Como Abi Amir había previsto, su firme intervención produjo efectos intensos y sorprendentes. Las conciencias se estremecieron. Unos consideraron sus posturas tibias, otros, en cambio, creyeron haberse expresado con ferviente oposición a los deseos del Hachib y ahora veían el peligro en que se encontraban. Abi Amir había tomado abiertamente partido y, conocedores de la tenacidad con que acometía los proyectos, se alarmaron, máxime cuando las empresas que había emprendido el joven de Torrox las había coronado con espectacular éxito.
Al-Malik ibn Mundir, irritado y animado por el nuevo resplandor de las lámparas, el chisporroteo de los braseros y las cálidas columnas de humo que perfumaban el ambiente, se levantó de los cojines donde estaba sentado. Imaginó el liderazgo que se perfilaba en Abi Amir y sintió un irrefrenable deseo de arrebatárselo. Paseó desafiante por delante de los reunidos y cuando apreció que todos los ojos estuvieron pendientes de él, comenzó su peroración.
—Al-Mushafi nos ha comunicado con alarmantes y sobrecogedoras frases la existencia de una conjura criminal para entronizar un califa fuera de la línea sucesoria. ¡Nos ha sumido en el desconcierto más atroz! En vez de presentarnos el modo de atajarla y resolver la situación con la ejecución de los participantes en el complot, nos ha metido en un callejón sin salida. Nos ha forzado a discusiones y enfrentamientos para dilucidar sobre la muerte de un hombre, presumiblemente inocente, como satisfactoria solución…
Hizo un alto, y afectado continuó:
—Unos meses atrás, cuando Al-Hakam II comprendió que las fuerzas le abandonaban y vio próximo el transito, designó a su hijo Hisham heredero y como tal le juramos fidelidad en el salón del trono. Aquel día lo hicieron también los habitantes de Córdoba. En las semanas sucesivas, el juramento se repitió en las provincias, dentro de los palacios de los gobernadores y en las alcazabas. Ante el sagrado Corán y con Dios como testigo, prometimos cumplir el compromiso de la jura, elevar al príncipe Hisham por encima de los mortales y elegirle nuestro próximo califa. ¡El verdadero Imán de los Creyentes! Estuvimos y estamos dispuestos a cumplir nuestra palabra empeñada entregando la vida si fuera preciso. De improviso nos encontramos con una nefasta conspiración que nos obstaculiza la proclamación del autentico Príncipe de los Creyentes y en vez de aunar nuestros esfuerzos para destruirla, nos enzarzamos en infructuosas discusiones. ¡Se nos exige matar a un inocente como solución! ¡Castiguemos a los culpables e impongámosles las penas descritas por la ley! ¡Ahorquemos o crucifiquemos a quienes encabezan la confabulación y a cuantos participan en ella! ¡Expongamos sus cuerpos en la Puerta Al-Sudda! ¡Dejemos sus cadáveres pudrirse al sol como alimento de cuervos y ejemplo para el pueblo! Allah lo aprobará como un acto justo. Arrebatar la vida a un candoroso joven es un vil asesinato. Derramar sangre ajena a la delictiva causa es inútil y, por tanto, inicuo. ¡Atraeremos la cólera del Altísimo! ¡Ensalzado sea su nombre!
Al-Malik se detuvo en la mitad del salón y elevó los ojos al techo con las manos extendidas en muda súplica. Ninguno osó romper el silencio que entendieron como una deliberada pausa.
—En los primeros momentos de esta aciaga noche pensé y quise convencerme de la culpabilidad de Al-Mugira. Llegué a considerarle la cabeza oculta, el instigador, el mentor y único beneficiario. Visto de este modo, su muerte hubiera sido un merecido y justo castigo, pero a medida que escuchaba los discursos y valoraba los razonamientos expuestos, mi opinión sobre su participación perdía la firmeza primera y mi convencimiento terminó desvaneciéndose. A lo largo de mi vida he observado disparatados modos de resolver situaciones extremas pero nunca se me presentó una forma tan singular como esta, ejecutando a un inocente, a un pobre desgraciado ajeno a la conjura que tratamos, incluso ignorante de ella. La demencia ha entrado en este hermoso salón y nos ha deformado el raciocinio. ¡Que Dios se apiade de Al-Mugira! Su infortunio se fraguó desde su nacimiento. Su padre, Abd Al-Rahman III, le relegó a la vida fácil de los príncipes sin responsabilidades, su hermano Al-Hakam II le mantuvo como un ornamento en las recepciones de la corte y ahora le condenamos creyendo en las palabras de unos seres perjuros y maledicentes que aspiran a arrogarse con el poder. Unos blasfemos que han dicho al Hachib: “Le proclamaremos califa”. ¡Mi perplejidad es inmensa, como las arenas del desierto o las gotas de agua que forman los mares y los océanos! Se nos han comunicado solamente los nombres de dos de los confabulados, carecemos de información sobre las fuerzas que les respaldan y con este bagaje de conocimientos, a ciegas, decidimos acabar con un levantamiento contra el Estado degollando a un joven de veintisiete años sin otra culpa reconocida que haber sido nombrado por dos infectos emasculados. ¡Dos sacos de avaricia y ambición! ¿Qué clase de justicia pensamos aplicar? ¿En qué escuela jurídica se recoge un hecho semejante para condenar a Al-Mugira? ¡La perversidad se ha adueñado de nuestros pétreos corazones! ¿Cómo nos presentaremos el gran Día del Juicio?
Al Malik inclinó la cabeza hacia el suelo como un penitente y cerró los ojos con fingida humildad y recogimiento. Con estos gestos histriónicos creía que destrozaría los argumentos del Hachib y de cuantos se habían manifestado como él y, sobre todo, los de Abi Amir a quien odiaba. La aversión le había anidado en su pecho de tal manera que no se daba cuenta de que compitiendo con él en estos precisos momentos se acarrearía la ira de Al-Mushafi que no le había dejado de mirar desde que comenzó a hablar con un indefinido brillo en las pupilas. Pero la vanidad le pudo y continuó sin importarle los enemigos que se creaba.
—Somos amantes de la ley, algunos a ella hemos dedicado nuestras vidas. Nos hemos formado con la lectura del sagrado Corán, con los hadices del Profeta y con los de los hombres sabios y piadosos del pasado. Interpretamos las leyes con las enseñanzas adquiridas en la tradición y en el buen sentido de la equidad y nos encomendamos a Allah para impartir justicia y esta noche nos disponemos a obrar con la ligereza de los irresponsables descreídos. Al-Mushafi, has expuesto la conjura de forma oscura, son innumerables las lagunas que encuentro y me producen un palpitante desconcierto. ¿Cómo un hombre tan avisado como tú no observó indicio alguno de lo que tramaba Faiq? Esta misma mañana estuvisteis juntos. Eso has afirmado. Revisasteis los despachos relativos a las provincias, comprobasteis el estado de los talleres del Tiraz, de las armerías reales y la correspondencia de los innumerables agentes que vigilan hasta los más recónditos lugares de Córdoba y los más alejados puntos del Al-Andalus. Ante tus mismas narices han fraguado la conspiración de la cual ignoras las ramificaciones y el alcance y te atreves a sugerir el asesinato de un hombre indefenso y carente de ambiciones. Un pobre príncipe sin otra codicia que la vida placentera del hogar. Nos incitas a seguir tus soberbias obsesiones. Nos lanzas en pos de tu idea, nos haces cómplices de un brutal crimen y no te sonrojas al referirte a nuestros cargos como algo parecido a mercancía expuesta en el mercado. Dices defender la ortodoxia y nos empujas a cometer un atroz delito. Nos pides que actuemos como una banda de desalmados concusionarios y nos exhibes sagradas citas coránicas. Nos hablas de los honrados caminos del Islam y la conservación del Estado como meta ideal y nos arrojas en los brazos de la hipocresía. ¡Dios es justo! Castiga en esta y en la otra vida. Nada se le escapa a su omnipotencia y juzgará a cada cual con arreglo a sus actos. Para Él nada es imposible. ¡Él es el mejor juez!
Al-Malik se detuvo para observar el efecto de su discurso antes de continuar.
—Como hijo de mi padre, Mundir ibn Said Al-Balluti, el anterior cadí, quien precedió a nuestro bienamado Al-Salim, hermano de Said ibn Mundir quien nos dirige en la oración los viernes en la gran mezquita aljama y hermano de Hakam ibn Mundir, jurisconsulto, literato, alfaquí y teólogo mutazili, me es imposible justificar el crimen que se nos propone perpetrar. Los argumentos esgrimidos los considero insuficientes. ¡La razón es pura en sí misma y no significa el provecho personal! ¡Muchas de las opiniones vertidas las creo encaminadas en ese sentido de egoísta provecho! Imploremos auxilio al Altísimo y actuemos con arreglo a sus enseñanzas trasmitidas por el Profeta. ¡Que Dios le acoja y salve!
Al-Malik se dirigió hacia los almohadones que había ocupado durante la velada y se dejó caer pesadamente. Colocó las manos sobre las rodillas y con aire de enajenación mística recorrió con la mirada el rostro de los compañeros. Su apariencia era la de un hombre conmovido. Recibió los gélidos reproches en los ojos de Al-Mushafi y su interior reaccionó como un enfermo ante una medicina equivocada y asquerosa: “Si hubieras obrado con honradez y firmeza nos tendrías decididos a complacerte. Cúlpate de la situación que has creado envuelto en el manto de la cobardía y el miedo a perder tu puesto de Hachib”.
Abi Amir le prodigaba un cínico gesto que le incitó a exclamar para sí: “Fanfarrón pragmático. No eres jurista, ni teólogo ni hombre religioso para perdonarme. Sigue con tus sueños de grandeza y refocílate en las vidas de los antiguos generales forjadores de imperios”. Y le devolvió un fruncimiento de labios que quiso parecer una sonrisa de desprecio. Disculpó a Al-Salim como lo hubiera hecho con su padre y, en cambio, al encontrar el acartonado rostro de Ishaq Ibrahim, le asaltó el temor que producen la cerrazón y la intransigencia. En la apacibilidad de la vejez en los rostros de ibn Nasr y Jalib creyó ver que le decían: “Te sientes un comparsa de Al-Mushafi y te avergüenzas”. Un ardor agudo se le presentó bajo el esternón y le borró cualquier pensamiento. Quiso huir y sus miembros se negaron a obedecerle. “Quizá el instinto de conservación resida en los músculos en vez de en el cerebro”. La reflexión le tranquilizó y le amortiguó el dolor.
El incómodo silencio tras la perorata de Al-Malik se rompió con la voz del Hachib.
—Nuestro amado Al-Malik se ha conducido guiado por la honradez que Dios le ha conferido. ¡Loado sea, Señor de los Mundos! Una conspiración es tal por el secretismo de su preparación. Quienes la conciben y quienes en ella participan unen sus voluntades y ponen buen cuidado en protegerse bajo un tupido manto de ocultación. Afloran cuando creen que su oportunidad ha llegado. Yawdar y Faiq se dirigieron a mí por el simple hecho de considerarme necesario para sus fines. Ese sucinto detalle me ha llevado a imaginar que han considerado ciertas posibilidades de fracaso en su trama. Bajo amenazas directas de muerte y convencidos, tanto ellos de llevarlas a cabo, como yo que las ejecutarían, pude ganarme su confianza. Les participé mi deseo de unirme a ellos y les otorgué mi adhesión. ¡No os deseo a ninguno de vosotros tales instantes de angustia y desesperación! Hube de destruir el recelo y desconfianza de Yawdar a quien veía dispuesto a mandar a sus diabólicos sudaneses romperme el cuello. En esos precisos momentos de zozobra, desfilaron por mi mente en primer lugar los miembros de mi familia. Los vi arruinados a unos y a otros muertos. A continuación pensé en vosotros y en cuantos se mantienen fieles al juramento que hicimos a Al-Hakam II y consideré el peligro que corríais. Asegurarse sus vidas les obliga a terminar con las de sus enemigos. Dios, con su sabiduría, me iluminó, condujo mi lengua y conseguí persuadirles de que sin vuestra participación corríamos un excesivo riesgo. Convencidos, me permitieron salir del Palacio de Mármol, reuniros y ganaros para su causa. Ahora nos incumbe demostrar nuestros principios de lealtad hacia quien fue nuestro Señor ¡Que Dios tenga piedad de él! Nuestra inexcusable obligación es truncar ese proyecto de maldad y perfidia. Destruir a los perversos y pervertidos traidores que han hecho de la gratitud una alfombra donde pisan con pezuñas de diablo. Esos seres sin conciencia que como perros rabiosos muerden la mano que les dio de comer. A esos que en contra de Dios se han colocado en el lugar de las personas de conducta torcida y donde solo nos queda entregarles el cáliz de la muerte. Esto os digo con el corazón enaltecido y mis ojos puestos en el Altísimo. ¡Honrado y ensalzado sea!
Al-Mushafi se detuvo unos segundos. Desde el diván observó disimuladamente las expresiones de sorpresa mientras jugaba con un sartal. De pronto su voz cambió de tono rompiendo en jirones el silencio expectante.
—Al-Malik, dispensamos tu cítrica exposición y comprendemos el nerviosismo que te aqueja en esta noche tan crucial donde están en peligro nuestras vidas y las de nuestros allegados. Con el ánimo sobrecogido, reitero mi repugnancia ante el hecho de despojar de la vida a un hermano en el Islam. Al príncipe Al-Mugira le conozco desde que sus ojos se abrieron a este mundo y le tuve en mis brazos cuando aún mojaba pañales. ¡Mi corazón perturbado implora la asistencia justa de la razón! Como bien dices, Al-Malik, ninguna prueba contundente podemos esgrimir en contra del joven Al-Mugira y, al mismo tiempo, tampoco encontramos argumentos que nos ayuden en lo contrario. Él es quien obtiene el mayor beneficio. ¿Quién tiene las dotes de predecir los pensamientos de un hombre débil y carente de la experiencia de gobernar? ¿Quién es capaz de afirmar que se conducirá con moderación e inteligencia? ¿Quién nos asegurará que no abuse de la fuerza y arbitrariedad? ¿Quién nos protegerá si un día, influenciado por los eunucos, nos envía a la Guardia Real, a los temidos “mudos”, para acabar con nosotros y con quienes consideran enemigos? Estas preguntas son las que debemos contestarnos con la sinceridad que nos dicten la conciencia y el entendimiento. Mi humilde opinión se reduce a una simple fórmula: sin candidato pierden la oportunidad de proclamar califa. Mañana, cuando la noticia de la defunción de Al-Hakam II se difunda y como los rayos del sol inunde las calles, los barrios y los arrabales, el pueblo se presentará en el Alcázar para rendir homenaje al nuevo califa, al designado por su padre y único en línea recta de sucesión. A quien, como nosotros, los cordobeses juraron poniendo a Dios y a los ángeles por testigos como legítimo sucesor y próximo Príncipe de los Creyentes.
Al-Mushafi hizo una nueva pausa y, brincando las cuentas del sartal de dedo en dedo, esperó que alguien tomase la palabra. De entre los reunidos solamente se escuchó el roce de las vestiduras en busca de acomodo. Al-Mushafi se levantó y con lentitud se situó en el centro de la reunión.
—Cada uno de nosotros ha expuesto sus pareceres y ha argumentado con arreglo al dictado de su entendimiento. Hemos valorado las posibilidades presentadas con los escasos conocimientos existentes sobre la magnitud de la conjura. Desconocemos el número de implicados y por tanto sus nombres y los cargos que ocupan. Hemos escuchado en infinidad de ocasiones los temores a un califa niño, sin embargo jamás hemos oído apuntar otra alternativa. Es por cuanto, para nosotros como para los fieles a Al-Hakam II, el juramento basta —Al-Mushafi giró de improviso y se situó delante de Al-Malik—. Me has acusado de mercadear con los cargos y puestos que ocupáis. Considero que por tu boca habló el miedo al posible éxito de los eunucos. Me refería a la continuación con el gobierno decidido y pensado por nuestro Califa. ¡Que Dios le haya perdonado! Entiende, Al-Malik, en nuestras manos están depositados los mecanismos del Estado y si el triunfo se inclina del lado de los pérfidos emasculados, buscarán entre sus afines el reemplazarnos y la paz y prosperidad del Al-Andalus habrán desaparecido para siempre. Se abrirá un inmenso agujero en la muralla de nuestras instituciones y otros intentarán lo mismo. Ahora a cada cual le corresponde comprender su responsabilidad para con el califato y la Suna para seguir las enseñanzas del Profeta. ¡Que Dios esté satisfecho de Él!
Al-Mushafi volvió a su sitio con los hombros caídos, como si el mundo entero se le hubiera venido encima y no encontrase ayuda para sostenerlo. Hastiado, miró otra vez a Al-Malik con un claro signo de prevención. Ambos se sabían antagónicos y compartían los mismos sentimientos recíprocos de desprecio del uno para con el otro. El Hachib maliciaba de Al-Malik y tenía dudas sobre su lealtad. Le habían llegado hablillas de ciertos comentarios de Al-Malik donde se manifestaba contrario a entronizar a un adolescente que propiciaría el gobierno de un regente. En la firme defensa a favor de salvar la vida de Al-Mugira, el Hachib apreció confirmadas sus sospechas. “Lástima que Yawdar y Faiq solamente insinuaran la participación de cortesanos importantes en vez de adelantar alguno de los nombres”.
El pensamiento del Hachib se quebró al escuchar la voz de una nueva intervención.
—El castigo para quienes conspiran contra el Califa o el Estado es la pena de muerte. De la inocencia o culpabilidad de Al-Mugira no estamos seguros, ahora bien, si los conjurados han tomado la determinación de nombrarle a él, razones nos asisten para creer en su beneplácito. Una confabulación no se plantea si no se tienen previstas ciertas garantías de éxito. Yawdar y Faiq, los únicos que conocemos en la cabeza de la conjura, han sido capaces de ocultar la gravedad de la enfermedad de Al-Hakam II. ¡Que Dios les haya perdonado! Nos han mantenido en la insulsa ignorancia y nos han mentido al informarnos. A buen seguro, los médicos comprados o amedrentados han emitido los informes escritos al dictado. ¿Ha fallecido hoy? ¿Cómo podemos saber la verdad? ¿Y si llevase varios días muerto? ¿Con cuánto tiempo han contado? Estas respuestas solamente las podríamos obtener de ellos. Faiq no es un simple aventurero para lanzarse a ciegas en pos de una empresa de tanta envergadura y riesgo sin estar seguro de sus fuerzas, sin contar con voluntades incondicionales dispuestas a jugarse la vida y hacienda por su causa. Si habéis olvidado quién es, os haré una breve biografía. Los bandidos secuestradores y esclavistas le arrancaron de los brazos paternos y le castraron. No creo oportuno describiros los dolores producidos por esas insalubres operaciones y los horrendos sufrimientos a continuación al saberse, los desgraciados, mutilados de por vida. El horrible conocimiento de las consecuencias irreversibles de esas lesiones. La conciencia de saberse un ser abyecto y despreciado, ni hombre ni mujer. Con esas singulares características, le compraron para el Alcázar y entre sus muros le educaron. Tampoco debería recordaros las vejaciones, los sucios manejos sexuales, las violentas violaciones sufridas por esos niños a manos de los esclavos enteros, de los eunucos incompletos y de los completos. Sobre esa inmundicia se formó, sobresalió en los estudios y pasó por la mayoría de los puestos de la administración palaciega hasta llegar a Sabih Al-Burud, jefe de la Casa de Correos y Sabih Al-Tizar, jefe de las manufacturas reales, las de mayor renombre en el Islam. En cuanto a la fortuna que ha amasado, ¡qué podemos decir! Posee castillos, palacios, pueblos y tierras que más de un rey envidiaría. Y de su compañero Yawdar, de idéntica procedencia, nos cabe puntualizar lo mismo. Sabih Al-Bayazira, gran halconero real y jefe de la guardia califal. ¿Crees lógico arriesgar tanto sin acariciar la victoria? Es inocente admitir una conspiración precipitada, aislada y sin ramificaciones. Por tanto, al principio Al-Mugira no le considero ajeno. Está inmerso en el complot y jurará y nombrará sucesor a su sobrino Hisham si con ello apaciguan a los descontentos. ¡Ha incurrido en traición y la pena es la muerte! ¡Dios no ama a los traidores! —dijo Ishaq Ibrahim puesto en pie.
Durante su intervención recorrió de un extremo a otro el salón erizado como un gato. Con esmerado sentido de la oportunidad, había dejado caer cada palabra despacio, con los ojos puestos alternativamente en los reunidos, desafiante para quienes pensaban escurrir su participación y, al mismo tiempo, contemporizador para elevar los ánimos de los que tuvieran dudas sobre futuras represalias. Había valorado durante la noche su postura y se había convencido de la continuidad como óptima solución. Por lo cual dejó entrever su voluntad de inhibirse en cualquier actuación jurídica sobre quien recayese la responsabilidad de llevar a cabo la desagradable ejecución. Admirado y sorprendido, al observar la indecisión de Al-Mushafi, decidió apoyarle en su propuesta para sacar los mejores frutos para sus intereses. Recordó a los ulemas que decidieron adherirse a la causa omeya y la recompensa que obtuvieron al situarse en la cúspide de la magistratura. Con sabio sentido de la interpretación de las palabras del Profeta, se habían erigido en verdaderos campeones de la verdad. Habían triunfado sobre revueltas y conspiraciones y se había colocado en la cima del poder. Ahora sería él quien tenía la oportunidad de mantener firme la ortodoxia. Con Hisham como califa, sería regente Al-Mushafi y si quería tener un gobierno tranquilo y mantenerse en el poder, no le cabía otro remedio que encontrar la colaboración entre los incondicionales ortodoxos maliquíes. En definitiva, quienes organizarían los tribunales y dirigirían al pueblo, no solo desde las mezquitas, sino a través de la oscura e intrincada red de espías que creó Abd Al-Rahman III para combatir la insidiosa presencia de las teorías de los fatimíes.
“Si en mí han considerado un freno para acabar con Al-Mugira, les persuadiré de lo contrario. He de hacerles crecer la confianza de mi participación de la forma conveniente y conseguir el olvido sobre mis sentencias contra herejes y apóstatas, siquiera en estos momentos. Después con Hisham en el trono será el tiempo de vernos libres de los heréticos intelectuales protegidos por Al-Hakam II. ¡Que Dios le haya perdonado!” Con este pensamiento se relamió como un gato satisfecho.
—Al-Malik, no estaremos nunca seguros de la participación de Al-Mugira, ahora bien, podremos deshacernos de los enemigos del Califa con su eliminación. El tiempo apremia y las discusiones no nos conducen a parte ninguna. ¿Todos los presentes estamos dispuestos a jurar a Hisham por califa?
Abi Amir, adivinando las intenciones del ulema, se atrevió a cerrar el cerco. Los convocados se miraron y se revolvieron inquietos en los cojines donde estaban sentados. Uno tras otro fueron asintiendo con expresiones decididas. El primero en hacerlo fue Ziyad ibn Aflah, comprendiendo la inutilidad de las objeciones. Recordó que también él era un eslavo, entero, pero eslavo como Faiq. ¿Quién estaba libre de levantar sospechas? A continuación, los restantes y para finalizar Al-Malik. En las palabras de Ishaq Ibehaim advirtió una seria declaración de actuaciones futuras perjudiciales para quienes enredasen en la teología.
—Una vez renovado el juramento, solo queda ejecutar esta decisión tomada bajo la atenta mirada del Creador de los Mundos. ¡Que nos premie o nos demande cuando estemos en su Presencia! —sentenció Al-Mushafi, pero le faltó la valentía de encargar la ejecución. Esta pertinaz indecisión caló hondo en los hombres de armas, quienes deberían ser los encargados de acabar con la desgraciada vida del príncipe Al-Mugira.
Un velo indefinido de sentimientos cayó sobre los reunidos. El fallo se había dictado.
La reacción forzada por Abi Amir, la incomprensión de las palabras de Ishaq Ibrahim y la feble autoridad del Hachib llevaron a los militares a buscar la forma de eludir el compromiso. Hisham ibn Utman no tenía el menor aprecio por Al-Mugira, le importaba un ariete su vida o su muerte. Estaba acostumbrado a verle como a una figura decorativa. Pero recelaba de su tío el Hachib y de los ulemas intransigentes. Se hundió entre los almohadones con la deliberada intención de escurrir el bulto. Muhammad, el prefecto de Córdoba, había llegado a la conclusión de estar excluido y miraba a su padre con odio por carecer de autoridad. Nunca olvidaría la desilusión sufrida esta noche al comprobar la debilidad de carácter de su progenitor. Los hermanos Tumlus se encontraban en una encrucijada. Si les ordenaban la ejecución cumplirían, pero para ellos sería una desgracia. En el campo de batalla se ganaba honra y prez, aquí se llenarían de desprestigio como facinerosos. Apegados al concepto de caballero musulmán, consideraban el asesinato una bajeza. Ellos no estaban predestinados a empuñar las armas en condiciones degradantes, si podían evitarlo no se ensuciarían las manos con sangre sin mérito. El resto no habían empuñado jamás las armas, cortesanos, hombres cultivados en las ciencias, entendían que no serían ellos los elegidos. Jalib esperaba regresar a su casa y acostarse. Ibn Nasr aguantaba cansado la odiosa incertidumbre y ansiaba el dulce placer de encontrarse en brazos de su última adquisición, una hermosa esclava de rubios cabellos. La había comprado esa misma mañana, después de salir del Alcázar. Cuando la vio sintió que Allah le había enviado un anticipo de las huríes que le esperaban en el Paraíso. Hudayr esperaba la postura de Abi Amir, pero en el hipotético caso de ser señalado buscaría una disculpa. Al-Malik se supo descartado. El Hachib no le responsabilizaría, ni aunque fuera el único hombre sobre la tierra. Al-Salim se preocupaba de la pobre impresión que transmitía el Hachib. De natural bondadoso, condescendiente y ecuánime, tenía llena la cabeza de conjeturas e interrogantes al mirar al mañana. La regencia de Al-Mushafi le parecía indudable en las primeras semanas. ¿Después? Esa interrogante para él se respondía con un hombre: Abi Amir.
“La duración de Al-Mushafi dependerá de su capacidad para atraerse al administrador de los patrimonios del príncipe Hisham y su madre que cuenta con el ímpetu de los jóvenes, inteligencia, valor y el apoyo incondicional de Subh”. De ella no se había hablado por razones inexplicables. Eso demostraba lo ignorantes que estaban de los hilos secretos que había tejido el gobierno en los últimos años de Al-Hakam II. Pudiera ser que los eunucos le hubieran insinuado algo y ella los hubiera despachado con cajas destempladas y hubieran tomado el camino de la rebelión en venganza o para seguir dirigiendo el palacio si los había amenazado. Cualquiera de esas dos cosas pudiera haber sido el motivo de la conjura. El Cadí, en su fuero interno, consideraba a la Princesa Madre cercana a lo ocurrido. Desde el nacimiento de su hijo y malogrado Abd Al-Rahman, había participado en innumerables decisiones. Las noches en brazos de Al-Hakam II la convirtieron en confidente y consejera. Aprendió muy rápido el arte de la intriga, a ganarse a los eunucos y dirigir detrás de las celosías. La mayoría de los visires lo ignoraban y el Hachib si lo sabía, no lo demostraba. En cambio, Abi Amir estaba al corriente. Con ella mantenía una estrecha relación, se había convertido en los ojos y oídos del mundo exterior y ella, en el puente de sus ambiciones ante el Califa. El Cadí que siempre comprendió a la Sayyida Al-Kubra mantenía con ella una amistad delicada y cómplice, convencido de su genio político y su encanto para la persuasión. Al-Mushafi había caído en sus redes. Desplegaba con ella un paternalismo empalagoso y ella le aborrecía. Al-Salim creía que le mantendría en su puesto mientras le necesitase y que a la menor oportunidad se desharía de él. Subh había demostrado un carácter difícil de dominar y su ambición la proyectaba en su hijo Hisham. No se dejaría desplazar ni con un ejército a las puertas del harén. ¿Pero qué oportunidad tendría si los eunucos triunfasen? ¿Se habría enterado de la muerte del Califa con tiempo suficiente? El Cadí estaba seguro de que conoció la noticia desde los primeros momentos. El Alcázar era uno de esos mundos donde los secretos traspasaban las paredes. “¿Qué habrá hecho? ¿Cómo habrá burlado la férrea vigilancia para ponerse en contacto con alguien en el exterior y ese alguien quién era…? ¡Abi Amir!”. Al-Salim clavó los ojos en su antiguo protegido y creyó confirmada su suposición en el brillo de su mirada y en la firmeza al empujar a los reunidos para eliminar a Al-Mugira.