Al-Salim escuchó, como los demás, las palabras del anciano ibn Nasr y no pudo sustraerse a la repugnancia que él también sentía por la muerte de un joven que vivía ajeno a las intrigas y alejado del poder. Como los reunidos, estaba de acuerdo en abortar el intento de los eunucos, pretensiones por demás heréticas, fuera de la razón y nefastas para los intereses de Córdoba. Apoyaría cualquier iniciativa para conseguirlo. Pero tal como se habían presentado los hechos y por encima del escrúpulo del vetusto juez del mercado, consideraba la muerte de Al-Mugira necesaria, por mucho que se apelase a la clemencia, a la justicia y a la religión.
—Para oponernos a las exigencias de los eunucos, mañana hemos de entrar con un ejército en el salón del trono y negarnos rotundamente a jurar por califa a Al-Mugira. ¡Habremos iniciado la guerra que tanto nos esforzamos por evitar! En caso contrario, si acudimos desarmados y sin fuerza para respaldar nuestra postura, ante las espadas de los negros sudaneses y las de los eunucos de la guardia, juraremos a Al-Mugira y, si nos lo presentan, al mismo diablo. Ésta es la situación. Si esta noche no resolvemos con acierto esta confabulación, mañana será tarde. Ante los hechos consumados, el pueblo cordobés aceptará en silencio la jura de Al-Mugira. Le habremos dado ejemplo con nuestra cobardía, desidia y acatamiento.
Un rumor expectante se elevó entre el humo aromático de los braseros.
—¡Aquí no veo ningún mártir! —gritó el Cadí—. Con los aceros de los guardias en nuestros desnudos cuellos no seremos capaces de negarnos a los propósitos de Yawdar y Faiq. Los cordobeses creerán que la decisión la tomó el Califa en el último momento de su vida y otorgará validez a la jura. Nuestra actitud les convencerá y creerán que actúan con justicia. ¡Eso ocurrirá mañana si no ponemos remedio ahora! —a excepción del Hachib que conservaba una inmovilidad estática, los reunidos se removieron nerviosos en los cojines—. Tampoco soy partidario del asesinato, del derramamiento inútil de sangre, injusto y antojadizo, sin embargo considero un precio exiguo una sola muerte antes que arrojarnos en manos de esos seres deformados movidos por ambiciones personales. Estos infectos y facinerosos eunucos nos arrastrarán a un gobierno despótico donde la corrupción reinará como autentica regla. Un gobierno dirigido por desalmados se convertirá en una subasta de puestos, en un mercadeo de cargos. Los verdaderos árabes, la antigua aristocracia, serán marginados y cuantos bastardos y oportunistas llenen las arcas de Faiq y sus confabulados serán quienes medren y exprimirán al pueblo sin piedad. El Califa, como un monigote absurdo, aplaudirá a sus protectores si en algo estima su vida. Así veremos el gobierno de los tiranos. Desaparecerá la honestidad y la convivencia pacífica de las calles de Córdoba y cuando la opresión se haga insufrible, los honrados y pacíficos cordobeses se levantarán contra ellos y contra quienes les apoyaron. Entonces esta hermosa ciudad se convertirá en un verdadero infierno. Habremos perdido la conciencia política, el derecho y las leyes será mejor escribirlas en vez de en pergaminos en papel de Játiva o en otro de mayor suavidad si lo hubiera, en previsión del destino que tendrán de aquí en adelante. El buen gobierno y el arte de la política se manifiesta en la creación de normas y leyes para ordenar la convivencia de los hombres y conducirles hacia la felicidad. Nuestra posición, como administradores, nos obliga a facilitar la convivencia en beneficio de la comunidad. Hemos de ejercer la autoridad y exigir el cumplimiento de las obligaciones a cada cual, estimular el trabajo, la industria y el comercio como contribución al bienestar. Nuestra sociedad se rige por el Sagrado Corán, el libro que nos entregó el Enviado de Dios. ¡Que Dios lo bendiga y salve! No es momento de indecisiones cuando el peligro de desintegración se vislumbra en el horizonte. Actuemos con la energía que tenemos a nuestro alcance y terminemos de una vez por todas con esta herética conjura. El fuego se combate con fuego y estamos en medio de un devastador incendio. He dicho que no soy partidario de la muerte de Al-Mugira y si hubiera otra forma de solucionar el problema o entre vosotros hay alguno que nos aporte un medio de solución, lo acepto. Sin embargo, a mi pesar, tengo que ponerme del lado del Hachib. Yawdar y Faiq merecen el mayor de los castigos, como así mismo los que con ellos participan de la conspiración. La fidelidad al Califa siempre nos proporcionó la seguridad y el buen convivir entre nosotros, por tanto, el intento de destruir nuestro modo de vida es un atentado contra la ley de Dios y como tal nos compite el aplicar las medidas que sean necesarias para cumplir los compromisos que hemos adquirido en beneficio de la comunidad islámica, a la cual pertenecemos con la ayuda de Dios. ¡A Dios hay que pedir auxilio y ayuda!
El Cadí terminó la admonición puesto en pie como si se dirigiera a los fieles dentro de la mezquita. Se sentó adoptando un gesto inequívoco de piedad y razón, satisfecho y expectante al efecto que esperaba de sus palabras.
—Al-Salim, nuestro propósito y nuestro entendimiento es como tú lo has expresado. Tenemos pleno convencimiento en la continuidad de la política y en hacer los sacrificios que se nos exijan en bien de la comunidad. Como verdaderos creyentes no discutimos tu punto de vista. Ninguno nos oponemos a tus razonamientos esforzados y precisos. Sabemos, como pueblo elegido por Dios, dónde encontrar el futuro: ¡En la ortodoxia, nuestro verdadero camino! Como hombres hemos aceptado voluntariamente esta forma de vida. A veces llena de esplendor, éxitos personales y comodidad y al mismo tiempo de duros trabajos e ímprobos sacrificios. Tras nuestras decisiones están afectadas multitud de almas y nuestra inexcusable obligación es labrar su felicidad. Durante las largas noches en vela, sin que nos importune el sueño, recapacitamos sobre nuestras actuaciones, si han sido o no acertadas. Ahí en nuestra intimidad encontramos la alegría o desasosiego. Al-Salim, también somos hombres de carne y hueso y no podemos olvidarnos de nuestras pasiones, temores y ambiciones. Somos seres normales y comunes cargados de imperfecciones como quiso el Altísimo, el Creador. Somos celosos de nosotros mismos, de nuestros allegados más próximos con quienes compartimos la existencia y por nuestras responsabilidades estamos obligados a ocuparnos de los demás como si se tratase de nuestros amados parientes —se expresó Abi Amir con solemnidad pendiente de las reacciones que pudiese percibir en los rostros de los reunidos—. En descargo de cualquier signo de indecisión, aquí no la veo aunque a alguien se lo parezca, diré que nuestro anhelo es unificar los criterios de actuación, conjuntar nuestras voluntades y deshacernos de las diferencias personales para acometer con eficacia la solución de este desagradable problema en el que nos encontramos. Como cualquiera de los presentes, tampoco soy partidario de la eliminación de Al-Mugira. Por infinitas razones que me abstengo de exponer. Ahora bien, con el pensamiento puesto en el califato, le consideraré un mártir si nos viéramos en el caso inevitable de derramar su sangre en beneficio del Estado y por la fidelidad debida a su hermano, el califa Al-Hakam II. ¡Que Dios le haya perdonado! De acuerdo con tu sabia exposición considero menos perjudicial la pérdida de una sola vida que una apretada cosecha de víctimas. ¡Que Dios se apiade de mi alma! En cuanto a conservar nuestros cargos, es un deber moral que hemos aceptado para el fortalecimiento del destino de nuestro pueblo y para ello es menester deshacer las malvadas intenciones de Yawdar y Faiq y cuantos les acompañan —dijo Abi Amir con voz firme. A pesar de su esfuerzo por comportarse como uno más, sus ademanes y su tono dejaron al descubierto sus actitudes de hombre resuelto, un jefe natural.
El cadí Al-Salim no había apartado los ojos del rostro de Abi Amir mientras hablaba y al terminar no pudo por menos que dedicarle una sonrisa cómplice. “Éste es el hombre”, se dijo y a su memoria llegaron los recuerdos como la lluvia otoñal. Una mañana, en el camino que hacía desde su casa a la mezquita, al pasar por la puerta de la Justicia del Alcázar, le encontró por primera vez. Sentado ante una humilde mesa, con un montón de pliegos de papel a un lado, una afilada y pequeña daga, varios cálamos, un tintero y un Corán. “Otro estudiante empeñado en ganarse la vida”, pensó y continuó sin concederle mayor importancia. Muchos se dedicaban al mismo oficio de redactar cartas, peticiones o memorandos, a los que querían comunicarse con familiares en otras provincias o en lejanos lugares de Oriente, a rendidos enamorados, a quienes les urgía demandar justicia y no sabían exponerla, a ricos comerciantes o a vanidosos que buscaban genealogías impecables donde se demostrase su descendencia árabe. Al poco tiempo le llamó la atención el número de personas a su alrededor. Empezaba a acaparar la clientela de los otros escribientes. “¿Qué extrañas artes tendrá este muchacho?”, se preguntó y se dispuso a indagar sobre él. Preguntó a unos y a otros. Nadie le dio una contestación satisfactoria. Un estudiante llegado de Torrox en busca de oportunidades a la corte. Fue lo que pudo averiguar en esos primeros intentos. Cierto día, vio una aglomeración ante su mesa y asombrado y curioso, se hizo el firme propósito de enterarse de la vida del joven. Se dirigió a la madrasa de la mezquita aljama y allí se encontró con Ali Al-Khalib, renombrado jurista. “¿Conoces a ese muchacho que se ha instalado en la Puerta de la Justicia?”, le preguntó. “¡Quien no conoce a Abi Amir! Es uno de mis mejores alumnos. Un joven inteligente, brillante y capaz. Dado a la ensoñación y apasionado. Quizá con un carácter un poco altivo. Pertenece a una de las antiguas familias yemeníes de la tribu de Moafir. Su antepasado Abd Al-Melik fue uno de los generales al mando de una división que desembarcó con Tariq y se distinguió en la toma de Carteya, la primera ciudad que conquistaron nuestros ejércitos al poner los pies en la península del Al-Andalus. Por esta hazaña se le concedió el castillo de Torrox a orillas del río Guadairo, en la provincia de Algeciras. Desde allí ha venido ese muchacho por quien te interesas. Su padre fue Abd Allah ibn Amir, un teólogo y jurisconsulto. Hombre piadoso y de recto carácter. Gobernó su tierra con justicia y murió en el camino de regreso de la peregrinación a los Santos Lugares. Su madre aún vive. Es la hija de ibn Bartal, quien fue magistrado. ¡Que Dios le haya perdonado!”. Al día siguiente, Al-Salim se acercó a la mesa de Abi Amir y, antes de que pudiera articular el saludo, el joven, que le había visto llegar, dejó el cálamo y con la familiaridad de un antiguo conocido le dijo: “Cadí, acertarías incluyéndome entre tus ayudantes. Tú estarías contento con mi trabajo y yo ampliaría mis conocimientos contigo”. La inesperada petición le cogió desprevenido y, sin tiempo para meditar, como si Allah le hubiera puesto las palabras en la boca, contestó: “Sígueme, empiezas en este momento”. Con cierto mal humor y resentido consigo mismo a causa de su irreflexiva aceptación, vigiló al joven Abi Amir en su trabajo y cuando se dio cuenta de que en inteligencia y valía sobresalía sobre sus colaboradores, decidió invitarle a su casa al finalizar las tareas. En la primera cena Abi Amir dio cuenta de cuanto le servían como un lobo hambriento. “¿Es costumbre entre los jóvenes devorar los alimentos sin el placer de paladearlos?”, le preguntó el Cadí maravillado. Abi Amir respondió con desenvoltura y un tanto avergonzado: “Entiendo que la costumbre es comer con regularidad”. “Entonces ¿tú cuándo comes y dónde?”, le sonrió el Cadí condescendiente. “Cuando tengo dinero en los puestos del zoco. No quiero ser una carga para mi familia. Ellos hacen bastante con alojarme en su casa. No son ricos. Los ingresos de mi tío alcanzan para poco”, respondió circunspecto Abi Amir. Esta sinceridad sin afectación agradó al Cadí. Se levantó de la mesa y de un cofrecillo sacó unos dinares. No los contó. Se los entregó a Abi Amir: “A cuenta de tu primer salario”. Abi Amir se los guardó sin comprobar la cantidad. Al día siguiente, llegó a la sala de audiencias vestido como un príncipe. Terminada la jornada, Al-Salim invitó de nuevo al joven ayudante. “Observo con placer el estilo que tienes de escoger tus vestidos”, sonrió el Cadí a su invitado. “Me he esmerado para estar a la altura de tu noble morada. Quiero agradarte y evitar que puedas sentirte incómodo con la visión de mis paupérrimas ropas”. La contestación desconcertó al Cadí que no prestaba atención a la ostentación. Sin embargo, Al-Salim no pudo olvidar jamás el colofón de aquella velada. Abi Amir recitó el poema de Hatim Al-Ta y con exquisito ingenio y gracia le comparó con el legendario héroe de la generosidad y la hospitalidad. “Oh, Al-Salim, Hatim desde niño para comer tenía que compartir su mesa con otros niños. Tú lo has hecho conmigo del mismo modo. ¡Que Dios te conceda el Paraíso con la misma generosidad y hospitalidad que has derrochado con mi humilde persona!”. Al recordar aquella frase creyó sentir un flujo de sangre a sus mejillas y miró en derredor. Nadie se fijaba en él, todos los ojos estaban puestos en Abi Amir. “Quise hallar un magnífico secretario y me encontré un genuino cortesano. Un hombre predestinado a grandes empresas”.
—El Cadí no te ha perdido la afición —susurró Hudayr malicioso y socarrón al oído de su amigo.
—¡Qué dices insensato! Se deshizo de mí en cuanto se le presentó la oportunidad —dijo Abi Amir con una expresión indefinida.
—Pues te hizo un inmenso favor. Ascendiste en la corte con la velocidad de un caballo árabe de pura sangre —replicó Hudayr.
—Me recomendó al Hachib para ocupar el puesto que el Califa había creado de administrador de los bienes de su primogénito ¡Que Dios le haya acogido! Si Subh se hubiera decidido por otro de los candidatos, me hubiera visto de nuevo en la Puerta de la Justicia redactando cartas por encargo —se lamentó Abi Amir sin convicción y recordó los primeros tiempos en palacio, cómo se ganó la confianza de la Princesa Madre, la muerte del pequeño Abd Al-Rahman a la edad de seis años, el disgusto del Califa, el nacimiento de Hisham y cómo le renovaron en el cargo y se lo ampliaron a la administración de los bienes personales de Subh.
—Al-Salim estuvo al tanto para que eso no ocurriera. Habló con anterioridad con la Princesa Madre y te preparó el camino. El Cadí te ha apreciado siempre —respondió Hudayr que conocía los motivos por los cuales el Cadí le recomendó para el cargo.
—El Cadí es un hombre muy especial y por fidelidad al Califa se dejaría matar. Los visires le estiman, los cordobeses le quieren y desempeña su función con rectitud. Es verdad que carece del sentido del humor de su antecesor, el padre de Al-Malik, pero no ha defraudado a nadie —Abi Amir y Al-Salim habían sellado una recíproca amistad desde los primeros momentos, desapercibida para la mayoría, hasta el extremo que muchos consideraban que se soportaban cortésmente cuando no les quedaba otro remedio.
—La amistad en esta corte es un insólito milagro. Nos juntamos para despellejar a otros, como lobos en una correría nocturna, y después nos matamos entre nosotros para disputarnos el botín sin la menor consideración. Fíjate en los reunidos. ¿Es la amistad quien nos ha reunido o la desconfianza y el rencor quien nos une? —se lamentó Hudayr.
—Somos humanos y en cada cual se mezclan virtudes y defectos en las promociones que el Creador ha dispuesto. La amistad, como el amor, se da en contadas ocasiones.
—Pensaba en Al-Salim. He visto la mirada que te dedicaba y he recordado tiempos pasados. Él, como yo, confía en ti. En tu discurso ha adivinado que serás tú quien acabe con esta situación. Cree en la firmeza de tu carácter. En varias ocasiones le he escuchado al referirse a ti decir que estás llamado a emprender grandes acciones.
—Hudayr, tu confianza en mí es inmerecida y dices tonterías. Somos muchos para llegar a un acuerdo. Aunque por lo escuchado parezca que estamos atados como mulas a una noria imparable, todos sin excepción estamos decididos a terminar con el proyecto de los eunucos. El problema radica en que cada cual piensa en otro para ensuciarse las manos de sangre. Si pusiéramos en una balanza a Al-Mugira y en el otro extremo a cualquiera de nosotros, comprobarías que la desventaja es para Al-Mugira. Ninguno de los presentes haremos nada por salvar la vida del desafortunado Príncipe si el peligro a perder cuanto tenemos lo consideramos inmediato y estamos llegando a esa desgraciada realidad.
Hudayr guardó silencio ante la cruda respuesta de Abi Amir. La sentencia estaba dictada, faltaba encontrar el verdugo. ¿Quién sería el encargado de tan repulsivo cometido? A Hudayr le horripilaba ser él el elegido. Carecía de valor para enfrentarse al joven Omeya y decapitarle o estrangularle con la frialdad de un asesino. Temblaba solo con pensar en la posibilidad de verse al frente de la ejecución.
—Tranquilízate, Hudayr. Hay muchas maneras de ser útil al Islam —contemporizó Abi Amir, adivinando las atribuladas inquietudes de su amigo. Habían compartido desde los años de estudiantes aventuras plagadas de vicisitudes y para Abi Amir, el alma de Hudayr carecía de recovecos donde no pudiera entrar y adivinar sus inquietudes. Desde los inicios de la amistad, Hudayr se sintió atraído por la fuerte personalidad de su amigo y no le importó aceptar su liderazgo. Se encontraba seguro a su lado y, como en infinidad de ocasiones, esta noche intuía que las decisiones que se tomasen las encabezaría él.
Mientras Abi Amir observaba los rostros de los presentes, Hudayr recordó uno de los momentos de mayor peligro en la vida de su intrépido compañero y la suya al mismo tiempo. Ocurrió cuando Abi Amir se estaba construyendo el Palacio de Al-Rushafa. A instancias de Al-Salim y con el apoyo de Subh, el Califa le nombró director de la ceca y jefe de las acuñaciones de moneda de oro del califato. Este puesto, añadido a los que ocupaba, causó cierto malestar en los visires que aspiraban a colocar a sus hijos y entre los eunucos que estaban lanzados a acaparar cuantos cargos palatinos estuvieran a su alcance. Por aquel entonces se acercaba la fiesta de los Sacrificios y Abi Amir encargó a Durri, el eunuco al frente de los talleres de orfebrería y tesorero del Califa, la realización de un hermoso palacio de plata maciza. La joya no tuvo parangón. Abi Amir, con motivo de la festividad, se presentó en el gran salón del trono en Medina Al-Zahra con el palacio y se lo regaló a Subh. Aquello causó un verdadero terremoto. Las mujeres del harén se despellejaron las lenguas en comentarios; los visires, admirados, sonrieron y alabaron el gesto de Abi Amir, pero en su interior abrigaron sospechas de adulterio que en privado quien más y quien menos se encargó de insinuar. Al-Hakam II, en cambio, se enorgulleció del administrador de los bienes de su hijo y de la Princesa Madre. Sin poder reprimir la alegría comentó en la reunión semanal de visires: “No sé por qué medios se las ingenia ese chico para que mis mujeres aprecien sus regalos por encima de los míos. O es un mago excelente o está adornado con la gracia de los elegidos”.
Quienes escucharon al Califa sintieron hervir dentro de sus pechos los pucheros de la envidia. A partir de aquí, los ataques contra Abi Amir no se hicieron esperar. Desde todos los frentes le llovieron dardos envenenados. Al oído del Califa llegaron insidiosas insinuaciones sobre apropiaciones de oro, cobro de cantidades de dudosa índole, hechos consumados de prevaricación y cohecho que apuntaban a la persona de Abi Amir. Los rumores como la mollizna terminan por calar y Al-Hakam II, muy a su pesar, mandó a Al-Mushafi realizar una inspección en la Casa de la Moneda. El Hachib en persona se propuso cumplir el encargo. Exigió la comparecencia de Abi Amir en el consejo de visires en el Palacio Dar Al-Uzara o Casa de los Ministros en Medina Al-Zahra y le solicitó de inmediato los libros de contabilidad. Éste, con el mejor de los semblantes, aceptó de buen grado la intervención y prometió entregar las cuentas actualizadas en un plazo razonable. Pero Al-Mushafi, apuntando cierto temor a que los libros fuesen amañados, ofreció enviar a la Casa de la Moneda hombres de su confianza y de este modo acelerar el trabajo. Con la mejor de las sonrisas, Abi Amir le invitó a hacerlo pero le previno de los retrasos que pudieran ocasionar amanuenses inexpertos en esos menesteres.
El Califa dio la razón a Abi Amir y le concedió una semana de plazo para presentarse en el consejo de visires con los balances terminados. La actividad en la ceca fue agotadora. Los secretarios y amanuenses se entregaron en alma y cuerpo en la confección de los libros. Una noche, cuando la mayoría de los empleados se hubo marchado, el primer secretario, un hombre fiel a Abi Amir, le dijo: “No puedo cuadrar una de las partidas. La entrada de oro procedente del Sudán del mes pasado no aparece y no encuentro el modo de ocultarla. Con esto el Hachib te puede acusar de malversación”. Abi Amir recordó que unos días antes había enviado una gran cantidad de dinares recién acuñados a Hudayr y sin pérdida de tiempo se fue a su casa. Hudayr se los entregó. Fueron suficientes. La situación se resolvió ante el asombro de todos y la admiración del Califa. Al-Mushafi fue el primero en felicitar al Jefe de la Casa de la Moneda. Al-Hakam II le nombró Sabih Al-Majzun, jefe del tesoro real, y Abi Amir exigió para Hudayr el puesto de jefe de la Casa de la Moneda. De este modo acabó la inspección. En los días sucesivos, Abi Amir centró su actividad en averiguar quién había sido el mentor de la sospechosa intervención. Preguntó a Al-Salim y el Cadí no supo decirle desde dónde había partido la maledicencia. Se conformó con recomendarle moderación en sus gestos. “Abandona el boato y ostentación que haces gala desde que te sientes protegido por tu estrella”. Abi Amir sonrió a su viejo protector y amigo y le contestó: “Aún no he llegado al cenit de mi vida y el Altísimo no hace las cosas a medias”. Convencido de la protección de su adorada estrella, se encaminó al Palacio de la Puerta Al-Sudda en la áulica ciudad, residencia del gobernador, por aquel entonces Muhammad ibn Aflah, el hermano mayor de Ziyad ibn Aflah, y lo encontró en su despacho asomado a los grandes ventanales mirando hacia los jardines que separan ese edificio con el Palacio de la Casa de los Ministros. Muhammad fue uno de los amigos incondicionales de Abi Amir. El Gobernador, con motivo del matrimonio de su hija a quien quiso dotarla por empeño de su mujer como a la hija de un príncipe, se presentó una mañana en la Casa de la Moneda a pedir un préstamo para el festejo de la boda y depositó como garantía un bocado de plata maciza y bridas de cuero repujado con filigranas doradas. Abi Amir lo mandó pesar y valoró el conjunto como si hubiera sido de oro. “¿Qué haces? ¡No podré devolverte jamás esa cantidad!”, dijo alarmado el Gobernador. “Como soy uno de los invitados, es mi regalo de bodas”, respondió Abi Amir. Esa amistad solamente se quebró el día de la muerte de Muhammad. “¿Quién crees que puede estar detrás de la inspección?”, preguntó Abi Amir. “No puedo acusar a nadie. No lo sé”, contestó el Gobernador con verdadero sentimiento. “Habrás observado reacciones o escuchado algún comentario”, insistió Abi Amir que pensaba en los eslavos eunucos como los inspiradores. “He oído muchas cosas, pero ninguna en concreto me dice de dónde pudo partir la acusación que estás buscando. “¿A quién proteges o a quién tienes miedo?”, siguió Abi Amir, tozudo. “Si te refieres a Durri o Yawdar, estás equivocado. No han sido ellos. Pero sí te puedo decir que una vez que saltaron los rumores, se unieron a ellos. El Califa solamente hace confidencias íntimas con su querida Chafar”. “¿Te refieres a Subh, la Princesa Madre?”, preguntó intrigado Abi Amir. “Ella es la única que pude sonsacar al Califa”, contestó Muhammad y sonrió al ver el rostro de Abi Amir iluminado. De este modo averiguó Abi Amir quién había soplado al oído del Al-Hakam II. Al-Mushafi. Éste, intrigado y envidioso por el regalo del palacio de plata de Abi Amir a Subh, se dirigió a Durri, pues otro orfebre no tenía ni los medios ni los conocimientos para realizar una joya de esas características, y el pequeño tesorero, lleno de vanidad, se confesó el artífice y para resaltar el valor de su obra dijo que Abi Amir había pagado un precio disparatado. Esto le dio pie al Hachib para pensar en malversación y sin dudarlo acusó al Jefe de la ceca. Con eso creyó resolver las dos cuestiones que tenía pendientes: quitarle el puesto de administrador del patrimonio del Príncipe y de su madre y el de jefe de la ceca para entregárselos a sus hijos. Abi Amir no participó a nadie de sus averiguaciones, pero jamás olvidó la artera personalidad del Hachib.
—Deja de rumiar pensamientos y estate atento a lo que ocurre —dijo Abi Amir a su amigo, que se había abstraído con sus recuerdos.