Al-Mushafi, mientras recorría con la mirada los rostros de los reunidos intentando adivinar sus pensamientos, rememoraba su infancia, su primera entrada en el Alcázar. Contaba apenas ocho años cuando el califa Abd Al-Rahman III decidió nombrar a un gramático preceptor de su hijo y heredero Al-Hakam y llamó a Utman ibn Nasr. Al-Mushafi ibn Utman, de la mano de su padre, cruzó los grandes corredores embelesado en las columnas de mármol, los atauriques y artesonados de los techos, los hermosos jardines. Llegó al salón de recepciones donde se encontró con el gran Califa unificador, pacificador y fundador del califato de Córdoba sentado sobre unos cojines de seda y vestido con una simple túnica. Aturdido y desorientado por la ausencia del protocolo que había imaginado, no se dio cuenta de la entrada de unos niños que llegaron acompañados de un eunuco. Allí conoció al Príncipe heredero y a un esclavo rubio de ojos azules a su derecha, Galib. Compartieron lecciones y juegos. Durante los recreos, entre lección y lección, Galib marchaba al patio donde se ejercitaban los soldados y participaba con ellos en los duros ejercicios. Al-Hakam algunas veces le acompañaba, sin embargo, Al-Mushafi prefería sentarse a la sombra de un árbol a leer las obras de la literatura árabe. Admiraba, como Al-Hakam, a ibn Salam al Harawi, a Abu Nuwas, a Abu Tammam y a otros poetas orientales. Recitaban composiciones y Al-Mushafi los imitaba en poemas que Al-Hakam aplaudía. Así nació la amistad que les había unido de por vida. Al-Mushafi con Galib no consiguió el mismo grado de afecto. En cambio, Al-Hakam y Galib se compenetraban. Estudiaban juntos las traducciones que llegaban a la biblioteca del griego y latín sobre la vida de los grandes generales, Alejandro, César, Pompeyo, Aníbal, la de los grandes conquistadores árabes, Tarif, Muza y la del odiado Abbas que a punto estuvo de exterminar a la familia Omeya después de arrebatarle el califato de Damasco.
Galib, muy afecto al califa Abd Al-Rahman III, se inclinó por el ejército. Participó en las campañas al lado del Califa y se distinguió por su valor y el inteligente sentido de la estrategia. Su personalidad resultaba tan atrayente que los soldados le seguían seguros de la victoria. A los veinte años, Abd Al-Rahman III le manumitió y le nombró general. Galib ibn Abd Al-Rahman. Estos éxitos los envidió Al-Mushafi. Proclamado califa Al-Hakam II, no se separó de los dos amigos de la infancia, uno en la administración y el otro en el ejército fueron dos pilares donde apoyó el gobierno. Las victorias de Galib las cantaba el pueblo, desmoralizaban a los enemigos y Córdoba disfrutaba de un periodo de prosperidad como nunca había conocido.
Por eso estaban reunidos para continuar, como habría deseado Al-Hakam II. Al finalizar la guerra del Norte de África, Al-Hakam II añadió a los títulos de su fiel amigo, visir y general de los ejércitos, el único que se había entregado en la historia del califato: Caid du-l-Sayfayn, “El de las Dos espadas”.
“La traición de Galib es imposible y también es eslavo como Faiq al Nizami, Yawdar, Ziyad y otros muchos”, se dijo el Hachib y buscó en los ojos de Ishaq Ibrahim una señal de sus intenciones. Por la expresión del rostro del alfaquí entendió que las duras palabras que profirió contra los eslavos no las había hecho extensibles a todos, si bien la vehemencia con que defendió la ortodoxia maliki parecía que sobreponía la etnia árabe sobre las otras y Al-Andalus estaba compuesto por un conglomerado de razas tan mezclado que la sangre de unos y otros había perdido su pureza. Abd Al-Rahman III tuvo por madre una esclava del Norte de la Península, fue nieto de la reina Toda de Navarra; Al-Hakam II, hijo de una vascona y el pequeño Hisham, de Subh la vasca. El concierto se encontraba en las instituciones islámicas y en la figura del califa, signo de la unidad religiosa, política y social.
“Ishaq Ibrahim no será un obstáculo y sus virulentas palabras me permitirán ver el fondillo de cada uno”, se dijo. Cruzó la mirada con Abi Amir y estuvo a punto de sonreír. “Éste, descendiente de los primeros árabes que pisaron esta tierra, es hechura mía. Me debe su puesto como administrador de la Princesa Madre y de su hijo Hisham y los ascensos dentro de la corte”. A continuación se fijó en Ziyad. “Por mi influencia ha heredado el puesto de su hermano en Medina Al-Zahra, el palacio donde vive y los cargos que ocupan sus hijos y sus sobrinos, ¿se haría cargo de la ejecución? No. Apoyará a quien lo haga. Eso será suficiente y si hubiera que abrir un proceso para esclarecer el asesinato, nadie más adecuado para realizar las detenciones. Hisham ibn Utman, mi sobrino, fatuo, petulante, pudiera encargarse de la ejecución. No sabe conducir una batalla pero es un magnífico gallo de corral. Aceptará cualquier cometido donde actúe con ventaja. ¡Cuando pienso cómo le nombré cadí de Valencia y Tortosa me entran ganas de vomitar! Se lo prometí a mi hermano y no pude zafarme del compromiso. Mi hijo Muhammad, ¡muchos odios ha sembrado! En menos de un mes colgaría de las almenas de la Puerta Al-Sudda y si me obstinase en defenderlo sería mi ruina. Qasim y Ahmad harían un buen trabajo. Necesitan garantías y convencerse de la necesidad. Cualquiera de los dos es idóneo. Ibn Nasr y Jalid, suficiente con su presencia para avalar lo que ocurra. Hudayr no creería en mí aunque fuera el Profeta”, dijeron los ojos del Hachib cuando los posó en el noble árabe.
Giró la cabeza y se encontró con Al-Malik cuchicheando con Al-Salim:
“Si le hubieran conjurado los eunucos sería peligroso, aquí, por muchos razonamientos que ponga, asentirá llegado el momento. Al-Salim se limitará a favorecer la proclamación del príncipe Hisham y redactará las actas de la jura de forma conveniente”.
En el gran salón los reunidos hablaban entre ellos, intercambiando opiniones. Se había formado un murmullo zumbón de negros velos, cada cual escuchaba o hablaba con el vecino y se desentendía del resto.
—Conocemos las artimañas y subterfugios utilizados por los emasculados para encubrir sus actuaciones deshonestas —la voz del juez ibn Nasr hizo enmudecer a los asistentes—. Al-Malik ha apuntado como posibilidad que Faiq y sus seguidores tengan en mente varios candidatos entre los hijos del califa Abd Al-Rahman III, los hermanos más próximos de Al-Hakam II para elevar uno al califato ¡Que Dios le haya acogido!
—Es una probabilidad entre mil. Creen contar con la sorpresa, la ignorancia sobre la muerte de Al-Hakam II y con mi ayuda. Sabed que les convencí de recabar vuestro concurso para secundar su proyecto —objetó Al-Mushafi.
—No dudamos de ti, que nos has convocado y mostrado el peligro de esa descabellada confabulación para trocar la línea sucesoria del califato —intervino Al-Salim que quería escuchar a ibn Nasr. Le tenía por uno de los mejores informados o al menos un perfecto conocedor del carácter de los hombres.
—En los últimos meses, Abú-l-Asbag se ha reunido en numerosas ocasiones con Yawdar con la disculpa de adiestrar unos azores llegados de Zaragoza. Un regalo de Al-Tuchibi al Califa —continuó el viejo juez del mercado.
—Eso no demuestra nada. Estoy cansado de verlos juntos salir a volar los pájaros por el camino de Sevilla —adelantó Muhammad con voz hastiada.
—Pues bien, un esclavo del príncipe Abú-l-Asbag, presente en estos encuentros, me comentó que además de las conversaciones sobre cetrería se extendían con placer en criticar las decisiones del Califa. En concreto Abul-l-Asbag se mostró impertinente y despotricó contra su hermano por haber perdonado a los Hasaníes después de la sangrienta guerra en Berbería. Os repetiré las palabras que me trasmitió mi informante: “Mi hermano debió exterminarlos. Son seres inconstantes y volverán a la traición. Ellos traerán la destrucción del califato”.
—Abú-l-Asbag es un pájaro de mal agüero y sus profecías dignas de un loco, carecen de fundamento —replicó de nuevo Muhammad.
—Despellejó a muchos de nosotros y aventó la duda sobre la eficacia con que desempeñamos nuestro trabajo. En concreto fue despiadado contigo, Muhammad. Pero no acaba aquí su atrevimiento, osó ensuciarse la boca con denuestos e injurias contra la Princesa Madre y contra el príncipe Hisham, a quien calificó de “ave en pluma mala” —terminó ibn Nasr, molesto con el hijo del Hachib.
—Pudiera ocurrir que los ancestrales atavismos nómadas, el atractivo de la rebeldía y el amor a soluciones sangrientas siga vivo en nuestro interior —se lamentó Al-Salim.
—Abú-l-Asbag salió hace una semana hacia las marismas del Guadalquivir con ánimo de cazar con los azores de Zaragoza, los mismos que adiestró con Yawdar. Ha contraído fiebres y guarda cama en Sevilla envuelto en emplastos —informó Ziyad.
—¿Estás seguro? —preguntó Al-Malik.
—Se le han enviado desde el almacén de la botica de Medina Al-Zahra hierbas y preparados. Al parecer su estado reviste gravedad —aclaró el caballerizo mayor.
—Tiene la boca de una alcahueta, la desfachatez de un chimpancé y la soberbia de un irresoluto. Hoza en los cenagales y arremete en cualquier dirección al albur —explotó Muhammad, enfadado por la puntualización que hizo ibn Nasr.
—Por una vez estoy de acuerdo con Muhammad. Le he escuchado maldecir a la Sayyida Al-Kubra por la ascendencia que ejercía sobre el Califa. Difama del mismo modo a los eslavos y muy directamente a los grandes oficiales de palacio. Me atrevería a decir que incluso Yawdar y Faiq están en su punto de mira. No soporta verlos encumbrados en la corte: “Estas aberraciones son fruto de la mente obsesiva de mi padre. Pretendió gobernar a los árabes como a ovejas con los perros extranjeros y el tonto de mi hermano ha continuado su obra”. Estas mismas palabras las escuchamos de su boca en casa de uno de los comerciantes de especias. Arruinó la velada y nos fuimos bajo la disculpa de embriaguez —apostilló Ahmad ibn Tumlus.
—¿Creéis posible incluir a Abú-l-Asbag como compañero en una conspiración? Faiq no cuenta con él ni para recoger el estiércol de las cuadras. Yawdar le tolera por ser hermano del Califa. En su fuero interno desearían clavar su cabeza en una pica en la Puerta Al-Sudda. La estulticia le arrastra a la incontinencia verbal y esta a la locura. ¿Os imagináis a Abú-l-Asbag califa de Córdoba? —la intervención de Al-Mushafi levantó un murmullo preñado de ironías.
—Admirable exposición. Descartemos entonces a Abú-l-Asbag y también a Abu-l-Qasim, que tampoco se encuentra en Córdoba, y concentrémonos en lo que nos interesa. Opino como Jaid y el Hachib. El objetivo es Al-Mugira. Sobran razones para convencernos de la verdad contada por Al-Mushafi. Una y de primordial importancia es haberle dejado salir con vida del Alcázar después de participarle sus planes. Le han creído y le cuentan como aliado. Estamos acostumbrados a caminar por campos sembrados de recelos con el filo del entendimiento embotado, descifrando tortuosos argumentos que presentan esos retorcidos emasculados y nos desconciertan cuando se expresan con rectitud —Abi Amir se mostró tranquilo y desapasionado.
—Para cualquier ser normal es muy difícil desentrañar la mente de esos piojos que están chupando la sangre del cadáver de Al-Hakam II. ¡Que Dios le haya perdonado! Por tanto, dudar de sus palabras es lo acertado. Cerciorémonos en lo posible de sus verdaderas intenciones antes de cometer un crimen. Eludamos cargar nuestras conciencias con estériles muertes y presentémonos limpios ante el Altísimo. Abi Amir, la juventud justifica tu impaciencia, nosotros tenemos próximo el día del Juicio. Tú tienes largos años para pedir clemencia, arrepentirte y llenar tus trojes con buenas obras. Nosotros escasos días para presentar nuestra contrición con humildad. En nuestras alforjas no cabe un pecado más. Exprimir todas las posibilidades en honor de la justicia es cuanto nos pide el Creador con su sabiduría —exclamó ibn Nasr, desconcertado con la firmeza y resolución de Abi Amir y buscó atribulado una salida.
—Junto al nombre de Al-Hakam II están grabados en la piedra de la mezquita el tuyo y el de Jalid. ¡Dios está satisfecho de vuestra obra! Córdoba os lo agradece y el mundo conocerá el esfuerzo que hicisteis para engrandecer la casa de Dios y dar cabida a los creyentes en sus naves, poder postrarse y celebrar con la oración la gloria de Allah. Habéis realizado una de las más grandiosas obras de la tierra y Él os reconoce como hijos predilectos, pero hoy la obra a realizar no encierra esplendor, no la admirarán los ojos de los hombres, sin embargo engrandecerá el Islam y extenderá la palabra del Profeta como el sembrador la semilla por los campos.
Un silencio temeroso se extendió de nuevo tras las palabras de Abi Amir, que consideró innecesario entrar en discusiones morales y religiosas que cambiasen los ánimos y dispersasen las mentes de los convocados, por demás remisos a ser los autores materiales.
La ampliación de la gran Mezquita de Córdoba, con sus bosques de columnas de mármol, artesonados policromados de madera olorosa y cúpulas de diminutos mosaicos bizantinos fue la obra que el mundo recuerda de Al-Hakam II. La llevaba en la mente desde el reinado de su padre. Cada viernes se sobrecogía al contemplar la aglomeración humana dentro de la nave y la multitud que se quedaba fuera. “¡Cualquier día ocurrirá una catástrofe!”, pensaba. Con esta obsesión al día siguiente de su proclamación como califa encargó al cadí Munidr ibn Said, padre de Al-Malik y antecesor de Al-Salim, el inicio de las obras. Comenzaron el cuarto día del mes de yamuda del año 351, diecinueve de julio de 962 por el cómputo cristiano, y se terminaron en el mes de du-l-hiyya de 354, noviembre de 965. Ibn Nasr y Jalid controlaron los materiales y los oficios. Día y noche vigilaron la perfección de la construcción.
Al-Mushafi, con la expresión de un jugador de ajedrez, clavó los ojos en Abi Amir en un intento de leer su pensamiento. “¿Qué pretende?”, se preguntó desorientado. “No pertenece al ejército y no es hombre de armas”.
—¿Dónde te diriges? ¿Remueves el lodo para que los peces salgan a respirar como hacías cuando pescábamos en el río? —preguntó desconcertado Hudayr a su amigo.
—Observa al Hachib. Se ha perdido como tú —contestó Abi Amir sin apenas despegar los labios.
—Ese viejo chivo es el mismísimo representante del diablo —susurró Hudayr.
—Esta noche será crucial en la historia. Después el futuro nos mostrará errores o aciertos —atajó Abi Amir con el mismo tono de voz.
Hudayr miró a su amigo y no se atrevió a formular la pregunta que le quemaba la garganta desde que entró en el gran salón al comienzo de los debates: “¿Por qué el Hachib no mandó matar a Al-Mugira, si tanto lo desea, y a continuación exponer los hechos consumados en esta reunión?” Se encerró en un lánguido mutismo y recordó cómo Al-Mushafi había actuado en los inicios de su carrera en el califato con su familia. Uno de los destinos de Al-Mushafi durante el califato de Abd Al-Rahman III fue el de gobernador de Mallorca. Allí estuvo hasta la proclamación de Al-Hakam II como califa. Cuando el nuevo soberano le llamó a Córdoba y tuvo que rendir cuentas, se encontró con serias dificultades. Pidió ayuda a un tío paterno de Hudayr y éste, con su fortuna personal, le facilitó cuadrar los balances. Al-Mushafi, como muchos hombres hicieron antes y otros harán en el futuro, no encontró lugar para el agradecimiento. Acusó a su benefactor de malversación y en un proceso amañado consiguió que le condenaran. Le expropiaron y, cargado de hierros, lo dejó morir incomunicado en la cárcel. El poder no admite que nadie conozca sus miserias iniciales.
—¡Qué importancia tienen en este preciso momento las vanidades terrenales! —como si el almuédano hubiera llamado a la oración, todos prestaron atención a Ishaq Ibrahim—. El hombre tiene un camino en la vida, cumplir la misión para la cual le predestinó el Creador y la recompensa la encontrará acorde con sus méritos. La aspiración última del creyente es Allah y el Paraíso su premio —el pesado salmodiar del alfaquí retorcía las tripas del Hachib y a los demás les desorientaba—. El día del Juicio nos despojaremos de miserias y mezquindades y ante Dios nos presentaremos con el único ropaje de las obras realizadas en su beneficio —Ishaq Ibrahim embrolló aún más si cabe las indecisiones de quienes se consideraban los encargados de empuñar las armas. Los hermanos Tumlus cambiaron una suspicaz mirada. Muhammad dio un respingo y el Hachib entrecerró los ojos para ocultar su disgusto. La cobardía y la desconfianza que intuía se desplegaban como las huestes de un genio entretenido en equívocos.
—El destino nos ha puesto en una encrucijada y nos exige actuar con rectitud. La familia Omeya se ha esmerado en la formación del heredero y Al-Hakam II siguió el ejemplo de sus mayores, pero la muerte se ha anticipado y le ha privado de entregar el relevo a un hombre, como hubiera sido su deseo. A nosotros nos incumbe hacer realidad su voluntad.
“¿Dónde irá a parar Al-Salim?”, se preguntó al Mushafi y miró de reojo a Abi Amir. “A estas alturas quizá él sea quien ha comprendido el peligro”.
Sin embargo, el administrador de la Sayyida Al-Kubra y del príncipe Hisham jugaba con su sartal de perlas como si estuviera en otro lugar.
—Deshacer el proyecto de los eunucos se nos presenta como objetivo primordial. El centro de nuestra preocupación. El futuro nos exigirá cuentas y no tendremos dónde ocultarnos ni arcón donde guardar la responsabilidad. La maldad, la codicia y las ansias bastardas de poder son los enemigos que nos presentan batalla y los aceros forjados en las armerías cordobesas tienen la obligación de exterminarlos. Si es la sangre quien debe lavar la traición que brote como el agua de una fuente. La institución es la salvaguarda del Estado y conservarla nuestro trabajo. ¡Defendámosla con las espadas como defenderíamos nuestras casas de los bandidos!
—¡Por las barbas del Profeta! Al-Salim se cree en la mezquita y nos saetea con un sermón apocalíptico —dijo Abi Amir a Hudayr mientras pasaba las cuentas de su rosario—. En el horizonte del Islam ha surgido una casta de perversidad, los malos instintos se han apoderado de los limpios de corazón y con la deformidad de sus almas nos empujan a romper el juramento al Príncipe de los Creyentes. Nos incitan a dejar por mentiroso al Testigo, que todo lo ve y todo lo entiende ¡Nos obligan a blasfemar! ¡Honremos a Hisham, estirpe de califas, y cercenemos las cabezas malsanas precursoras de la ruina!
Al-Mushafi, en medio de la nebulosa creada por la arenga del Cadí, sudaba y apretaba los dientes.
“Qué ingenio el de Al-Salim. Él desde el pulpito nos lanza proclamas y se refugia en la honorabilidad. ¿A quién asigna la espada?”, pensó Hisham ibn Utman y sacó la daga que llevaba a la cintura con intención de entregársela al Cadí, pero una fulminante mirada de su tío le cortó la iniciativa.
—Hemos desestimado la idea de asaltar el Alcázar cuando con un golpe relámpago puede realizarse y con éxito. Acabaríamos con los sediciosos en un abrir y cerrar de ojos —dijo Ahmad ibn Tumlus, que había estado haciendo cálculos mientras escuchaba el discurso de Al-Salim. En unos creció la curiosidad y en otros, como el Hachib y Abi Amir, el escepticismo.
—Toda fortaleza tiene sus puntos débiles. Y entrar en el Alcázar es factible. No es inexpugnable. Es el tiempo quien nos desaconseja esa actuación para resolver el conflicto —contestó Al-Mushafi.
—Es muy arriesgado. Si fracasamos habremos provocado la guerra —la voz de Jalid sonó desilusionada.
—La muerte del Califa no se puede mantener en secreto indefinidamente. Si mañana no juramos a Hisham, lo haremos con Al-Mugira —sentenció Al-Mushafi que se imaginaba decapitado por Yawdar. Había guardado silencio sobre la última conversación con Al-Hakam donde estuvieron presentes los dos eunucos y sabía que, llegado el caso, la esgrimirían para legitimar la conjura.
Al-Hakam II, como si hubiera tenido una premonición, había comentado con los ojos invadidos de tristeza: “Soy consciente de cuanto ocurre a mi alrededor, ciertas personas sienten reparos para entronizar a mi hijo Hisham por sus pocos años. Si a mí me ocurriera lo inevitable y los hombres importantes del gobierno se mostrasen remisos para cumplir el juramento que hicieron, he pensado en mi hermano Al-Mugira para formar un puente con él entre Hisham y yo. Bajo el juramento de entregar el trono el día que Hisham cumpla la mayoría de edad, Al-Mugira podría ser un califa circunstancial. Después volvería a ocupar su lugar como príncipe de la casa Omeya como hasta ahora”. Al-Mushafi entendió que esto no se había cocido en la cabeza de Al-Hakam II. Lo provisional se transforma en perdurable. Yawdar y Faiq debieron trabajar la mente enfebrecida del Califa durante mucho tiempo. La conjura la habían preparado durante los largos meses de enfermedad, pero para suerte del Hachib, nunca salió la extraña conversación de los aposentos califales. Esto, como causa principal, hacía imposible dejar Al-Mugira con vida aunque el asalto al Alcázar estuviese coronado por el éxito.
Mientras tanto, Ahmad ibn Tumlus seguía desgranando su plan para atacar el Alcázar:
—Estudiemos las cinco puertas principales del Alcázar, Bab Al-Sudda.
—Ésa es imposible de forzar. Chapada en hierro fundido y con cerrojos del tamaño de un hombre, no hay ariete que la rompa sin forzar la resistencia —dijo Hisham ibn Utman.
—La Puerta de los Jardines, Bab Al-Chinam, en el mismo paño de la muralla. Ahí podemos ocultar a un destacamento de hombres. Entrarían cuando les abrieran los que hubieran accedido por la Puerta de la Mezquita, la Bab Al-Chami.
—¿Quién facilitará esa entrada? —preguntó Muhammad.
—Ésa se puede abrir desde fuera con un fuerte empellón y por dentro de la muralla llegar a la Bab Al-Chinam.
—Hace años que está tabicada por dentro. La cierra un grueso muro de ladrillos —apuntó ibn Nasr, que la había mandado tapiar cuando la reforma de la mezquita.
—Te quedan dos puertas: la de Coria, Bab Al-Quriya, al Norte y la del Río, Bab al Wadi, ninguna de las dos son de fácil acceso. Estarán bien guardadas por los guardias de palacio. Para entrar en el Alcázar, utiliza las catapultas. Es más seguro —se burló Hisham ibn Utman.
—Es impensable el ataque sin levantar a toda Córdoba —Jalid, con un gesto despectivo, desautorizó el proyecto de Ahmad.
—Aunque entrásemos, la matanza y el escándalo serían indescriptibles. Lucharíamos con un ejército de emasculados, con los vicios femeninos y las mismas artimañas —dijo Hudayr.
—Sacarían a las mujeres del harén para ponerlas de escudo. Imaginad centenares de princesas, concubinas y esclavas en desenfrenada carrera sin saber de quién defenderse ni dónde huir. Ropas y gritos al aire, como un gallinero donde entra la zorra. ¡Menuda batalla, Ahmad! —la ironía del Hachib hizo sonreír a los rostros circunspectos de los reunidos.
—Tú puedes entrar y abrir una puerta. Los eunucos cuentan contigo. Tú mismo has dicho que te creyeron, te han dejado salir y saben que estás reunido con nosotros para ganarnos para su causa —contestó desabrido Ahmad, que miraba al Hachib con los ojos inyectados en sangre. A medida que hablaba, se había sentido el hazmerreír y su orgullo herido le roía las entrañas.
—Ahmad, una vez dentro, o informo de que todo está resuelto o dejo allí la vida y tampoco resolveríamos la cuestión —dijo Al-Mushafi con las palmas de las manos extendidas como si ofreciera su persona en un sacrificio inútil.
—Córdoba puede sentirse orgullosa de los hombres que medran bajo sus sombreados muros. Se defienden a sí mismos como leones y la dejan morir como mujeres. No nos fiamos de nosotros y la entregaremos a unos desalmados que, con un califa títere, destruirán el orden que tanta sangre y años costó unificar para gloria de Allah —se lamentó Jalid. Miró con desprecio a los presentes. Lo que tanto le había costado admitir lo tenía ante sus ojos. Hacía tiempo que veía los intereses personales, la desidia y la apatía de la corte y no quería creerlo, las actitudes las disculpaba con la tranquilidad y la opulencia económica de la ciudad.