Los domingos en la noche el Presidente Vaclav Havel suele reunirse con una peña de escritores y políticos en el restaurante Vikarka para discutir libremente los temas que afectan a la nación. El restaurante está dentro del perímetro de El Castillo, palacio oficial del Jefe del Estado. Luego Havel da un paseo por las callejuelas adyacentes —El Castillo más que un edificio es una ciudadela— y pasa frente a la pequeña casa que Kafka ocupó a principios de siglo, en la increíblemente pintoresca Calle del Oro. Luego se marcha a su modesto apartamento junto al río Moldava. El mismo que habita desde niño. Havel está decidido a cambiar la política checa, pero no va a permitir que la política lo transforme a él. Havel va a seguir siendo el mismo escritor meditabundo, con la imaginación poblada de sueños, tolerante y conciliador, guiado por una relación eminentemente moral de las relaciones entre los seres humanos.
Havel no es un caso único en la nueva Europa del Este. En la vecina Hungría el presidente Arpad Goncz es también un intelectual distinguido. Como Havel, ha escrito teatro. Su obra La Medea húngara, dicen quienes la conocen, es excepcional. Tan buena como su novela Sarusok y los cuentos recogidos en Encuentros.
Las vidas de estos presidentes se parecen tanto como los regímenes totalitarios que ambos tuvieron que padecer durante más de cuarenta años. Los dos, llenos de rabia e impotencia, vieron a sus países invadidos por los tanques soviéticos. Los dos estuvieron en la cárcel. A los dos les fueron negadas las posibilidades de una existencia económicamente decorosa. Havel tuvo que hacerse perito químico, porque le negaban el acceso a la Universidad. Mientras Goncz, en la prisión, se vio obligado a aprender inglés para poder vivir como traductor independiente una vez que alcanzara la libertad, puesto que en los organismos oficiales lo repudiaban, Y eso hizo: tradujo a Faulkner y descubrió un mundo fascinante, totalmente diferente al suyo. Pero también tradujo a George Orwell y sintió un raro escalofrío al comprobar que 1984 y Rebelión en la granja parecían descripciones exactas de la sórdida realidad húngara.
¿Por qué esta preferencia por los intelectuales que parecen mostrar las sociedades que se liberan del comunismo? En primer término, por supuesto, porque en la oposición a la dictadura no había eso que en Occidente se llama políticos profesionales. Los únicos políticos profesionales eran los del Partido Comunista. Los que se les enfrentaban eran maestros, obreros, arquitectos, escritores, empleados o desempleados, obligados a subordinar la vocación política (si la tenían) a cualquier forma urgente de ganarse la vida.
Pero probablemente hay otro elemento en esta curiosa devoción que hoy despiertan los intelectuales democráticos en Europa del Este: tanto Havel como Goncz son personas decididas a decir siempre la verdad en un tono sereno y objetivo. No redactan discursos a la medida del auditorio ni se pliegan a los vaivenes de los grupos de presión. Son honestos. Durante décadas templaron su carácter en la defensa de ciertos valores espirituales y en el tenso descubrimiento de que la esencia de la dignidad radicaba en la coherencia entre la que se pensaba y lo que se decía.
Dos hombres de talento, como ellos, sólo hubieran tenido que inclinar ligeramente la cabeza, sonreír, y repetir alguna consigna marxista, para haber alcanzado de inmediato todo género de privilegios y reconocimientos. Pero ambos, de una manera destacadísima, eligieron defender la verdad, aún a riesgo de hasta perder la miserable vida a la que los condenaban los comunistas.
Es probable que sea ese ejemplo de integridad lo que les haya conquistado las simpatías de sus pueblos. Esas sociedades estaban enfermas de mentiras y de medias verdades. Necesitaban sentir que al frente del Estado, más que un político convencional, hábil y maniobrero, se instalaba una sólida figura sostenida por la inteligencia y la honestidad. Durante décadas, generaciones tras generaciones, habían vivido en medio de la hipocresía, los aplausos fingidos, los silencios cómplices. El comunismo no había conseguido que las masas les entregaran los corazones, pero habían logrado, en cambio, arrancarles la lengua a casi todos. A casi todos, porque hubo intelectuales como Havel y Goncz que se negaron a entregar su palabra y su derecho a proclamar la verdad.
Es una fina ironía que ambos fueran hombres de teatro. Cuando terminó la función ellos eran de los pocos, casi los únicos, que se habían negado a actuar en la tragicomedia montada por los marxistas. Por eso hoy son inmensamente respetados.
3 de mayo de 1991
Coda en 2009
Era natural que ocurriera: la segunda generación de estadistas demócratas de lo que fue el «Este» europeo ya está más cerca del arquetipo político profesional de Occidente que del intelectual inspirador como fueron Havel v Goncz.