Raras veces en la vida las gentes se ponen de acuerdo en alabar o reprobar a un gobernante. Por lo general, unas veces favorecen a unos y otras perjudican a otros, sin embargo, Al-Mushafi, a lo largo de su gobierno había defraudado a todos. Incluso su familia le temía aunque protegía a los suyos como una loba a sus cachorros. Su mayor desgracia residía en la ignorancia en que vivía, de espaldas al concepto que tenían de él. Favorecido desde los años infantiles con la amistad de Al-Hakam II, había mirado con desdén a cuantos le rodeaban sin reparar en los reveses de la fortuna y lo efímero de la vida. Ahora buscaba desesperadamente entre la disparidad de criterios y personalidades de los reunidos un acuerdo para actuar. Quería un veredicto favorable para ordenar la ejecución de un inocente sin incluir al alto tribunal para establecer la causa y se agarraría a un clavo ardiendo para conseguir que le secundasen.
Al-Mushafi miró a los rostros de los reunidos y por vez primera en su vida comprendió el sentimiento de abominación que despertaba en ellos.
“Desagradecidos, ninguno de vosotros ocuparíais el lugar que disfrutáis si me hubiese opuesto a vuestros nombramientos”, se dijo con un amargor en el paladar.
—Yawdar y Faiq Al-Nizami me han ocultado parte de la verdad. La conjura y la traición están consumadas. Sus partidarios, dispuestos en los lugares pertinentes, esperan los primeros rayos de sol para llevar a cabo la entronización. Prueba de su seguridad es encontrarme aquí entre vosotros. Demostrándome que me creyeron, me dejaron salir del Palacio de Mármol y convocaros. Ahora saben quiénes se les pueden enfrentar y dónde hallarlos juntos —les provocó el Hachib y disfrutó del desconcierto general.
—¿Por qué nos dices eso ahora y no al principio? —preguntó Al-Malik irritado y sobrecogido. La malignidad del Hachib le infundía respeto y en más de una ocasión había jurado buscar los medios para labrar su ruina y la de su familia.
—Hombres de la guardia califal custodian el cadáver de Al-Hakam II; el príncipe Hisham se encuentra en sus dependencias aislado y encerrado con los preceptores y servidores; Subh, la Sayyida Al-Kubra, en el harén, apartada del resto de las mujeres y las puertas cerradas con un destacamento de soldados vigilando e impidiendo cualquier movimiento. Nadie en el Alcázar puede entrar o salir sin su conocimiento —continuó Al-Mushafi sin contestar a Al-Malik a quien con una mirada le rogó silencio—. Mañana, si consiguen proclamar a Al-Mugira y me consideran culpable y desleal, seré el primer sacrificado, acusado de traición y rebeldía. Con arreglo a ley se me condenará a muerte —Al-Mushafi hizo una pausa intencionada y buscó en los rostros que le escuchaban el efecto de sus palabras. Solamente en Muhammad, su hijo, y en su sobrino, Hisham ibn Utman, percibió signos de alarma.
—¿Qué les ha impedido eliminar a Hisham cuando han tenido millones de oportunidades? Sin heredero directo hubiera sido sencillo proclamar a Al-Mugira —la observación de Ziyad hizo temblar de furia al Hachib.
—Seguramente no pensaban que el Califa muriera tan pronto. Se les ha escapado de las manos. Esta misma mañana nos comunicaron una esperanzadora mejoría —replicó Al-Mushafi.
—¿Insinúas que el Califa ha podido ser envenenado? —preguntó el cadí Al-Salim con los ojos fuera de las órbitas.
En el salón se desencadenó un murmullo peligroso. “¿No estaría el Hachib implicado y, al verse excluido, intentaba deshacer la conjura de los eunucos?” —pensaron algunos sin atreverse a acusarle abiertamente.
—Si ellos hubieran matado al Califa, habrían elegido el momento. En cuanto al Príncipe, no le han asesinado por considerarle insignificante. Se creen con tanto poder y tan pagados de sus personas que han despreciado a Hihsam, a su madre y a los visires con quienes no han contado —contestó el Hachib.
—¡Nos has vendido! —exclamó Ishaq Ibrahim puesto en pie, enfurecido.
—¡Estamos todos en el mismo bando y con el mismo propósito de estrangular esta endemoniada confabulación! —tronó Al-Mushafi y continuó—, si no conseguimos pararlos, todos seremos acusados de los mismos cargos. Si alguno lograse demostrar su inocencia, por extraños sortilegios, y no exhibiese su aceptación incondicional al nuevo califa y a ellos, Faiq Al-Nizami posee información para expropiarle y mandarle a la horca. ¿Cuántos codician vuestros puestos y fortunas? Nos jugamos la hacienda, la familia y la vida —la amenaza del Hachib recorrió el salón como un viento cargado de procelosos presagios.
—Resolvamos, como es nuestra obligación. La conjura es la punta de la tempestad, las primeras gotas antes del diluvio. ¿Creéis que Galib, Al-Tuchibi y otros gobernadores se mantendrán en sus demarcaciones después de la elección de un califa por el capricho de los eunucos? Estáis en un descomunal error. Estallará la guerra civil, con tal violencia que Córdoba llorará la muerte de sus hijos. El Guadalquivir teñirá sus aguas de rojo y las ciudades y pueblos a su paso verterán sangre a raudales —profetizó Jalid. Él había vivido en su niñez la guerra que durante siglos había dividido a los musulmanes y había dado gracias a Dios cuando Abd Al-Rahman III consiguió unificar a todos y sujetarlos con la proclamación del califato independiente de Córdoba.
—El destino de nuestro pueblo nos exige la salvaguarda de sus valores institucionales. En nuestras conciencias depositó Al-Hakam II el cumplir su deseo de sucesión y el juramento a Hisham como califa se impone a cualquier espuria desviación —Ishaq Ibrahim de pie y con los ojos perdidos en una eternidad que no encontraba, desgranaba lentamente las palabras—. Entre nosotros hay hombres familiarizados con las armas, con la violencia de las campañas punitivas sobre nuestros enemigos y con la muerte en los campos de batalla, ellos sienten escrúpulos ante el asesinato para terminar con la conjura que nos ha anunciado el Hachib. Como juez estimo ilícito el crimen como remedio. Alentar el derramamiento de sangre alevoso es indigno de creyentes. Busquemos otra salida para atajar el peligro. Si como dice el Hachib, el conflicto se deshace con la desaparición de Al-Mugira, saquémosle de la ciudad, llevémosle a Algeciras y embarquémosle para Berbería. ¿Cómo se las arreglarán Yawdar y Faiq sin candidato a quien proclamar califa? —la expresión de Ishaq Ibrahim trasmitía un mar de dulzura desconocido. Al-Mushafi le miró como si se encontrara con un resucitado y los demás sintieron una amenaza velada recorrerles la espina dorsal. Las persecuciones políticas enmascaradas en la estricta ortodoxia habían hecho del juez un personaje temido y aborrecido.
—Es imposible respetar la vida de Al-Mugira. Estaríamos en las garras de los eunucos. Eliminándole les volveríamos a sus primitivos puestos de servidores de donde no debieron salir nunca —respondió seco el Hachib, que intuía su final si los eunucos lograban sus propósitos. Tantos años de incesante roce, viéndoles actuar con alevoso despotismo, corrompidos hasta los huesos, le auguraban un inequívoco destino. Yawdar y Faiq habían utilizado el favor del Califa con tanta astucia que, cuando se les acusaba de viles comportamientos, Al-Hakam II les disculpaba como a niños traviesos: “Tened paciencia con ellos. Gobiernan con eficacia mi harén. Si les destituyera ¿a quiénes encontraría para sustituirles? Mis manos no están hechas para sujetar esas riendas”, decía y daba por terminada la discusión. Con esta evidencia, Al-Mushafi luchaba denodadamente por conseguir una aprobación conjunta para suprimir al joven Al-Mugira, único medio que veía cierto para anular a los ensoberbecidos eunucos.
La noche avanzaba inexorable y los reunidos seguían remisos a pronunciarse tal y como deseaba el Hachib. Estaban de acuerdo en destruir el poder de los grandes oficiales palaciegos y en quitarles la vida si la ocasión se presentase propicia pero ejecutar a un príncipe de la casa Omeya sin que estuviera probada su participación no satisfacía a nadie. Ninguno estaba dispuesto a cargar con la responsabilidad de tener sobre su conciencia la muerte de un inocente.
—A los conjurados castiguémoslos con el mayor rigor. Cercenemos las cabezas de los sobresalientes, las de Yawdar y Faiq en primer lugar, sin embargo, en vez de aplicar la punición a los verdaderos infractores, nos pides la ejecución de un hombre exento de culpa. Al-Mushafi, como hombre, Allah me exige honradez, como juez, mi conciencia me impide condenar a la máxima pena a un hermano que no ha cometido delito. Si consideramos necesario apartarle de la escena, hagámoslo, enviemos a buscarle e interroguémosle. Cabe la posibilidad de que él mismo busque nuestra protección. Nunca se opuso a la voluntad de su hermano Al-Hakam II —las palabras de ibn Nasr se escucharon con alivio y levantaron un murmullo de aprobación. El viejo juez del mercado se distinguía por su entereza en el justo desempeño de la magistratura y contaba con el respeto y la simpatía de los cordobeses y de la mayoría de los visires de la corte. Se contaba que poseía tal arte de la fisiognomonía que, a pesar de la meticulosa investigación que llevaba a cabo en sus casos, sin despreciar las cosas ni chicas ni grandes, cuando detenía la mirada en el rostro de un inculpado, adivinaba en el acto el motivo que le había conducido a delinquir.
—Ordenadme su detención y como el rayo os traeré a Al-Mugira. Lo encerraré en las mazamorras, Yawdar y Faiq no tendrán candidato mañana —se adelantó impulsivo Muhammad. Si hubiera visto la mirada de su padre, hubiera preferido que el suelo se abriera y desparecer en las mismas entrañas de la tierra.
—¿En qué mazmorras le encerrarías, en las del Alcázar para que los eunucos no tengan necesidad de ir en su búsqueda? —preguntó socarrón Al-Malik.
—No me creas tan tonto. En las dependencias de la prefectura. Allí lo tendría seguro.
—Estás al cargo de la policía de la ciudad y conoces como nadie la seguridad de la cárcel. Con tu disoluto proceder te has encargado de sepultar la honestidad de tus hombres. ¿Quién de tus agentes es capaz de guardar un secreto? Al-Mugira solo tendría que aflojar los cordones de su bolsa para conseguir la libertad. Tus sicarios son capaces de vender a sus madres por unas monedas. Sigue el consejo de tu padre, llégate a su casa y termina allí con su vida —respondió Al-Malik sin cuidarse de ocultar el desprecio que sentía por el hijo del Hachib.
—Ese comentario mendaz es propio de corrompidos conspiradores. ¿Es así como me agradeces que no os haya denunciado a ti y a tus hermanos por pertenecer a esa secta que ataca la ortodoxia? —la voz de Muhammad vibró como la cuerda de un arco. Tan enfurecido estaba, que no distinguía la filosofía de la teología.
—¿Cómo un adorador de vicios se atreve a nombrar a mi familia? Mi padre fue el cadí a quien ha sustituido Al-Salim después de su muerte; mi hermano Said, cadí de la mezquita, quien nos guía los viernes en la oración y mi otro hermano Hakan, teólogo, asceta, magnífico poeta y renombrado jurisconsulto. Yo estoy aquí, al servicio del Califa. ¡Que Dios le haya acogido! ¿Dónde conspiro? ¿De quién me escondo? —Al-Malik se detuvo. El coraje le hervía la sangre y los esfuerzos por controlarse le paralizaron la lengua durante unos segundos. Miraba a unos y otros pero no veía a nadie, la figura de Muhammad ante sus ojos se transformaba en un monstruo donde debía clavar las flechas de su furia—. El Profeta condena al maledicente y los que nos conducimos en la vida por sus enseñanzas aborrecemos como Él la mentira. “¡Ay de los detractores y difamadores, el fuego de Dios encendido que llega a las entrañas se cerrará sobre ellos en extensas columnas! ¡No obedezcáis a ningún vil jurador, al pertinaz y difamador que va sembrando calumnias!” Esto nos enseña el Sagrado Libro de Dios. ¡Olvidar las palabras del Profeta es el principio de la apostasía!
La violencia del discurso de Al-Malik hizo asustarse a los convocados. Intuyeron que este tipo de enfrentamientos les podía arrastrar a todos a discrepancias furibundas y sin sentido y alejarlos del verdadero motivo por el cual se habían reunido.
—Reñir entre nosotros no resuelve la cuestión. ¡Dios está en verdad con quienes hacen el bien! —Al-Salim apaciguó a los contendientes y la serenidad volvió a aposentarse en el salón. Pero nadie supo con exactitud a quién se refería con esa cita.
—No comprendo cómo Al-Malik ha atacado con tanto brío a Muhammad —dijo Hudayr al oído de Abi Amir.
—Es una provocación del Hachib.
—No entiendo lo que dices —replicó desconcertado Hudayr.
—Al-Mushafi, con sus miradas cargadas de odio, hace que cada uno se sienta culpable de que no lleguemos a donde quiere dirigirnos —cuchicheó Abi Amir sin perder la cara del Hachib a quien observaba atento al menor signo.
—¿Qué quiere el viejo chivo de cuernos retorcidos?
—La cabeza de Al-Mugira. Tiene demasiado miedo a los enemigos que ha cosechado a lo largo de su mandato y no se atreve a ordenar la ejecución y menos llevarla a cabo él personalmente. Desaparecido Al-Hakam II, tiene contados los días en el poder. Ahí tienes la indecisión —respondió Abi Amir.
—Hemos expuesto otras formas de anular a Al-Mugira y las creo válidas. ¿Por qué ese obsesivo empeño en el asesinato? —susurró Hudayr perdido como la mayoría ante la contumaz insistencia del Hachib.
—Convencido de que no tiene otra solución para conservar su cargo y su vida, ha optado por esa decisión. Si los eunucos alcanzan a materializar sus propósitos, en menos de una semana será cadáver. Si por el contrario, con una demostración de fuerza y crueldad consigue deshacer la conjura, tiene la posibilidad de aguantar y preparar su retiro.
—Tanto Galib como Rumahis le odian. No obedecerán sus mandatos y no le dejarán tranquilo. Sobre todo Galib que se siente en Medinaceli desterrado de la corte y culpa de ello al Hachib —objetó pensativo Hudayr. Abi Amir miró a su amigo y sonrió con un leve movimiento de los labios.
—Piensa casar a su hijo Muhammad con tu mujer Asma cuando tú te divorcies. Con ese matrimonio cree conseguir una alianza fructífera con Galib. Sabes cómo quiere el general a su única hija.
—¿Cómo sabe Al-Mushafi que pienso repudiar a Asma? —preguntó asombrado Hudayr.
—Toda Córdoba está al corriente de tu situación matrimonial. Las alcahuetas de la ciudad conocen cuanto se cuece en cada casa que visitan.
—¡Pobre Asma si se casa con ese depravado! —se lamentó Hudayr perplejo.
Muhammad había conseguido, como su padre, poner a todos de acuerdo a la hora de emitir un juicio sobre él. Los calificativos que le dedicaban eran tan apropiados y numerosos que se había llegado al agotamiento lingüístico. Resultaba difícil, por no decir imposible, encontrar uno nuevo con que designarle. Hubo un tiempo en que Córdoba se levantaba expectante para comentar las gracias del hijo del Hachib durante la noche anterior. Pero fueron tantas y seguían siendo las tropelías que ya nadie se molestaba en dedicarle un comentario, se limitaban a decir: “¡Qué esperas de ese degenerado!” Al-Malik le odiaba, entre otras cosas, por creerle el matador de uno de sus esclavos. Un joven que se negó a satisfacer sus requerimientos amorosos. Apareció el muchacho degollado en la puerta de los Drogueros una infausta mañana. Nunca se pudo demostrar la culpabilidad de Muhammad, sin embargo, todos los indicios le apuntaban como el ejecutor o al menos el inspirador del cruel asesinato. Los taberneros le temían y, al mismo tiempo, le reían las gracias. Les obligaba a pagarle un tanto por expender vino, pero guardaban un sepulcral silencio sobre esta forma de extorsión. “Siempre es más ventajoso un pequeño sacrificio que cerrar el negocio”, se decían y, bajo la capa de protección del prefecto, aumentaban los precios con descaro y cara de lástima. Las jarichiyas de las tabernas y las que ejercían en las calles de los extrarradios de la ciudad le entregaban parte de sus beneficios y, como verdadero proxeneta, se declaraba su benefactor. A los borrachos, ladrones y pervertidos que atrapaba les vaciaba las bolsas a cambio de cerrar los ojos y dejarles en libertad. Pero los hechos más abyectos y los que causaron mayor repugnancia fueron los rumores surgidos por la muerte de una esclava que compró en el mercado a un judío llegado de Oriente. La encontraron colgando de una viga del techo de un pabellón de herramientas en el jardín del palacio que se construyó en el barrio de Al-Rusafa. Era una hermosa mujer de voz melodiosa y educada, según el mercader que la vendió, en una de las famosas academias de Bagdad. De piel muy blanca, pelo negro como el ala de cuervo y ojos como dos esmeraldas de la India. Muhammad dijo que se había suicidado a causa de la melancolía. “Recordaba tanto Bagdad y a sus amigas de la academia que no pudo soportar la vida en Córdoba”. Ahora bien, uno de los soldados de la prefectura, un cordobés malencarado, con quien se le veía constantemente, aunque el prefecto negase su amistad, una noche que se emborrachó en una taberna a la que había acudido a cobrar el tributo, le comentó al tabernero que la había matado el mismo Muhammad cansado de sus negativas a satisfacerle como quería cuando estaban en la cama. Sea como fuere, nadie se preocupó por esclarecer la verdad. Córdoba entera, menos su padre el Hachib, culpó a Muhammad de la muerte de la desdichada joven.
—No creo que Galib entregue a su hija a Muhammad. Asociarse con Al-Mushafi no entra en los planes del viejo general. Le desprecia desde que en las aulas del Alcázar le veía deshacerse en lisonjas hacia Al-Hakam y mirar al resto por encima del hombro como si fueran leprosos o apestados. Asma tendrá mejor destino —contestó Abi Amir y miró de reojo a Ishaq Ibrahim que sorbía una infusión despacio atento a las discusiones.
El escamón Ulema centraba su seguridad en considerarse vigilante estricto de la tradición y la acusación de Muhammad tildando de sectario a Al-Malik le hizo aguzar el oído. La familia de los Banu Mundir, cuya cabeza más importante fue Said Al-Mundir, padre de Al-Malik, había sido ejemplar en cuanto que aceptaba plenamente la ortodoxia. Abd Al-Rahman III le nombró cadí de Córdoba y desempeñó su cargo con estricta honradez hasta su muerte. A su hijo mayor, del mismo nombre, le nombró cadí de la Mezquita, guiaba la oración los viernes y era admirado y querido en la ciudad por su bondad, rectitud y amplitud de criterios. Los campesinos y agricultores le tenían por un hombre santo y acudían a él para realizar las oraciones a la hora de impetrar la lluvia los años de sequía. “Gracias a su honestidad y al fervor con que reza, Allah le escucha y nos libra de la escasez de agua” —decía Al-Hakam II ilusionado cuando veía abrirse las nubes y descargar su ansiada carga.
Influidos por Said Al-Mundir padre, todos los hijos se inclinaron por la teología y se entusiasmaron con la corriente llamada de mutazil, los apartados, partidarios del libre albedrío. No condenaban ni rechazaban la siia y tampoco se habían puesto de su lado. En los juicios que se habían seguido contra algún sii o fatimí, cuando se detectaban en Córdoba, estuvieron al margen, incluso aplaudieron las sentencias convencidos de la justicia por considerarlos espías del califa de Egipto, Al-Muiz, distorsionadores de la política de Al-Hakan II. Ahora el Califa protector del conocimiento había muerto y los tiempos que se avecinaban, como observaba esta noche, serían diferentes. “Gobierne quien gobierne, la ortodoxia está por encima de los hombres y mi obligación es mantenerla dentro del Estado de Córdoba” —se decía Ishaq Ibrahim mientras calibraba las posturas de los reunidos. Consideraba a las corrientes teológicas y filosóficas peligrosas, con ellas creía que su cargo e imagen, dentro del orden del califato, podían encontrarse amenazadas. Abi Amir adivinaba los pensamientos del ulema y no le perdía de vista. No le temía, pero no estaba de más tenerle de su parte cuando le necesitase y por la expresión de sus ojos, cuando miraba a Al-Malik, comprendió que en cuanto pudiera se encargaría de destruir cualquier tendencia que no fuera la que defendía. Hudayr siguió la dirección de la mirada de su amigo y se alarmó.
—Si el Hachib consigue el apoyo de Ishaq Ibrahim, Asma será de Muhammad.
—Los pensamientos del ulema están en otra parte. No te preocupes por Asma. Esperemos cómo termina la noche y cómo opta por resolver la confabulación el Hachib. A partir de entonces hablaremos con Galib —contestó Abi Amir y volviéndose hacia su amigo le hizo un gesto de complicidad.