Bien, el señor Gorbachov ya es historia. Y eso sólo se sabe con toda certidumbre cuando en el Museo de cera de Londres cambian el muñeco de sala. A Gorby acaban de sacarlo del cuarto de los líderes vigentes y lo han situado entre Napoleón y Kennedy, un poco a la derecha de la mirada asesina del estrangulador de Boston. Su antiguo lugar —claro— ahora lo ocupa Yeltsin, porque en los museos de cera la regla inflexible es el realismo. La realpolitik de una tradición escultórica que no cree en nostalgias ni en sentimentalismos. Las cosas son como son.
Es una magnífica ironía que el hombre que en 1985 pretendía salvar a la URSS y al marxismo-leninismo mediante la reforma del sistema, haya acabado presidiendo la extinción de ambos engendros. Y si yo estuviera en su pellejo aceptaba la cátedra de John Hopkins o de Harvard, cogía a Raisa de la mano, y me largaba a los Estados Unidos, porque en la Rusia que viene es muy posible que acabe en el más humillante ostracismo.
En efecto, contrario a lo que se piensa en Occidente, en lo que fue la URSS prevalece un intenso resentimiento contra Gorbachov. Los liberales lo acusan de haber perdido siete años hablando de una reforma que nunca hizo. La derecha estalinista lo considera el mayor traidor de la historia de la nación. Casi nadie admite que se trataba de un hombre de buena fe, que hizo un diagnóstico correcto de los problemas de su país, pero equivocó la terapia, porque estaba persuadido de ciertas ideas erróneas que lo llevaban de traspiés en traspiés. Tercamente se resistía a comprender que la clave del problema radicaba en un dato para él inaceptable: «el sistema no era reformable».
Cuando se entraba con el bisturí en las entrañas del monstruo, se comprendía que ni el marxismo-leninismo ni la URSS eran salvables. La ideología estaba podrida. Era contranatura. Conducía irremediablemente a la ineficacia. Al surgimiento de estructuras burocráticas parasitarias, a la represión y al atraso. Y el imperio era imposible, porque sin ideología no podía sostenerse. Antes de 1917 la ideología eran el Zar, la monarquía y la gloria remota de Bizancio y de la Iglesia Ortodoxa. Después de 1917 fue la cháchara seductora del marxismo-leninismo y la promesa de un mañana sin naciones ni clases, en el que la especie humana encontraría un destino benigno dentro de un armonioso paraíso terrenal. Pero cuando todo eso se evaporó al fuego del glasnost cuando se pudo decir la verdad, el Imperio se quedó sin justificaciones ni discursos. Y por eso la URSS se desplomó. No tenía apoyaturas.
Por supuesto, nadie debe lamentarlo. El mundo que surge de la debacle gorbachovista es mucho más coherente. Los ex satélites del Este vuelven a su redil histórico. Los países bálticos regresan a la casa cultural de donde nunca debieron salir, y Rusia retorna a un destino europeo del que formaba parte inextricable desde el siglo XVII, pero especialmente a partir del XIX, cuando su influencia se hizo sentir hasta la Península Ibérica, en el otro extremo del Viejo Continente. Por eso me parece un inmenso error no aceptar a Rusia en la OTAN cuanto antes, y no proponerle una generosa zona de colaboración inmediata con la Comunidad Europea, porque lo más conveniente para Occidente es que Rusia se integre a la mayor brevedad al mundo al que ansía reingresar, puesto que en ello acaso radique la estabilidad futura del planeta.
Es curioso, pero a veces da la impresión de que en Occidente existe cierta resistencia a admitir que la Rusia con la que se inaugura 1992 es un aliado y no un adversario. Estamos tan acostumbrados a ver a los rusos como los enemigos, que no nos damos cuenta que ellos se autoperciben como nuestros amigos. Por lo menos ésa es la sensación que se obtiene hablando con los líderes de la Rusia actual.
Yo he podido hacerlo con los tres más importantes: con Boris Yeltsin, con Guennadi Burbulis —el segundo de a bordo— y con Ruslam Jazbulatov, el presidente del Parlamento. Y en los tres casos —especialmente con los dos últimos— el tono, los temas y los puntos de vista que exhibían apenas podían distinguirse de los que hubieran podido mostrar unos líderes europeos en Italia o en Francia, y seguramente sonaban mucho más pro occidentales que los que suelen escucharse en Grecia o en la misma España.
Estas conversaciones —con Burbulis y con Jazbulatov— ocurrieron a fines de octubre, y ya entonces era posible hacer una clarísima distinción entre el discurso ruso de la línea Yeltsin y el discurso soviético de los gorbachovistas con los que también pude entrevistarme. Los rusos ya se habían transformado en amigos abiertos, en aliados de Occidente. Ya habían dado el salto psicológico además del político. En cambio, los soviéticos todavía desempeñaban el rol de ex adversarios cautelosos, no muy convencidos de cuanto hacían ni de las intenciones del mundo occidental. Afortunadamente, esa disparidad ya terminó. Se fue con el marxismo y con la URSS al basurero de la historia. Nada mejor pudiera haberle ocurrido al mundo en víspera de 1992. Nada mejor a los rusos. Nada mejor a Occidente.
18 de diciembre de 1991
Coda en 2009
Lamentablemente, Occidente, y especialmente Estados Unidos, no jugaron sus cartas con inteligencia, y ahí está Rusia, de nuevo, en una actitud hostil, a las puertas de una nueva Guerra Fría, amenazando a Europa por la colocación, en Polonia, de un escudo antimisiles. En lugar de hacer un esfuerzo extraordinario para convertir al país más grande del planeta en «uno de los nuestros», se le trató con recelo, alimentando con ello, indirectamente, a las fuerzas nacionalistas que operaban en el país.