50. Rusia: las palabras salvadas del olvido

Mi encuentro en Moscú con la viuda de Nicolai Bujarin en este enero encapotado fue tan grato como inesperado. Bujarin había sido la cabeza intelectual más importante de la revolución bolchevique del ’17. Fue el gran economista de un sistema, por demás, disparatado. Lenin lo llamaba el «niño de oro» del comunismo y lo distinguía más que al mismísimo Trotsky. Pero Stalin tenía otro criterio. Stalin sospechaba de los intelectuales. Los despreciaba y los temía. Por eso los mató a casi todos en las purgas de los años treinta. No quería testigos. Especialmente entre aquellos que conocieron de cerca las ásperas relaciones que siempre mantuvo con Lenin.

Bujarin actuó como todos sus compañeros durante los terribles «procesos de Moscú». Se derrumbó. Se acusó de los peores crímenes. Se autoinculpó de ser agente del enemigo y pidió que lo mataran para expiar sus inexistentes pecados burgueses. Era víctima, por supuesto, de una variante perversa del síndrome de Estocolmo, pero también quería salvar a su jovencísima mujer, la bella Ana Mijailova, y a su hijo recién nacido.

La víspera de su muerte Stalin le permitió ver a su esposa. Bujarin le entregó a la muchacha unas cuartillas con su verdadero testamento político: una denuncia frontal y valiente a la policía política por los crímenes cometidos. No renunciaba al marxismo sino a los horrores del marxismo. Ana Mijailova debía memorizar el texto, destruir los papeles, y algún día contar a viva voz el secreto que su marido se llevaba a la tumba. Y ese día llegó medio siglo más tarde, al lomo lento de la perestroika. Medio siglo en el que Ana Mijailova repetía por las noches, todas las noches, como si fuera una oración o un ensalmo mágico, las peligrosas palabras de su marido. No olvidarlas era una manera de ser leal y de seguirlo queriendo. Era una forma desesperada de trenzar los recuerdos para que no se le escaparan por las rendijas del tiempo.

No fue fácil salvar ese texto de las trampas de la memoria. Ana, como en los cuentos más crueles de los hermanos Grimm, tuvo que esconder a su hijo y entregarlo a unos familiares lejanos para que lo protegieran del ogro o del castillo del Kremlin. No pudo volver a verlo durante 20 años. Los mismos que ella pasó en campos de prisioneros o detenida en la Siberia. Los mismos en los que «la mujer más bella de Moscú» vio marchitarse inútilmente su juventud tras una sucesión de barrotes y nevadas que no se disiparon hasta cierto tiempo después de la muerte del tirano.

Yo ya conocía esta conmovedora historia, pero oírsela en su voz cascada a Ana Mijailova le añadía al relato una intensidad insospechada. Nos sentamos en el despacho cubierto de grafittis de Yuri Lubimov, el más universal de los directores de teatro de Rusia. Mediaba entre nosotros un joven y brillante asesor de Yeltsin. Pero nos colocó, sin darse cuenta, o tal vez por amor a la ironía —ese privilegio del talento—, bajo unas líneas escritas en la pared por Raúl Castro en 1965. Era un texto torpe y obsequioso con que el hermano de Fidel, siempre tan partidario del realismo socialista, en una prosa dialéctica, reivindicaba las virtudes «populares» del teatro de Lubimov, sin advertir que eran precisamente el elitismo y la fantasía lo que caracterizaban sus puestas en escena. Juan Suárez Rivas, testigo del encuentro, tuvo el cuidado de copiar las palabras del mínimo líder: «A través de Lubimov un saludo al arte inesperado en el pueblo, vuelve con un mensaje, al pueblo mismo». Y luego la firma de rasgos infantiles, con una R rodeada por un círculo irremediablemente pueril.

Lubimov recordaba la anécdota. Esa noche Raúl Castro, después del espectáculo, había subido a saludarlo, escoltado por una nube de funcionarios borrosos. Con un gesto altanero había tirado la gorra y el abrigo sobre el sofá, solicitando de inmediato un carboncillo para «legar una frase a la posteridad». A Lubimov le pareció un payaso, pero tuvo buen cuidado de no decírselo. No eran aquellos los tiempos de Stalin, mas tampoco habían llegado los de Boris Yeltsin. Entonces mandaba Khruschev, y el KGB, como siempre, sospechaba de los intelectuales.

Tenía cierta razón. Poco después de la visita de Raúl Castro el teatro Taganka de Lubimov fue convirtiéndose en la frontera portátil de la disidencia rusa. Lo que ahí se oía y se decía era la mayor cantidad de anticomunismo que el sistema toleraba en un momento dado. Se iba a ver el Galileo Galilei de Brecht para oír entre líneas y entre actos un ataque contra el dogmatismo y el oscurantismo marxistas. ¿Qué importaba que el alemán censurara a la Iglesia católica? Lo que los rusos percibían era una crítica lúcida e irrebatible a los popes y obispos de la iglesia comunista.

Es probable que el teatro de Lubimov haya perdido esa conexión misteriosa que mantenían con la sociedad. No es su culpa. La calidad es la misma. Rusia, sin embargo, ha cambiado. El comunismo ha muerto y la libertad ya es un hecho cotidiano, pero siempre queda una cierta nostalgia por los años de lucha. Quizás por eso nada tiene más éxito en el Taganka que los homenajes, una vez al mes, a Vladimir Visotsky, un actor y cantautor que en la década de los setenta llenaba el teatro para entonar canciones satíricas, vulgares, callejeras, de locos y mendigos heridos por el dolor de vivir la miserable realidad del totalitarismo. Desde 1981 —la fecha de su muerte, tras una monumental borrachera—, cada treinta días diecisiete actores cantan, comentan y discuten con la voz gangosa de Visotsky, mágicamente viva en la megafonía del cielorraso. A mí me suena —y me complace— como un Dyango cruzado con Alberto Cortés. No entiendo nada, pero el traductor hace maravillas.

El público —maduro, cuarentón— se emociona y aplaude. Soñar con la libertad era tan hermoso. Ya ha llegado. Noto, en la penumbra, que Ana Mijailova se mantiene quieta y abstraída. Me parece que musita algo. Puede ser. Es posible que todavía repita el testimonio doloroso de Nicolai Bujarin. Es la lucha incesante de la memoria contra el olvido. También es la lucha del amor contra la barbarie.

Enero de 1992

Coda en 2009

Han pasado casi 20 años y una nueva generación rusa llena los teatros y los festivales de música. La gesta bolchevique prácticamente ha desaparecido de la memoria colectiva. Las víctimas del estalinismo son casi desconocidas. Ana Mijailova murió hace algún tiempo, y el nombre de Bujarin, que fue tan importante en el debate ideológico comunista de la primera mitad del siglo XX (fue una de las tendencias del marxismo español en el seno del POUM), es una referencia polvorienta hoy escasamente inteligible. Sin embargo, la historia de aquella viuda joven que luchaba por no olvidar las palabras de su marido tal vez perdure. Fue una noble proeza.