Al pacifismo verde y bonachón, vegetariano y lector de Remarque, le ha salido un aliado de dudosa moralidad: la izquierda marxista que no se resigna al tapabocas que le ha dado la Historia. Y por ahí andan, codo con codo, quienes son amantes verdaderos de la paz, y quienes le hacen el amor a la paloma con la imaginación erótica clavada en las partes pudendas de los halcones de la guerra fría, añorando aquella época de la gloriosa bipolaridad, en la que Alemania estaba partida en dos y Europa oriental se gobernaba con la punta de las bayonetas soviéticas. Lo ha escrito con toda claridad don Francisco Umbral, uno de los periodistas más leídos en España, porque escribe bien, y menos respetados, porque opina mal: «La guerra fría hacía posible Cuba y Afganistán, Panamá y Nicaragua. Desde que Gorbachov se sacó la perestroika, la apertura, la glasnost, la caída del Muro, todo han sido problemas».
Por lo menos hay que agradecerle la franqueza al señor Umbral. Ha dicho exactamente lo que piensan la mayor parte de los viejos comunistas europeos. Esos, como el francés Marchais, que hace pocas fechas convocaba a la solidaridad con la Cuba de Castro —último bastión del marxismo-leninismo en Occidente—, o como la dirigencia comunista italiana, siempre burlona contra Walesa y rencorosa contra Havel, pero francamente solícita con la Rumania de Ceausescu hasta la víspera misma de su caída.
La evolución de los partidos comunistas de Europa occidental es penosísima. Al principio tuvieron esperanzas en la perestroika. Ahora tienen esperanzas en el Ejército Rojo. Aguardan, revoloteando como buitres en torno a los teletipos, la noticia de la entrada de los tanques soviéticos en el parlamento ruso y el fusilamiento al amanecer de gentes como Boris Yeltsin. (A Mijail Gorbachov, en cambio, probablemente se conformarían con deportarlo a redactar una infinita autocrítica).
Para esta gente la guerra de Iraq ha sido una bendición inesperada. Ideológicamente desmoralizados, repudiados en todas las urnas con gran vehemencia, reducido el marxismo a punto menos que una superstición grosera, necesitaban desesperadamente una causa para revitalizar a las huestes: el pacifismo se las ha dado. Claro que se trata de un pacifismo selectivo, porque ninguno de los partidos comunistas de Europa occidental ha hecho una vigorosa denuncia de la entrada de los tanques soviéticos en Lituania o en Letonia, ni el ametrallamiento de esos pueblos indefensos. Ni una protesta pública, ni una mínima manifestación, ni una pancarta contra Moscú se ha visto en manos de los neopacifistas del Partido Comunista. Nada, porque en el fondo de sus corazoncitos autoritarios celebran que el Ejército Rojo restituya en el Báltico el viejo orden estalinista.
¿Será posible que los partidos comunistas de Europa consigan resucitar al conjuro mágico de las consignas pacifistas antiamericanas coreadas durante la guerra del Golfo Pérsico? No lo creo. Se les ven demasiado las contradicciones. Es cierto que para la juventud europea —exceptuando Inglaterra— la guerra del Golfo Pérsico no parece ser un acontecimiento popular, pero de ahí a volver los ojos hacia los partidos comunistas hay demasiado trecho. Todavía están muy frescos los testimonios de las víctimas rumanas, los relatos de los horrores cometidos por el KGB y la Stasi, las reveladas vinculaciones de los gobiernos de Europa oriental con los terroristas, las miserias inocultables del sistema donde quiera que fue aplicado, su estupidez, su ineficacia, su crueldad. Y también —por supuesto— se conoce a fondo la complicidad de los partidos comunistas de Europa occidental con todo ese abyecto estado de cosas. La carga de descrédito es demasiado grande. Insuperable. Aunque ahora marchen vestidos de ovejas bondadosas, se les ve el plumero. Y no es de paloma, sino de halcones nostálgicos.
3 de marzo de 1991
Coda en 2009
Los partidos comunistas enquistados en el mundo democrático, en efecto, nunca hicieron su mea culpa. Por el contrario, cada vez que han podido han mantenido su apoyo y sus simpatías a las pocas satrapías comunistas que quedan en el mundo, como sucede en España con la dictadura cubana y el permanente respaldo que recibe de Izquierda Unida. Los comunistas en todas partes se mezclaron con los verdes ecologistas y juegan las cartas del pacifismo, pero su querencia política más íntima siguen siendo los gobiernos autoritarios colectivistas. Por eso las simpatías que hoy manifiestan a figuras como Hugo Chávez.