Como se sabe, Mengistu Haile Mariam huyó hace apenas unos días. Poco después los rebeldes entraron en Addis Abeba para poner fin al gobierno comunista etíope surgido del golpe de Estado de 1974 y de los pactos con la URSS de 1978. Esa misma semana, en Lisboa, el presidente de Angola Eduardo Dos Santos y su archienemigo Jonás Savimbi firmaban la paz y el fin del totalitarismo marxista tras una guerra civil que había durado más de 15 años. Meses antes, y por medio de pacíficas consultas electorales, otros dos diminutos Estados africanos también habían elegido apartarse del sistema de partido único y de la influencia cubana: Cabo Verde y Santo Tomé y Príncipe.
Tampoco eran casos aislados. Mozambique, acosado por las guerrillas del FRELIMO; Tanzania, quebrada por los experimentos socialistas de Nyerere, y Zimbabue, que ve arder las barbas de sus vecinos (y las suyas propias), hoy ensayan rápidamente formas de regreso a la economía de mercado y a una mayor participación democrática. Es exactamente la teoría del dominó, pero ahora aplicada a los marxismos negros. Tras desplomarse la base de sustentación ideológica y la fuente de financiamiento económico, una tras otra las dictaduras africanas de orientación comunista han sido incapaces de mantenerse en el poder.
El asunto es sumamente interesante, porque la reinterpretación tercermundista de los textos de Marx y Lenin durante más de dos décadas fue el catecismo de casi todos los dirigentes políticos al sur del Sahara. Y era natural que así ocurriese, dado que el neomarxismo africano aseguraba contar con soluciones para casi todo. Aparentemente, con un Estado central fuerte, capaz de planificar la economía y de asignar racionalmente los recursos, se superaba la inexistente fase del desarrollo capitalista burgués. Con cuadros, funcionarios y aparatchiks formados por instituciones del bloque del Este se suplía la ausencia de élites empresariales y de capitanes de industria.
El partido único, simultáneamente, pondría fin a los conflictos tribales y conferiría a los países un elemento básico de fusión nacional. La unanimidad ideológica serviría de crisol para disolver en un común destino político y en una común cosmovisión la infinidad de etnias y lenguajes artificialmente mezclados por los viejos poderes coloniales. En otras palabras: el partido único marxista haría naciones donde antes sólo había tribus hostiles.
Por último, el mundo socialista, encabezado por la URSS, serviría de poder tutelar y de caja bancaria para acompañar a los pueblos africanos en el trayecto hacia el progreso y la modernidad. Al fin y al cabo —repetían los políticos radicales del subcontinente— nadie había visto jamás una compañía soviética explotando a los pueblos negros. Lo único que exigían los comunistas europeos a cambio de su ayuda era el alineamiento disciplinado del Tercer Mundo contra el imperialismo yanqui y sus aliados. Poca cosa.
Bien: ¿por qué fracasó el marxismo en África? La primera respuesta apuntaría al hundimiento del comunismo en Europa como razón fundamental, pero la verdad es que los marxismos africanos estaban en crisis antes de la entronización de la perestroika y la desbandada del bloque socialista. Y es que todo ocurrió de manera distinta a como predijeron los ideólogos. En el mundo real de los hechos la planificación centralizada de la economía, lejos de superar la era feudal y saltarse la etapa burguesa capitalista, dislocó el sistema tradicional de generación de alimentos, quebró las formas ancestrales de tenencia de tierra, y provocó una dramática disminución de la producción y de la productividad, con su correspondiente secuela de hambrunas y parálisis económica.
El partido único marxista, no sólo no se convirtió en la gran fuerza centrípeta para forjar verdaderas naciones, sino devino en un enorme aparato de corrupción y despilfarro, controlado por tribus hegemónicas que acaparaban el poder, se repartían los recursos del Estado como si fueran un botín de guerra y atropellaban a las etnias enemigas con un grado de ferocidad y desprecio por la vida humana infinitamente mayor que el que jamás exhibieron las antiguas metrópolis. Y como era previsible, falló también la solidaridad del Gran Hermano soviético. Moscú mandaba asesores militares, tanques y policías para organizar el aparato totalitario, pero esa ayuda, lejos de fomentar el desarrollo, contribuía a la hipertrofia del Estado y al empobrecimiento galopante de la sociedad, lo que acabó por debilitar y deslegitimar a los mismos regímenes que pretendía fortalecer.
¿Hacia dónde va ese continente tras el fracaso de los experimentos marxistas? Es obvio que se abre paso la idea de que es en la democracia y en la economía de mercado donde tienen mayor alivio los infinitos problemas y complejidades de esa desdichada región del planeta. Parece que en África negra también se comienza a valorar la importancia tremenda de la libertad. Buena noticia para asomarse al siglo XXI.
2 de julio de 1991
Coda en 2009
El comunismo y el colectivismo ya no parecen ser los objetivos del África subsahariana, pero la democracia tampoco. En Zimbabue, el régimen dictatorial de Mugabe, con la inflación más alta que recuerda la historia del mundo, ha destrozado la economía de ese otrora próspero país, mientras la República de Sudáfrica se empantana en un foco lamentable de corrupción y arbitrariedad que comienza a descarrilar el proyecto que inició Nelson Mandela. La excepción parece ser Botsuana, con su parlamento, sus libertades y su crecimiento sostenido, uno de los mayores del mundo, pero también con un problema espeluznante: el 37% de la población padece de sida.