En la reciente Feria del Libro de Frankfurt se produjo una caída en picado del interés por los textos marxistas. Nadie compraba derechos de traducción o ediciones anotadas de Marx o de Engels. A nadie parecía interesarle la obra de Luckács o de Gramsci. Era como si súbitamente se hubiera borrado la huella de unos pensadores que hace sólo cinco años abarrotaban las vidrieras de todas las librerías de Occidente. Por supuesto que este fenómeno es una consecuencia del derrumbe de las dictaduras comunistas, pero también hubiera sido posible la reacción contraria: correr tras los papeles sagrados para tratar de entender cómo en el increíble año de 1989 se liquidó de un modo fulminante el más formidable imperio político que ha conocido el mundo moderno.
El asunto es de una extraordinaria importancia, porque con la desaparición de los regímenes marxistas se desvanece también el modo marxista de analizar la realidad. No sólo colapsan las dictaduras del Este, sino también arrastran en su caída el «corpus» ideológico que más influencia ha tenido en todo el siglo XX. Lo que se está muriendo es una cultura. Si las teorías de Marx, lejos de liberar al hombre, como prometían, lo esclavizaron de manera brutal, ¿qué sentido tiene continuar leyendo y debatiendo las ideas de los epígonos de Marx?
¿Quién es el valiente que hoy se sienta con un libro de Althusser en la mano para tratar de dilucidar la frontera entre el Marx joven y el Marx viejo? ¿Por qué dedicarle esfuerzo y tiempo a las reflexiones estéticas de Walter Benjamin si parten de un error primigenio: el desacreditado pensamiento de Marx? ¿De qué diablos sirven las elucubraciones de Paul Sweezy, Gunder Frank o Maurice Dobb, si están ancladas en el galimatías conceptual de El capital, confuso batiburrillo de arbitrariedades, ecuaciones equivocadas y afirmaciones indemostrables que han dado lugar al empobrecimiento y al atraso de varios centenares de millones de personas?
Lo que quiero decir es que el marxismo había pasado de ser una teoría política para convertirse en una cultura en sí mismo. Una cultura que contaminaba todas las disciplinas a las que se aproximaba y a todas las ideas surgidas en ámbitos diferentes. Fromm, Marcuse y Reich, tiñeron el psicoanálisis freudiano con supuestos marxistas. Adorno, Henry Le Febvre o Mark Horkheiner hicieron lo mismo con la filosofía, desde los griegos hasta Heidegger. Había una historiografía marxista (Bloch), una pedagogía marxista (Makarenko, Freire), una teoría literaria marxista (Brecht, Lukács, Goldmann), una teología (Gutiérrez, Boft) y hasta intentos escandalosamente fallidos de una biología (¡!) marxista: Lysenko.
Y todo eso, y mil libros más, y otros mil autores, se esfuman de repente. Envejecen en un instante ante nuestros ojos, mostrando unos rasgos absurdos que antes no se nos hacían tan evidentes. ¿Cómo puede haber una teoría jurídica marxista (Renner) si Marx era un total disparate? Si la dialéctica era una ficción y no un hallazgo, si la clase obrera no existe como tal, si en ese caso mucho menos podía ser el agente del cambio histórico, si la sociedad no se comporta ni evoluciona de forma siquiera remotamente parecida a la prevista por Marx cuando se modificaban las relaciones de propiedad, ¿cómo pueden los discípulos sostener sus conclusiones?
Por eso ha comenzado la inexorable extinción de la cultura marxista. Tampoco es un fenómeno desconocido en la historia de las ideas. A Arthur Koestler le gustaba contar en sus libros la anécdota de los Rayos N. Un día un físico creyó descubrir una nunca percibida emisión radiactiva que segregaba cierta materia. Dio la voz y la comunidad científica respondió con mucho interés. Poco a poco se fueron acumulando estudios sobre el comportamiento de los Rayos N, e incluso se llegó a medir su longitud de onda…, hasta que alguien advirtió que los Rayos no existían. Todo era falso. La enelogía había sido construida sobre premisas erróneas. Naturalmente, los estudios se secaron de inmediato y nadie más volvió a hablar del tema. Algo parecido a lo que recientemente acaba de ocurrir con la fusión fría. Algo similar a lo que ya está aconteciendo con el marxismo.
Personalmente no sé si lamentar o celebrar la erradicación definitiva de las supersticiones marxistas. Por una parte me alegra que esos limitadores anteojos, tan esterilizantes, tan insolentes, ocupen su lugar junto a la astrología, la quiromancia o cualquier otra de las chácharas superadas por el tiempo, pero por otra parte me horroriza mirar mi biblioteca y ver esos volúmenes inútiles y saber que cientos, quizás miles de horas de mi vida han sido malgastadas en tratar de entender la cultura marxista, aunque sólo haya sido para intentar comprender la cosmovisión de unos señores que dominaban la mitad del planeta, incluido mi propio y desdichado país. En fin: da igual lo que se siente ante los cadáveres. El hecho inevitable es que están ahí, de cuerpo presente, en vías ya de convertirse en polvo. Requiescat in pace. Era hora.
10 de diciembre de 1991
Coda en 2009
En efecto, hasta 1989 existía una poderosa industria intelectual, generalmente universitaria, que generaba ingentes cantidades de reflexiones marxistas, entonces dotadas de un raro prestigio. El marxismo había invadido la historia, la filosofía, la sociología, la economía, el psicoanálisis, la crítica literaria, hasta abarcar todas las ciencias sociales y las humanidades. Y eso, afortunadamente, se disipó con rapidez para gloria del sentido común y del desarrollo del conocimiento.