El poscomunismo europeo está resultando un hueso muy duro de roer. De la euforia inicial se está pasando al pesimismo. Y es que se partía de un curioso espejismo histórico: la increíble recuperación de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial.
En 1945 una buena parte de las ciudades alemanas habían sido destruidas por las bombas. Ocho millones de alemanes habían perecido. La industria estaba orientada a la producción militar. Las muchedumbres de soldados desmovilizados y de campesinos desplazados de sus aldeas y pueblos se confundían con la masa de inmigrantes que regresaban a sus lugares de origen, sólo para descubrir que sus casas habían sido arrasadas y los supervivientes recorrían los escombros en busca de comida. La tarea de rehacer el país se calculaba en décadas: un experto norteamericano llegó a informarle al gobierno de Bonn que durante los próximos cinco años sólo uno de cada tres alemanes podría ser enterrado en un ataúd de madera. Con el Tercer Reich se habían hundido varias generaciones futuras.
El cálculo resultó equivocado. Tres años más tarde comenzaba la recuperación fulminante de Alemania. La economía crecía al ritmo del 15 y 20 por ciento anual. La industria al 30 y al 40. Era tal la productividad de los obreros y el rendimiento de las inversiones que la recaudación fiscal excedía a los presupuestos del Estado: literalmente sobraba dinero. ¿Cómo se había llevado a cabo ese milagro económico? Pues, aparentemente, por una feliz combinación de medidas sacadas del recetario liberal: fin de la planificación económica, libre convertibilidad de la moneda, liberación de los precios, concertación de los salarios muy por debajo de los índices de crecimiento de la productividad —lo que estimulaba la formación de capital—, una enérgica política de exportaciones y disminución de la presión fiscal.
Diez años después del fin de la guerra, Alemania había vuelto a ser Alemania y ya ocupaba el puesto de primera fila en el pelotón de avanzada de las naciones de Occidente. ¿Por qué iba a ser diferente tras el fin del comunismo? ¿Cómo iba a resultar más difícil en 1991 reconstruir sociedades y economías aparentemente intactas, que sociedades pulverizadas por las oleadas de B-29 y por el martilleo incesante de los cañones aliados en la década de los cuarenta?
Otra vez erraron los cálculos. Era más fácil reconstruir la Alemania de la posguerra caliente que la Europa del Este de la posguerra fría. Y las enormes dificultades que hoy enfrentan, ayudan, incluso, a entender mejor los secretos del milagro alemán de los años cuarenta. Ludwig Erhard, sí, fue un gran economista. Las medidas liberales, sin duda, funcionaron maravillosamente, pero bajo la montaña de cascotes y ceniza había dos elementos que no habían sido tocados por las bombas aliadas que explicaban el vigor y el éxito ejemplar de los germanos: la trama jurídica sobre la que se asentaba la sociedad alemana y el alto nivel de desarrollo técnico y científico del pueblo, el inmenso capital humano de esa extraordinaria nación.
En 1945 los soviéticos y los norteamericanos —sobre todo los soviéticos— salieron a la caza de cerebros alemanes para llevárselos a sus respectivos países. Y en 1945 un ingeniero alemán sabía tanto o más que su colega de New York o de París, mientras un empresario de Bonn o de Hamburgo tampoco dudaba sobre la forma en que tenía que fabricar o empaquetar sus productos para hallarles un nicho en el mercado. Y tanto el ingeniero como el empresario, el sindicalista como el obrero, el profesor como el barrepisos, sabían exactamente los contornos del marco jurídico en el que desarrollaban su actividad laboral. Se podía soñar con un mejor destino personal, porque la trama legal garantizaba el acceso al éxito a todo aquel que cumpliera con las normas seculares de la tribu. Y es ahí donde el comunismo ha sido devastador. Más devastador que todos los Patton y Montgomery que en los cuarenta arrollaron a los nazis. La experiencia está demostrando que es mucho más fácil rehabilitar el parque industrial de una nación que ha sufrido una catástrofe, que privatizar el aparato productivo de un país. Y era predecible. ¿De dónde se sacan los capitanes de industria?
¿Cómo hacer planes a medio y largo alcance en medio de una sociedad que está pariendo un nuevo ordenamiento jurídico? ¿Quiénes van a invertir, realmente, en países que no ofrezcan garantías?
Nada de esto, por supuesto, indica que sea un error abandonar el modelo comunista. Por el contrario: cada minuto que se prolonga el totalitarismo es una vuelta más a la tuerca de la miseria y la desesperanza. Es un paso hacia el atraso económico. Sólo que es importante entender cuánto daño le han hecho a sus pueblos los discípulos de Marx. Más, mucho más que todas las bombas, incluidas las atómicas, caídas sobre los países del Eje. Ahora se ha comprobado.
25 de julio de 1991
Coda en 2009
Ha sido muy curiosa, pero predecible, la recuperación de los países de Europa del Este. Como regla general, los pueblos que antes de 1939 tenían un mayor nivel de desarrollo económico y científico han conseguido mejores formas de transición hacia la libertad y el mercado: checos y eslovacos, polacos y eslovenas, estonios, letones y lituanos. ¿Por qué? Porque el desarrollo es la consecuencia de una saludable mezcla de capital económico, capital cívico y capital humano, y esos elementos tenían una presencia más robusta en los países mencionados que, por ejemplo, Bulgaria, Albania o Rumanía. En todo caso, tanto en los países más exitosos como en los menos exitosos, son poquísimas las personas que sueñan con regresar a la etapa comunista.