SUBH

Dentro del conjunto de edificios donde se encontraba el harén en el Alcázar, en el pabellón destinado a la Sayyida Al-Kubra, Subh se consumía en una angustiosa espera. Consciente de la importancia de los acontecimientos de esa noche donde se decidiría el futuro del califato, el suyo y el de su hijo, había desplegado los medios a su alcance para seguir lo más cerca posible los pasos de los visires y los eunucos. Con la participación de Nasrur, su fiel esclavo, habían conseguido burlar el cerco de Yawdar y Faiq. Sabían que Abi Amir había recibido la carta y acudido al palacio del Hachib, pero no tenían noticias de cuanto ocurría en el Palacio de Mármol, el esclavo que habían enviado allí aún no había regresado.

“¿Y si le han cogido los guardias del Califa y bajo tortura le han hecho hablar? ¡Dios no lo haya permitido!”, pensaba Subh tumbada en un diván.

—¡Esta espera me mata! —exclamó la Princesa y se levantó de un salto. Nasrur, sentado ante una mesa, leía poesía alumbrado con una lámpara de cuatro mecheros.

—Tranquilízate. El Alcázar está en calma. Nadie se ha movido de su sitio, los guardias siguen en sus puestos, la ciudad duerme plácidamente ajena a la desgracia de haber perdido al Imán de los Creyentes y Faiq y su socio velan el cadáver de Al-Hakam II.

—Esto es lo irritante, el sosiego que se respira. Esos castrados del diablo tienen el control y se regocijan de su éxito. ¡Estamos perdidos! ¡Mañana contemplaré la cabeza de mi adorado hijo clavada en una pica! —Subh se cubrió el rostro con las manos y ahogó un grito que le pugnaba por brotar de la garganta.

—En Al-Mushafiyya siguen reunidos los visires y Abi Amir, ninguno aceptará de buen grado unirse a los proyectos de Yawdar y Faiq. Ten paciencia y no adelantes acontecimientos.

—¿Cómo puedes hablar así? ¿Tienes agua en las venas?

—Hemos hecho cuanto hemos podido. Las soluciones que tomen en el palacio del Hachib escapan a nuestras atribuciones. Confiemos en su buen juicio y esperemos —Nasrur hizo un gesto de impotencia y volvió a dirigir los ojos al libro.

—¡Que Dios fulmine a esos pervertidos! ¡Así agradecen el favor que les dispensaba el Califa! —Subh pasaba de la ira a la congoja. Profería las maldiciones más feroces y se compadecía como si la muerte estuviera al otro lado de la puerta—. ¡Ordenaré que les despellejen y les pongan al sol hasta que mueran!

Nasrur guardaba silencio y dejaba a su Señora desahogarse.

—¡Dime algo, aparta de mí estos pensamientos atroces capaces de romperme el corazón! Piensa en el sufrimiento de una madre a punto de ver cómo destruyen el fruto de sus entrañas.

—Señora, confiemos en Abi Amir. Empleará la firmeza y determinación oportunas y nos liberará de esta incertidumbre. Mi viejo instinto me induce a depositar las esperanzas en ese hombre. Tu hijo será el próximo califa de Al-Andalus —para Nasrur, Abi Amir se había convertido en el hombre con genio suficiente para gobernar y resolver esta situación. En numerosas ocasiones habían comentado el estado de la corte, el poder conseguido por los grandes oficiales del entorno del Califa, el despotismo de su trato para con los demás y sobre todo del odio demostrado hacia la Sayyida Al-Kubra y hacia el administrador de su patrimonio como mentor de los caprichos de la Princesa.

—Llevan mucho tiempo encerrados en el palacio del Hachib. Con palabras no se acaba con esos diabólicos seres. Su obligación es presentarse con el ejército y destruir ese nido de víboras. Cortar cabezas como los segadores el trigo. Arrasar el Palacio de Mármol hasta que la sangre tiña las aguas del Guadalquivir.

—Princesa, hay medios imposibles de utilizar mientras no lo aconsejen las circunstancias. En Al-Mushafiyya tomarán las determinaciones adecuadas.

Subh no le dejó continuar.

—Yawdar y Faiq quieren proclamar a otro como califa en vez de mi hijo. ¿Por qué nos han encerrado? ¿Por qué han ocultado la muerte de Al-Hakam II? —Subh había gritado con tanta ira y tan fuerte como para despertar a Córdoba si lo hubiera hecho desde el minarete de la mezquita, afortunadamente el pabellón donde se encontraban tenía los muros construidos con sillares de piedra de más de un metro de ancho.

Nasrur también conocía las intenciones de los dos emasculados predilectos de Al-Hakam II, como otros más, había sufrido el acoso para unirse a ellos, pero la devoción a la Princesa, su fidelidad al Califa y la amistad que había fraguado con Abi Amir le habían decidido a declinar cualquier proposición. Por Subh sentía un amor indefinido y a Hisham le quería como si fuera su propio hijo.

—Abi Amir no consentirá que eso suceda y lo mismo puedo afirmar de los que están reunidos en el palacio del Hachib. Al-Mushafi se vería reducido a la nada, le echarían a patadas de la corte si lograse salvar el pellejo —Nasrur cerró el libro y se puso en pie. En su expresión se adivinaba el cariño por la Princesa y el desasosiego latente si Faiq y quienes les apoyaban salían victoriosos.

—¡Pongo a Dios por testigo: acabaré con ellos! ¡Les despachurraré como a escorpiones! —Subh rió al imaginarse las cabezas destrozadas de los dos grandes oficiales bajo sus sandalias y sus ojos brillaron como si las estrellas hubieran bajado a sus pupilas. Pensó en Abi Amir y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal y se le asentó en la nuca con un cosquilleo. Miró a Nasrur con complicidad y no pudo disimular una sonrisa al ver el rostro del eunuco.

—Viejo zorro, olfateas mis secretos pensamientos como un perro la presa —Subh abrió la boca y de su garganta brotó una espléndida carcajada mientras las mejillas se le tiñeron de un rubor adolescente.

—¿Ordeno preparar el baño, señora? —preguntó Nasrur y sin esperar respuesta dio unas palmadas. Una esclava apareció por la puerta que comunicaba con las dependencias interiores del pabellón y la lúgubre atmósfera desapareció como por ensalmo.

Subh entró en la sala templada precedida de Nasrur y allí la desvistieron. A continuación entró en la pileta de agua caliente y varias esclavas se metieron con ella. La enjabonaron y frotaron, como si fuera una elegida para pasar la noche en las habitaciones del Califa. La Princesa se abandonó a las fricciones de las sabias mujeres y cambió una mirada con Nasrur que desde el borde impartía instrucciones.

Habían pasado quince años desde la primera vez que entró en esa misma alberca, y como entonces, bajo la atenta mirada del eunuco. Aquella vez muerta de miedo. Sintió las friegas de las esclavas como arañazos y los ojos de Nasrur dardos que se le clavaban en cada centímetro de su piel. Asustada, no se atrevió a protestar. La observaban como a un objeto, la limpiaban como se friega la loza y sintió su piel como algo ajeno. Le frotaron los pechos como si quisieran sacarles brillo y cuando se miró los pezones y los vio rojos como el fruto del escaramujo, estuvo a punto de llorar de rabia. Allí también la depilaron. Primero las axilas. La levantaron los brazos, la enjabonaron y con un cuchillo de finísima y afilada hoja le afeitaron el vello con precisión y acertadas pasadas hasta que el más sutil pelo despareció. A continuación, una esclava entrada en años mandó separarla las piernas y se aplicó al pubis. Con esmero despobló el monte de Venus, las ingles y las caras interiores de los muslos. Le dieron la vuelta y la examinaron con meticulosidad. Gracias que en esa parte carecía de vello, sin embargo la frotaron con una esponja marina repetidas veces para asegurase que los ojos no las traicionaban. Si entonces se creyó una gallina metida en agua caliente para desplumarla, ahora disfrutaba dejándose hacer y saboreaba el placer que le producía la cuchilla al rasurarle el pubis. La sentía deslizarse con la suavidad de una pluma. Recordó el esfuerzo de Nasrur por infundirla aliento: “El destino te ha elegido entre todas las mujeres. Esta noche serás la princesa más envidiada del Islam”. Aquella tarde las palabras le sonaron huecas y crueles. Los rumores del harén le restallaban en los oídos como el látigo de un acemilero: “El Califa es pedófilo, solo gusta de jovencitos”. Los rayos de sus ojos debieron ser deslumbrantes. Nasrur, ocultando una sonrisa, continuó: “Los califas de Córdoba tienen predilección por las mujeres del Norte. Adoran la piel blanca, el pelo rubio y los ojos claros. Murchana, la madre de Al-Hakam II, es vascona, como tú, la madre de Abd Al-Rahman III fue navarra. Por eso te han elegido. Murchana y su hijo, el Califa, han puesto las ilusiones y esperanzas en ti, ambos están convencidos de que serás la madre del próximo califa”. Temblando, aceptó la responsabilidad de concebir un hijo, aunque no sabía bien cómo. Al-Hakam II, según se decía, había probado en varias ocasiones con otras mujeres y el fracaso había coronado cada intento. La sacaron de la alberca y la tendieron en un banco de masajes. Al tiempo que las manos de las esclavas recorrían su cuerpo presionando cada músculo, la ambición entró en su alma. Había cumplido dieciséis años y comenzó a sentirse por vez primera una princesa. Aceptó las caricias cuando la cubrieron con aceite aromatizado y se estremeció excitada. Una esclava le extendió un bálsamo perfumado entre las piernas y al pasarle los dedos por el interior del sexo una descarga eléctrica le hizo levantar las caderas y apretarse contra la mano de la mujer. Nasrur apartó de un empellón a la esclava y otra corrió a taparla con una toalla. Con las mejillas rojas como las amapolas se dejó conducir al cuarto donde se guardaban los vestidos del harén, los destinados a las afortunadas que pasarían una noche con el Califa en sus habitaciones.

Nasrur decidió vestirla como a un bello muchacho bagdadí, un gulam wasin. Las esclavas del guardarropa le pusieron un pantalón de seda con reflejos dorados y filamentos de madreperla, un hermoso sarawil, abiertas ambas perneras desde las caderas; un cinturón recamado de perlas de Omán donde se sujetaba un caballito, kurray; una blusa, sidar de seda transparente que apenas velaba los pechos pequeños y firmes de Subh; un velo vaporoso de Mosul que la cubría desde la cabeza hasta la cintura y un liviano litam tapándole la nariz y la boca, flotando unos centímetros por debajo de la barbilla. Subh se miró en un espejo de plata y clavó en Nasrur los rayos de sus pupilas en una inmensa interrogación.

—Te contaré una historia verdadera y comprenderás cuál ha sido el propósito al elegir el atuendo que te asusta: Cuando el gran Califa de Bagdad, Harun Al-Rashid, murió, su viuda Zobaida, preocupada por su hijo educado en el harén que mostraba una inclinación desmedida por los imberbes muchachos, ideó esta forma de vestir para las concubinas y así conseguir atraer su atención. El resultado no se hizo esperar. El joven Príncipe abandonó sus aficiones primeras y se entusiasmó con las mujeres ataviadas de ese modo. En adelante, las afortunadas destinadas a su alcoba tuvieron que presentarse de ese original estilo. Decía: “Me recuerdan a los jóvenes guerreros del Islam cuando se encaminan a la batalla, dispuestos al sacrificio para entrar en el Paraíso”. Esa pureza la encontró en las bellas mujeres, las llamó gulamiyas y las hacia danzar para él como si galoparan en los pequeños y fingidos caballos antes de llevarlas a sus aposentos.

Subh, perfumada, se levantó del banco de masajes y dejó que la vistieran en su propio guardarropa. Desde que se quedó embarazada del primer hijo, el desafortunado Abd Al-Rahman, muerto a los cinco años, ninguna mujer había vuelto a entrar en esos baños ni a lucir las lujosas prendas almacenadas para las concubinas del harén. De una arqueta de marfil labrada con figuras en relieve sacó anillos, pendientes, collares, pulseras y una diadema de rubíes y esmeraldas, joya por joya se las colocó con parsimonia y deleite mientras sonreía a Nasrur. Se miró al gran espejo que adornaba una de las paredes de la habitación y sonrió satisfecha.

—Ni los astros del firmamento igualan tu belleza y esplendor —dijo Nasrur arrobado y dos gruesos lagrimones le inundaron los ojos. El amor florecido en el oscuro rincón de su alma desde el primer momento en que conoció a la joven, aún esclava en una academia de Córdoba donde se educaba como cantante y danzarina, le embargaba el ánimo cada vez que la veía ataviarse para otro hombre. Otro suplicio añadido a su infortunio de eunuco y esclavo. Toda una vida para convertir desgracias y sufrimientos en pequeñas gotas de felicidad.

—¿Crees que necesitaré tus pomos afrodisíacos esta noche? —preguntó Subh y en sus pupilas brillaron dos puntos luminosos ladinos e irónicos.

—El esbelto, nervudo y fuerte joven que se rinde a tu hermosura no necesita de tan milagroso ungüento. La prodigiosa mezcla de aceite de azucena, enforbio, natrón, mostaza y almizcle te la proporcioné solamente para endulzar tus noches con el Califa —contestó Nasrur al tiempo que abandonaban la habitación del guardarropa y se dirigían de nuevo al salón.

—Ahora que Al-Hakam II ha muerto, que le he dado dos hijos, uno por desgracia le precedió y al otro ansiamos subirle al trono de Córdoba, ¿crees que esa pomada surtió efecto? ¿Crees que embadurnar los genitales del Califa con esa marranada hizo posible que me quedase embarazada? ¿Tanta fe tenías en mis encantos femeninos? —Subh, sin volver la cabeza, siguió caminando y su risa resonó en el pasillo, entre los arcos de medio punto y las columnas de mármol gris y rosa, como el agua cristalina de las fuentes del jardín.

—Tus atributos, Princesa, son radiantes como la luz del sol. Jamás dudé de ti y tus aptitudes para la seducción, sin embargo el Califa no estaba en el mejor momento de su vida y su virilidad cuarteada nos infundía sospechas, había cumplido cincuenta años cuando se encontró contigo la primera vez y hasta entonces cualquier intento para asegurar la descendencia había sido inútil.

—Estabais equivocados. Al-Hakam II me amó como un hombre ama a una mujer. Me llamaba Chafar y le gustaba verme vestida como a un muchacho, pero no por perversión como pensabais. Simplemente le hacía gracia y se divertía viéndome danzar ataviada de esa forma. Él creía que a mí me gustaba. Me sentía muy alagada cuando me acariciaba y me llamaba Chafar.

Subh amó al califa Al-Hakam II. Le quiso como a un padre, ahora bien, el amor y la pasión los había destinado a otro hombre, el joven y atractivo administrador de sus bienes que con su inteligencia y donaire la habían cautivado.

Subh caminaba altiva delante de Nasrur por el corredor y, a medida que avanzaba, un torrente de pensamientos le asaltaban como bandoleros detrás de cada columna. ¡Tantas cosas se avecinaban! ¡Dios no permitiría que los dos grandes oficiales se salieran con la suya! ¡Mi hijo será califa y reinaré a través de él! Esta reflexión se le fijó en la frente como si se la hubieran grabado con un hierro de marcar.

Una esclava oculta entre las sombras esperaba y, al ver llegar a la Sayyida Al-Kubra, abrió la puerta del salón con una humilde reverencia. Era la primera vez que la reverenciaban como a un califa. ¡La noche estaba llena de presagios! Se guardó una sonrisa con avaricia, como si sonreír a inferiores hubiera pasado a ser una incorrección impropia de ella y su importancia.

Subh se recostó en el diván sintiéndose una reina, olvidadas las preocupaciones del encierro a que estaba sometida por Yawdar y Faiq. Se mecía entre la ensoñación de reinar en Córdoba y sus amores. Por su mente desfilaban imágenes de la corte donde ella era el centro absoluto, detrás de su hijo y ministrada por Abi Amir como mayordomo. “A esos dos idiotas el poder les ha cegado y pagarán ineludiblemente el precio que les corresponde. ¿Cómo han llegado a creerse que ellos serán los depositarios de los destinos de Córdoba cuando media corte les odia y el resto les desprecia? Si han llegado hasta donde están, ha sido el Califa quien les ha sostenido. De ahora en adelante veremos quién les protegerá, quién reirá sus gracias y quién les mantendrá en el puesto de grandes oficiales. Mañana, cuando esté entronizado mi hijo, exigiré la cabeza de esos dos emasculados babosos y de cuantos les hayan seguido en su loco intento de trastocar el califato”.

Unos ruidos en el exterior la sacaron de sus meditaciones.

—¡Ahí fuera hay alguien! —Nasrur miró nervioso a la Princesa.

—¡Abre y saldremos de dudas! —dijo Subh—. Si fueran hombres de Faiq no se andarían con remilgos.

Nasrur abrió la puerta despacio. Una sombra se acercaba con el andar característico de los servidores de palacio.

—¿Afif, eres tú? —una sombra vestida de mujer y con un tupido velo cubriéndole el rostro se aproximaba pegada a la pared del pasillo.

—Sí.

—¡Alabado sea Dios! ¡Entra! ¡Rápido! —le apremió Nasrur. Subh, al reconocer al recién llegado, se levantó del diván.

—Habla. Nos come la impaciencia.

El esclavo se retiró el velo de la cara y con los ojos bajos, sin saber qué hacer con las manos, relató la entrada de los participantes en el palacio del Hachib y la incorporación a última hora del norteafricano Hasam.

—Cuenta los detalles o mandaré cortar tu lengua —se impacientó Subh.

—Los esclavos del Hachib no han podido averiguar nada de lo hablado en el interior. La reunión es secreta con guardias armados a la puerta. Nadie ha podido escuchar ni acercarse a menos que les llamasen y entonces los reunidos se callaban. Pero por la puerta del jardín, la que se abre en la muralla, han salido Abi Amir y Hasam a caballo. Han enfilado por la Rambla y girado hacia el Norte. Pensamos que se dirigían al barrio de Al-Rusafa.

Subh se dirigió a la mesa y escribió una nota, la perfumó con unas gotas de su aceite preferido, almizcle y jazmín y se lo entregó al esclavo.

—Entrega este mensaje al visir Abi Amir cuando regrese al palacio del Hachib.

Afif se quedó mirando a su señora sin comprender exactamente cómo debía hacer el recado.

—Abi Amir volverá al palacio y entrará por la puerta por donde salió. Espera allí. Después vuelve sin esperar respuesta. Nos encontrará en el pabellón Al-Rasiq. Entra por los jardines.

Nasrur recomendó al esclavo que se cambiase de ropa. Andar de esa guisa de noche por la ciudad podía causarle problemas si se tropezaba con algún borracho y le confundía con una mujer. Afif asintió y partió tan silencioso como llegó.

Por un pasadizo olvidado, construido en tiempos del emir Abd Al-Rahman II, se trasladaron al pabellón Al-Rasiq. Subh lo descubrió por causalidad. Un día que tuvo necesidad de entrevistarse con el cadí Al-Salim y no encontraba oportunidad de esquivar a curiosos, el mismo Cadí le habló del pasillo que unía el edifico del harén con el pabellón. A partir de este momento se convirtió el pabellón Al-Rasiq en el lugar de refugio de Subh cuando quería o necesitaba ausentarse del serrallo. El fiel Nasrur se encargaba de mantenerlo habitable y oculto. Por esta singular circunstancia, Subh podía entrevistarse con Abi Amir sin ojos indiscretos.

—Manda preparar una cena de príncipes. Entre estas paredes conocedoras de mis secretos celebraremos el final de la conjura y el principio de un nuevo califato cuando llegue Abi Amir —Subh se recostó contra la celosía del ventanal que miraba al río y se extasió en la contemplación del disco lunar jugando sobre la corriente del Guadalquivir.