33. Matar a Yeltsin

Hace algún tiempo un par de agentes del KGB le explicaron a Boris Yeltsin cuán sencillo sería liquidarlo sin dejar huellas. Bastaba, por ejemplo, con que, en medio de los abrazos de la multitud, le adhirieran a la chaqueta un minúsculo receptor de ondas. A continuación, y desde cierta distancia, un trasmisor especial comenzaría a trasmitir a once megahertz. A esa intensidad el corazón se le detendría, y caería desplomado en medio del gentío. En ese instante otro agente retiraría el receptor, y el mundo entero quedaría convencido de que la emoción política había derrotado a la ajetreada anatomía del líder radical.

Yeltsin le tiene miedo al KGB. Y con razón, porque dentro de ese monstruoso aparato existe un llamado Departamento de vigilancia de la Constitución, descendiente del tremebundo Quinto Directorio, que no le pierde pie ni pisada a los comunistas o ex comunistas situados a la izquierda de Gorbachov, y a cuyos miembros Yeltsin atribuye unos cuantos episodios del acoso psicológico del que ha sido víctima.

¿Recurriría el KGB al asesinato de Yeltsin para impedir una mayor radicalización de las posturas anticomunistas? A estas alturas, y tras su elección como Presidente de la República Rusa no parece probable, pero tampoco debe descartarse esa posibilidad. Todo depende de cómo bascule el poder dentro de la lucha interna que también sacude al KGB. Porque en la URSS no hay una sola institución inmune a la querella de los límites de la reforma gorbacheviana. Es posible que en el ejército —por su horror tradicional a la indisciplina y al desorden—, o en el KGB —por su condición de cuerpo dedicado a mantener a toda costa el statu quo— prevalezcan las posiciones conservadoras, inmovilistas, pero la crisis por la que atraviesa la URSS también afecta a esas dos importantísimas instancias de poder, como ha revelado el general Oleg Kalugin, ex jefe de la contrainteligencia soviética, hoy vinculado al sector más reformista.

La sacudida todo lo estremece: la cúpula académica, los administradores, o cualquier organismo o empresa con alguna relevancia dentro de la sociedad soviética. Es muy sencillo de explicar: la crisis en la URSS es, fundamentalmente, una crisis del Partido Comunista, y en ese modelo de sociedad no existen límites reales entre Estado, Gobierno y Partido. Y, en general, para ser miembro del KGB o de la dirección del ejército, para ser decano de una facultad universitaria, magistrado o administrador de una gran fábrica, hay que pertenecer al Partido. El Partido es el origen y fuente del poder, y eso, precisamente, es lo que se está resquebrajando, y lo que explica las grietas que se observan en todas las instituciones del Estado soviético.

¿Cuál va a ser el desenlace de este conflicto? ¿Podrán prevalecer las fuerzas democratizadoras o serán barridas por los conservadores? Hoy —todavía— es posible responder que la clave final radica en lo que suceda en el seno del Partido, pero a condición de que este organismo no se divida. Si el Partido se atomiza puede ocurrir casi cualquier cosa y nosotros, en Occidente, no tendremos manera alguna de prever el rumbo de los acontecimientos, y mucho menos de influir en ellos. A lo mejor, incluso, para entender lo que ocurre, deberemos limitar nuestro análisis al estudio de los líderes a los que se les vaya parando el corazón en medio de las multitudes. Algo así como un ejercicio de periodismo forense: si se muere Yeltsin estarán venciendo los estalinistas. Si el cadáver es el de Ligachov, el triunfo estará más cerca de los radicales. Y si, a corto plazo, le toca el turno a Gorbachov, que Dios nos coja confesados.

10 de julio de 1990

Coda en 2009

No hubo (que se sepa) intentos serios de acabar con el reformismo por medio de los asesinatos selectivos, pero un año después de publicada esta crónica se produjo un intento de golpe de Estado por parte de los sectores estalinistas del KGB y el PCUS. Como nota al margen agrego que a principios de los ochenta conocí en mi despacho de Madrid a un joven desertor cubano de los servicios de inteligencia que acababa de pasar en Bulgaria un cursillo en el que lo habían enseñado a asesinar utilizando isótopos radioactivos capaces de provocar cáncer. Siguió rumbo a Estados Unidos, donde solicitó asilo político.