Tras todas las guerras se habla de la creación de un nuevo orden internacional. Es el clásico paisaje diplomático después de la batalla. El fin de la guerra fría no es una excepción a esta ilusionada regla. Ni tampoco lo será el fin de la guerra del Golfo Pérsico. Obviamente, Bush pretende que durante su mandato se inicie una especie de duradera pax americana aprovechando la absoluta supremacía militar y económica de Estados Unidos y de los aliados. Wilson quiso hacerlo en 1918 al final de la Primera Guerra Mundial. Truman lo intentó infructuosamente en 1945. No puede haber una gloria mayor para un presidente americano.
Curiosamente, a los soviéticos —por lo menos a los de línea blanda— no parece disgustarles la idea. Al fin y al cabo, parte de las penurias por las que atraviesa la URSS se deben al espasmo imperial de la postguerra. El sistema era torpe, pero se agravó cuando aumentaron el perímetro de defensa con el invento de la Europa del Este. Después fue aún peor cuando intentaron conquistar el Tercer Mundo. Los pasillos del Kremlin se convirtieron en una corte de los milagros, con insaciables pordioseros como Mengistu, Castro o los camaradas vietnamitas, siempre con el jarro de pedir en la extendida mano revolucionaria.
Bien: poca gente duda que nunca han existido mejores condiciones para crear un prolongado clima de paz internacional. Pero ¿cómo se logra este benévolo periodo de concordia? Hasta ahora la única propuesta concreta es la del Conde Lambsdorff, presidente electo de la Internacional Liberal, y hombre clave de la política alemana. En medio del tiroteo del Golfo se fue a ver a Pérez de Cuéllar y le planteó la necesidad de que se creara un organismo internacional que conociera y regulara las ventas de armas en el planeta. Algo así como una aduana rigurosa capaz de impedir que la codicia de los comerciantes (y de los gobiernos) repita el triste episodio de la conversión de otro país agresivo en una potencia militar. Con Iraq ya había suficiente.
¿Por qué no? No es cierto que privar al Primer Mundo de las ventas de armas sea un golpe económico importante. Sólo la primera semana de guerra —sin contar los sufrimientos humanos— le ha producido a las potencias aliadas una pérdida infinitamente mayor que las utilidades que pudo proporcionarles crear en Iraq al cuarto ejército del mundo. Si Iraq, con sus enormes ingresos petroleros, no hubiera tenido acceso a la juguetería bélica, probablemente hubiera convertido esos recursos en inversiones sabias (como las que hacía Kuwait, por ejemplo). En vez de cañones hubiera comprado computadoras.
Pero la propuesta del Conde Lambsdorff, con ser muy importante, no resuelve del todo el problema. Probablemente los Sadam Hussein de este mundo se las ingeniarían para comprar bajo cuerda sus pertrechos de guerra. Hay que buscar otros mecanismos de seguridad. Y el que me parece más idóneo es el de exigirle a los gobiernos un comportamiento democrático, con prensa libre y parlamento multipartidista.
Me explico: los Sadam Hussein tienen muchas más oportunidades de proliferar en ambientes autoritarios que en la atmósfera transparente de las democracias liberales. Eso no quiere decir que las democracias no paran monstruos, sino que lo más probable es que los aborten durante el proceso de gestación. Si los iraquíes hubieran podido manifestarse libremente, y si la prensa hubiera podido expresar opiniones diferentes al discurso oficial, es casi seguro que el señor Hussein no hubiera podido mantenerse en el poder, y mucho menos entregarse a sus empresas imperiales.
Tómese, por ejemplo, el caso de la URSS: hay una clara relación directa entre el grado de democracia y de transparencia informativa y el grado de moderación en la política exterior. La locura imperial siempre va de la mano de la dictadura. Cuando los gobiernos carecen de controles públicos, les es dable desarrollar una conducta totalmente agresiva, aunque se arruinen totalmente en el empeño.
No hay duda: propiciar las relaciones económicas con las democracias, mientras se pone distancia frente a las dictaduras y se les sanciona en el orden económico, más allá del valor ético que conlleva, es una sabia manera de mantener la paz mundial y la concordia entre las naciones. La democracia es una vacuna bastante eficaz contra la aparición de locos agresivos.
Por supuesto, la tarea no es fácil. ¿Cómo se induce un comportamiento democrático en culturas —como la árabe, por ejemplo— que sostienen unos valores diferentes a los occidentales? Es difícil saberlo, pero no hay duda que estos países encontrarían un estímulo en la dirección de la libertad y la democracia si comprobaran que tienen que pagar un alto precio por mantener regímenes autoritarios. Y quizás entonces sea posible ese nuevo orden que todos deseamos.
25 de marzo de 1991
Coda en 2009
El control de la venta de armas sigue siendo una quimera. Rusia, Corea del Norte y hasta Irán están dispuestos a vender casi cualquier armamento a casi cualquier cliente. La propia España estaba dispuesta a venderle barcos de guerra al poco equilibrado Hugo Chávez. El nuevo orden que está surgiendo a los veinte años del derribo del Muro de Berlín es un confuso multilateralismo que multiplica los peligros de conflictos internacionales.