhechor es castigado sin que la víctima tenga que ensuciarse las manos (aunque sí la cara). Hemos recogido algunos ejemplos, más próximos al rumor que a la leyenda, que ejemplifican lo que Sandy Hobbs denomina «estar en el ajo»: la acupuntura crea hábito y el IMSERSO organiza accidentes de autocar para que no se desborde el número de pensionistas. Hemos detectado una admiración inconfesa hacia los rateros habilidosos y traducido el código secreto de los maleantes. Hemos imaginado que en el mundo legendario los deseos más íntimos pueden dejar estigmas permanentes, y que la enfermedad o la angustia son capaces de adoptar la forma de un animal que vive en las entrañas. Hemos supuesto que ciertos relatos sobre percances sexuales constituían humillantes castigos de rancia raigambre puritana y que la carne humana comida involuntariamente prevenía contra la infracción del último tabú. Hemos visto la manzana de Blancanieves convertida en la cabeza de Bart Simpson. Hemos barruntado que las hadas y los fantasmas siguen viviendo en los espacios entre sombras que conectan las ciudades y que los asesinos cortan cabezas con fines instructivos. Hemos teorizado sobre el precio que deben pagar quienes no se fijan en lo que comen, y quienes pulsan los botones que no deben del teléfono. Hemos creído que todos merecíamos cinco minutos de rey en la vida y que algunos aparatos modernos encarnaban el miedo a lo desconocido. Hemos seguido los pasos evanescentes del matrimonio Vidal, y hemos llegado a pensar que su viaje transdimensional era una fabulosa metáfora del poder arrebatador de la pasión.
Y mientras nos dedicábamos a la edificante tarea de recopilar estas «mentiras nobles», teníamos muy presentes las palabras que leyó el reverendo Watson el día 8 de febrero de 1877 ante los respetables miembros de la Sociedad Gaélica de Inverness:
(…) puesto que el estudio de las leyendas ocupa un lugar entre las disciplinas científicas, no cabe duda de que una empresa semejante no puede sino resultar enriquecedora, siempre que se emprenda con prudencia y buen tino. La energía intelectual invertida en ella contribuye a robustecer el entendimiento del estudiante, mientras que las nuevas e interesantes verdades que va descubriendo engrandecen su caudal de conocimientos.
Nada desearíamos con más ahínco que esta obra robusteciera el entendimiento —y el espíritu crítico— de nuestros lectores, o, como mínimo, despertara su interés por el estudio de las leyendas urbanas. De ser así, tal como hicieron en su día nuestros amables corresponsales, genuinos coautores de este trabajo, les invitamos a remitirnos cualquier relato que tenga el menor asomo de leyenda urbana, o tantas variantes como quieran de las que podrán leer a continuación y todas las sugerencias que deseen. Al final de esta introducción incluimos la dirección correspondiente.
Que los lectores no rompan la cadena y nos permitan seguir cultivando, merced a su generosa cooperación y en los años venideros, el enriquecedor estudio de las leyendas de nuestro tiempo.
ANTONIO ORTÍ y JOSEP SAMPERE
Apdo. 12112
08006 BARCELONA
E-mail: leyurban@ciberia.es