MUERE AL-HAKAM II

Dos horas antes de la puesta del sol, el mercado empezó su labor de recogida. Las tiendas se fueron cerrando paulatinamente y las gentes volvieron a sus hogares, satisfechos o frustrados pero con la común intención del descanso. El palacio de la administración se desalojó de peticionarios, los funcionarios recogieron sus trabajos y cada cual partió para su lugar de recogida. Los esclavos a los pabellones del Alcázar destinados a su cobijo, los que tenían residencia en la ciudad hacia sus casas y, cuando todos hubieron desaparecido, la Puerta Al-Sudda se cerró y el Alcázar quedó incomunicado con la ciudad.

Abi Amir llegó a su Palacio de Al-Rusafa a extramuros de la medina. Años después, los cristianos temblarían desde Santiago de Compostela a Barcelona al escuchar su sobrenombre, Almanzor, Al-Mansur, el Victorioso. Dejó el caballo al esclavo encargado de las caballerizas, atravesó el gran jardín y tras recibirle el administrador con un aguamanil perfumado con agua de rosas, se dirigió al hamán. Una sala con hermosa cúpula de lucernarios estrellados, dos piletas, una para el agua caliente y otra para la fría y bancos de masajes. Varias esclavas le desnudaron y entró en el primer estanque, se demoró mientras le jabonaban entre adulaciones y risas, atrevimiento de las esclavas que en otro lugar les hubiera costado la vida. Abandonado a las caricias femeninas, recordó su ascenso desde el puesto de escribiente en la Puerta de la Justicia, en el Alcázar, hasta su actual posición: jefe de la Casa de Acuñación de la Moneda, la ceca; cadí de Sevilla y Niebla, curador de las herencias vacantes, administrador del patrimonio del príncipe Hisham y de su madre, la gran princesa, Al-Sayyida Al-Kubra, Subh, la vascona, como la llamaban algunos con desprecio. Una sonrisa involuntaria suavizó el duro gesto de su boca al evocar a Subh y su apasionada ambición. Los labios temblorosos de deseo cuando besaba, la piel blanca encendida, los ojos claros, ni verdes ni azules, como las aguas del Guadalquivir, los cabellos del color de la miel de romero, los pechos como dos melocotones gemelos, las largas piernas y el talle de junco. Con una violenta sacudida de cabeza deshizo la ensoñación. Completado el ritual del baño, se tendió en uno de los bancos y se abandonó a las fuertes manos de una masajista sudanesa, negra como el carbón y ruda como una campesina, pero de tan sabio arte que cada músculo adquiría vida propia bajo sus dedos. Perfumado y vestido de seda, sin turbante y con la barba igualada, se sentó en el comedor. Le sirvieron una docena de platillos de diferentes guisos, pasteles y frutas de postre. Terminada la cena, el copero se acercó con una jofaina de agua perfumada, se limpió los dedos y un esclavo le entregó un ramito hecho con flores de jazmín. Se encaminó a la biblioteca, un salón en la primera planta con ventanas hacia el jardín cerradas con hermosas celosías de madera trenzada por donde entraba el olor dulzón de las flores en las noches de verano. Mandó encender las lámparas, los braseros y quemar resinas de almizcle. Tomó un ejemplar de Plutarco traducido al árabe y encuadernado en los talleres califales, regalo de Talid, el jefe de la biblioteca de Al-Hakam II, y se dispuso a terminar el día con la lectura.

—Señor, un mensajero. Pide ser recibido en el acto.

—Hazle pasar.

Un soldado del ejército regular, armado con espada loriga y casco, entró en la habitación y con un marcial saludo entregó una misiva sellada a Abi Amir que continuó sentado en el diván con el libro en las manos.

Cuando se hubo quedado solo, desanudó las cintas que protegían el pergamino, leyó el contenido y se levantó con la tranquilidad de quien está acostumbrado a sopesar los problemas antes de tomar una determinación. Llegó hasta la mesa de madera egipcia que se encontraba cerca de la puerta e hizo sonar un gong, regalo de uno de los comerciantes que importaban productos de Oriente.

—Ahmed, haz que ensillen mi caballo y se preparen unos hombres armados para acompañarme.

—¿Cuántos, Señor?

—Diez serán suficientes.

Abi Amir se dirigió a sus habitaciones, se puso una coraza de cuero, tan ajustada como una segunda piel, sobre ella una cota de malla muy tupida. A continuación se vistió con las ropas de las recepciones califales y volvió al salón.

—Otro mensajero, Señor.

Un eunuco con el rostro congestionado, el atuendo desordenado por la cabalgada para llegar al Palacio de Al-Rusafa, le entregó una carta que se sacó de entre las ropas. El inconfundible aroma de un perfume femenino se extendió por la habitación.

“Al-Hakam II ha muerto” y la firma de Subh debajo en un trazo precipitado y nervioso.

Abi Amir escribió una nota con instrucciones precisas y se la entregó al emasculado, que no había movido un solo músculo desde que cruzó la puerta de la habitación.

—Antes de volver a los aposentos de la Princesa Madre, busca a Zafir y entrégasela. Sin testigos. ¡Va en ello tu vida!

Sumergido en lucubraciones, calculando posibilidades y peligros, Abi Amir se dirigió a las cuadras. Allí le esperaba la escolta dispuesta con grandes hachones encendidos. Indiferente a la curiosidad de los rostros somnolientos de los hombres, montó en su caballo con la agilidad de un beréber, como había aprendido en el Norte de África. El grupo se encaminó al portón de salida. Un esclavo abrió y la comitiva enfiló el camino de la ciudad.

—¡Al Palacio Al-Mushafiyya, residencia del Hachib!

Cuatro hombres tomaron la delantera para alumbrar la calzada, en el centro Abi Amir y Ahmed que cabalgaban juntos, dos en los costados para proteger los flancos y el resto cerrando la marcha. Con un redoble perpendicular de los cascos de los caballos, el frufrú de seda de las antorchas y mudos como fantasmas llegaron a la Puerta de los Judíos, Bad Al-Yahud. El guardia de la muralla, avisado por el tropel y las luces, les dio el alto desde las almenas. Comprobó la identificación de Abi Amir que se había colocado en cabeza y descorrió los cerrojos de la puerta. La ciudad estaba desierta. Ni un perro que huyera despavorido al sentirse amenazado por las patas de los caballos, ni una sola luz tras las ventanas cubiertas de filigranas, ni un borracho tambaleándose en la oscuridad. Como si el ángel de la muerte hubiera pasado con su guadaña. Córdoba semejaba una viuda cubierta de crespones rizados esa primera noche de octubre.

Por la calle principal, una arteria que dividía la medina en dos de Norte a Sur, desde la Puerta de los Judíos hasta la del Río, no se veía un alma. El grupo avanzó despacio, atento a los cruces de las vías adyacentes hasta que divisó las linternas encendidas de los muros del Alcázar y las lamparillas en las esquinas del zoco.

—¡Apagad las antorchas!

Desde que se vistió para acudir a la convocatoria del Hachib, Abi Amir estimaba la posibilidad de una emboscada, aunque no acertaba a colegir quién pudiera ordenarla. A cualquiera de los que intentasen utilizar la muerte de Al-Hakam II le interesaba su desaparición. Su puesto como administrador de los bienes del príncipe Hisham y su madre incomodaba a todos. Tanto para Yawdar y Faiq Al-Nizami como para Al-Mushafi, la influencia que ejercía sobre madre e hijo le convertía en un hombre peligroso.

—Ahmed, cambiamos de dirección. Vamos a las cuadras del caravasar del griego y dejemos allí las monturas. Si sufrimos un ataque por sorpresa, nos defenderemos mejor a pie y, si por desgracia nos encontráramos en minoría, refugiándonos en las casas y saltando por las terrazas tendremos más oportunidades.

Llegaron a los portalones del corralón del griego sin toparse con nadie. Un soldado empujó las puertas y entraron. El dueño en persona les recibió y sin comentarios condujo a los animales a los establos.

Abi Amir dividió a sus hombres en dos grupos, uno al mando de Ahmed rodeó el palacio y el otro, con él. Exploraron y comprobaron que no había nadie apostado en las calles cercanas.

—Ni un alma por los alrededores —informó Ahmed satisfecho de la ronda.

—Tampoco nosotros nos hemos cruzado con nadie.

Se habían juntado detrás de un tapial desde donde divisaban la puerta principal de la residencia del Hachib y protegidos por la pared y la oscuridad podrían observar a quienes entrasen o saliesen sin descubrir su presencia.

A los pocos minutos, un tropel de caballos los alertó y Ahmed se adelantó para identificarlos.

—¿Hisham? —preguntó Abi Amir en un susurro.

—Hisahm ibn Utman, cadí de Valencia y Tortosa, con escolta de las fuerza regulares acuarteladas en la ciudad.

Ahmed se había deslizado a lo largo de la pared y entre esta y un árbol, a menos de quince pasos, pudo averiguar quiénes eran los recién llegados.

Abi Amir asintió y, sin que nadie le viera, hizo un gesto de repugnancia: “Solamente a un fatuo pagado de sí mismo se le ocurre asistir a una reunión secreta con el escándalo por bandera”.

El ruido amortiguado de unos cascos forrados le interrumpió los pensamientos sobre el sobrino predilecto del Hachib.

—Los hermanos Tumlus, Qasim y Ahmad. Los hombres que les acompañan pertenecen a la recluta de este verano.

Dos figuras de lentos movimientos, silenciosos como fantasmas, aparecieron al doblar la esquina de una calleja.

—Ahmad ibn Nasr, juez de mercados y Jalib ibn Hisham, el viejo jefe de inspectores de construcción.

Abi Amir escuchaba a su hombre sin moverse del lugar que ocupaba, haciéndose una idea cada vez más precisa de la situación.

—Muhammed Al-Salim, cadí de Córdoba, y el alfaquí Ishaq ibn Ibrahin ibn Masarra.

—El peligro no lo tenemos ahí dentro. A esos hombres podemos considerarlos fieles continuadores de Al-Hakam II.

Abi Amir desechó definitivamente la posibilidad de una emboscada por parte de Al-Mushafi.

—Abd Al-Rahman ibn Hudayr, tu amigo, y cuatro esclavos.

Hudayr había sido el único aristócrata que le recibió sin complejos, le abrió sus puertas cuando llegó a la ciudad para estudiar derecho en la madrasa y con discreción y elegancia, en más de una ocasión, le liberó de las dentelladas del hambre en aquellos años de estudiante provinciano y pobre.

—Abd Al-Malik ibn Mundir.

“Si la envidia tuviera rostro, sería el de Al-Malik”.

Abi Amir le recordaba sentado recitando las suras del Corán a voz en grito para llamar la atención y congestionado rechinaba los dientes cuando a una pregunta del profesor se le adelantaban Hudayr o él.

—Ahmed, llama a los banu Birzal y cubrid el palacio y sus alrededores. Lo que pueda ocurrir vendrá desde fuera. Vigilad también las puertas del Alcázar.

—Ziyad ibn Aflah, el caballerizo mayor y una docena de hombres de la prefectura de Medina Al-Zahra. Eslavo.

—Ziyad es un cachorro, aún no caza solo. Vive en esos días felices en los cuales la gratitud es la aurora y el honor el sol en lo alto del firmamento.

Abi Amir entró en Al-Mushafiyya. Un esclavo le condujo al interior y le recibió Muhammad, el hijo del Hachib y prefecto de Córdoba.

—Mi padre está preocupado por tu tardanza —aunque el prefecto mantenía el gesto tranquilo, los destellos de los ojos y los golpecitos que se daba en una pierna con la fusta demostraban lo contrario. Abi Amir le siguió por un corredor de preciosos arcos y columnas de mármol gris y rosa hasta el gran salón donde se encontraban los convocados. Al-Mushafi presidía la reunión desde un gran diván de almohadones de seda.

—¡Gracias a Dios Todopoderoso! ¡Estábamos inquietos! —la exclamación fue instintiva, lejos del protocolario comportamiento habitual del Hachib.

Abi Amir se sentó al lado de Hudayr, enfrente del Hachib. Un aire de misterio y conmoción flotaba pegajoso por la habitación mezclado con el humo dulzón de los braseros.

Al-Mushafi paseó la mirada por los rostros de los presentes y con satisfacción comprobó que todos los ojos convergían en él, curiosos e inquietos al mismo tiempo.

—Visires, jurisconsultos, alfaquíes, hombres del ejército, os he llamado y convocado con urgencia por los acontecimientos que se han presentado: ¡Al-Hakam II ha dejado este mundo y ha subido al Paraíso prometido! ¡Que Dios le haya perdonado!

Al-Mushafi, circunspecto y solemne, hizo una pausa y esperó el efecto de sus palabras. Nadie despegó los labios. Aguardaron impacientes e impasibles que el Hachib continuara.

—Conocisteis la grave enfermedad que el año pasado sufrió el Califa. Nos tuvo con el alma en vilo durante meses. En las mezquitas se hicieron rogativas y pedimos a Dios con nuestros corazones compungidos el milagro de volverle a tener entre nosotros sano. Dios nos escuchó y el ansiado milagro se produjo. Con los primeros días del año se nos presentó en persona con el semblante resplandeciente y curado del mal. En el mes siguiente juramos fidelidad a su hijo Hisham, nos comprometimos a proclamarle Príncipe de los Creyentes e Imán de los musulmanes. Le vimos repartir limosnas, manumitir esclavos y disfrutar del espectáculo de los jinetes beréberes en la explanada del Palacio de Mármol. Pero la fatídica enfermedad volvió a presentarse cuando menos lo esperábamos, más fiera y pujante que la primera vez. Estos meses que nuestro Señor se ha debatido entre los dolores y las fiebres, secuestrado a nuestra mirada por los grandes oficiales de su casa, he procurado tener noticias cada día de su estado y con las mismas palabras os he trasmitido los informes médicos. Esta mañana me acerqué a la Casa de Mármol y el mismo Faiq Al-Nizami me llenó el corazón de esperanza al decirme que el enfermo había entrado en franca mejoría, incluso aventuró la posibilidad de poder visitarle en breve. Después de una mañana de desafortunadas insensateces y alborotos por un grupo de ebrios desequilibrados y cuando el palacio de la administración cerró sus puertas al público y me disponía a recabar el parte médico de la tarde, un destacamento de la guardia personal del Califa entró en mis dependencias y el capitán al frente me rogó que les acompañara. Mi sorpresa fue indescriptible. A pesar de su respetuoso ruego, advertí en el tono de sus palabras una velada amenaza. Intuí el funesto desenlace y me dispuse a afrontarlo con entereza y resignación. ¡Nadie puede interrumpir los designios del Altísimo! Atravesé los jardines y el patio, desiertos, entre soldados como un prisionero. Faiq Al-Nizami me recibió y me condujo a las habitaciones privadas del Califa. Allí estaban Yawdar y sus fieles sudaneses armados y dispuestos a cumplir las órdenes de su jefe con la resolución sumisa de su salvaje instinto. El cadáver de Al-Hakam II había sido lavado y vestido con un sudario blanco. Le habían colocado sobre una mesa de mármol. “A primeras horas de la tarde exhaló el último suspiro”, dijo Yawdar con el semblante huraño. Faiq Al-Nizami fue más explicito: “Despertó con mejor ánimo, el semblante luminoso y pidió de comer con voz clara. Al-Adadi le auscultó y con su diagnóstico confirmó lo que veíamos con nuestros propios ojos. La mejoría estaba tan presente que pensamos ilusionados que la gravedad había pasado. Toda la mañana estuvo tranquilo y habló a intervalos, le leímos suras del Corán como fue su deseo y escuchó con atención. Con la placidez de las almas puras se fue apagando sin que nos diéramos cuenta. Murió con los ojos abiertos, fijos en un lugar indeterminado y una sonrisa beatífica en los labios, como si Dios le hubiera hablado y guiado en el eterno descanso hacia el Paraíso”. Emocionado por la visión del cuerpo rígido, sin vida, de Al-Hakam II, me condujeron a otra habitación. Faiq Al-Nizami me indicó un diván y me senté frente a ellos. Detrás de mí se colocaron dos sudaneses y los otros se situaron de guardia en la puerta. Inmediatamente comprendí que me encontraba inmerso en una conspiración. O me avenía a los intereses de Yawdar y Faiq Al-Nizami o los sudaneses a mi espalda acabarían con mi vida, allí mismo. El primero en hablar fue Yawdar. Clavó sus ojos en los míos con la fijeza de un reptil. En ellos leí la sentencia de muerte. “A causa de la cantidad de descontentos y de las quejas que hemos escuchado sobre la proclamación de un menor de edad como califa, hemos de reconsiderar quién sustituirá a Al-Hakam II”. La corte al completo, los comerciantes, los príncipes descendientes de ramas colaterales de los Omeya, vosotros mismos, todos juramos a Hisham como sucesor delante de Al-Hakam II. “¡Que Dios le haya acogido!”, repuse tímidamente temiéndome lo peor. “Te dije que no estaría de acuerdo”, explotó Yawdar dirigiéndose a Faiq Al-Nizami. “Probemos a razonar, estudiemos con calma la situación y valoremos la conveniencia de nombrar otro califa, aparte de Hisham, entre los hijos de Abd Al-Rahman III. Hemos de encontrar una persona idónea para continuar con la línea sucesoria dentro de la familia Omeya. No podemos destruir la tradición”.

Al-Mushafi se detuvo y sin ocultar la emoción se acarició la barba. Continuó con un ligero temblor en la voz.

—La contestación de Faiq Al-Nizami abrió una puerta a mi esperanza de conservar la cabeza y me adelanté con la osadía de un condenado: “Pensemos en Al-Mugira, el hijo menor de Abd Al-Rahman III y hermano predilecto de Al-Hakam II”. Vi la aceptación en la mirada de Faiq Al-Nizami y sentí que había vuelto a la vida, sin embargo la expresión del rostro de Yawdar continuaba impasible, frío y sus pupilas me gritaban que no me creía, que me había plegado con tanta facilidad por escapar de la muerte. “Al-Mugira será una magnífica solución si jura nombrar como heredero a Hisham. Así tranquilizaremos a quienes tengan escrúpulos en romper su juramento”, me adelanté amparado en el gesto de Faiq Al-Nizami y supe que había dado en la diana. “Él es quien nos conviene”, dijo y miró a su compañero en busca de aprobación. Pero Yawdar continuaba impertérrito. Con los músculos tensos como un felino dispuesto a lanzarse sobre su presa. “Con Hisham estamos expuestos a perder cuanto hemos conseguido con Al-Hakam II. La Sayyida Al-Kubra ejercería su influencia como madre, entorpecería en el gobierno y como mujer tornadiza y apasionada sufriríamos sus arrebatos y sus caprichos”, el odio que siente Faiq Al-Nizami por la gran Princesa lo manifestó sin remilgos. Nunca perdonó a Subh que para el puesto de administrador se nombrara a alguien ajeno al grupo de eunucos que él encabeza y, menos aún, los desprecios y vejaciones que ella le prodigaba. “¿Quién te garantiza que tú continúes en el puesto de hachib si un día la contradices y te opones a sus veleidosos deseos? ¡Ninguno estamos a salvo con esa mujer!”, soltó a bocajarro. “Tienes razón, con Al-Mugira sabremos a qué atenernos. Es un joven de buen carácter y agradecido”, les dije. “La ambición del joven Al-Mugira la dominaremos sin dificultad. En el documento de la jura incluiremos la cláusula de reconocimiento a Hisham como su heredero y calmaremos las posibles objeciones y las inevitables conciencias de quienes piensen que es traición romper el juramento que hicimos a Al-Hakam II”, dijo Faiq Al-Nizami. “Eso lavaría nuestras culpas a los ojos de los intransigentes”, contesté. “Conservaremos cuanto tenemos, incluso le propondremos a Al-Mugira que te conceda un doble visirato, encabezarás el gobierno como un verdadero califa civil y nosotros seguiremos al frente de la Casa Real”. Aunque Faiq Al-Nizami se mostraba contento, no podía olvidarme de los dos sudaneses a mi espalda. Sentía el frío de sus aceros en mi nuca y el silencio de Yawdar confirmaba que el peligro no había desaparecido. “Hemos de agilizar los preparativos y proclamar a Al-Mugira incluso antes del entierro del Califa”, propuse. “Primero jura ante el Corán que te unes a nosotros”, Yawdar sacó el Libro Sagrado y lo puso encima de la mesa. Extendí la mano sobre Él y pronuncié mi decisión. Con el alma embargada pedí perdón al Altísimo por la doble traición que había cometido. “De todo cuanto hablemos y de los compromisos que tomemos, el Corán será testigo”. Yawdar pareció tranquilizarse y respiré aliviado. Mandó retirarse a los sudaneses y les propuse la conveniencia de convocar a los hombres de mayor influencia en la ciudad y convencerlos. “Ahora bien, para ello tendré que salir del Alcázar”, dije. A Yawdar le asaltaron las dudas y Faiq Al-Nizami atajó la situación: “Para que no existan recelos, el Hachib actuará como tal y de ese modo se atraerá a sus partidarios”.

—¿Por qué no mostraste tu autoridad? ¡Eres el Hachib!

—Si hubiera actuado con esa soberbia en estos momentos, mi cabeza colgaría de las almenas del Alcázar y mis ojos serían el desayuno de los cuervos. Yawdar me habría matado en el acto y ahora no estaríamos aquí para abortar sus planes. Muhammad, hijo mío, para salvar mi vida y el califato no he tenido otra oportunidad que prometer mi apoyo y ser partícipe de su proyecto.

Muhammad miró a su padre entre sorprendido y avergonzado, sin comprender la humillación del hombre más poderoso de Córdoba.

—Los jóvenes os lanzáis al ataque sin valorar los peligros, como cachorros de león. Los mayores observamos y estudiamos las posibilidades que tenemos para vencer al enemigo, por eso llegamos a viejos.

El suave reproche de Al-Mushafi a su hijo distendió un tanto a los convocados; la arrogancia del Hachib se desmoronaba y los allí reunidos entendieron la importancia de su presencia en los tiempos venideros.

—Tenemos tropas suficientes para aplastar a esos bastardos de un golpe. Antes del amanecer las cabezas de los díscolos eunucos adornarán las almenas del Alcázar —el rostro de Hisham ibn Utman se transfiguró con la bravata.

—Hisham, ¿has pensado en las fuerzas de su lado? ¿En cuántos son los implicados en la ciudad? ¿Crees que dos hombres encerrados en una habitación con un cadáver son capaces de asestar un golpe de tanta envergadura? —las palabras de Ziyad se clavaron en el alma de Hisham como una daga envenenada.

—Señores, no tenemos toda la noche para discutir. Nuestra actuación debe ser rápida y contundente. El tiempo corre y es a ellos a quien favorece. Estamos desinformados, no sabemos quiénes son los hombres importantes que les apoyan en la ciudad, ni cómo piensan conseguir su éxito. Faiq Al-Nizami es un hombre experimentado, de gran perspectiva, como Sabih Al-Burud, jefe de la Casa de Correos, tiene un ejército de espías, de informadores, conoce cuanto ocurre en el califato. Debemos suponer que llevará meses tejiendo una inmensa red y los hombres convencidos estarán bien pertrechados en sus puestos —la lógica de Hudayr cayó como una pesada losa sobre el salón.

—Según mis cálculos, pueden contar con varios millares de hombres armados en estos momentos. Es imposible tomar el Alcázar esta noche y en varios días. Nosotros disponemos de los soldados del reemplazo, de los de Hisham y los beréberes de Abi Amir en Córdoba y podríamos traer a los que tiene Ziyad en Medina Al-Zahra, pero provocaríamos una algarada de tales dimensiones que Córdoba se convertiría en un lago de sangre

La intervención de Qasim, el mayor de los Tumlus, atrajo la atención de los presentes. Había valorado la posibilidad de cercar el Alcázar y reducir a los eunucos y se había encontrado con la crudeza de la realidad. La fortaleza era inexpugnable, impensable realizar una intervención rápida.

—Con el ejército en pie de guerra, rodeando el Alcázar, parada la actividad comercial e industrial, el pueblo en la calle asustado y los hombres de Faiq Al-Nizami atizando las brasas de los descontentos, la confusión y el desorden agravarán la situación y los resultados pueden ser imprevisibles. Se enfrentarán los remisos a tener un niño por califa contra los que quieren mantener en pie el juramento de fidelidad. Los disconformes, que siempre estuvieron en contra de Al-Hakam II, se unirán a los eunucos aunque les odien, los marginados tomarán el mercado como suyo, cada cual buscará su provecho en el conflicto y la ciudad estallará en una revuelta ingobernable. En menos de una semana, el caos se habrá extendido a todo el califato y los gobernadores, los ricos hombres, las tribus de yemeníes, egipcios, sirios, iraníes, iraquíes, tomarán el partido que más les convenga y los enfrentamientos se generalizarán sin freno. Faiq Al-Nizami, para tomar una decisión tan arriesgada, habrá pulsado las conciencias y la proclamación de un descendiente directo de Abd Al-Rahman III como califa ha debido ser la opinión de la gran mayoría —dijo Al-Malik ibn Mundir con voz afectada.

—Al-Malik, el problema no es el niño. Es el valido que se arrogue con el poder. El pueblo teme un califa encubierto, un extraño como imán. Estamos expuestos a contaminarnos con desviaciones de libres pensadores. Somos el espejo donde se miran los creyentes. La envidia, por prosperidad y orden. Sin embargo, hemos dado cabida a los oportunistas del Islam. Los ciudadanos tienen miedo a perder el progreso que disfrutan, su vida cómoda. Pavor a caer en manos del fatimí de Egipto que no ceja en su porfía de espiarnos y mandarnos serpientes para acabar con la dinastía más lúcida de los mundos. Ése es el temor que nos amenaza. Nuestro deber es evitar apartarnos de la tradición y como campeones de la Suna, el rito instituido por Al-Malik ibn Anas, seguir la línea sucesoria y continuar con el espíritu de Al-Hakam II. ¡Que Dios se haya honrado con su presencia! Reconozcamos a su hijo como sucesor y los hombres a su alrededor serán los feroces defensores de la ortodoxia para obtener la gracia, el bienestar y la prosperidad. Los cordobeses no quieren a esos emasculados, eslavos del demonio traídos para servirnos. Infieles educados en nuestras costumbres, en nuestra lengua que proclaman a voz en grito: ¡Allah es el único Dios y Mahoma su Profeta! Confío en Dios y en su omnímodo poder pero recelo de los conversos como verdaderos musulmanes. Hemos de acabar esta noche de una vez con esas sanguijuelas privilegiadas —la intransigencia de Ishaq ibn Ibrahin ibn Masarra tronó demoledora como el fuego prometido de los infiernos.

—Estamos de acuerdo contigo, Ishaq. Debemos defender el Islam. Pero ahora hemos de tomar una determinación inmediata para anular a esos perros eunucos y hacernos con el poder para mañana proclamar califa a Hisham, cumplir con los deseos de su padre y con el juramento que hicimos en solemnidad ante su persona. Ése es nuestro objetivo y no otro —Al-Salim pidió cálamo, tinta y papel y se dispuso a redactar el acta del juramento.

—Dios es testigo y sabedor del amor profesado durante mi vida a los Banu Omeya. Uno de los días más tristes de mi existencia fue aquel en que Abd Al-Rahman III mandó matar a su hijo Abd Allah, acusado de conspiración. Un muchacho recto, estudioso, adornado con la virtud de la piedad. ¡Demoníacas lenguas le indujeron a contradecir los deseos de su padre! ¡Insensatos le empujaron a encabezar una conjura para proclamarse heredero y sucesor en vez de su hermano Al-Hakam, como había dispuesto Abd Al-Rahman III! ¡Aún mi corazón sangra por aquella herida! Guardé mi dolor y acepté la ejecución como un acto justo. Hoy nos enfrentamos a un problema semejante. ¡La muerte es la solución como lo fue entonces! Si mañana Yawdar y Faiq Al-Nizami no tienen un candidato a quien nombrar califa se habrá acabado la conjura. Con una sola muerte evitaremos la guerra civil, el volver a tiempos pretéritos donde cada señor se atribuía el derecho a gobernar a costa de la sangre inocente de los súbditos. ¡Allah el Clemente, el Justo, el Misericordioso, nos demandará por nuestros hechos, nuestros errores y aciertos! A los ojos de Dios no es grato el derramamiento de sangre entre hermanos, entre padres e hijos, entre los que profesan la verdadera religión que predicó el Profeta. Nuestro deber es eludir años de desgracias por una decisión equivocada. ¡Oh Dios Justiciero! Tú apruebas el sacrificio de un solo hombre para prevenir una guerra intestina que se cobrará la vida de miles de inocentes. ¡Ahí tenéis la solución! ¡Ejecutadla! ¡Que Dios se apiade de quién tenga la desgracia de cometer el crimen! ¡Él sabe que es en beneficio de la colectividad islámica! —las palabras del viejo Jalid fueron truenos de horrísona tormenta. Cayeron como rayos y cada cual, dentro de sí mismo, buscó el refugio seguro. Todos vieron la solución, pero nadie estaba dispuesto a cargar con la responsabilidad.