Los padres de una niña querían dar una sorpresa a su hija que era fan de Ricky Martin. Para tal fin, se pusieron en contacto con el programa de Amena 3 Sorpresa, ¡sorpresa! que ocultó varias cámaras en el domicilio y escondió a Ricky Martin en un armario. Los padres se personaron en el plató para ver la reacción de su hija en directo, pero pronto se quedaron mudos al comprobar cómo ésta salía de la ducha, se encaminaba a la nevera, sacaba un bote de mermelada de fresa y llamaba a su perro para que comenzara a lamerla.
MANUEL CHARLÓN
Madrid
¡Oh, Dios mío, es él! Algo así debió de exclamar nuestra joven quinceañera al ver salir a Ricky Martin entre las faldas de su armario y correr despavorido. Sucedió un 5 de febrero de 1999. Días después un oyente de la cadena SER llamaba al programa nocturno Hablar por hablar. Pedía que alguien confirmara un rumor que había escuchado en la facultad, según el cual, el programa Sorpresa, ¡sorpresa! había emitido unas imágenes sexualmente comprometidas de una menor, a la que se quería dar una sorpresa con su cantante preferido. El espacio en cuestión fue visto por tres millones de telespectadores, en su mayor parte dormidos, pues sólo unos cuantos se dignaron a coger el teléfono y comenzaron a relatar esta historia, más propia de un canal de pago. A José Calvo, presidente de la Asociación Pro Derechos del Niño (Prodemi), le llamaron cuando acababa de almorzar y cuentan que exclamó: «¡Esperadme, que ahora voy!». A las pocas horas remitía un escrito a la Fiscalía de Menores de Madrid en el que se leía lo siguiente:
La menor, ajena a todo montaje y al parecer sola en su dormitorio y sabiéndose en la intimidad de su habitación, se despojó primero de su cazadora y a continuación de los pantalones y de su ropa interior y se embadurnó sus partes íntimas con foie gras, llamando a continuación a su perrito, que curiosamente se llama Ricky, que la lamió los genitales.
También, curiosamente, se podría añadir, este aspirante a buen hombre se decidió por el siempre eficaz foie gras, entre los muchos condimentos que corrían de boca en boca por aquellas horas, esto es, Nocilla, mermelada de fresa, crema de cacahuetes, mantequilla y miel.
De hecho, este derivado del cerdo no es, que se sepa, uno de los manjares preferidos de los perros, ni siquiera de esos sátiros caninos que consagran sus días a investigaciones olfativas de dudosa moral.
Fuera como fuese, el caso es que a las pocas horas algunas emisoras de radio se sumaban al jolgorio, elevando el rumor a la categoría de incertidumbre, mientras que el canal de los marcianos parecía esconder meteoritos capaces de convertir a Giorgio Aresu, el director del programa, en un Luis Aguilé cansado de trabajar, en una mota de polvo a la deriva.
La siempre eficaz policía ya investigaba a esas horas, pues como comentaba un alto cargo, «cosas más raras se han visto». En teoría, buscaba un vídeo que algunas llamadas localizaban en un colegio de Málaga y que se vendía por quinientas pesetas. También la Fiscalía de Madrid abría diligencias, mientras que altos directivos de algunas televisiones comenzaban a cruzarse llamadas.
—¿Qué vais a hacer vosotros? Aquí no paran de llamar.
—Yo he hablado con Aresu —el director de Sorpresa, ¡sorpresa!— y me dice que preparan un comunicado. ¿Tú viste el programa?
—Yo no. ¿Y tú?
—Yo tampoco.
Por aquel entonces el rumor ya corría por: peluquerías, pescaderías, oficinas, panaderías, sex shops, RENFE —a Iberia llegó con retraso—, El Corte Inglés, Alcampo, Pavo y Derivados, Pascual Hermanos, Helados la Menorquina, Unión Naval de Levante y Aragonesa de Piensos. Era el 16 de febrero, es decir, once días después de los infames lametazos.
Esa misma tarde, la Columbia Records —la compañía del cantante— decía que Martin no venía a España de gira desde diciembre, si bien admitía que se vio involucrado en un suceso parecido al denunciado en un programa de la televisión holandesa con un formato similar.
Para entonces la protagonista del suceso ya había cambiado varias veces de nacionalidad: al principio era malagueña, luego italiana, más tarde francesa. Otro tanto sucedía con las versiones. En unas había perro —su nombre oscilaba entre Ricky, Cuqui, y Pichi—, mientras que, en otras, ella se frotaba sólo los senos, sólo el clítoris, o bien toda entera, con mantequilla, foie gras, Nocilla, etc.
No es de extrañar, pues, que al periódico La Vanguardia llegara una última hora: la chica protagonista del relato, al ver invadida su privacidad infantil y dadas las consecuencias del caso, había decidido quitarse la vida. El único problema es que nuestros comunicantes anónimos nos daban tres ciudades distintas del desenlace fatal: Gerona, Alicante y Málaga —siempre Málaga.
A las trece horas, cincuenta y siete minutos y treinta y seis segundos del 16 de febrero de 1999, el teletipo de La Vanguardia escupía una hoja con el logotipo de Antena 3 en el que se citaba a los periodistas al pase del vídeo correspondiente al programa de Ricky Martin en la Avenida Isla Graciosa sin número. Para lo que se esperaba, el vídeo resultó un auténtico tostón y lo más cercano a la zoofilia que hubo allí fue observar a Raquel Welch entregando un perrito extraviado a su inconsolable ama.
A esas alturas Giorgio Aresu había ofrecido un millón de pesetas —una cantidad que a muchos nos pareció irrisoria a la vista del reto— a quien encontrara «vivo o muerto» el vídeo del programa del foie gras. Pero con la prueba documental, con la luz y taquígrafos, Ricky Martin había vuelto ya al armario al que nunca debió entrar —o del que jamás debió salir.
Hasta aquí la noticia puramente periodística y la crónica de una hipnosis colectiva. No obstante, lo que muchos españoles ignoraban, era que la historia de la sorpresa imprevista ya había sido «difundida» el 7 de julio de 1994 en una revista satírica canadiense titulada Frank, y comentada en los periódicos Chicago Sun-Times y The Guardian los días 26 y 30 de julio respectivamente del mismo año, según informaba el boletín Foaftale News (núm. 35, octubre de 1994). El relato, poco más o menos, era el que sigue:
Un grupo de amigos decide organizar una fiesta sorpresa para celebrar el aniversario de una compañera de trabajo. Unos días antes han obtenido furtivamente una copia de su llave. Con ella entran y se ocultan en el sótano. La homenajeada llega poco después y se dirige a algún lugar de la casa. De repente, se abre la trampilla del sótano y la mujer baja unos peldaños a oscuras, llamando a su perro. Éste sube raudo y veloz. Los invitados deciden entonces aprovechar la ocasión, encienden las luces, salen de su escondite y gritan: ¡Sorpresa! La mujer se queda petrificada en las escaleras, mientras todos la miran de arriba a abajo. Está completamente desnuda y lo único que lleva encima es crema de cacahuetes en puntos neurálgicos.
A partir de entonces, otras variantes circularon profusamente por diversos grupos de debate de Internet. A pesar de que muchos coincidían en que el perro se llamaba Skippy —nombre de una marca norteamericana de comida para canes y, al mismo tiempo, de una crema de cacahuete—, había quien sostenía que podía tratarse de Lucky, Kippy e incluso Ricky, y que el ungüento con que se embadurnaba la adolescente podía tratarse también de margarina, nata o comida para perros.
Las siglas «Foaf» (amigo de un amigo) de la publicación citada más arriba aluden a la fuente generalmente responsable de la propagación de leyendas urbanas. En 1953, gracias a estos conocidos lejanos, J. M. Elgart pudo incluir en More over sexteen, segundo volumen de una larga serie de antologías de historietas «picantes», un chiste que sentaría jurisprudencia en estupefacciones venideras. Su título no era otro que Sorpresa, y su contenido se adelantaba a un género que iba a tener gran aceptación de público y crítica en años posteriores. He aquí su argumento:
El director de una empresa contrata a una taquígrafa despampanante. Después de comérsela con los ojos durante unas semanas, decide invitarla a celebrar su cumpleaños en algún sitio «íntimo». Ella le dice que tiene que pensárselo. Al día siguiente, la chica no sólo acepta su propuesta, sino que además le sugiere que vayan al piso de ella. La noche del aniversario del director, se van los dos a su casa, toman un aperitivo y cenan tranquilamente. Una vez han terminado, ella le comunica melosamente que se va a su dormitorio y le pide que entre al cabo de cinco minutos. Él se desnuda y por fin llama a la puerta. Ella, con voz insinuante, le invita a pasar. Nada más abrir, el director se encuentra a todo el personal de la oficina reunido en la habitación, cantando: «CUMPLEAÑOS FELIZ»
El que esta misma leyenda se haya oído, con muy ligeras variaciones, hasta nuestros días, tal vez se relacione con que el rumor goza siempre de un público nuevo, seguro de haber accedido a una información fidedigna.
Volviendo al principio, el poso que nos queda de la historia de Ricky Martin y de su inesperada gira por España es que, hoy en día, hay algunos temas que ya no venden como antaño. El adulterio sin más, por ejemplo, trama de tantos relatos en el pasado, ha quedado relegado al museo de los escándalos pretéritos. Los «marcianos», los televidentes noctámbulos, los tertulianos, necesitan emociones más fuertes, llámese perros asesinos, snuff movies, sesiones clandestinas de ruleta rusa o bacanales de sexo.
De hecho, estamos hablando de los ingredientes que conforman las historias que merecen ser transmitidas urgentemente. La clave está en ser el más rápido, mientras que la presunta verosimilitud del relato es un aspecto marginal.
«La verdad nunca se interpone en una buena historia», suele comentar Jan Brunvand, recordándonos algunas imágenes de la película de Billy Wilder Primera Plana.
En todo caso, tal vez muchos ciudadanos anónimos, al verse vigilados por cámaras de todo tipo —en bancos, supermercados, carreteras, etc.— pudieron interpretar que la hora del «show de Truman» estaba cerca de hacerse realidad. Otra posibilidad es que les vinieran a la cabeza noticias sobre abusos de niños, filmados en la intimidad y pasto de internautas desaprensivos.
Esto explicaría, en parte, este estado de hipnosis colectiva. Aunque, ahora es fácil decirlo, cuando ya han trascurrido varios meses desde que la canción El perrito de Ricky Martin figurara en todas las listas. En aquel momento, su estribillo se convirtió en un clamor, capaz de socavar la «realidad» y de librarnos de sus rutinas.
ANTONIO ORTÍ