Por estas fechas un avión de Aeroflot ha llegado a Miami. Es mucho más que el primer vuelo de una nueva ruta, probablemente la línea soviética convertirá a Miami en el centro de sus operaciones en la zona. Antes era La Habana. Moscú, sencillamente, ha preferido Miami a La Habana. Es cierto que había razones técnicas, pero el gesto político es inocultable. Puestos a elegir entre Estados Unidos y Cuba, la URSS de estos tiempos difíciles no tiene la menor duda.
Poco antes del histórico vuelo sucedió otro episodio parecido: Gorbachov se sumó públicamente a las naciones que piden la inspección inmediata de los centros de producción de energía atómica de Corea del Norte. Y es natural: todo el mundo sabe que el loco de Kim Il Sung está fabricando su bomba atómica en Yongbyon, a 60 millas de la capital. Y todo el mundo sospecha que es capaz de lanzarla contra Corea del Sur, o incluso contra las tropas americanas acantonadas en ese país desde la guerra de los años cincuenta.
A estas alturas de la perestroika para Gorbachov también es evidente que los intereses de su país están mucho más cerca de Seúl que de Pyongyang. Corea del Sur es la cacharrería electrónica, las computadoras, los chips, los coches bien fabricados, el desarrollo industrial y científico casi mágico. Corea del Sur —en el terreno del despegue económico— es lo que Gorbachov sueña para la URSS. Un país capaz de competir en el plano comercial con Japón, Estados Unidos y Alemania. Un país que cada vez acumula más capital y más conocimientos, lo que inmediatamente se transforma en una mejora progresiva de los niveles de vida de la población.
Corea del Norte, en cambio, es la caricatura de la URSS que los soviéticos quieren olvidar. Es el Stalin que pesa, como una losa, en la memoria histórica de la nación. Es el país de los militares, del culto a la personalidad del Jefe, de la sustitución de la creatividad individual por la torpe gerencia de los burócratas del Partido. Es el país del terror, de la policía política y de ese insoportable cúmulo de idioteces, disfrazado de ideología, a lo que suele llamarse la Idea Juche, remedo para andar por casa de las más débiles reflexiones leninistas.
Gorbachov —la Rusia que con mil dificultades va surgiendo de los cambios— sabe muy bien que es con Miami y no con La Habana, con Seúl y no con Pyongyang, con Kuwait y no con Bagdad con quienes el país tiene que trenzar su futuro. Fue una locura apostar por el tercermundismo revolucionario. Fue un inmenso error creer que el destino de la humanidad y los intereses de la URSS se iban a defender exitosamente de la mano de gentes tan delirantes como Kim Il Sung, Fidel Castro o el etíope Mengistu. Porque es inocultable que las verdaderas revoluciones ya no se hacen en las selvas latinoamericanas sino en los laboratorios y en los centros de investigación de las universidades. Porque es evidente que en nuestro tiempo la prosperidad no se puede imponer por decretos concebidos por guerrilleros encolerizados, sino por sabias decisiones financieras serenamente elucubradas por unos expertos que jamás han oído hablar de Rosa Luxemburgo, pero que día a día revisan cuidadosamente el Financial Times.
En rigor, no hay nada más propio de la historia rusa que la búsqueda frenética de contactos con la corriente dominante de la civilización occidental (Corea, Japón y el resto de los dragones asiáticos hoy también forman parte de un Occidente que es mucho más un fenómeno que un dato geográfico).
En el pasado el zar Pedro envió a sus espías industriales a Inglaterra para aprender de Londres los secretos de la fabricación naval, y no había intriga cortesana europea o acontecimiento histórico importante en el que Moscú no buscara alinearse junto a otros poderes del Viejo Continente, porque lo fascinante de la historia rusa es esa ambivalente voluntad de ser y no ser parte de Occidente.
La corte zarista unas veces obtenía de Inglaterra, otras de Alemania, siempre de Francia, el modelo cultural más influyente. Pero, mientras la Corona se abría a los contactos entre las élites, simultáneamente trataba de impedir que el país llano, los siervos de la gleba, tuvieran la menor relación con el mundo extranjero. Y la URSS después de 1917 no fue muy diferente. Los comunistas heredaron de los Romanov tanto el interés como el temor a todo lo que viniera de Occidente. Tal vez ahora estamos al final de esa nefasta dicotomía. Es posible que —al fin— los dirigentes rusos se hayan dado cuenta que es junto a Occidente y no contra Occidente donde ese gran país puede encontrar su mejor destino. Y quien sabe si ese avión que aterrizó en Miami es mucho más que un simple medio de transporte. Acaso sea el símbolo de la Rusia que viene.
3 de junio de 1991
Coda en 2009
Poco a poco Aeroflot abandonó la idea de situar su base de operaciones en Miami. Pero, lo que es más grave: el enorme país, especialmente de la mano de Putin, fue perdiendo interés en acercarse a Occidente. Hoy, como en la época de los Romanov, Rusia no sabe si pertenece o no a ese mundo.