Hasam entró en el salón precedido de un esclavo. Vestido con cota de malla y espada ceñida, hizo las zalemas rituales y esperó que Al-Mushafi le dijese el motivo por el cual le habían llamado. Ahmad ibn Tumlus solamente le había dicho que eligiese treinta y cinco entre sus hombres de confianza y que siguiesen al oficial hasta un punto fuera de las murallas donde debían esperar y él acudir en su compañía al Palacio Al-Mushafiyya donde se le esperaba.
—Hasam, te hemos hecho venir por los graves acontecimientos que se han desencadenado en estas últimas horas —Al-Mushafi se interrumpió para observar el rostro del beréber y apreciar el efecto de sus palabras, sin embargo Hasam permaneció impertérrito sin mover un solo músculo—. Aprovechándose de la enfermedad del Califa, entre los miembros de la familia Omeya ha surgido un traidor. Un hombre ambicioso y tiránico, un contumaz rebelde con ínfulas de romper el orden sucesorio establecido por nuestro señor Al-Hakam II. Es por tanto inexcusable resolver el conflicto con rapidez y drásticamente —tras un breve silencio continuó—. Hemos creído oportuno contar con tu ayuda y la de tus hombres para terminar con este enojoso problema.
—Haré cuanto se me ordene. Estamos aquí acogidos a la gracia y generosidad del califa Al-Hakam II y nuestra obligación de bien nacidos es servir a nuestro Señor con el alma y las armas —contestó Hasam sin vacilación.
—¿Tus hombres esperan donde les ha llevado el oficial de Ahmad? —preguntó el Hachib.
—Están donde has dispuesto.
—Entonces acortemos la conversación. Acompañarás a Abi Amir y cumplirás cuanto él te ordene. Vuestra misión es acabar con la vida del príncipe Al-Mugira. El alevoso traidor que conspira contra nuestro Señor y su hijo, el heredero legítimo, Hisham —sentenció rotundo Al-Mushafi.
—Se hará tal como ordenas. Antes que canten los gallos tendrá aquí su cabeza y las de sus hijos para que no quede simiente de traidores en la tierra —la voz de Hasam brotó como el agua fresca de una fuente en el cargado silencio de la sala.
Abi Amir, Hasam y Muhammad, que los conducía, abandonaron el salón. Abi Amir se retrasó un tanto y llamó a su fiel Ahmed.
—¿Recibió Zafir la nota que le envié con el esclavo de la Sayyida Al-Kubra? —preguntó Abi Amir a su hombre mientras se alejaban Muhammad y Hasam.
—Sí, Señor. Ha enviado un mensajero. Él y sus hombres vigilan los aposentos del príncipe Hisham. Le defenderán con la vida. Los beréberes de Birzal rodean este palacio —contestó Ahmed.
—Toma esta nota y entrégasela al Conde Vela en el campamento de los mercenarios cristianos. Les mando que cerquen el Alcázar e impidan la salida y entrada de cualquier persona. ¡Nadie, absolutamente nadie, debe salir o entrar por ninguna de las puertas! Cerciórate personalmente de que cumplen cuanto ordeno.
Se separaron y Abi Amir, al tiempo que se unía a Muhammad y a Hasam que le esperaban en la puerta del jardín, pensaba en el vascón renegado que se había pasado a Córdoba al tufillo del oro cordobés. Había abandonado su tierra para hacer fortuna y haría cuanto se le ordenase para conseguir su propósito. “Aunque tenga que vender a Dios y a Allah, tanto si son uno o dos distintos”, así decía el vascón cuando le preguntaban el motivo por el cual luchaba en el ejército califal.
El palacio de Al-Mushafiyya aprovechaba el cerramiento del jardín con la muralla que circundaba la ciudad y el Hachib, supersticioso y desconfiado de su fortuna y de su estrella, había mandado abrir una puerta disimulada en el muro. El inmenso poder que había atesorado no le había privado del miedo. “Cuanto más elevado es el puesto que un hombre logra en la vida, mayor es el peligro de perderlo todo, incluso la vida”, se decía cuando recordaba a estrellas tan rutilantes como la suya. Un buen día se desvanecieron y apagaron sin remedio. Había conocido a hombres ciegos de poder perecer como ratones en una ratonera por confiados. La vanidad y la soberbia les hicieron olvidarse de construir una salida oculta en sus hermosos palacios. Este recelo le había aconsejado perforar el muro para huir a uña de caballo si un aciago día se viese obligado a ello. Por allí salieron de la ciudad Abi Amir y Hasam en dos caballos de las cuadras del Hachib. Cruzaron la Rambla y se internaron en el arrabal Shubullar, tomaron dirección Norte, lejos de la mirada de los guardias que hacían la ronda en el adarve de la muralla. Dejaron atrás la Axarquía, el barrio mozárabe y cruzaron la vía romana, el camino de Toledo, pegados a las últimas casas para coger la calle del cementerio de Umm Salama. En una explanada antes de llegar a la rauda esperaban los hombres de Hasam. Guiados por Abi Amir, se adentraron en el sendero que conducía a la almunia de Al-Mugira. La luna bañaba el camino de tierra apisonada con una pálida luz metálica y las sombras de los árboles se proyectaban debajo de las patas de los caballos como grandes manchas negras. Un poco más allá de la arboleda, las jaras y las chaparras distorsionadas por la luz y las sombras, semejaban extrañas figuras que excitaban la imaginación. A veces los arbustos se convertían en un buey, en un león o en un ciervo. Como la noche estaba serena, de cuando en cuando, a lomos del viento llegaba desde la sierra el berrido ronco y excitado de un macho llamando a su harén y entonces el ciervo imaginario se hacía palpable. La época de la berrea en la sierra cordobesa se desarrollaba con la plenitud de todos los años. La cabeza del macho se adivinaba entre las greñas del chaparro, la hermosa cuerna echada hacia atrás y el hocico levantado. Cada cual veía las formas que desde dentro del alma se proyectaban en el campo.
Una sombra cruzó desde la copa de un gran árbol hacia el otro lado del camino y un desesperado chillido adelantó a un fugaz alboroto de ramas y plumas.
—Un búho. Preciso y letal. El conejo ha muerto sin saber qué se le venía encima —dijo Hasam y sujetó con fuerza las bridas del caballo que se había asustado al pasarle el pájaro por delante.
—Un excelente presagio. La naturaleza nos muestra el modo de actuar para obtener el éxito donde el equilibrio lo dicta ella —comentó Abi Amir al tiempo que palmeaba el cuello de su caballo y empezó a pensar: “El destino me pone la prueba más difícil de cuantas he sorteado hasta ahora. Jamás he empuñado un arma contra persona alguna, ni he dictado una sentencia sumarísima, ni he participado en la muerte de un ser humano. En Al-Mushafiyya vi con claridad qué debe hacerse y si quiero hacer realidad el sueño de mi vida, tengo la obligación de sobreponerme y olvidarme de escrúpulos que atenacen mi conciencia. El destino de un país no admite interrupciones y, menos aún, dudas”, se dijo al sentir un ligero hormigueo recorrerle la espalda. “Debo actuar como el búho, con precisión y sin remordimientos. Si el ave caza y mata para comer, yo tengo que saciar mi hambre humana con los proyectos que he imaginado desde mi juventud sin arredrarme o arrepentirme de situaciones que para cualquier hombre común debieran ser un poderoso freno. Quien aspira a conducir un pueblo, un verdadero gobernante, tiene como misión engrandecer el reino”, a Abi Amir le venían los pensamientos de juventud en que se creía el predestinado para gobernar el Al-Andalus. Unas veces consciente, otras no tanto, había esperado que las circunstancias le anunciasen el momento preciso para auparse donde se veía predestinado y esa noche, entre los reunidos en el salón del Hachib, había sentido que la fortuna le había tocado con su dedo. Ninguno de aquellos hombres atesoraba los atributos para ser un genuino gobernante. Al-Mushafi, mientras vivió el Califa, tuvo el poder en sus manos por delegación pero ahora, solo, sin el respaldo de Al-Hakam II, estaba disminuido y sin norte. “Con Hisham entronizado surgirán bandos como setas en otoño, con el propósito de encumbrarse y si las riendas del gobierno no se sujetan con fuerza, volveremos a los antiguos tiempos en que cada facción campeaba a su antojo. Abd Al-Rahman III, que heredó un emirato tan revuelto como las aguas del río Guadalquivir en plena crecida, supo meter en cintura a cuantos le estorbaban y dificultaban su gobierno. Empezó por unificar el país, reducir a los levantiscos y a detener el avance de los cristianos del Norte, mientras ejecutó a sus tíos paternos que quisieron deponerlo y a cuantos participaron en la conjura. Al resto de su numerosa familia los condenó al ostracismo dorado pagado de su tesoro personal. Admiro su inteligencia y su férrea voluntad. Pacificó y organizó Al-Andalus, se proclamó Califa y Príncipe de los Creyentes con la legitimidad que le otorga el venir directamente de Marwan, más auténtica que la ascendencia que justifican los fatimíes de Egipto y los usurpadores y asesinos abasíes. Procuraré imitar la fortaleza de su carácter que le acompañó hasta el último suspiro. Recuerdo el día en que mandó cortar la cabeza de su hijo Abd Allah y a cuantos le secundaron por encontrarles culpables de una conjura para matarle, creyéndole viejo. También pensaban en sustituir a su heredero Al-Hakam. Sin derramar una sola lágrima envió a todos a secarse al sol en la Puerta Al-Sudda. En ese espejo debe mirarse un gobernante. Al-Hakam II careció del genio de su padre. Abd Al-Rahman III se rodeó de un ceremonial oriental, organizó el protocolo de tal forma que fue inaccesible para el pueblo. Rodeado de sutiles emasculados, astutos como zorros y fieros como lobos. Los elevó a los puestos domésticos pero los sujetó con mano de hierro, como un buen jinete a su caballo. Andaban a su paso o galopaban a su antojo. Gran diferencia con Al-Hakam II que los mimó y consintió como a niños a quienes se les ríen las gracias. Cierto que el mayor esplendor del Al-Andalus se ha conseguido con él pero su continuo empeño en contemporizar ha dado como resultado que los cristianos del Norte le hayan creído débil y se sientan envalentonados. Hoy los fatimíes nos miran con desprecio y los eunucos se han convertido en dueños de palacio. Han creado una barrera entre los visires y el Califa, adjudicándose una grave importancia de intermediarios imprescindibles mientras enredan y conspiran”.
Abi Amir despertó de su ensimismamiento y miró alarmado a Hasam creyéndole al corriente de lo que pasaba por su cabeza y apreció en su rostro, al reflejo de la luna, un gesto que entendió como una enigmática sonrisa.
El hecho de que el búho hubiera decidido cazar aquella noche desde la copa de un árbol en el borde del camino y que el infortunado conejo se hubiese puesto bajo su campo de visión en el preciso instante en que el grupo de hombres cabalgaba hacia el palacio del príncipe Al-Mugira y Abi Amir lo expresase como un augurio alentador, había hecho que Hasam despegase los labios.
—Los presagios, la suerte o la fortuna, cualquier manifestación fuera de la lógica del razonamiento, los considero disculpas de seres infelices y proclives a la ensoñación —dijo con la mano apoyada en la empuñadura de la espada como el mejor y más fiel recurso. Su vida se había resuelto a lomos de caballo y con la espalda en la mano. Cuando las cosas no le favorecieron no pensó en que su estrella le había abandonado, al contrario, se culpó a sí mismo por no haber previsto con anticipación el fracaso. Para él, el sol salía por la mañana y cuando se acostaba, venía la noche. La vida seguía imparable ajena a las cuitas de los humanos y de los animales. Para Hasam, Dios estaba en el otro mundo. Este lo ordenaban los hombres y los aciertos y errores labraban el futuro con todas las incertidumbres.
Desde la sierra, mecido en el viento, llegó el bramido poderoso de un ciervo. Los caballos estiraron las orejas y las hojas de los árboles emitieron un suave murmullo. Abi Amir levantó los ojos al cielo y miró extasiado a las estrellas. Aunque no era amante de los oráculos y otras artes adivinatorias, sintió que una con sus destellos le anunciaba un mensaje que no acertaba a descifrar. “¿Será Canope?”, pensó y a la memoria le vino la antigua profecía: “Allí donde se vea la estrella, Canope dominará el Islam”. Pero la estrella se consideraba andarina. “Cuando Muza y Tariq invadieron la Península dicen que se veía en la cornisa del mar de los cristianos, el Cantábrico, ahora dos siglos después, el último lugar desde donde se divisa es Medinaceli”. Cierto día, comentando la profecía con ibn Nasr, le dijo que Al-Hakam II estaba muy influenciado por ese vaticinio, hasta el punto que desestimó atacar a los cristianos detrás de sus fronteras. “¿No será que la estrella se ha cansado de mostrarse allí donde no tenemos intenciones de llegar?”, había comentado Al-Hakam II. “Las estrellas no se preocupan de los asuntos de los hombres”, respondió ibn Nasr que tenía sus propias creencias sobre el orden celestial y le disgustaba discutir sobre cuestiones en la cuales no se consideraba docto. Abi Amir no volvió a mencionar el tema a nadie pero se hizo la firme promesa de que si un día obtenía el gobierno de Al-Andalus, entonces, al menos una vez al año, haría sentir el acero cordobés allende de las marcas. Doblegaría Castilla, León, Galicia, Navarra y a los astutos mercantilistas catalanes de la Marca Hispánica.
—¿Es aquélla la cerca del palacio de Al-Mugira? —señaló Hasam.
La luna había corrido un gran trecho y la luz llegaba oblicua desde Occidente estrellándose contra la pared de adobe enjalbegada. Detrás de ellas solamente se divisaban las agudas y espigadas lanzas de los cipreses y las tejas de los edificios se adivinaban como escamas de un gran cocodrilo. En medio del muro se veía un portón dividido en dos hojas, en una de ellas, la que quedaba a la derecha, mirándola desde donde se encontraban Abi Amir y los beréberes, se apreciaba una poterna por donde solo cabía un hombre. No había otras posibilidades de entrar en el palacio por ese lado a menos que saltasen el muro.
—Sí —contestó Abi Amir que volvió de su abstracción sorprendido, como quien despierta de un profundo sueño —dejemos las monturas y continuemos a pie. Si nos oyen desde el interior y se asoma el portero, nos verá y dará la voz de alarma.
Hasam mandó desmontar a los beréberes y ocultar a los caballos en un lugar donde la arboleda estaba más poblada. Ordenó a un hombre quedarse al cuidado de los animales y le recomendó que evitase los relinchos.
—Existe otra puerta en la parte posterior. La utilizan para que entren y salgan las recuas de acémilas de abastecimiento del palacio y por donde circulan los sirvientes, esclavos y los trabajadores del jardín y de la huerta.
—Enviaré a unos soldados a cegar esa entrada. ¿Cuántas personas nos encontraremos dentro? —preguntó Hasam.
—Entre esclavos y eunucos seguramente habrá unos setenta, además del Príncipe; cerca de treinta mujeres y ocho niños. El mayor de diez años —aclaró Abi Amir.
—Hemos traído pocos hombres. Si nos hacen frente nos pondrán en dificultades para reducirlos —se lamentó Hasam y pensó en una matanza.
—No habrá problemas. Piensa que, a excepción de los guardias de la escolta personal, los demás no han empuñado un arma jamás. Cuando aparezcan tus hombres por la puerta, el miedo les paralizará y podrán encerrarlos en los pabellones sin alboroto.
—Son demasiados y nosotros muy pocos —se quejó Hasam.
—Tras el tapial nos encontraremos con el jardín y el palacio está detrás, aislado del resto de los edificios. Al Este del jardín empieza la huerta y al final, apoyado sobre el muro del cercado, se encuentra el pabellón de servicio. Allí estarán durmiendo los jardineros y los hortelanos. Son una treintena. En las cuadras, al otro extremo, encontraremos a diez. La mayoría acostados o seguramente todos. Al-Mugira tiene establecidas las guardias del pienso cada cinco horas. Los hombres de la escolta son antiguos soldados, con muchos años a la espalda, duermen en un barracón en el costado occidental, separado del palacio por un jardín y una alberca. El resto los encontraremos en las diversas dependencias de la casa principal.
Con la explicación de Abi Amir, Hasam se quedó pensativo y sacudió la cabeza lentamente. Le asombraban los dirigentes de Al-Andalus, se despedazaba como hienas y derramaban lágrimas con la misma facilidad de las plañideras. Adoraban el arte de la hipocresía y se consideraban verdaderos fieles. Con ese concepto vivía desde que llegó desde el Norte de África. En el desierto y en los montes de Berbería las gentes se conducían con normas de vida más sencillas. Hacían lo que debían y no buscaban disculpas ni exculpaciones baladíes para justificarse. Calculó con cuidado los posibles contratiempos y distribuyó las órdenes oportunas entre sus hombres.