I. Veinte años después

En 1989 los alemanes derribaron el Muro de Berlín y muy rápidamente comenzó a hundirse lo que entonces se llamaba «el bloque del Este», una franja de países satélites centroeuropeos limítrofes, controlados por Moscú tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, férrea y artificialmente moldeados a imagen y semejanza de la URSS.

La historia del episodio que desencadenó ese insólito suceso ha sido contada muchas veces: tras una rueda de prensa rutinaria ofrecida por las autoridades comunistas, una agencia periodística aseguró de forma errónea (o tal vez ambiguamente), que el Gobierno ponía fin a las restricciones de viaje a los ciudadanos de Alemania Oriental, lo que se interpretó como la próxima eliminación del Muro. Cuando la noticia, casi al instante, se conoció en Alemania Occidental, hubo una explosión generalizada de júbilo y los miembros del Bundestag, emocionados, cantaron el himno y se abrazaron. Esa poderosa imagen llegó a todos los hogares de la Alemania comunista por medio de la televisión, le confirió verosimilitud a la noticia de que se podría emigrar libremente, y comenzó una marcha frenética hacia el Muro. Ante la avalancha humana, los guardias, sin órdenes concretas, no se atrevieron a disparar, y se incrementó el éxodo masivo hacia la libertad y la inmediata demolición de esa frontera artificial.

Naturalmente, esta historia no prueba que el Muro cayó como consecuencia de una cadena de errores imponderables que hubieran podido evitarse, sino demuestra los fundamentos tan extremadamente débiles que lo sostenían. En realidad, a esas alturas del siglo XX, tras más de cuarenta años de fracasos (setenta en Rusia), eran muy pocas las personas que realmente suscribían los dogmas del marxismo, que simpatizaban genuinamente con la brutal práctica leninista de gobierno. Aplaudían, agitaban banderitas en las manifestaciones y gritaban consignas, pero habían dejado de creer. Soñaban con el fin del comunismo.

Cuando ese momento arribó, fue una fiesta de la libertad. Si la derrota de los nazis había llegado como consecuencia de los intensos bombardeos de los aliados, la de los comunistas era el resultado de las fallas del sistema, de su intrínseca improductividad, de la pobreza relativa que generaba, de la incomodidad y del sufrimiento provocados por la sinrazón y la constante represión policíaca.

Este libro comienza con una reflexión sobre las razones que explican este fracaso rotundo —«El totalitarismo y la naturaleza humana»—, y continúa con medio centenar de crónicas periodísticas escritas al calor de aquellos sucesos que estremecieron al mundo, lo que le confiere al libro la inmediatez que entonces tuvieron estos textos. Como ya han pasado dos décadas y hay cierta distancia crítica, tras cada uno de esos artículos he escrito un breve comentario a manera de coda. Creo que esos párrafos acercan al lector de nuestros días y a mí me sirven para medir cuán acertado o equivocado fue el juicio que entonces emití.

La obra concluye con un capítulo sobre Cuba. El comunismo ha desaparecido en Europa, pero no en Cuba, donde los hermanos Castro mantienen el poder desde hace exactamente medio siglo. Ha pasado tanto tiempo que ya casi nadie recuerda o sabe cómo los barbudos llegaron al poder, por qué los Castro (con el apoyo entusiasta del Che Guevara) arrastraron el país hacia la órbita soviética, cómo han logrado mantener el control pese al persistente desastre económico que han provocado, y qué sucederá cuando ellos desaparezcan de la escena. Intento responder esas preguntas, que son las que todos nos hacemos. Las fundamentales.