AL-MUGIRA

Unos cirros fugaces cruzaron el cielo en el momento en que Abi Amir, Hasam y los beréberes llegaron al portón de la almunia de Al-Mugira. Llamaron a la puerta y un viejo esclavo descorrió los cerrojos del portón. Reconoció de inmediato a Abi Amir y franqueó la entrada.

—¿Está tu Señor en casa? —preguntó Abi Amir con un tono de voz afable. Pero el anciano les miró extrañado y receloso. Se había dado cuenta de que eran muchos los hombres que acompañaban a Abi Amir para llegar en son de paz. El instinto le hizo intentar cerrar la puerta. Un hombre de Hasam introdujo un pie y lo impidió. Antes que el portero pudiera gritar, el beréber le cortó la garganta. El infortunado esclavo se llevó las manos al cuello en un intento de detener el chorro de sangre y se desplomó con un estertor de agonía.

—¡No era necesario matar a ese infeliz! —dijo Abi Amir conteniendo la rabia.

—No teníamos otra oportunidad. Si hubiera conseguido cerrar la puerta y dar la voz de alarma, nuestra misión se habría complicado —contestó lacónico Hasam.

Una vez dentro distribuyeron a los hombres, enviaron unos al pabellón donde dormían los guardias del Príncipe, otros hacia los barracones de los jardineros y hortelanos y el resto con Abi Amir y Hasam se dirigieron al palacio por la vereda principal. El viento esparcía el perfume del mirto, de los jazmines y el dulzón aroma de los membrillos en sazón aún en los árboles. La tímida luz de la luna, a punto de ocultarse tras los montes de la sierra, les alumbraba y difuminaba los edificios bañándoles de fantasmagórica palidez. En el palacio se veían algunas ventanas iluminadas y los sones de laúdes llegaban rasgados al cruzar las celosías.

—Al-Mugira disfruta de la noche despreocupado —comentó Hasam.

—Las veladas del Príncipe duran hasta el amanecer. Solamente se acuesta pronto si el protocolo de la corte le exige la asistencia o si ha pensado cazar al día siguiente —Abi Amir conocía las costumbres de Al-Mugira y se lo imaginaba recostado en los grandes cojines de seda, con una copa de vino en la mano, los párpados entornados dejándose mecer por las notas de los instrumentos y escudriñando cada movimiento de las danzarinas sin acertar a sacudirse la duda de decidir con quién se acostaría cuando apareciese el alba.

Varios beréberes ocultos entre las sombras les esperaban en la entrada del palacio.

—Los guardias atados y encerrados —dijo el primero.

—Lo mismo los sirvientes —informó otro.

Hasam asintió con la cabeza y preguntó a Abi Amir con la mirada qué harían una vez dentro.

—Unos se dirigirán al harén y encerrarán a los eunucos y a las mujeres, otros sujetarán a los sirvientes de la cocina y a cuantos se encuentren por el edificio, cuatro entrarán con nosotros en las dependencias del Príncipe. Al-Mugira no es hombre para plantar resistencia —Abi Amir sentía el corazón dentro del pecho agitado, golpeando como el martillo de un herrero. Se acercaba el momento de ejecutar a un joven que aún no había cumplido los treinta años, en la flor de la vida, a un amigo. “En la guerra se matan enemigos, hombres desconocidos, gentes que no has visto hasta el instante de encontrarlos frente a frente y no hay elección, o ellos o tú. Se desprecia la muerte para conservar la vida”. Con este pensamiento miró a Hasam de reojo y se encontró con una expresión fría, concentrada, sin inquietud o duda sobre lo que tendría que hacer dentro de unos minutos. Esa actitud serena y helada le alivió un tanto, pero no consiguió detener los violentos golpes de su corazón.

Abi Amir empujó la puerta y un eunuco abrió desde dentro. El interior del edificio estaba iluminado y al reconocer a Abi Amir sonrió.

—Acompáñame —dijo y emprendió el camino del gran salón donde se encontraba Al-Mugira sin reparar en los beréberes que se habían pegado a la pared. Por un largo pasillo llegaron al salón, el emasculado abrió la puerta y entró para anunciar a su Señor la visita. Las mujeres debían ocultarse ante la entrada de cualquier hombre ajeno a la familia. Los beréberes se dividieron, Abi Amir, Hasam y los cuatro hombres elegidos aguardaron a la entrada. La música cesó. En la habitación lucían lámparas de aceite y los braseros encendidos despedían un fuerte aroma a sándalo y almizcle. En una mesa frente al diván donde se sentaba el Príncipe había platos con pastelillos, frutas confitadas, dulces de varias clases, avellanas y almendras peladas, dátiles y uvas de Málaga. Al-Mugira gustaba desgranar los racimos y engullir las uvas de una en una mientras escuchaba poemas de Abu Nuwas, su amado poeta. “Las noches sin versos eróticos y sin bacanal no son dignas de festejar”, decía y recitaba con una copa de vino en mano y la mirada perdida:

“Maldita y pobre es cada hora que tengo que andar sobrio,

pero rico soy cuando bien bebido me bamboleo de acá para allá”.

“Y no me digáis que Abu Nuwas se refería a los amores entre hermosos muchachos, lo sé, mas os diré con el alegre sentimiento de mi juventud: ¡El placer sea siempre bienvenido!”.

—No esperaba visitas esta noche —dijo Al-Mugira y se levantó a recibir a los recién llegados.

Él sí se había dado cuenta desde que el eunuco abrió la puerta que Abi Amir estaba acompañado.

—Venimos a comunicarte la muerte de tu hermano, el califa Al-Hakam II —respondió Abi Amir, seco como un trallazo.

Un rayo que hubiera caído sobre la cabeza del joven Príncipe no hubiera sido tan demoledor como la cruda noticia. Al-Mugira se desplomó sobre los almohadones como un pedazo de tela arrugada.

—¡Que Dios Misericordioso se haya apiadado de él! —consiguió balbucir abatido por el dolor. Entonces miró con atención a los cuatro beréberes, el marmóreo rostro de Hasam y se temió lo peor. Aquélla no era una visita de cortesía para informarle de la defunción de su hermano. Nervioso, trató de ponerse en pie, tropezó y cayó de espaldas en una postura ridícula. Los beréberes desenvainaron las espadas y se adelantaron. Abi Amir les detuvo con enérgico ademán.

—¿Qué pretensiones os trae a mi casa? —la voz traicionó al Príncipe, le salió aflautada, casi un chillido femenino. Fijó la mirada en el rostro de los norteafricanos y los percibió esculpidos en granito con ojos como botones de alabastro.

Abi Amir, rígido, contestó:

—¡Debes morir para que todo sea como quiso tu hermano!

Al-Mugira palideció al escuchar la sentencia. Sintió desgarrarse las fibras de su ser e incrédulo vislumbró que había llegado su fin. La sangre se le heló en las venas, los músculos se le aflojaron, la vista se le nubló y los dientes le castañearon sin control. Con los ojos acuosos y fuera de las órbitas escrutó los rostros de Abi Amir y de quienes le acompañaban sin encontrar signo ni gesto que le tranquilizase. Se frotó la cara con las manos como si estuviera inmerso en una horrible pesadilla y quisiera salir de ella. Por su mente desfilaron atroces imágenes. Logrando un supremo esfuerzo consiguió volver a la realidad. ¿Por qué debía morir él precisamente que había sido leal a su hermano, él, que le había querido como a un padre, respetado como el más fiel de los súbditos? ¿Cuál había sido el motivo para desencadenar tan injusta sentencia? ¿De qué le acusaban, quiénes y por qué? Estas preguntas y otras donde buscaba un motivo, una causa que le aclarara la condena, le llegaban como un turbión de granizo.

—¿Os habéis vuelto locos? —la pregunta salió temblando de sus labios—. ¿Cuál es la acusación? ¿Qué interés tiene mi vida para nadie? ¿Quién ha decidido mi muerte? —ante el silencio de Abi Amir y quienes estaban con él, Al-Mugira empezaba a encontrar razonamientos en un intento desesperado por defenderse.

—¡Terminemos de una vez! —se impacientó Hasam.

Abi Amir, erguido, con la cabeza alta, las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, le impuso silencio con la mirada.

—¡Se te acusa de conspiración!

—¡Falso!

—Todo te inculpa —la voz de Abi Amir careció de tonalidad.

—¿Con quiénes me habéis emparejado para una acriminación tan infame? —Al-Mugira, perplejo, no acertaba a enfocar la mirada, si dirigirla hacia Abi Amir o al techo como si pudiera traspasar los artesonados y el tejado y preguntar al cielo.

—Eso conocemos, la pareja que te acompaña en la traición, pero carecemos de noticias sobre las ramificaciones. ¿Quiénes de la familia están contigo? ¡Habla si quieres conservar la vida!

—¡Ante Dios, el Justo, el Magnánimo, el Misericordioso, digo que soy inocente! No sé de qué estás hablando. Acepté como tú, como mis hermanos, como el resto del Al-Andalus a Hisham como heredero legítimo. Ante ti, que actuaste como notario, hice el juramento.

—El mundo cambia y las personas también. Ayer vivía tu hermano, hoy ha entregado su alma. Mientras estuvo entre nosotros nadie se atrevió a levantarse y sin embargo esperabais el momento de su muerte para…

—¡Tú eres quien me traiciona! ¡Tú, mi amigo, vienes por mi vida como si fuera un repugnante asesino! ¡Dios, hasta dónde llega la injusticia!

—Justicia venimos a cumplir…

—¡Por Dios Omnipotente! ¿Quién me acusa? ¿A quién se le ha metido en la cabeza que he podido cometer traición? —la desesperación del joven Príncipe le oprimía la garganta y la voz le salía rota.

—Al-Mushafi te acusa…

—¿Con qué pruebas, ese viejo chivo desagradecido se atreve a inculparme?

—Yawdar y Faiq le comunicaron la conjura delante del cuerpo aún caliente del Califa y bajo amenaza de muerte le hicieron prometer que apoyaría su propósito de proclamarte califa mañana.

—¡Esto es absurdo! ¡Acabemos! —apremió Hasam.

—¡Miente, miente, miente! —los gritos desesperados por la incomprensión e impotencia del joven Príncipe tronaron con la fuerza de una tormenta seca. Se golpeaba con los puños el pecho, extraviaba los ojos y sudaba de miedo.

—¿Qué debo hacer o decir para convencerte de mi inocencia? —acertó a decir Al-Mugira y sus pupilas chocaron contra los pétreos e inexpresivos rostros de los beréberes y el silencio plúmbeo de Abi Amir—. La última vez que coincidí con Yawdar y Faiq fue en la fiesta de la Ruptura del Ayuno, el día primero de sawwal, el 14 de junio de 975 como cuentan los cristianos. Primero los encontré en la ceremonia del Califa en el Alcázar de Córdoba y a continuación marché contigo a la recepción de mi sobrino Hisham en Medina Al-Zahra, en el salón Ha´ ir, donde nos trasladamos para cumplimentarle como heredero y futuro Príncipe de los Creyentes. Creo que no cambié con ellos una sola palabra y al terminar la audiencia volví en tu compañía a mi casa. Desde aquella fecha y por la enfermedad de mi hermano no he salido de mi residencia. Aquí no han pisado ellos. ¿Cómo han podido mentir con tanta desfachatez? —el llanto anegó los ojos del Príncipe y las palabras se le atragantaron, tosió y bufó como un toro herido de muerte—. ¡Dios mío, en qué te he ofendido para que piensen en mí en una conjura de locos!

—Esto se hace interminable, callémosle de una vez por todas —en la mente de Hasam solo cabía una cosa: cumplir con el encargo del Hachib.

—Espera —dijo Abi Amir sin mirar al beréber—. Al-Mugira, los visires han acordado por unanimidad tu muerte. Te consideran culpable de la conspiración.

—¡Culpable, culpable! Sin escucharme, sin preocuparse de averiguar si son ciertas o falsas las afirmaciones de esos dos emasculados, dos pozos sin fondo de ambición, dos depravados aborrecidos por las vejaciones que han prodigado en la corte y fuera de ella. ¿Con esas pruebas me condenan? ¡Dios, hasta dónde hemos llegado! —Al-Mugira se encaminó hacia una ventana y uno de los hombres de Hasam le cortó el paso con la espada desenvainada—. ¡Aparta de mí este esbirro, Abi Amir! No voy a huir de mi propia casa como si fuera un ladrón —se dio la vuelta y se encaró con Abi Amir—. ¿Por qué nadie se ha asegurado de encontrar pruebas para hacer justicia a la hora de dictar sentencia? Eso mi hermano no lo hubiera consentido. El Califa se distinguió por su sentido de la justicia y de la equidad. Por la magnanimidad de sus gestos y la rectitud de su vida. Vosotros sois los que habéis esperado su muerte para usar la justicia a vuestro antojo —Al-Mugira, recorrido por un sudor frío buscaba argumentos en vano para esquivar la muerte.

—¿A qué esperamos? —para Hasam la situación se había hacho incomprensible.

—Quiero estar seguro de su participación en la conjura —le contestó Abi Amir en voz baja, apenas audible.

—¿Por qué no me ponéis hierros y me lleváis a la cárcel hasta que una profunda investigación aclare mi situación? Eso hizo mi padre con mi hermano Abd Allah cuando encabezó la conjura para matarle y desheredar a Al-Hakam.

—¿Qué sabes tú de eso si no habías nacido? —atajó Abi Amir.

—Mi padre encarceló a mi hermano y a todos los que estaban en la conspiración. Se les abrió un proceso y cuando se vio la flagrante culpabilidad los mandó matar a todos delante del pueblo de Córdoba. Me educaron con ese temor, como a mis hermanos. Mi padre quiso asegurarse de que no habría otros levantamientos y nos relegó a figuras decorativas. Así vivimos. En la mente de ninguno de nosotros cabe esa felonía de que me acusas.

—Son otros tiempos y para desgracia de Córdoba nadie recuerda como debiera la figura de Abd Al-Rahman III —la voz de Abi Amir surgió dura como el acero.

—Pero de mi hermano Al-Hakam II sí. ¿Por qué no se me trata de igual modo que a Abu-l-Jayr, el hereje, apóstata y espía fatimí? Todos le oyeron gritar como un loco en medio del mercado: “Es más justo declarar la guerra a los omeyas que realizar una aceifa contra los politeístas”. O “si hubiera nueve espadas, la mía sería la décima y entraría en palacio, al salón donde se encuentra quien se cree el Imán de los Creyentes y le rebanaría la cabeza de impostor y blasfemo y pondría al verdadero Príncipe de los Creyentes, a Al-Muizz, el califa de Egipto”.

—No te compares con un loco de atar —dijo despectivo Abi Amir.

—Pido la misma justicia. La justicia que aplicaron mi padre y mi hermano durante sus respectivos califatos. Para Abu-l-Jayr, que hacía escarnio del Corán, que se mofaba del Profeta, que refutaba por falsas las tradiciones, que a los ángeles llamó las hijas de Dios, que presumía de excluir de su vida las oraciones diarias, que fornicaba con las esclavas depositadas en su casa, se reunió el bayt Al-wizora, el gran jurado con los ulemas, alfaquíes y cadíes. Tuvo su oportunidad ante la ley y mi hermano le ofreció el arrepentimiento antes de aplicarle la pena de muerte a la que fue condenado. En cambio, para mí no existe la justicia. En una reunión secreta me condenáis acusado de falsedades. Entráis en mi casa amparados en la noche cual furtivos ansiosos por cobrar su presa y os disponéis a matarme sin otra causa que el testimonio de un cobarde implicándome en una conjura de la cual desconozco la existencia. ¡Oh Dios! ¿Cuáles han sido mis pecados?

—En una situación tan grave no es posible apelar a la justicia. Al culpable se le ejecuta allí donde se le encuentra —en los ojos de Abi Amir apareció una leve mácula de indecisión. Sabía que Al-Mugira era inocente y que los dos oficiales de palacio le utilizarían como un califa títere pero la decisión tomada en la reunión no dejaba dudas y lo conveniente para resolver el problema estribaba en quitar a Al-Mugira del medio.

—Me conoces, sabes que soy inocente. Mi muerte será un asesinato que cargarás mientras vivas y cuando llegue tu hora, en el día del Juicio, ante Dios tendrás que responder de ella.

—En mis manos no está el salvar tu vida. Al-Mushafi te ha condenado y los demás le secundamos. Es el único medio de atajar y poner fin al despropósito de Yawdar y Faiq —las palabras de Abi Amir cayeron como un rayo sobre la cabeza de Al-Mugira que había albergado una chispita de esperanza al observar la leve duda en las pupilas de su amigo.

—Puedes hacerme desparecer enviándome fuera de Córdoba. Llegaré a Almería o a Algeciras y me embarcaré para África y no volveréis a verme jamás. Me iré con lo puesto y con mis mujeres. Podéis confiscar mis bienes igual que si hubiese muerto. ¡Soy inocente! ¡No comprendo por qué debo morir! ¡Dios Misericordioso, apelo a tu omnímoda sabiduría! —los gritos de desesperación fueron tan desgarradores que hasta los beréberes se conmovieron. De un manotazo retiró las lágrimas que le inundaban los ojos y en un esfuerzo de valor desesperado se rasgó el vestido, se arrodilló y ofreció el cuello limpio.

—Tomad mi vida como gustéis. Que mi sangre os sirva para arrastraros en la vida como gusanos hasta que otros lleguen para arrebataros la vuestra del mismo modo con que me la quitáis a mí. Que las injusticias sean vuestros perseguidores y los gritos de los limpios de corazón os arrullen los sueños. Mi sangre caerá sobre vuestras cabezas como la más horrible de las maldiciones y os arrastrará a una muerte tan cruel como la que me dais sabiendo que es inútil e injusta —Al-Mugira se giró hacia donde imaginaba el Este y arrodillado, apoyó las palmas de las manos y la frente en el suelo y empezó a rezar.

A una señal de Hasam dos hombres se adelantaron con la espada desenvainada dispuestos a cortar la cabeza del desgraciado Príncipe, pero Abi Amir les detuvo.

—Agotemos la última oportunidad antes de llenarnos las manos de sangre inocente. Dame recado de escribir, trataré de salvar tu vida aunque con ello caiga en descrédito. Al-Mugira se levantó sorprendido y corrió a buscar lo que le pedían. Un rayo de esperanza le iluminó el rostro.

Abi Amir escribió al Hachib un largo mensaje. Le decía que no encontraba motivo para llevar a cabo la ejecución. Consideraba a Al-Mugira un hombre sin ambiciones, le creía inocente y ajeno a los manejos de Yawdar y Faiq. Ahora bien, si la desaparición del Príncipe se consideraba imprescindible, podía sacarle de Córdoba, embarcarle y desterrarle en África. Causaría el mismo efecto y no incurrirían en un nefasto, cruel e innecesario crimen.

—Manda a un hombre con el caballo más rápido al palacio de Al-Mushafi y entregadle esta misiva en propia mano —Abi Amir alargó la carta a Hasam y éste llamó a uno de sus hombres.

—Corre como si te persiguiera la muerte. Entrega la carta, espera la respuesta del Hachib y vuelves con ella como alma que lleva el diablo.