41. Los dilemas de la sopa boba

Ocurrirá en Londres dentro de pocas semanas. El señor Gorbachov ha solicitado la tribuna de las siete naciones más importantes del mundo para pasar la gorra sin ningún recato. Y su argumento es muy simple: o ayudan a la URSS o el país se desintegra, y ya saben ustedes cuán peligroso puede ser el desplome de la nación más grande de la tierra con las miles de ojivas nucleares que guarda en sus arsenales. La cifra que se baraja no es tan alta: treinta mil millones de dólares anuales durante los próximos cinco años. Es decir, algo más de los cien mil millones de dólares que Moscú confiesa haber enterrado estúpidamente en el Caribe mediante los subsidios otorgados a Fidel Castro a lo largo, lo ancho y —sobre todo— lo hondo de la revolución cubana.

El problema no es la cantidad que pedirá Don Mijail, sino el destino de esa ayuda. Porque Gorbachov lo que urgentemente necesita para capear el temporal político son bienes de consumo y no inversiones en infraestructura o en planes de desarrollo a largo plazo. Gorbachov sueña con montañas de mantequilla, trigo, carne, leche, frutas, verduras y el resto de los productos que escasean peligrosamente en los escaparates de la URSS. Si ese maná occidental no cae rápidamente del cielo, sus compatriotas, por la derecha y por la izquierda, no dejarán ni los huesos de la perestroika. La reforma, sencillamente, se irá a pique, y el Partido Comunista perderá los restos de autoridad que aún conserva, probablemente a expensas de formaciones regionales más alejadas aún de los lineanientos marxistas.

Hay sobre el tapete dos argumentos poderosos para negarle la ayuda a la URSS y uno para concedérsela. En contra de cualquier gesto generoso está, en primer lugar, el sentido común económico. Es verdad que Europa y Estados Unidos cuentan con excedentes alimenticios suficientes para aliviar la situación de la URSS, pero esto es como la sopa boba que en el pasado se daba en los conventos. No resolvía el problema de fondo de la pobreza o de la mendicidad, sino contribuía a perpetuarlas. Si Occidente colabora en el sostenimiento del ineficaz sistema económico de los soviéticos, Moscú jamás va a cambiarlo de raíz.

El segundo razonamiento es de carácter político, ¿y qué pierde Occidente con la desintegración de la URSS? ¿No es mejor y preferible que ese imperio artificial y contra natura pase de una vez a la historia? ¿Por qué el Ejército Rojo o el Partido Comunista van a ser más peligrosos en su caída que en su momento de mayor poderío? ¿A quién, dentro de la URSS, se le puede ocurrir tocar hoy a rebato cuando ni siquiera hay pan para darle a la tropa?

A favor de la ayuda a la URSS militan, en cambio, los que quieren comprar con ella el desmantelamiento total del comunismo. Es decir: condicionar los préstamos y las líneas de crédito a la privatización de las empresas, el fin del déficit presupuestario y la liberalización de los precios, de manera que se reduzcan los gastos militares, la sociedad civil se fortalezca, ponga fin a la hegemonía del Partido Comunista y liquide los fundamentos del totalitarismo.

La idea —propuesta por un editorial del Times— no parece mala, pero si Gorbachov la acepta, a corto plazo provocaría la más paradójica de las reacciones: una crisis política y económica aún mayor que la que ahora padece el país. Y la razón es muy simple: el tránsito del modelo comunista al capitalista inevitablemente se paga con un doloroso periodo de desempleo, escasez e inflación. Para algún día salir de la pobreza hay que convocar a la austeridad, nombre eufemístico tras el que se esconde una cuota temporal de mayor miseria.

En realidad no hay nada nuevo en este fenómeno. La pobreza de las naciones —los crack, las crisis, las depresiones o como se les quiera llamar— es siempre la consecuencia de gastar mucho más de lo que se produce durante un periodo prolongado, y la cura para todo este desbalance, desde que el mundo es mundo, no es otra que consumir menos y producir más, hasta que se remonta el desequilibrio y se toma de nuevo el camino del crecimiento. Sólo que si ese difícil periodo de reajuste se lleva a cabo en medio de un cambio de sistema, el lógico pronóstico es que la magnitud de la crisis se multiplicará peligrosamente hasta que las aguas alcancen su nivel.

¿Qué hacer? Es absurdo ayudar a Gorbachov sin ponerle condiciones. Pero, si se le ponen, a corto plazo se agravará la situación que la ha llevado a solicitar la ayuda. Algo así como lo que decía Ionesco: se coge un círculo y se le acaricia maliciosamente por la parte de abajo hasta que se vuelve vicioso. Y a las naciones más desarrolladas de Occidente no les gustan los círculos viciosos. Lo más probable, entonces, es que se limiten a otorgar una ayuda simbólica y luego se sienten cómodamente a ver los toros desde la barrera. Hay problemas que no tienen remedio. Problemas que naufragan en un intragable plato de sopa boba.

17 de julio de 1991

Coda en 2009

La URSS no recibió grandes auxilios de Occidente y el sistema, felizmente, fue cambiado por los comunistas reformistas. El tránsito hacia el capitalismo —en el caso ruso una variante mercantilista con grandes beneficiados a la sombra del poder— fue traumático, con millones de personas que vieron reducirse su ya pobre capacidad de consumo. La paradoja, casi veinte años más tarde, es que la mayor oposición a Vladimir Putin y a sus tendencias autoritarias proviene de los herederos irredentos del viejo Partido Comunista.