Abi Amir adoptó un gesto solemne al ponerse en pie y su figura pareció elevarse por encima de las volutas del humo de los braseros. En su porte se apreciaba la brillante majestad del Príncipe, del ser elegido por el destino para llevar adelante las mayores empresas. Avanzó hasta situarse en un punto desde el cual todos pudieran contemplarle, apreciar los rasgos de su cara y el fulgor de sus ojos negros. Con la seguridad del predestinado, saboreó el desasosiego y el nerviosismo que, como una fina niebla, envolvía los corazones inquietos.
—¡Enorgulleceos, hombres del Islam, esta noche liberaremos al califato de las garras de los tiranos!
La voz de trueno y la transfiguración del rostro trasmitían un magnetismo alentador. Como la lanzadera del telar, empezaba a unir las voluntades dispersas durante la noche y un viento de optimismo comenzó a acariciar a los reunidos. Excepto a Al-Malik, que arrugaba el ceño y le miraba como si tuviera delante un engreído y peligroso iluminado. No pudo evitar que le viniese a la memoria un día en la madrasa cuando, siendo estudiantes, disfrutaban de un recreo en una mañana soleada de primavera: “Algún día seré el dueño del Al-Andalus”, dijo Abi Amir subido en un banco de piedra. Los estudiantes que le rodeaban le miraron sorprendidos y estallaron en ruidosas carcajadas. Él, sin darse por aludido, continuó: “Podéis pedirme el puesto que ansiáis desempeñar cuando terminemos los estudios”. Uno eligió ser juez del Mercado. Le encantaban los buñuelos. Otro se contentó con el gobierno de Málaga por las uvas que se cosechaban allí. Otro quiso la prefectura de Córdoba para no salir nunca de la ciudad. Pensaba en Córdoba como la última maravilla del mundo. Sin embargo, otro de los presentes, sin dejar de reír, no quiso expresar deseos. Abi Amir le miró extrañado y le interpeló: “¿Tú no quieres pedirme nada?”. “¡Estúpido fanfarrón, cuando hayas alcanzado tu loco sueño, manda embadurnarme con miel todo el cuerpo y paséame por Córdoba montado en un burro mirando hacia el rabo!”, contestó el estudiante llevándose el dedo índice a la sien y haciéndolo girar. “Algún día me acordaré de hoy y os haré realidad vuestras peticiones”, respondió serio Abi Amir. Los labios de Al-Malik se fruncieron en un amargo rictus: “Si nadie lo impide está en camino de cumplir su malhadado sueño”. Al-Malik se vio montado en un asno mirando hacia atrás y comido por las moscas.
Abi Amir, al cruzarse sus miradas, le dedicó una sarcástica sonrisa como si le hubiera adivinado el fugaz recuerdo.
—Nos encontramos ante un dilema con las manos atadas. Por un lado admitimos nuestra obligación de destruir la conjura y por otro, nadie quiere cargar sobre sus espaldas con la responsabilidad de una muerte. ¡Una muerte injusta y, al mismo tiempo, necesaria! Entre nosotros se encuentran hombres que de las armas han hecho profesión, hombres valerosos, partícipes en innumerables campañas, hombres que han cebado los fieros aceros con los cuerpos de los enemigos, con la sangre infiel. Hombres íntegros que del miedo hacen mofa y de la cobardía escarnio. También veo aquí honrados jueces al servicio de la verdad, de la fe y de la ley. Hombres de honorabilidad inquebrantable, dispuestos a impartir justicia con la mente clara de quienes aman a Dios —Abi Amir flageló con los ojos a quienes osaron sostenerle la mirada—. ¡Hermanos, un áspero cierzo nos ha zarandeado las conciencias y nos debatimos indignos e indecisos frente a un problema que exige la pronta y drástica solución! Durante la larga enfermedad del Califa unos y otros hemos escuchado voces de personas relevantes en manifiesto desacuerdo con entronizar a un menor de edad. Les escandalizaba tener un regente al frente del gobierno. Tenían en la cabeza a Al-Mugira por ser un verdadero Príncipe omeya. ¿Estamos seguros de que esos descontentos se encuentran al margen de la conjura o respaldan a los eunucos? ¿Es el sabernos tan pocos los reunidos lo que os incita a la indecisión? ¡La vida y la muerte están escritas en el libro de Dios! ¡Nadie escapará a sus designios! Estamos obligados a cumplir el juramento que hicimos con las manos extendidas sobre el Corán sin doblez y falsía. Prometimos investir a Hisham y acatarle como Califa y Príncipe de los Creyentes en solemne acto ante nuestro señor Al-Hakam II. ¡Que Dios le haya perdonado! ¡Pusimos a Dios y a los ángeles por testigos!
Abi Amir se detuvo con los ojos vueltos hacia el cielo como si desde allí le llegasen las palabras. Con cada exclamación erizaba el pelo de los presentes. Ishaq Ibrahim pensó que le había robado el discurso. Al-Salim esperaba curioso y al mismo tiempo perplejo. Al-Mushafi lamentaba su indecisión y se veía desplazado. Al-Malik se mordía los labios y con los puños cerrados ocultaba la rabia que le mordía el pecho. Los demás temblaban pensado que pudiera señalarlos. Hudayr le miraba arrobado, prendido de sus palabras.
Abi Amir, con un gesto violento, levantó la mano derecha hacia el techo y en ella apareció un Corán, como si el libro hubiese descendido del cielo al encuentro con su mano.
—En este Libro Sagrado, el Profeta escribió: “Los que juran fidelidad, juran a Dios, quien quebranta la promesa, la quebranta en su propio detrimento, el perjuro lo será contra su alma y el que es fiel a la alianza con Dios, quien cumple lo prometido con Dios, recibirá una magnífica recompensa”.
Abi Amir se dirigió hacia Al-Mushafi y le entregó el Corán. Éste, desconcertado, lo recogió con piadosa devoción. El gesto sorprendió al Hachib que se vio reconocido como el primero entre los reunidos y verdadero jefe de gobierno. Su semblante se transformó de inmediato y volvió a adquirir el fulgor de los tiempos en que con el Califa dirigía los destinos del Al-Andalus.
Abi Amir volvió a tomar la palabra.
—No me considero el más idóneo para llevar a término esta empresa desafortunada y desagradable, pero en vista de lo expuesto y comprobada vuestra aprensión escrupulosa, tomo la determinación de ponerme al frente y acabar con el peligro de un golpe de estado. Sobre mis hombros cargo con esta responsabilidad como uno más de los deberes para con Al-Hakam II y su memoria. Libraré vuestras conciencias y cargaré en la mía cuanto deba hacerse. Solamente quiero escuchar de vuestros labios la petición y el encargo de realizarlo.
Abi Amir recibió las miradas de todos con actitud solemne y humilde.
—Aceptamos tu demanda. Admitimos la complicidad y en tus manos depositamos la resolución de la conjura. Deshaz la abyecta conspiración y tráenos la tranquilidad con la cabeza de Al-Mugira —dijo eufórico Al-Mushafi, en quien los reunidos reconocieron al Hachib de los últimos tiempos.
—Llamemos a los hasaníes. Son hombres avezados y familiarizados con la violencia. No conocen a los príncipes omeyas y no mantienen relaciones con los cordobeses. Dependen de la generosidad del Califa y en su nombre cumplirán sin preguntas ni emociones. Se abstendrán de tomar partido —pidió Abi Amir. Conoció a esta cabila en la guerra contra Gennum en Berbería. Habían sido los últimos en llegar a Córdoba y eran los más apartados del Alcázar, ajenos a intrigas políticas. Se consideraban fieles a una secta ibadie. Hombres del desierto habituados a golpes de mano semejantes. La guerra la entendían como un medio de vida y no distinguían entre tribus y parientes a la hora de resolver sus problemas. Al-Hakam II les demostró una afición que en tiempos de su padre hubiera sido imposible. Le gustaba verlos caracolear con sus caballos en el patio los días de paga y disfrutaba con su genuino modo de vestir, sus adornos, las monturas con que aparejaban sus potros pequeños y nerviosos y con las arriesgadas piruetas sobre los animales.
—Ahmad ibn Tumlus, ve en busca de Hasam y tráelo —ordenó Al-Mushafi con voz clara y precisa por vez primera desde que comenzó la reunión.
—¿Cuántos hombres digo que le acompañen? —la pregunta de Ahmad quedó en el aire, indeterminada entre Abi Amir y Al-Mushafi, pero fue el primero quien respondió, no sin antes solicitar permiso con la mirada al Hachib.
—Hasam y treinta y cinco hombres bien pertrechados. Cubriremos todas las entradas de la casa, tendremos que silenciar mujeres, esclavos y a los eunucos del harén.
Ahmad ibn Tumlus giró sobre sí mismo y se predispuso a abandonar el salón.
—No salgas por la puerta principal. Seguramente la tiene vigilada Yawdar. Mi hijo te conducirá —Al-Mushafi hizo un gesto con la cabeza y Muhammad se levantó y acompañó a Ahmad.
—Vuelve solo con Hasam, el resto de los hombres que esperen en el camino de Al-Rushafa, al otro lado de la muralla. Envía a un oficial para franquear la Puerta de Bab Al-Yahud y los guardias se abstendrán de hacer preguntas —aclaró Abi Amir.
Con la salida de Ahmad, los reunidos inquietos se miraban unos a otros sin atreverse a emitir el más leve sonido hasta que desde el fondo de unos almohadones surgió una voz que parecía un suspiro.
—¡Qué mudables somos los hombres y nuestros conceptos!
Ishaq Ibrahim había pensado en voz alta distraído y todos los rostros se volvieron hacia él.
—¿Qué te hace prorrumpir de ese modo? —preguntó Al-Mushafi, dueño de sí desde que tomó la iniciativa, atento a los mínimos detalles, como un general antes de la batalla.
—Recordaba el aborrecimiento que sentía Al-Hakam II por los jinetes beréberes y cómo cambió de opinión en los últimos meses de su vida. ¿Os acordáis de aquel incidente protagonizado por un joven paje cuando nos trasladábamos en comitiva acompañando a Al-Hakam II desde el Alcázar de Córdoba a Medina Al-Zahra? —una tibia sonrisa apareció en el rostro del Hachib. El desafortunado muchacho montaba un caballo tordo al que había enjaezado con una silla de manufactura beréber. En uno de los momentos en que el Califa miró hacia donde cabalgaba el esclavo y se fijó en la montura, se le desencajó la faz. Mandó desmontar al paje, retirar el caballo del cortejo y al llegar al Palacio Dar Al-Yund, la Casa del Ejército, ordenó quemar la silla y al infortunado joven le apartó del servicio durante varios meses.
—Yo quemé aquella silla con estribos —dijo Jalid.
—Ahora en nuestro ejército tenemos a las cabilas de Berbería y las aceptamos como esforzados y valiosos refuerzos —apuntó Qasim ibn Tumlus.
—Hubo un tiempo en que cualquier expresión laudatoria hacia los beréberes podía atraer la desgracia. Abd Al-Rahman III los abominaba y los maldecía como si fueran diablos —dijo ibn Nasr.
—Las derrotas sufridas en Berbería y los desastres que nos causaba la caballería beréber, unida a los fatimíes, fue el motivo del odio que transmitió a su hijo Al-Hakam II —dijo Jalid.
—Aquellas aguas se fueron río abajo. Al-Hakam II y el príncipe Hisham, los días de paga, subían a la terraza del Palacio de Mármol y disfrutaban con las exhibiciones de piruetas, cabriolas y esos raros ejercicios de cabalgar por debajo de la silla. Una vez le oí comentar con alegre semblante: “¡Qué asombrosa manera de montar, como si los caballos comprendieran sus palabras!” —dijo Al-Mushafi.
—Desde que cruzaron el Estrecho y luchan en nuestro ejército, los conceptos cambiaron. Son ágiles, feroces e imprevisibles en el combate. Los cristianos les temen y se duelen con sus arremetidas con ineluctable temblor. El coraje es moneda de raro valor. Cuando está de tu lado, lo estimas y si lo encuentras enfrente, lo temes y desearías que un rayo exterminador acabara con él —dijo Qasim ibn Tumlus para quien el valor era una de las hermosas virtudes con que se podía adornar un caballero.
—Son la escoria de África. Si el califa fatimí de Egipto, Al-Muizz, les hubiera pagado bien en vez de olvidarse de ellos, ahora estarían en las montañas del Atlas en sus tiendas de pelo, comidos por las moscas, criando cabras y asnos y nosotros libres de su grosera presencia y lejos de sus alborotos y escándalos —dijo Hisham ibn Utman con el ceño fruncido. Despreciaba a cualquiera que fuera merecedor de elogio. La envidia le crecía pareja a su incapacidad e ineptitud. Odiaba el valor, el arrojo, la audacia, el coraje, la intrepidez, la temeridad, la bravura, la osadía, la combatividad, las virtudes que adornan a un buen soldado.
—Los Banu Birzal no han causado disturbios en la ciudad. Viven en las casas que se les asignaron y solamente les vemos cuando vienen a cobrar su estipendio. El resto del tiempo lo emplean en prepararse para la guerra —aclaró Ziyad ibn Aflah, experimentado en altercados y revueltas. Alguna vez había tenido que separar a beréberes y cordobeses enzarzados en peleas a la hora de las aglomeraciones para salir de campaña.
—Arriesgamos mucho al poner en sus manos este delicado asunto —objetó Al-Malik con un esbozo de sonrisa y con grave tono.
—Son efectivos y letales como los colmillos de una cobra y silenciosos como la sombra. Ni sus mujeres sabrán dónde han ido esta noche. Con esta norma evitan venganzas inútiles —les tranquilizó Abi Amir.
Libres del desagradable compromiso, los reunidos encontraron en las anécdotas un modo relajado de desbastar las asperezas que se habían agudizado durante las discusiones. Ahora, con la conciencia descargada en otros, las voces se habían hecho distendidas y amables.
—¿Qué haremos con los pérfidos eunucos que han encabezado la conjura? —preguntó Al-Malik anticipándose a los demás que pensaban lo mismo.
—Nada. En principio les dejaremos tranquilos. No son tontos. Inmediatamente sabrán que han perdido la partida y mañana serán los primeros en jurar a Hisham con el rostro brillante de júbilo. Les daremos cuerda para que se ahorquen ellos solos. Cometerán nuevos errores y tendremos infinitas formas de acabar con ellos. Han sembrado maldades y recogerán su fruto a su debido tiempo —respondió el Hachib sosegado y seguro. Mentalmente se había hecho una exhaustiva lista de cargos por los que podría inculparlos. Desde la grave acusación de traición, la herejía o apostasía y enemigos del Islam.
—Ellos mismos caerán en la red como los pájaros al intentar la huida. Cuando sientan la presión de las acusaciones para conservar el pellejo, volverán a los conciliábulos, a las reuniones secretas y a buscar cómplices. Hay más príncipes de la familia Omeya a quienes ofrecer el califato —dijo Abi Amir, que imaginaba cómo reaccionarían Yawdar y Faiq. Había sufrido sus actitudes desabridas y retorcidas con tanta frecuencia desde que fue nombrado administrador de los bienes del Príncipe que había dedicado ímprobos esfuerzos a comprender su modo sibilino de comportarse y enfocar los problemas.
—Una vez muerto Al-Mugira, y mientras Yawdar y Faiq piensan que nos hemos puesto de su parte, entremos en el Palacio de Mármol con un grupo de beréberes y acabemos con ellos —dijo Muhammad que se había estrujado el cerebro y encontrado la piedra filosofal mientras volvía de mostrar el camino a Ahmad ibn Tumlus.
—Eso podemos hacerlo sin necesidad de matar a Al-Mugira —exclamó, seco, Jalid.
—Matarán al príncipe Hisham, retenido en sus habitaciones, y desencadenarán la guerra dentro de la ciudad cuando se enteren de que los hemos desposeído de su candidato —remachó Muhammad seguro de que su idea era la más acertada.
—Si ése hubiera sido su propósito, ya lo hubieran hecho. Han tenido infinidad de oportunidades de envenenarle, incluso antes de la muerte del Califa. Esa solución la han desestimado. No matarán a Hisham. Son muchas las razones que lo impiden —Al-Mushafi fulminó con la mirada a su hijo.
—Tengamos paciencia. La muerte de Al-Mugira no se conocerá hasta mañana. Con el protocolo desplegado en el salón del trono y el pueblo de Córdoba dentro del Alcázar, no tendrán otra opción que jurar a Hisham. Conscientes de la situación, se presentarán ante la corte y los cordobeses como fieles servidores. Los abnegados oficiales elegidos por Al-Hakam II para recibir el último suspiro. Los depositarios de su postrera voluntad. Han lavado su cadáver, le han velado y han pasado la noche rezando por su alma. Esas armas exhibirán ante la corte y el pueblo, eso les hace inmunes por el momento. Para acabar con Yawdar y Faiq tendremos que encontrar otros cargos —después de pronunciadas estas palabras, Ishaq Ibrahim pidió una mesa y recado de escribir. Había decidido redactar un documento de compromiso para Abi Amir.
—Pienso como Ishaq Ibrahim. Esos seres son como tallos tiernos de junco, se doblan ante cualquier viento. Serán los primeros en poner a Dios por testigo y jurar a Hisham —dijo Ziyad ibn Aflah.
—Dejémonos de especulaciones anticipadas. Actuemos con astucia. Las reacciones de los conjurados no están a nuestro alcance para adivinarlas. Pueden no reconocer la derrota y encastillarse en el Alcázar.
—Ibn Nasr, ¿nos ocultas algo? —preguntó Abi Amir.
—No. Pero no tenemos noticias de cómo está el Príncipe, ni de quiénes le acompañan.
—Se encuentra rodeado de sus afines. Le protegen Satir Al-Yafari, su caballerizo mayor, Ma’qil, Sukakar y Murtah. Cualquiera de ellos se dejará matar antes que abandonar al Príncipe —apuntó Al-Mushafi.
—Esos eslavos los ascendieron Yawdar y Faiq. ¿Cómo actuarán? ¿Serán participes de la conjura? Esas preguntas son las que me inquietan —se quejó Ibn Nasr.
—Como administrador de los bienes de Hisham, tengo una estrecha relación con esos hombres. Ninguno de ellos es partidario de un cambio de dinastía. Ellos están llamados a ser los próximos oficiales de la casa del Califa. Ésa es una poderosa razón —atajó Abi Amir. No compartía los temores de ibn Nasr. Éste, como la mayoría de los cortesanos, no tenía un fiel conocimiento de los entresijos del harén califal, no había tenido la oportunidad ni la curiosidad necesaria para acercarse y colegir las ininteligibles intrigas desarrolladas allí dentro. Sabía, como otros, de las luchas enconadas entre las mujeres por estar cerca del Califa y pasar al menos una noche en sus habitaciones para elevarse sobre las demás, obtener regalos, riquezas, poder, por demás actuaciones tan normales como en la vida en el exterior, pero carecía de conocimientos sobre tácticas, alianzas, complicidades y el papel que desempeñaban algunos eunucos. A diferencia de los reunidos, Abi Amir sí había tenido oportunidad de profundizar dentro del harén. Por su cargo de administrador de los bienes de Subh y de los de su hijo, había frecuentado el hermético lugar con la libertad de un emasculado. De labios de la Sayyida Al-Kubra había escuchado los disgustos y agravios que sufría por causa de las intromisiones de Faiq y había conseguido ganarse a los esclavos que a sus ojos y a los Subh fueron dignos de confianza. Acertó a apartarlos de las garras del poderoso Sahib Al-Burud y con el encanto de su personalidad, arrastrarlos fuera de su influjo. Del mismo modo, había actuado con los que rodeaban al niño Hisham. Aunque los demás no lo supieran y él no se lo diría, estaba seguro de que en los aposentos de Subh, las puertas no eran insalvables y lo mismo ocurría en el palacio ocupado por el Príncipe y su séquito. La prueba de ello la tuvo al principio de la noche, cuando recibió en su palacio de Al-Rushafa la carta de Subh inmediatamente después de la de Al-Mushafi. En el pequeño mundo del serrallo, las afinidades y alianzas se fundían con sangre y cambiar de voluntades en ese reducido espacio, donde cada cual se cuidaba de asegurarse el futuro y la vida con uniones tan firmes, resultaba muchas veces imposible. Abi Amir supo labrar la amistad del gran eunuco Duka, un viejo de brillante inteligencia y escurridizo como una anguila, y aprovechar del odio que éste albergaba contra Yawdar y Faiq, entrometidos siempre donde creían obtener beneficio. El anciano Duka jamás les cedió el terreno y les mantuvo a raya. Las artísticas celosías del harén se convirtieron en muros inexpugnables y el intento que hicieron para nombrar ellos al administrador del Príncipe y de la Sayyida Al-Kubra se resolvió como un estruendoso fracaso. De ahí los enconos contra Abi Amir y la guerra abierta que mantenían contra los eunucos del servicio de Subh y su hijo. En esta tranquilidad se apoyaba Abi Amir. Para él la conjura dejaba muchos cabos sueltos, detalles que no concordaban con un proyecto digno de éxito. Abi Amir entendía que Yawdar y Faiq se habían precipitado en su intento. Quizá por rebeldía o por poco seso. Durante toda la reunión guardó silencio y esperó el comportamiento de Al-Mushafi y, al comprender la ignorancia con que obraba y observar las indecisiones y la falta de autoridad, sintió que su oportunidad había llegado. La muerte de Al-Mugira la entendía como un absurdo empecinamiento pero era el preciso momento para coger al Hachib entre sus manos. El instante que la fortuna le facilitaba para colocarse a la diestra de Al-Mushafi, a quien veía abandonado de su buena suerte. Se convertiría en el hombre imprescindible, en eficaz colaborador y, si era necesario, en responsable de los trabajos más desagradables como esta muerte decretada sin sentido e inútil. Solo quedaban Galib y Rumahis para estorbarle y estos en un principio no moverían un dedo, entronizado Hisham. En adelante vería cómo aceptaban la regencia de Al-Mushafi, a quien despreciaban. Buscaría el modo de espolear ese sentimiento y al mismo tiempo evitar que se unieran entre ellos. Contando con estas dos firmes columnas en los dos extremos del reino, podía pensar en ser el dueño del Al-Andalus. El anhelado sueño que le perseguía desde los años de la madrasa.
Los pensamientos de Abi Amir se interrumpieron con la entrada de Ahmad ibn Tumlus.
—Los beréberes han cruzado la muralla y Hasam espera al otro lado de la puerta.
—Antes de mandar entrar a Hasam, leeré este documento que acabo de redactar y los firmaremos todos —Ishaq Ibrahim se levantó y, sin dejar intervenir al Hachib, leyó con voz clara—: “Ponemos por testigo a Dios, a sus ángeles, a los profetas y enviados. Todos los presentes, musulmanes, hemos tomado la determinación de quitar la vida a Al-Mugira, hijo de Abd Al-Rahman III, hermano menor de Al-Hakam II, por considerarle parte activa y primera cabeza en la conjura para despojar a Hisham, hijo único y heredero del califa Al-Hakam II, (¡Que Dios esté satisfecho de él!) a quien juramos por sucesor y próximo Imán de los Creyentes en la ciudad de Córdoba y en las provincias todas, como reflejan las actas del juramento depositadas en los archivos del Alcázar. Prometemos considerar esta muerte como el medio más justo para salvaguardar la indisolubilidad del califato y juramos por Dios, el Vencedor, el Compasivo, el Misericordioso, el Clemente, que todos los presentes entregamos a Abi Amir las riendas de lo inevitable, le otorgamos nuestro favor, nuestra confianza y nuestro respaldo. ¡Dios basta como testigo!”
Al-Mushafi cogió el pliego de papel de manos de Ishaq Ibrahim y añadió con su propia mano:
—“Bajo la atenta mirada de Dios como testigo, hacemos nuestra y compartimos la misma responsabilidad de Abi Amir. Nuestro también es el pesar al condenar a Al-Mugira y nuestros corazones derraman lágrimas de sangre por ello. Sin embargo, como musulmanes, es nuestro deber preservar el califato y honrar la memoria de nuestro Señor Al-Hakam II, cumplir la promesa de asegurar la continuidad en el heredero, el único que tiene derecho designado por su ascendencia y linaje. Dios misericordioso se apiade de nuestro proceder y nos otorgue el perdón por un hecho que realizamos en su beneficio y en el de los musulmanes creyentes en la Justicia Divina. Abi Amir: que tus manos sean las nuestras y tu pecado el nuestro, si así lo considera el Justo, el Magnánimo, el Clemente, el Omnisciente, el Omnipotente. ¡Dios es testigo!”
El Hachib terminó de leer y uno tras otro estamparon su firma. Abi Amir lo recibió y lo guardó con un lacónico: “Gracias”.